LORD HARRY
Durante más de tres años Mary vivió con su madre. Su esposo la visitaba siempre que le era posible hacerlo. La condesa de Bohun explicaba a su hija que, cuando una mujer se casa con un hombre en posición tan encumbrada, debe estar preparada a que sus numerosas obligaciones lo llamen fuera del ámbito familiar.
Mary se había resignado. Aprendía diligentemente a dirigir su vasta casa. Pasaba largas horas en la despensa, estudiando hierbas y especias y aprendiendo a sazonar platos de cocina. Aprendió a destilar perfectamente cerveza. Su madre le dio autorización para que diera las instrucciones a los sirvientes cuando se esperaban visitas importantes y la condesa insistió en que, a pesar de su juventud, Mary era condesa de Hereford y esposa del hijo del gran John de Gaunt. Tampoco se olvidó de las actividades más refinadas. Aprendía las canciones y las danzas que estaban de moda en la corte y tocaba la guitarra y cantaba para los invitados. Al castillo se enviaban los géneros más exquisitos para que ella eligiera los que prefería, pues la condesa insistía en que debía prestar mucha atención a su aspecto.
Fueron años de espera. Mary entendió sin ninguna duda que habría sido un grave error dejar que la metieran en un convento. Enrique la había salvado de esto y ella siempre se lo iba a agradecer. Ella había nacido para ser lo que él había hecho de ella: esposa y madre. Su auténtica misión en la vida era crear un hogar feliz y bien dirigido para su marido y sus hijos. Pero en estos largos años de espera ansiaba que llegara el momento de ser lo bastante madura para unirse a Enrique.
Muchas veces pensaba en él, preguntándose qué estaría haciendo entonces. De día estaba ocupada, porque su madre siempre se las arreglaba para que lo estuviera; pero de noche se desvelaba en la cama y contemplaba las sombras temblorosas en las paredes, ya que, siguiendo la costumbre de sus tiempos, tenía una lamparita ardiendo en su dormitorio. Era un vaso pequeño de metal, lleno de aceite, con un pabilo; aliviaba sus temores y la consolaba en la oscuridad.
Siempre estaba con miedo de que pasara algo y no se lo dijeran. En el tiempo en que ella y Enrique habían vivido juntos y ella había estado encinta, habían ocurrido cosas tremendas, de las que no se había enterado. Los campesinos se habían levantado y todo el país había estado en peligro; Enrique había estado en ese tiempo con el rey en la Torre de Londres y casi había perdido la vida. Ella había quedado —y todavía estaba— tan sobrecogida ante la segunda calamidad, que apenas había pensado en la primera.
Sólo después del nacimiento de su hijo muerto se había enterado de la verdad y no iba a olvidar, hasta el último día de su vida, aquel en que Enrique se había sentado a su lado y le había contado la historia.
Un hombre llamado Wat Tyler los dirigía —había dicho—. El cobrador de impuestos había vejado a su hija; el tejero lo había matado y los siervos de la gleba lo apoyaron. En un momento hicieron una marcha sobre Londres. Querían tener el gobierno del país en sus manos, apoderarse de todas las riquezas de la tierra y dividirlas entre ellos. Saqueaban todos los lugares por donde pasaban. Destruyeron el palacio de mi padre, el Savoy.
Ella escuchaba con los ojos abiertos y el corazón le latía violentamente al pensar lo que había estado ocurriendo mientras vivía tranquilamente en el campo, esperando el nacimiento de su hijo y sin saber nada de nada. A todo esto, Enrique había estado en Londres... con el rey.
—Ese populacho alborotado entró en Londres —siguió diciendo Enrique—. El rey accedió a verlos... primero en Blackheath y después en Smithfield. Dio pruebas de gran valor, todos lo dijeron, y no hay que olvidar que salvó la situación. Cuando estaba en Blackheath yo quedé a cargo de la Torre. La multitud se abrió paso.
Ella palideció de miedo y él se rió de ella.
—Ya todo ha pasado. Salió muy bien. Ricardo les habló... prometió darles todo lo que pedían... aunque no puede... pero prometió y Wat Tyler fue liquidado. Quedaron sin su jefe. Se dispersaron y desaparecieron... Más tarde los cabecillas fueron capturados y recibieron su castigo.
—Y tú estabas en la Torre —murmuró ella.
—Fui afortunado. Oh, Mary, ese día estuviste a punto de perder a tu marido. Me hubieran ultimado, porque odian a mi padre.
—Donde quiera que se vaya, Mary, uno oye murmuraciones contra él. Ya sabes las mentiras que cuentan.
—¿Por qué lo odian tanto? —preguntó ella.
Enrique se encogió de hombros. Luego dijo, con ojos refulgentes de orgullo:
—Porque es el hombre más grande de Inglaterra. Debió haber sido el primogénito para recibir la corona. Nació para ser rey.
Mary le había rogado que le contara su fuga.
—Fue como un milagro, Mary. Yo estaba allí, esperando que me saltaran encima en cualquier instante. Pensaba en ti y me decía: “Pobrecita Mary, va a quedar con el corazón destrozado.” ¿Acaso me equivocaba?
Ella sólo pudo mover la cabeza, demasiado emocionada para hablar.
—Y entonces —prosiguió él— se abrió la puerta de golpe y vi a un hombre con un gancho de carnicería en la mano. Pensé que venía a matarme. Me llamó “milord” y habló precipitadamente, diciéndome que había ido para llevarme a un lugar seguro, porque mi vida estaba en peligro. Me dijo lo que debía hacer y yo me puse una ropa muy tosca que él me dio. Me entregó un palo e hizo que lo siguiera, lanzando gritos contra los ricos. Así lo hice. Salimos de la Torre y recorrimos las calles de Londres, vociferando todo el tiempo hasta que llegamos al Wardrobe, los despachos reales en Carter Lane, y allí me junté con la reina madre y otros que habían logrado escapar de la Torre.
Ella se aferraba a él, sorprendida y horrorizada de haber estado sentada tranquilamente, dedicada a sus labores, mientras había estado ocurriendo aquello, sin sospechar la tragedia que casi había arruinado su vida.
—Mientras viva voy a estar agradecida a ese hombre que te salvó —dijo ella fervorosamente.
—También yo —había contestado Enrique—. Se llama John Ferrour y es de Southwalk. Se le ha recompensado debidamente. Debe haber obrado así por amor a mi padre, porque hasta entonces nunca había oído hablar de él. No hay duda de que, de no haber estado allí, éste habría sido el fin de Enrique de Bolingbroke.
Después ella oyó hablar mucho de la Rebelión de los Campesinos, de la valentía del joven rey. Todos dijeron que Ricardo iba a ser un gran rey, como su abuelo. La Rebelión de los Campesinos había sido un triunfo de Ricardo, o así lo pareció en un primer momento, pero ella tenía la impresión de que él había ganado fraudulentamente. El rey había prometido darles lo que pedían y lo único que habían obtenido era la muerte despiadada de sus cabecillas y ninguna concesión a sus exigencias.
Enrique intentó explicarle que no había habido ninguna otra salida. Había que sofocar la sublevación y Ricardo la había sofocado. Y la única manera de lograrlo era hacerles creer que se les iba a dar lo que no se podía dar.
—Tuvimos mucha suerte, podría haber sido el fin de Inglaterra, el fin de todos nosotros.
Pero lo que quedó en la memoria de ella fueron los peligros que acechaban a su marido. Y ya no pudo vivir en paz cuando él no estaba a su lado.
Mary estaba ávida por oír noticias de la corte. Enrique se las daba cuando iba a verla y éstos eran los instantes más coloridos de su existencia. Cuando llegaban visitas, su corazón palpitaba de alegría. Pero tenía una amarga decepción cuando la visita no era la de él. Cuando él venía, todo era maravilloso. Anhelaba que pasara el tiempo velozmente para estar en condiciones de hacer vida matrimonial.
Enrique también lo anhelaba. Esta era una preocupación más. ¿No podría enamorarse de otra? El padre de él se había casado con Constanza de Castilla pero todos sabían que amaba a lady Swynford. El matrimonio no era garantía del amor.
Cuando el joven rey se casó, hubo mucha agitación en todo el país. Decían que Ana de Bohemia no era hermosa y que lo poco bueno que tenía estaba arruinado por el horrendo tocado con cuernos que le gustaba usar. De todos modos, ella se entendía con el rey y muy pronto los tocados con cuernos se pusieron de moda en los círculos más elegantes.
—Debes encargarte uno —le dijo su madre.
Enrique pasaba mucho tiempo con su padre. Era evidente para Mary que nadie podía compararse con John de Gaunt en la opinión de su hijo. Los dos estaban muy unidos y a ella esto le gustaba; sabía que Enrique quería mucho a lady Swynford, que todos trataban —a fin de no incurrir en el desagrado del duque— como si fuera la duquesa de Lancaster. Enrique le decía que no iba a pasar mucho tiempo antes de que pudieran estar juntos. En cuanto ella cumpliera quince años, iba a dejar de lado las objeciones de su madre; y él sabía que su padre lo iba a ayudar en esto.
Él siempre traía noticias del mundo de afuera. El rey quería mucho a la reina, que también era muy amiga de su amigo Robert de Vere. Algunas personas decían que Ricardo amaba a éste más que a ningún otro ser, y había sospechas de que el rey había heredado ciertos rasgos de carácter de su bisabuelo Eduardo II. Pero la reina suavizaba todas las asperezas posibles y el terceto siempre estaba junto. Es una tontería, decía Enrique, porque Ricardo no sólo prestaba excesiva atención a su favorito en la vida privada, sino también en asuntos de estado, lo cual era un grave error.
—Ricardo ha dejado ya atrás la gloria de Blackheath y Smithfield y si persiste en esta conducta va a tener dificultades —decía Enrique ominosamente, y en sus ojos había una cierta lucecilla que inquietaba vagamente a Mary.
Más adelante le dijo que John Wycliffe, que había suscitado tantas controversias con sus ideas religiosas, había muerto de un ataque de apoplejía mientras celebraba misa.
—Pero éste no es el fin de John Wycliffe —pronosticó Enrique.
Hubo nuevos trastornos cuando John Holland, el hermanastro del rey, asesinó al hijo del conde de Stafford y fue desterrado del país.
—La reina madre está consternada —dijo Enrique—. Ahora está tratando de convencer a Ricardo de que debe darle un indulto, pero no sé cómo podrá ser eso. Esto la va a matar. No tiene buena salud y ya está entrada en años.
Y así fue: la reina murió poco después.
Para este entonces Mary había cumplido quince años y un buen día recibió una nota de John de Gaunt anunciándole su visita.
Una visita tan importante exigía importantes preparativos. La condesa, ayudada por Mary, dispuso que se trajeran carnes de buey y de cordero, venado, garzas, cisnes y pavos reales para el huésped de honor. El olor de los guisados y pasteles había invadido las cocinas, ya que se hacían tortas de todas clases, dignas de semejante invitado y del séquito que sin duda iría con él.
Debía llegar con Enrique y Mary adivinó cuál era el objeto de su visita. También lo adivinó su madre, que miraba a su hija con aire preocupado.
—Señora —dijo Mary a la condesa—, ya he cumplido quince años y no soy más una niña.
La condesa suspiró. Le hubiera gustado mantener un tiempo más a su hija junto a ella.
Desde una de las ventanas de los torreones, Mary vio la llegada del gran John de Gaunt, resplandeciente y en medio de estandartes y oriflamas que ostentaban leones y leopardos. Junto al gran duque de Lancaster estaba su hijo, Enrique de Bolingbroke.
¡Cuán nobles eran estos Plantagenet! ¡Cómo se parecían! Nadie hubiera podido dudar de sus orígenes: siempre se conducían, todos ellos, como reyes.
La condesa, junto a Mary, esperaba para saludarlos. John de Gaunt tomó a Mary entre sus brazos antes de que ella tuviera tiempo de hacerle una reverencia.
—¿Cómo está mi hija querida? —preguntó.
La condesa contemplaba la escena con orgullo. El casamiento de su hija había sido brillante y el evidente amor de Mary y Enrique era un bálsamo para su corazón de madre.
Enrique contemplaba a Mary con ojos relucientes y, cuando la abrazó, ella sintió la alegría que lo inundaba y supo que la espera ya estaba a punto de terminar.
Esa noche, durante la cena, reinó un aire de fiesta mientras se colocaban sobre la mesa para los huéspedes de honor los platos que habían provocado tanto revuelo en las cocinas. Además de las carnes y los pasteles había frutas confitadas, almendras, pasas de uva, turrones y mazapanes y toda clase de manjares refinados.
—Vuestra hija crece rápidamente —dijo John de Gaunt a la condesa—. Y su belleza aumenta. Ya no es una niña. ¿Estáis de acuerdo?
La condesa reconoció de mala gana que así era y ya no albergó más dudas sobre los motivos de la visita.
Mary y Enrique bailaron juntos; ella tocó la guitarra y él cantó. Mientras los contemplaban, el duque de Lancaster explicó a la condesa que en muy poco tiempo se iba del país en dirección a España, donde iba a tratar de ganar la corona de Castilla, sobre la cual tenía derecho por su esposa Constanza; durante su ausencia, su hijo quedaría a cargo de sus propiedades.
—Ya es un hombre —añadió.
La condesa quedó pensativa. No simpatizaba mayormente con John de Gaunt: era una personalidad aplastante. Además, conocía sus desmesuradas ambiciones y su apetito de una corona. Se había casado con Constanza de Castilla en la esperanza de ser rey de aquel país, pese a que no vivía con su mujer legítima, sino con su querida, Catherine Swynford. Y había casado a su hijo con Mary por la inmensa fortuna de ésta.
Ahora le decía que ya era tiempo de que Mary dejara a su madre y se convirtiera en la mujer de Enrique.
Así tenía que ser. Ella se daba cuenta.
Mientras, Enrique le decía a Mary:
—La espera ha terminado. Ahora te vienes conmigo.
Ella juntó las manos y cerró los ojos, embargada de dicha.
—¿Eso quiere decir que estás contenta?
Ella asintió.
—Tengo cerca de veinte —dijo él—. Mi padre dice que ya es tiempo de que tenga mujer. Oh, Mary, la espera ha sido muy larga.
—También para mí. Lamento haber sido tan joven.
Esto provocó la hilaridad de él.
—Oye —dijo—, cuando me vaya, tú te vienes conmigo. Mi padre se va a Castilla.
—Oh.... tú... tú...
—No: yo no lo acompaño. Tiene que quedarse alguien a cuidar las propiedades. Por supuesto, iré con él hasta la costa. ¿No quieres venir con nosotros?
Ella puso una mano sobre la de él.
—¡Me siento tan feliz! —dijo.
Siguieron días muy atareados. Había que atender al gran John de Gaunt, y tenía que prepararse para partir con Enrique. Su madre la observaba con cierta melancolía.
—Me alegro de que tu matrimonio te haga feliz —dijo—. Pero me da pena que te vayas. Si alguna vez te hago falta, no tienes más que mandarme una nota y correré a verte.
Mary dijo solemnemente:
—¿Ha habido alguna vez una mujer más feliz que yo? Tengo el mejor marido y la mejor madre del mundo.
Mary era en verdad una esposa: no pasó mucho tiempo y ya estaba esperando ser madre. Ella y su marido habían ido al castillo de Monmouthshire, el favorito de ellos, y habían pasado allí unas semanas gloriosas. Mary se había embarazado. La vida era hermosa, pero ella no podía olvidar que él, en cualquier momento, habría de dejarla. Ahora Enrique estaba muy metido en la política y esto significaba una vida difícil. No tenía simpatía por su primo, el rey. Entre amigos lo calificaba de estúpido, de inoperante, de gobernante destinado al desastre.
—En la ceremonia de la coronación perdió un escarpín —dijo en una ocasión—. Y, si no se cuida, dentro de poco va a perder el trono.
A Mary le apenaba notar hasta qué punto Enrique sentía estas cosas. Hubiera querido vivir con él, serenamente, en el castillo de Monmouth.
Ella estaba encantada cuando él tocaba su laúd y ella la guitarra, cuando cantaban y bailaban, cuando jugaban al ajedrez con las hermosas piezas de plata que el padre de Enrique les había regalado, o cuando andaban a caballo por el bosque, como la primera vez en que se encontraron.
Pero esta existencia idílica no podía durar. A veces ella pensaba, en secreto, que habría sido mucho más feliz en caso de haber sido él un humilde hidalgo. No se atrevía a hacer una alusión a sus sentimientos, porque él se sentía tremendamente orgulloso de ser el hijo de su padre.
Los meses pasaban y los malestares del embarazo aumentaban. Como la primera vez, la preñez no era fácil. Enrique era un esposo atento y delicado, pero ella presentía su inquietud.
Ya no podía andar a caballo con él, no podía bailar; a veces estaba tan cansada que ni siquiera podía concentrarse en una partida de ajedrez.
Mary empezaba a entender que se había casado con un hombre muy ambicioso. Mal podía esperarse que el hijo de John de Gaunt no lo fuera y, mientras ella jugaba con él en el castillo, adivinaba que los pensamientos de él estaban muy lejos. La situación política era cada vez más compleja. Cuando él le hablaba de política los ojos le brillaban y la voz le temblaba; ella se dio cuenta de que él hubiera querido estar en la corte, no con ella; esto la entristecía y, sin embargo, comprendía. No era nada más que una parte de su vida y no podía esperar que él compartiera su deleite en la vida familiar. Ahora, embarazada y a menudo indispuesta, no era la alegre compañera que él necesitaba. Había que encarar los hechos: el idilio estaba terminado y se convertía rápidamente en un matrimonio sensato. Él seguía amándola, pero... ¿podía esperar ella la devoción total que ella estaba preparada a dar?
Un día el tío de él, el cuñado de Mary, Thomas de Woodstock— llegó al castillo. A Mary le inquietaba la visita, porque sabía que Thomas nunca le había perdonado su fuga de Pleshy y su casamiento. Eleanor se había mostrado muy fría con ella las pocas veces que se habían visto.
Sin embargo, Thomas la saludó con cariño fraternal y, cuando ella le preguntó por Eleanor, le dijo que tanto ella como los niños estaban muy bien. Eleanor tenía ahora un hijo varón y sus padres estaban muy contentos con él. Le habían dado el nombre de Humphrey, un nombre favorecido por la familia Bohun.
El niño era fuerte, robusto, y Thomas le dijo orgullosamente que contaba con que ella lo honrara con una visita.
Era ofrecer la rama de olivo, sin duda. Mary, que había llegado a conocer un poco el carácter de su cuñado cuando estaba viviendo en Pleshy, pensó que esto sólo podía significar una cosa: tenía algún proyecto que le volvía menos dolorosa la pérdida de la mitad de la fortuna de los Bohun.
Él y Enrique pasaban mucho tiempo a solas, charlando, y Mary empezó a inquietarse al notar la alteración y el nerviosismo que estas charlas suscitaban en su marido. Una noche, cuando estaban a solas, se atrevió a preguntarle cuál era el motivo de la visita de Thomas.
En un primer momento él no se manifestó muy dispuesto a hablar. A ella esto la ofendió un poco.
—Es mi tío —dijo él—. Y ahora que mi padre está afuera, piensa que debe ocuparse de mí. Pasaba por aquí y fue natural que nos visitara. Por otra parte, es tu cuñado. Juraría que Eleanor quiere tener noticias tuyas.
—No sé, Enrique —contestó ella—... tu tío nunca se ha llevado bien con tu padre... y eso quiere decir contigo. A ti te dieron la Jarretera y no a él. Además, tú te casaste conmigo. Él y mi hermana querían meterme en un convento para que mi herencia fuera para ellos. Me parece muy improbable que nos tenga algún cariño especial.
Al oír esto, él decidió abrirse.
—Todo eso ha ocurrido en el pasado dijo—. Son diferencias de poca monta. Ahora está en juego algo sumamente importante.
Ella tuvo la impresión de que el corazón le dejaba de latir un segundo.
—¿Qué?
—Como sabes, hace cierto tiempo que el comportamiento del rey escandaliza a ciertas personas. La actitud sumisa que tiene ante Vere es una verdadera vergüenza. Este hombre es un peligro para la estabilidad del país. Estuvo conspirando contra mi padre. Ya es tiempo de que el rey sepa que en este país hay hombres que no pueden seguir aguantando este estado de cosas.
Ella, con voz apagada, preguntó:
—¿Y tú eres uno de los que se ha levantado contra él?
—Estoy en buena compañía —contestó él.
—¿Tú y quién más? —preguntó ella con un hilo de voz.
—Mi tío Woodstock, es decir, Gloucester, Arundel, Nottingham y Warwick.
—Sois cinco, entonces...
—Somos los dirigentes y contamos con fuerte apoyo.
—Estas peleas me asustan. Puedes verte en un aprieto muy serio.
—Mary querida: estos son asuntos que tú no entiendes. Tenemos que librar al país de esta gente que lo está arruinando.
—¿Te refieres... al rey?
—¿Por qué no?
—El rey es el heredero legítimo del trono. Es el hijo del Príncipe Negro...
—Por desgracia —dijo él en un tono colérico y ella adivinó lo que estaba pensando: “¿Por qué no habrá sido mi padre el primogénito del rey?”
—No te metas en esto...
Él lanzó una carcajada y le acarició el pelo.
—No debí haber entrado en detalles —dijo. Le dio una palmadita en el estómago—. Es evidente que tienes que ocuparte de otros asuntos.
—Lo que te pase a ti es asunto mío —contestó ella.
—Entonces no tengas miedo. Ricardo es débil. Es un tonto. Se parece a su bisabuelo. Perdió el trono...
Ella se estremeció. Y la vida... de un modo horrendo. Ricardo no debería olvidarlo.
Ella se volvió hacia él y escondió la cara contra el hombro de su marido. De nada valía protestar, intentar convencerlo. Era un hombre ambicioso y, aunque ninguno de los dos mencionó el punto, estaba fascinado por la corona de oro.
Ella hubiera querido gritarle: “Nunca será tuya. Es de Ricardo por derecho. Tal vez Ricardo tenga un hijo varón. Dios mío, haz que Ricardo tenga un hijo varón.” Esto pondría fin a estos sueños delirantes. Pero incluso si Ricardo no tenía un hijo, había otros en la línea de acceso al trono, antes de John de Gaunt. Estaba Philippa, la hija de Lionel, puesto que en Inglaterra no regía la ley sálica y las mujeres podían heredar el trono. Si se destronaba a Ricardo y John de Gaunt se coronaba, el heredero era Enrique. Y Enrique no podía olvidarlo, por muy remota que fuera la posibilidad. Era como un gusano en su mente: cada vez lo obsesionaba más y Mary sintió miedo.
Ahora se juntaban estos cuatro hombres ambiciosos para oponerse al rey. Querían sacar a Ricardo del medio. Y Ricardo era el rey legítimo.
—Le vamos a demostrar a Ricardo que debe gobernar para el bien de todos y no para sus favoritos. Si es prudente, habrá de verlo; si no lo es, tendrá que irse dijo Enrique.
—Va a haber guerra dijo ella.
—No —dijo él—. Ese nunca peleará. Siempre va a ceder. No tiene espíritu combativo. A veces me pregunto si es hijo de su padre. Su madre era pan comido. No sé si sabes que vivió con Holland antes de casarse con él.
—¡Por favor!¡Nos puede estar oyendo alguna persona de servicio!
—Mary querida: estás demasiado nerviosa. Es natural en tu estado. No importa. Dentro de poco tendremos nuestro varoncito, ¿no?
—¿Cuándo te irás con tu tío?
—Mañana. No hay tiempo que perder.
—¿Y cuándo volverás?
—Mucho depende de Ricardo —dijo él—. Pero tomaré medidas para que estés bien cuidada y tranquila. Es por eso que he elegido para ti el castillo de Monmouth. Es un poco alejado. Allí te podrás olvidar de todo, salvo del bebé.
—¿Crees acaso que podré olvidarte jamás a ti?
—Confío en que no sea así, mi amor. Pero eres mi mujer y debes obedecerme. Te ordeno que descanses tranquila, que estés en paz, que no te agites, y a su debido tiempo darás a luz a nuestro hijo.
—Me ordenas algo imposible —replicó ella—. ¿Cómo voy a estar tranquila cuando sé que estás metido en un complot contra el rey?
—No es contra el rey, mi amor. Es por el rey. Todo lo que haremos será por su bien... si es lo bastante sensato como para darse cuenta.
Ella no tenía más que decir. Debía aceptar el hecho de que estaba casada con un hombre muy ambicioso que veía la corona brillando sólo a unos pasos de distancia y, aunque parecía poco probable que alguna vez diera esos pasos, era optimista y estaba decidido a no perder ninguna oportunidad que se le presentara.
Al día siguiente partió con su tío Thomas.
Era imposible quedarse tranquila; estaba alarmada; padecía insomnio; constantemente esperaba mensajeros que le trajeran las temidas malas noticias.
Llegó agosto; los días eran calurosos, bochornosos; no podía pasar de un cuarto a otro sin sentirse muy incómoda.
—Debéis descansar, milady —le decían sus mujeres.
El descanso no era bueno para ella, sabían. Lo que ella necesitaba era la paz mental.
Empezaron los dolores; se prolongaron todo el día. Sufría atrozmente. Las mujeres empezaban a preocuparse. Recordaban la vez anterior, cuando había dado a luz un niño muerto.
—Le destrozará el corazón perder también a este niño —dijo una de ellas.
—Y no me sorprendería —añadió otra—. Ha estado loca de ansiedad desde que partió milord.
—Es frágil para dar a luz y no le hizo bien tener uno siendo tan joven.
—Que Dios nos ayude. Temo por ella. ¿No hay todavía señales del niño?
—No las había.
Mary sólo podía pensar en el dolor. Era intermitente. Procuraba sofocar sus gritos.
Se alegraba de que Enrique no estuviera presente.
—Te lo ruego, Señor —decía—, ayúdame. Ayúdame y dame un varón.
Estaba inconsciente cuando nació el niño. La partera lo tomó en brazos.
—Un varón —dijo— ya tiene su varón. Una cosita insignificante. No tiene casi vida.
Después exclamó:
—¡Oh, no! ¡No respira! Está muerto. Esto la matará...
Tendió el cuerpito desnudo sobre sus rodillas y empezó a palmear el trasero púrpura con un vigor que alarmó a las mujeres que miraban.
—No es culpa del niño —dijo alguien.
Pero la partera se interrumpió bruscamente, escuchando. Después una sonrisa de triunfo iluminó sus facciones.
—¡Respira! —exclamó—. Ha sucedido un milagro. Lo he golpeado hasta traerlo a la vida. Es un debilucho... pero está vivo. Gracias a Dios... por ella.
Dejó al niño a un lado y fue a mirar a la madre. Mary respiraba con dificultad.
—Mandad un mensajero a milord —dijo—. Lo está esperando. Debe venir en seguida. Decidle que tiene un hijo.
Enrique estaba camino de Monmouth cuando se enteró de que había nacido su hijo. Había decidido estar cerca para ver a Mary y el niño en cuanto naciera. Había estado tan preocupado con sus aliados que había tenido poco tiempo para cavilar sobre lo que estaba pasando en Monmouth. Estaba perplejo. Todo el tiempo era consciente de la abrumadora ambición de su tío Thomas. No había cariño entre ellos: eran aliados sólo por conveniencia. Enrique sabía que Thomas hubiera querido ver depuesto a Ricardo y ocupar él el trono.
Y esto era algo que debía ser evitado a toda costa. Si Ricardo dejaba la corona, no debía ésta pasar a manos de Gloucester. Era el hijo menor de Eduardo III. No. Debía pasar a John de Gaunt, porque sólo así podría pasar luego a Enrique. Pero John de Gaunt estaba lejos del país, tratando de conquistar la corona de Castilla y, si esta revuelta lograba algo, era Thomas de Gloucester quien estaría en el lugar. Naturalmente los descendientes de Lionel venían antes. Y luego John de Gaunt. Después Edmund de Langley, ahora duque de York. Pero Enrique veía muy bien a Thomas presentando sus reclamos. ¡La hija de Lionel! Una muchacha en el trono. Lo que necesitaban era un hombre fuerte, y con John de Gaunt fuera del país, detrás de la corona de Castilla, y con la falta de deseos de ser rey de Edmund, duque de York, le tocaba el turno a Thomas de Woodstock, duque de Gloucester.
No, nunca, pensaba Enrique. Ricardo no debe ser depuesto hasta que mi padre esté aquí para heredar la corona.
Tales eran sus pensamientos mientras cabalgaba hacia Monmouth.
En Ross on Wye fue detenido por un botero, que gritó:
—¡Buenos días tengáis, milord!
Y al reconocer los leones y los leopardos añadió:
—¡Y Dios bendiga a vuestro lindo hijo!
—¿Por qué dices eso? —preguntó Enrique.
—Porque sé que sois Enrique de Bolingbroke y he oído que vuestra esposa os ha dado un hijo.
Enrique quedó lleno de alegría. Por un momento olvidó las deficiencias de Ricardo y la tortuosidad de su tío Thomas; incluso olvidó su propia ambición.
Arrojó al hombre una bolsa llena de monedas de oro y, sin esperar que le diera las gracias, gritó a sus seguidores.
—¡Al galope hacia Monmouth!
Al llegar al castillo su deleite recibió un balde de agua fría. Le mostraron un bebé diminuto... varón, es verdad, pero que apenas estaba vivo.
—Este niño necesita cuidados especiales, milord —dijo la partera.
Él miró al niño con angustia. ¡Que este pedacito de carne roja y arrugada fuera el hijo que tanto había anhelado! No lloraba. Simplemente estaba quieto en brazos de la partera.
—Necesita un ama, milord. Milady no está en condiciones de alimentar al niño.
—Milady...
Corrió junto a la cama de ella. Oh, Dios, pensó, ¿es ésta Mary? Estaba pálida, fantasmal criatura, tan pequeña en la gran cama, con el pelo caído sobre los ojos y los ojos hundidos que, sin embargo, brillaron al verlo.
—Mary —exclamó él, arrodillándose junto a la cama.
—Enrique —dijo ella dulcemente—, tenemos un varón. ¿Estás contento?
Él asintió.
—Tienes que curarte.
—Me curaré, me curaré. Estáis tú... y el niño...
—Es... un lindo niño —mintió Enrique.
—No me lo han querido dejar. Dicen que estoy demasiado cansada, que debo reposar. Pero lo he visto. Es un lindo niño...
—Un lindo niño —repitió él.
—Se llamará como tú.
—Entonces seremos dos del mismo nombre...
—Lo llamaremos Harry... Harry de Monmouth.
—Así será —dijo Enrique.
Ella cerró los ojos y él se volvió hacia la partera.
—¿Están aquí los médicos?
—Sí, milord. Y os aguardan.
Habló largo rato con ellos. La condesa estaba exhausta. Necesitaba descanso... y paz. En cuanto al niño, esperaban lograr que viviera. Lo primero era encontrar un ama de leche fuerte y sana.
Enrique tenía ahora un propósito. Tenía que salvar al niño, porque temía que, si lo perdían, Mary fuera a morir. Era la idea del niño lo que la mantenía con vida. El niño tenía que vivir.
—Buscad en seguida un ama de leche —ordenó—. Debe haber en los alrededores alguna muchacha sana y fuerte.
Recorría el cuarto de un lado a otro. Oyó gemir al niño. Pidió ayuda a Dios; y súbitamente tuvo una idea.
Bajó a los establos y ordenó a los caballerizos que ensillaran su caballo. Después cabalgó diez kilómetros hasta Welsh Bicknow, donde vivía su amigo, John Montacute, segundo hijo del conde de Salisbury. Unas semanas antes la mujer de John, Margaret, había dado a luz un robusto niño, y el instinto le decía que aquí iba a encontrar la ayuda necesaria.
Fue una inspiración. Margaret amamantaba a su hijo. Tenía leche en exceso.
—¿Queréis venir a ayudar a nuestro pequeño Harry? —suplicó Enrique.
Lo haría con mucho gusto. Lo consideraba un honor. Poco tiempo después Margaret Montacute estaba en Monmouth y Harry chupaba continuamente sus pechos.
Tras esto el niño empezó a progresar, aunque, previno la partera, no iba a ser un niño robusto y tendrían dificultades para criarlo. De todos modos había salvado la vida por ahora y Mary pudo tener en brazos a su precioso hijo. Había tenido un miedo atroz de que estuviera muerto y, cuando tuvo la prueba de su existencia, empezó a recuperarse.
No fue una curación rápida, pero cada día se sentía mejor. En cuanto al pequeño Harry, que se había mostrado tan desganado ante el mundo, había empezado a crecer y fortalecerse con la ayuda de la leche de Margaret Montacute y prometía seguir bien.
Para sorpresa de los que la rodeaban, Mary se recuperó, y si bien Harry no desbordaba salud, sobrevivió, aunque las niñeras insistían en que era un niño a cuya salud había que prestar atención.
Un día se presentó en el castillo una mujer joven, de amplio pecho y caderas anchas, y pidió audiencia a la condesa de Hereford.
Mary la recibió y se enteró que se llamaba Joan Waring y que vivía en una aldea cerca de Monmouth.
—Milady —dijo la mujer—, he oído que hay en el castillo un niño que no es todo lo fuerte que debería ser. Adoro a los bebés. He criado a los míos. Nacieron fuertes y sanos, y, si me dais la ocasión, me gustaría ocuparme de vuestro pequeño.
Mary no se sorprendió tanto como hubiera podido esperarse: sabía que había habido muchas habladurías sobre el nacimiento de Harry. La partera se vanagloriaba de haberle salvado la vida golpeándole el trasero y obligándolo a gritar, de manera que entrara aire en sus pulmones. Con frecuencia se consideraba conveniente conseguir una vigorosa muchacha aldeana para que se ocupara de un bebé de noble cuna y, como Margaret Montacute no podía seguir siendo siempre ama de leche, no le pareció mal dar una oportunidad a la muchacha.
Era evidente que anhelaba el cargo y, cuando trajeron a Harry y se lo pusieron en los brazos, él pareció simpatizar con ella en seguida. Dejó de gemir y se acomodó sobre los grandes pechos, complacido al parecer.
Mary decidió contratar a Joan Waring. Por algún motivo, desde el momento en que la contrató la salud de Harry empezó a mejorar.
Fueron unos meses llenos de ansiedad. Mary no sabía si quería enterarse de las noticias de la corte o si quería mantenerse aparte. Vivía con el terror constante de que algún percance pudiera sucederle a Enrique. Había dificultades y él estaba en el centro de ellas.
Se había vinculado a otros cuatro nobles que eran apodados ahora los Señores Apelantes. Juntos habían reunido un ejército y habían enfrentado a Ricardo, tomados del brazo para mostrar su solidaridad y obligarlo a despedir a los ministros que consideraban malos consejeros; habían establecido el Parlamento Sin Piedad, que había obligado al rey a someterse.
Ella había esperado, asustada, que pasara algo. Pero no pasó nada. El país parecía tranquilo; el rey estaba en el trono y se hubiera dicho que había aprendido de los acontecimientos recientes. El país pasaba por una fase tranquila y esto se confirmó cuando Enrique volvió a Monmouth.
—Como ves dijo a Mary— tus miedos carecían de fundamento.
—Pudo haber dificultades. Podías haber estado en peligro —contestó ella.
—Bueno, aquí me tienes, sano y salvo. ¿Cómo está el joven Harry de Monmouth?
Ella pudo decirle que estaba bastante bien. En la aldea había encontrado una excelente nodriza, que se llamaba Joan Waring. Harry le había tomado muchísimo cariño y era correspondido por ella.
—Estas aldeanas son magníficas nodrizas —fue el comentario de él. Se alegró visiblemente de ver al niño. Este ya no era el minúsculo desecho humano que le había inspirado tantos temores unos pocos meses antes.
—Ahora —dijo— ya no hay ninguna necesidad de que sigas aquí en Monmouth. Te voy a llevar a Londres y entonces no estaremos lejos. ¿Te gusta la idea?
A ella le gustó mucho y se iniciaron los preparativos para salir del lugar. Debían pasar cierto tiempo en Londres y, como el Palacio Savoy había sido destruido por las muchedumbres durante la Rebelión Campesina, se instalaron en Cole Harbour, una de las mansiones de los Bohun.
Era una casa fría, con corrientes de aire, y Joan Waring manifestó su fuerte desaprobación. Las calles sucias, el ruido y aquellas multitudes no eran buenos para el niño, declaró. Al niño le hacía falta el sano aire del campo.
Como Harry pareció estar de acuerdo con ese veredicto se decidió, sin demora, que Londres no era el lugar apropiado para criar un niño y, siguiendo el consejo de Enrique, se retiraron a Kenilworth.
Para este entonces Mary estaba nuevamente encinta.
¡Kenilworth! Era tan bello con su imponente torre del homenaje y sus fuertes murallas de piedra. Allí Mary se sentía segura y, como Enrique estaba con ella y tal vez porque ya había demostrado que era capaz de tener un hijo, este parto pasó con moderada facilidad y, para deleite de los dos padres, tuvieron otro varón. Era vigoroso, fuerte, y lo llamaron Thomas.
Hubo mucho regocijo en Kenilworth cuando llegó la noticia del retorno de John de Gaunt de Castilla. Como tenía muchas ganas de ver a sus nietos, inmediatamente partió hacia el castillo con su amante, lady Swynford.
Joan Waring había decidido mostrar a los niños que tenía a su cuidado bajo la luz más favorable y declaró que el exceso de excitación no era saludable para ellos... Especialmente lord Harry, que ya era bastante pícaro sin necesidad de que lo provocaran. Joan se interesaba en él más que en Thomas, el menor. Lord Harry era lo que ella llamaba “un pimiento picante” y siempre se podía contar con que provocara algún trastorno, dondequiera que estuviese. A todo esto, su salud seguía siendo frágil y Joan debía atenderlo más que a nadie.
—Debemos tratar de que no haga algún desaguisado en presencia de su abuelo, Joan —dijo Mary.
Cuando llegó el gran hombre, acompañado de su bella amante, abrazó cariñosamente a su hijo y a Mary. Luego examinó a su nuera con aire inquieto, pues le habían hablado de la enfermedad que casi la había matado en el momento del primer parto. Todavía parecía frágil, pero la piel brillaba de salud y los ojos refulgían.
—¿Dónde está mi nieto? —exclamó el duque—. ¿Con que éste es el joven Harry, eh?
Alzó al niño. Los dos se miraron fijamente hasta que la atención de Harry fue atraída por los leones y los leopardos del blasón bordado en el pectoral de su abuelo. Era evidente que los animales le interesaban más que el duque.
—Me da la impresión de un caballerito que sabe lo que quiere —dijo John de Gaunt.
—Es muy cierto lo que decís, milord —contestó Mary—. Es la desesperación de su nodriza.
—Bueno, un muchacho que tiene miedo de su sombra no nos interesa, de manera que no nos quejaremos.
Dejó en el suelo a Harry, que no trató de ocultar su satisfacción al verse libre.
Luego le trajeron al menor, todavía en pañales. Lo tomó entre sus brazos.
—Thomas es muy buenito —dijo su madre—. Sonríe mucho, apenas llora y da la impresión de estar siempre contento.
—Esperemos que siempre lo esté —dijo el duque—. Tienes una hermosa familia, Mary. Que Dios te bendiga y que os guarde a todos.
Ella le dio las gracias y lo dejó con Enrique. Fue con lady Swynford a mostrarle el cuarto que iba a compartir con el duque, hablándole de niños y asuntos domésticos.
Lady Swynford, que había dado cuatro hijos al duque y tenía dos de su matrimonio, era una mujer de experiencia y muy dispuesta a impartir sus conocimientos y consejos.
Tenía un natural afable y su dedicación al duque, el amor que él le tenía, hicieron que Mary la viera con buenos ojos. Como lady Swynford se negaba a ver nada vergonzoso en una relación basada en el amor desinteresado, uno tenía la impresión de que así era, y Mary tuvo la satisfacción de dar la bienvenida a lady Swynford con el respeto que habría demostrado a Constanza, duquesa de Lancaster, y sin duda con mucha más cordialidad.
Las dos mujeres, sin ninguna duda, se complacían en estar juntas. Mary podía hablar de los temores que le inspiraba la salud de Harry y su carácter levantisco; Catherine le contaba que se sentía muy inquieta por su familia, la familia Beaufort, tres varones y una mujer que eran del duque, aunque ilegítimos, y que por mucho que los quisieran sus padres habrían de llevar ese estigma. El mundo no les iba a volver las cosas fáciles.
Sin embargo, en líneas generales, estaba satisfecha con su destino.
Catherine era capaz de interesarse en las minucias de la vida doméstica tan profundamente como Mary. Admiró el hermoso arrendajo de Mary en su espléndida jaula y declaró que, si bien muchas damas de la sociedad tenían este pájaro, el de Mary era el mejor de todos. Reía de las habilidades de los perros de Mary y la felicitaba por los collares de seda, blancos y verdes, que ella les había hecho hacer especialmente. En todo esto se mostraba como cualquier mujer, pero poseía una conciencia política que le permitía elucidar los problemas con una agudeza que Mary nunca había visto en nadie y que le permitió hacerse una idea de lo que estaba ocurriendo. Además, Catherine compartía los temores de Mary por las aventuras en que se estaban metiendo sus hombres: las dos sentían del mismo modo la futilidad de la guerra y de cualquier forma de conflicto. En consecuencia, se sentían muy a gusto juntas.
Mientras tanto el duque tenía continuas reuniones con su hijo. Estaba naturalmente enterado de lo que había ocurrido en su ausencia, de la forma en que Enrique con los otros cuatro Señores Apelantes habían enfrentado al rey y le habían impuesto el Parlamento Sin Piedad.
—Muy peligroso —comentó el duque—. No se puede confiar en tu tío Thomas.
—¡Si lo sabré! —contestó Enrique—. Pero nuestra acción está dando resultados.
—No debes despreciar a Ricardo —insistió el padre—. Reconozco que actúa atolondradamente, pero de repente tiene iluminaciones. Puedes ver que ha logrado escapar de una situación muy peligrosa, que acepta las restricciones que se le han impuesto y que ahora, con sus favoritos lejos, gobierna relativamente bien.
—No tenía otra salida.
—No lo niego. Pero debes estar alerta. Créeme que Ricardo no os va a perdonar a vosotros cinco. Es la clase de hombre que no perdona. Probablemente va a buscar alguna forma de vengarse.
—De todos modos tiene que darse cuenta de que las cosas están mucho mejor ahora. Debía estarnos agradecido.
—¿Cómo puedes creer que un rey, sea quien sea, puede perdonar el ser confrontado por cinco de sus súbditos que amenazan con destronarlo si no se comporta como a ellos les da la real gana? No, hijo. Mira bien dónde pones el pie. Yo te aconsejaría que pasaras cierto tiempo en el campo. Fuera de la política. Es una línea de conducta que he debido seguir de cuando en cuando y que siempre me ha dado buenos resultados.
Enrique entendió el punto de vista de su padre y decidió que iba a tratar de seguirlo. Al mismo tiempo, como le dijo a John de Gaunt, la vida de un hidalgo de campaña no le satisfacía.
—Va a haber un gran torneo en Saint Inglebert, cerca de Calais. ¿Por qué no vas ahí y muestras tus habilidades? Tu hermano John debería ir contigo. Dudo de que haya dos caballeros en Francia o en Inglaterra que puedan compararse con vosotros dos.
El duque hablaba con orgullo. Siempre estaba sacando a luz a sus bastardos, los hijos de Catherine, y agradecía a Enrique que mantuviera buenas relaciones con sus hermanastros.
—Eso te mantendría ocupado cierto tiempo —siguió diciendo el duque— y uno nunca puede estar seguro de lo que va a ocurrir. Tal vez llegue el momento en que sea necesario para ti intervenir de algún modo en los asuntos políticos. Pero éste no es el momento. Ricardo ha logrado recuperar cierta popularidad desde que se fue Vere. La gente no quiere disturbios. Espera. Procede con prudencia, pero mantén tu imagen ante el pueblo. Simpatizan contigo más de lo que nunca simpatizaron conmigo. Sería sabio de tu parte el mantener este estado de cosas.
—Vos siempre me disteis buenos consejos —dijo Enrique.
—Hijo querido: tú eres mi esperanza. Todo lo que soñé para mí lo quiero ahora para ti. Mis asuntos en Castilla ya están arreglados. La hija de Constanza y mía, Catherine, se ha casado con el heredero del trono y es princesa de Asturias. Asunto arreglado. Constanza ha quedado contenta. No tendrá la corona, ni la tendré yo, pero la tendrá nuestra hija. Tu hermana Philippa se ha casado con el rey de Portugal. Tengo la sensación de que ya no necesito participar activamente en los asuntos de estado. No he logrado en la vida lo que me había propuesto, pero, ¿quién lo logra? Ahora tengo que vivir a través de mis hijos. ¿Quién puede saber adónde llegarás tú un día?... Debes estar preparado para cualquier cosa. Ricardo es voluble... tal vez llegue el día... no quiero hablar más. Es malsano ponerse a soñar. Pero mantente preparado... El camino que lleva a la grandeza es tempestuoso, hay muchos que dan un paso en falso y caen. Nosotros estamos bien preparados. Tú tienes dos hijos espléndidos. Estoy orgulloso de ti.
—Tenéis razón en todo lo que decís, padre.
—Los dos se quedaron callados.
Avizoraban el futuro y en sus ojos había sueños de grandeza.
Antes de que terminara la visita de John de Gaunt, Enrique ya había tomado la decisión de asistir al torneo de Saint Inglebert. Cuando se fue de Kenilworth. Mary estaba otra vez encinta.
Los dos hermanos partieron para Francia y se lanzaron con ímpetu a la tarea de defender el honor inglés contra los franceses.
Eran amigos, ya que se habían conocido bien en la infancia. El padre nunca había querido separar sus hijos legítimos, habidos con Blanche de Lancaster, de los bastardos habidos con Catherine Swynford. Su hija Catherine, habida con Constanza de Castilla, siempre había vivido con su madre. Pero el resto de la familia había estado mucho tiempo junta, generalmente al cuidado de lady Swynford.
John era un hombre joven, que pensaba en avanzar. Era algo menor que Enrique, y el mayor de los varones Beaufort. Era hermoso, mostrando más de una huella de su origen Plantagenet, y había heredado también un poco de la desusada belleza de su madre. Era rápido, inteligente, un compañero agradable y, aunque tenía ambición personal, no olvidaba en ningún momento que Enrique era el heredero de Lancaster y que tenía la tremenda ventaja de ser hijo legítimo; John sabía que todos los beneficios que su madre, sus hermanos y hermanas disfrutaban, provenían de John de Gaunt, y que cuando aquel benefactor desapareciera y sólo la muerte podía separarlo de lady Swynford tendrían que recurrir a Enrique, que sería entonces el nuevo duque de Lancaster.
John admiraba profundamente a la realeza. Se lo habían inculcado; se vanagloriaba de tener sangre real en las venas —aunque le viniera por el mal lado— y por lo tanto admiraba doblemente a Enrique, que tenía esa sangre no sólo por el lado paterno, sino también por el materno.
Enrique descendía de Enrique III por ambos lados, ya que su padre y su madre eran tataranietos de aquel rey y sus grandes abuelos. Eduardo I y Edmund, duque de Lancaster, habían sido hermanos.
Había una armonía total entre los hermanos: John estaba decidido a agradar a Enrique y éste disfrutaba del obvio respeto de su medio hermano. Además, no había sido un mero orgullo paterno lo que había hecho a John de Gaunt afirmar que ambos jóvenes iban a ser los mejores exponentes de las justas entre Inglaterra y Francia. Habían recibido la mejor instrucción en la infancia, ambos tenían naturalezas que anhelaban destacarse, y esto los volvía formidables contrincantes para todos los que los retaran a duelo.
Era una brillante ocasión, un gran placer combatir con los franceses en una joust à Plaisance, y había corrido la voz de que los dos campeones eran Enrique de Bolingbroke y su hermanastro, John Beaufort. Fueron festejados, aplaudidos y honrados.
Louis de Clermont, duque de Borbón, que estaba entre los caballeros presentes, quedó muy impresionado con las proezas de los hermanos, y los invitó a ir a su tienda, donde prometió recibirlos regiamente.
Muchos nobles franceses se habían reunido allí y se sirvieron a los invitados manjares especiales y vinos finos, que Francia producía mejores que cualquier otra nación. Durante la fiesta Louis de Clermont habló mucho acerca de una expedición que estaba preparando.
—He recibido una diputación enviada por los ricos comerciantes de Génova —explicó a Enrique y a John—. Parece que están acosados por los piratas de Berbería, que atacan sus barcos y los despojan de sus mercaderías. Dicen que la amenaza crece y suplican ayuda.
—¿Qué pensáis hacer? —preguntó Enrique.
—Será ventajoso para todos los que participen —prosiguió Louis—. Será una gran aventura. Ayudaremos a promover el comercio. Los comerciantes ganan bien. Pero no pueden seguir si continúan siendo atacados por esos malditos piratas. Me preguntáis qué me propongo hacer, amigo. Os diré que pienso formar un grupo de hombres valientes y aventureros y atacar El Mahadia, hogar de los corsarios. Parten de allí; allí viven. El Mahadia se enriquece a costa de Génova. Los ladrones están ganando la batalla contra los buenos comerciantes.
—Parece un proyecto digno —dijo John Beaufort.
—En verdad lo es. Necesito hombres que sepan manejar una espada. Esos corsarios son hombres desesperados. Será una linda aventura. Recobraremos los despojos de lo que ha sido robado a los comerciantes y os diré también que los comerciantes agradecerán a quienes hayan terminado con los corsarios. Las mercaderías serán nuestra recompensa.
—¿Nos estáis invitando a unirnos a la expedición? —preguntó Enrique.
—Sería un placer contar con vuestra compañía —fue la respuesta.
Los ojos de John Beaufort brillaban. La idea de aquel tesoro era muy atractiva para él.
Enrique se mostró más cauteloso.
—Dejadnos pensar —dijo—. No es un asunto que pueda decidirse a la ligera.
Louis de Clermont estuvo de acuerdo. Estaba seguro de que los dos jóvenes, que por cierto sabían manejar una espada, iban a formar parte de su grupo.
Cuando estuvieron a solas en su tienda, Enrique y John discutieron. Y John escuchó con el máximo respeto lo que decía su hermanastro.
—Nuestro padre cree que no debo meterme en política —dijo Enrique—. Podría ser una buena idea ir a El Mahadia, especialmente si podemos obtener buenas ganancias.
John asintió con entusiasmo.
—Nos hemos portado bien en el torneo —dijo—. ¿Por qué no vamos a repetir la hazaña y ganar dinero, además?
—Vayamos entonces —exclamó Enrique.
—Juntos —dijo John como un eco.
—Tenemos que volver en seguida a Inglaterra. Tenemos que equiparnos y eso demorará cierto tiempo.
—Podríamos partir mañana para Inglaterra.
—Partamos, entonces.
Louis de Clermont quedó muy satisfecho con la promesa de que iban a unirse a su expedición y, en cuanto lo permitió la marca, se embarcaron para Dover.
Enrique volvió a Inglaterra a tiempo para asistir al nacimiento de su tercer hijo, al que llamaron John. De manera que ahora él y Mary tenían tres varones y al abuelo le encantó que dieran a este niño su nombre. El pequeño Harry tenía ya tres años y mostraba un carácter decididamente rebelde. El hecho de que todavía fuera delicado de salud hacía que lo mimara mucho Joan Waring, que rara vez lo perdía de vista. Era sin duda el rey en el cuarto de los niños, lo que se justificaba por ser el primogénito, pero había algo en Harry que demostraba que nunca iba a echarse atrás cuando se trataba de salirse con la suya.
Mary quedó perturbada cuando Enrique le dijo que iba a atacar a los piratas de Berbería. Ella se había alegrado cuando él había mencionado el torneo en Saint Inglebert. Él le había subrayado que era un torneo à Plaisance y ella había pensado: “No es nada más que un juego. Van a competir con lanzas embotadas, provistas de cabezales que las vuelven inofensivas. ¿Por qué no pelean siempre así?... Si es necesario pelear.” Pero los piratas de Berbería eran diferentes. Eran hombres desesperados. Este era un peligro real.
Enrique trató de tranquilizarla, contándole los detalles de las justas en Saint Inglebert, subrayando sus propios triunfos y los de su hermanastro, como dándole a entender que ellos sabían defenderse. Pero Mary no se tranquilizaba y parecía recelosa, aunque trataba de ocultarlo.
Mientras Enrique daba instrucciones a los caballeros que iban a viajar con él, y a Richard Kynsgenton, el hombre a quien él llamaba su “tesorero de guerra”, sobre las armas necesarias, se las arregló para pasar cierto tiempo con su familia.
Estaba encantado con sus hijos, especialmente con Harry. El mayor de sus hijos era muy inteligente, un niño de quien se podía estar orgulloso. El hecho de que estuviera siempre metido en alguna picardía divertía a su padre. El niño, que tenía una mente rápida y vivaz, ya había captado su propia importancia. Joan Waring lo reprendía y a veces le daba un coscorrón, pero éste era siempre seguido de alguna caricia. Además, le decía que, pese a todas sus picardías, siempre sería para ella su lord Harry, un ser único.
El niño se trepaba a las rodillas de su padre y éste le contaba detalles de la justa: cómo había enderezado la lanza hacia su contrincante y la forma en que había hecho el ataque.
Harry escuchaba, con sus ojos pardos que brillaban de excitación. Era bastante moreno para ser un Plantagenet, pero bien parecido de todos modos, con un rostro ovalado y una nariz larga y recta. Era extremadamente delgado, pero Joan Waring aseguraba que era el niño más vivaz y ágil que había conocido. Ella tenía la convicción de que iba a dejar de ser enclenque.
—¡Sigue, sigue! —gritaba Harry cuando su padre se callaba. Incluso llegaba a darle puñetazos en el pecho si se demoraba. Esto merecía una reprimenda, pero Enrique estaba tan encantado con el alboroto del niño que lo dejaba pasar e incluso le obedecía.
—Hemos tenido una gran victoria sobre los franceses. Se nos rindió honores en todo el país. Yo y tu tío John Beaufort hemos sido los héroes del día.
Harry no apartaba los ojos de la cara de su padre y Enrique hubiera querido saber cuánto entendía el niño de lo que él le estaba diciendo. Tenía la impresión de que a Harry le gustaba sentarse en las rodillas de su padre porque éste era la persona más importante en el castillo fuera del mismo Harry, por supuesto y a Harry le gustaba que este personaje le prestara atención.
El padre dejaba que el niño cabalgara su poni, tenido de la rienda, naturalmente. El heredero de Lancaster no debía exponerse a ningún riesgo, aunque tuviera dos robustos hermanos menores. Enrique, como todos los demás en la casa, sentía que había algo muy especial en el pequeño Harry.
El padre fue a la pradera para ver cabalgar al niño con su maestro de equitación. Daban vueltas y vueltas. Harry estaba acalorado y excitado, y cada vez que pasaba junto a su padre le lanzaba una rápida mirada para ver si estaba prestando plena atención a las maravillosas proezas de su hijo.
Un día Enrique estaba contemplando la lección de equitación con uno o dos de sus hombres cuando Richard Kynsgenton se acercó para hablarle. Había habido una demora en la entrega de parte del equipo requerido y no podían salir para Dover antes de una semana.
Enrique se había dado vuelta para tratar el punto con Kynsgenton, cuando pasó Harry. Este, al notar que su padre no le prestaba atención, se libró de repente del maestro, con algún ardid que había aprendido, y se lanzó al galope.
El maestro de equitación lanzó un grito de alarma y corrió tras el niño. Enrique se olvidó inmediatamente de Kynsgenton y vio a su hijo que galopaba hacia el cerco.
—¡Dios nos asista! —exclamó—. ¡Se va a matar!
Harry continuaba lejos del maestro. Enrique echó a correr. El niño había llegado al cerco y, cambiando de dirección y de velocidad, empezó a trotar por el campo. Cuando el maestro lo alcanzó, había en su cara una sonrisa triunfal.
Enrique dijo fríamente:
—Eres un mocoso perverso.
Harry parecía desafiante, muy contento de sí mismo.
—Sabes que se te ha prohibido hacer eso.
El niño lo miró con aire más bien insolente, según le pareció a su padre.
—¿O no lo sabes? —vociferó.
Harry cabeceó.
—¡Contéstame cuando te hablo!
Harry tuvo un poco de miedo al oír la voz y ver los ojos de su padre.
—Sí, ya lo sé.
—Sin embargo, has desobedecido deliberadamente. Te has burlado de una orden. ¿Sabes lo que pasa a los que se burlan de sus superiores?
Harry guardó silencio.
—¿Así que no sabes? Se los castiga. Bájate del caballo. Ve a tu cuarto y espera.
Harry desmontó y se dirigió al castillo.
Enrique estaba lejos de estar tan tranquilo como parecía. Había quedado muy turbado al ver a su hijo en peligro; el peligro había pasado y ahora se enfrentaba con uno nuevo. Este muchacho era rebelde por naturaleza y había que doblegar ese espíritu de rebelión. Había que pegarle. Pero, ¿quién podía castigarlo? ¿Joan Waring? No lo iba a hacer. Nunca podría olvidarse de quién era aquel niño. No hay que pegarle, iba a decir, es demasiado delicado. ¿Mary? Mary era incapaz de pegar a nadie. Y supo que iba a tener que hacerlo él mismo. El niño iba a tener muy pronto un tutor y estas tareas desagradables iban a ser inevitables... Era improbable que no se presentara en el futuro la necesidad de castigarlo.
Eligió un bastón grueso y fue al cuarto de los niños. Allí estaba Harry, sentado en la falda de Joan Waring y contándole una llorosa historia de las crueldades de su padre.
Joan, horrorizada, se puso a temblar.
Ya era hora, pensó Enrique, de sacar a ese muchacho de entre tantas faldas.
Joan se puso de pie cuando él entró y Harry se aferró a su vestido, escondiendo la cabeza en los pliegues.
—Déjanos solos —dijo Enrique secamente a Joan.
Harry se volvió y lanzó una mirada amarga a su padre, mientras Joan se desprendía suavemente de las manos que aferraban su falda.
—¡No! —gritó Harry—. ¡No le hagas caso, Joany, no te vayas!
—Vete ya mismo —ordenó Enrique.
Al retirarse, Joan murmuró:
—Milord, tiene muy pocos años... recordad que es un niño frágil.
Harry tenía los ojos clavados en el bastón y Enrique sintió que el corazón se le ahuecaba. Quería al niño. Harry no iba a entender nunca que era más doloroso para su padre tener que hacer esto que para él.
—Te has portado mal —dijo, tratando de poner una nota de frialdad en su voz, porque en el fondo estaba lleno de admiración por la forma en que el niño había maniobrado al caballo, demostrando que no había tenido ningún miedo. Tienes que aprender a obedecer.
—¿Por qué? —preguntó Harry, desafiante.
—Porque todos tenemos que obedecer.
—Tú no —dijo Harry.
—Por supuesto que sí.
—¿A quién obedeces?
—A los que están por encima de mí.
—Nadie está por encima de ti... salvo el rey. ¿Obedeces al rey?
Por un instante Enrique se imaginó a sí mismo frente a Ricardo con los otros cuatro Señores Apelantes. Era él quien se estaba sintiendo incómodo, no el niño.
—Basta —dijo—. Ven aquí.
Intentó hacer que se echara sobre una banqueta. Harry se debatió tan impetuosamente que Enrique se vio obligado a tomarlo en sus brazos y echarlo boca abajo sobre sus rodillas. Se sintió como un viejo estúpido. Sin embargo, bajó el bastón y los resultados fueron positivos, a juzgar por los aullidos de Harry.
Se alegró de no verle la cara.
No mucho, pensó, sólo lo suficiente para enseñarle una lección. Apartó el bastón y soltó a Harry.
El niño le lanzó una mirada relampagueante. No había lágrimas, pero la carita estaba cárdena de furia.
Enrique dijo:
—Has recibido tu lección.
Los hermosos ojos pardos se angostaron. Enrique nunca había visto un odio tan evidente como el que veía ahora en la cara de su hijo.
Mary estaba trastornada porque Enrique se había visto obligado a castigar a Harry.
—No se pudo evitar, querida —explicó él—. Es demasiado voluntarioso. Si no se usa ahora una mano firme, vamos a tener serios problemas con él más adelante.
—Espero que no le hayas pegado demasiado fuerte. Joan dijo que sus gritos eran atroces.
—Gritaba de furor. No derramó una sola lágrima —dijo él con orgullo.
—Todavía no tiene cuatro años.
—Nunca es demasiado temprano para aprender la disciplina. Quiero que vaya a Oxford cuando sea un poco más grande. Su tío Henry Beaufort se ocupará de él.
—No quiero que se aleje de mí por cierto tiempo —dijo Mary—. Déjame tener a los niños conmigo.
—Por supuesto, por supuesto —dijo Enrique—. Pero no hay que ser demasiado blando. Joan lo malcría.
—Es muy buena con él. Él la quiere mucho.
—No lo dudo: la maneja como se le ocurre.
—¡Oh, no, también puede ser severa! Si es necesario, sabe darle un coscorrón.
—Es un niño al que hay que estar corrigiendo todo el tiempo. En fin, ahora ha recibido su merecido y no va a olvidarlo por cierto tiempo.
Al día siguiente Harry hizo el recorrido de la pradera, pero su padre no salió a verlo y se quedó con su mujer y sus hijos menores. Harry pareció tomarlo filosóficamente. Sin embargo, cuando su padre entró al cuarto de los niños, le lanzó una mirada cautelosa y, al cabo de unos instantes, parecía haber olvidado la paliza e interesarse en llamar la atención sobre sí mismo, haciéndole preguntas sobre los piratas de Berbería.
A los pocos días, Enrique se despidió de su familia y tomó el camino de la costa. Mary subió con Harry y Thomas a la torre más alta para seguirlo con la mirada.
—Yo también quiero ir —exclamó Harry—. Quiero ir a pelear contra los piratas.
—Debes esperar a tener más años —contestó su madre.
—No quiero esperar. Quiero ir ahora.
—Los niños de tu edad no van a pelear contra los piratas.
—Sí, sí, pelean.
—Harry, por favor, no seas tonto.
Harry pateó el suelo y entrecerró los ojos, como solía hacerlo cuando estaba rabioso. Luego soltó la mano que ella tenía en la suya y bajó corriendo la escalera de caracol, adelantándose.
Entró al dormitorio que su madre compartía con su padre. No se le permitía entrar allí, a menos de ser llamado especialmente, pero en el momento no había nadie que se lo impidiera. Su padre se había ido a pelear contra los piratas de Berbería y no se lo había llevado con él. Se tocó las nalgas. Todavía podía sentir los efectos de los bastonazos. Esto lo hacía rabiar, más por la herida a su orgullo que por el dolor físico. Le resultaba odioso pensar que él, lord Harry —el preferido de su madre, el mimoso de Joan— podía estar a la merced de un brazo fuerte. No estaba seguro de si odiaba a su padre o no. A veces lo odiaba. En otros momentos quería ser como él, especialmente si esto significaba guerrear contra los piratas de Berbería.
Pero lo habían dejado allí y ahora todos decían que su padre era muy inteligente y no se ocupaban en lo más mínimo de lord Harry.
Vio el arrendajo en su jaula. Era precioso con sus plumas de brillantes colores. A veces su madre le dejaba que le hablara y le pusiera semillas en la jaula.
Harry se sintió súbitamente enojado porque todos no hacían más que hablar de su padre y no le permitían ir a pelear con los piratas.
Siguiendo un súbito impulso, abrió la jaula.
—Sal, pájaro bonito —dijo—. Sal y mira a Harry.
El pájaro salió volando. Él lo contempló mientras revoloteaba por el cuarto. Luego salió por la puerta.
—¡Vuelve —gritó— vuelve!
Pero el arrendajo no lo escuchó. Voló escaleras abajo hasta el salón, pasó por la puerta abierta y desapareció.