LA ESPOSA NIÑA

Lancaster apenas podía esperar a comunicar la buena noticia a los condes.

—Todo ha salido a las mil maravillas —exclamó Lancaster—. Enrique ha desempeñado su papel a la perfección. Sabía lo que yo quería y, en cuanto vio a esta preciosa criatura, hizo lo apropiado, al parecer.

—Es un placer tener un hijo tan obediente —comentó Arundel.

—Son una pareja encantadora —dijo la condesa—. Creo que Enrique es un muchacho de suerte y me alegro de que nuestra Mary se le haya escapado a su hermana. Querría verle la cara a Thomas cuando le llegue la noticia. Daría no sé cuánto por estar presente cuando oiga la nueva por primera vez.

—Va a vociferar y a chillar —dijo el conde—. E intentará impedir la boda.

—Debemos estar prevenidos —dijo Lancaster—. No me parece prudente que Mary vuelva a Pleshy.

—Así me parece — convino el conde—. Esa Eleanor es capaz de cualquier cosa. De secuestrar a la niña y de no soltarla hasta que le prometa que se va a meter en un convento. Se va a enfurecer... Especialmente porque esto ha ocurrido en ausencia de Thomas.

—Mal podía negarse a dejar que Mary viniera a Arundel —señaló Lancaster.

—Lo hubiera intentado de haber sabido que vos y Enrique veníais aquí —dijo el conde.

—No se le habría ocurrido... a causa de la juventud de Mary.

—¡La juventud de Mary! —repitió la condesa—. Sí, es joven para casarse.

—Oh, dejadlos vivir juntos — dijo Lancaster—. Obrarán de acuerdo con la naturaleza y esto es siempre lo mejor. Quiero verlos casados y espero que la ceremonia se realice lo antes posible.

—¿Y deseáis que la niña siga aquí hasta el momento del casamiento?

—Me parece lo mejor. Y debemos guardar discreción en lo que se refiere al propuesto matrimonio. Lo celebraremos en el Savoy. Dudo de que mi hermano, si ha vuelto, y espero que no sea así, o su mujer estén entre los invitados a la boda.

 

 

 

Eleanor había empezado a darse cuenta de que su hermana se demoraba, pero esto no la perturbaba mayormente. Había mal tiempo y no era fácil viajar en invierno. Su tía pensaba al parecer que la vida de convento era buena para Mary. Y si la niña volvía convencida de su vocación religiosa, Eleanor iba a quedar encantada.

Para una mujer tan vital como ella, el embarazo era irritante. Por supuesto, era una necesidad: ella debía producir hijos varones. Esperaba poderle mostrar uno a Thomas cuando volviera de Francia. Aun así, iban a tener que ocuparse de encargar otro.

Se sentaba desconsolada entre sus mujeres que hablaban continuamente del próximo hijo y que a veces mencionaban a lady Mary, preguntándose si echaría de menos el convento.

—Por supuesto que lo echa de menos —contestaba Eleanor con firmeza—. La vida de ella está con las monjas. Esa niña tiene vocación de santidad. Veo su destino muy claramente.

Las damas mascullaban su aprobación. Era siempre prudente estar de acuerdo con Eleanor y no era posible estar en esta casa y no conocer el urgente deseo del patrón y la patrona.

Una tarde de nieve empezaron los dolores. Ese mismo día nació la criatura.

Para la condesa fue una gran desilusión: era otra niña.

Yacía desconsolada en la cama, oyendo el viento resonar contra los muros de Pleshy. ¡Cuán frustrado iba a sentirse Thomas! Pero la niña era sana y decidió llamarla Joan. Dentro de poco iba a embarazarse de nuevo y tendría que pasar por los cansadores meses de espera para traer al mundo... otra hija mujer. No, realmente era demasiada desgracia. Aunque les había ocurrido a otros. Lancaster sólo había tenido hembras y un varón que nació muerto antes del nacimiento del joven Enrique.

Estaba sumida en sus cavilaciones cuando llegó un mensajero.

Extraño que llegara de Lancaster en el mismo momento en que ella estaba pensando en el duque.

—¿Un mensajero de milord de Lancaster? —exclamó—. ¿Qué noticias traerá?

Hicieron subir al mensajero hasta su dormitorio y se le entregaron las cartas.

No se apresuró a leerlas, sino que interrogó al mensajero. Al enterarse de que venía de Arundel tuvo un primer estremecimiento de preocupación. Envió al mensajero a las cocinas para que le dieran de comer y rompió los sellos.

Lo que leyó la hizo saltar casi de la cama, pese a lo débil que estaba.

El duque tenía el placer de informarle que su hijo Enrique, conde de Derby, se había enamorado de su hermana Mary. El duque no concebía un enlace mejor que éste para su hijo. Por lo tanto, había dado su aprobación al casamiento, pues no veía razón para que los jóvenes no pudieran gozar de su felicidad. Thomas estaba ausente, pero él esperaba que llegara a tiempo a su palacio de Savoy, donde la boda habría de celebrarse sin demora.

No pudo creer lo que estaba leyendo. Imposible. Era una pesadilla. ¡Estaba soñando!

¡Mary casada! Una niña que todavía no había cumplido once años. ¿Cómo podía casarse a esa edad? Naturalmente, lo que Lancaster quería era la fortuna de Mary, ¡el muy ladino y avariento!

Mary era demasiado joven para casarse. Ella iba a protestar. Ah, ¿por qué no estaría Thomas?

Sin embargo, ¿qué podía hacer Thomas en caso de haber estado allí? Lancaster era el tutor de Mary. Lancaster era el hermano mayor. Se decía que Lancaster era el hombre más poderoso del país, ya que el pobre rey Ricardo no contaba mucho. Y se había aprovechado de que Mary estuviese fuera de Pleshy.

—¡Maldito intrigante! —exclamó.

Se sentía indefensa, incapaz de dejar la cama.

Habían tramado todo. ¿Estaría Arundel en esto? Thomas nunca se los iba a perdonar. Algún día uno de esos hermanos iba a matar al otro.

Nunca debió haber permitido que Mary fuera a Arundel. ¿Cómo no se dio cuenta de lo que se venía? Debió haberse dado cuenta...

Volvió a leer la carta. ¡Enrique y Mary enamorados! Enfurecida, chasqueaba la lengua. Por supuesto que Enrique estaba enamorado, y también lo estaba su padre. Enamorados de la fortuna de Mary.

Este era el fondo de la cuestión. Querían el dinero de Mary. Todos querían el dinero de Mary.

Oh, Mary, tonta criatura —exclamaba—, ¿por qué no te refugiaste en tu convento?

Siguió echada en la cama, abriendo y cerrando los puños. La comadrona entró y meneó la cabeza.

—Señora: necesitáis descanso. Debéis tratar de estar en calma. Vuestra salud lo requiere.

Sentía el cuerpo flojo y agotado.

Había conseguido una hija, una hija mujer, y había perdido una fortuna.

 

 

 

Mary estaba trastornada. Había poco tiempo para pensar en nada que no fuera la próxima boda. Estaba sumida en un estado de extática dicha, pero la rapidez con que ocurría todo no podía dejar de perturbarla. Ella había esperado un compromiso, no esta boda de apuro. No era que tuviera dudas de su amor por Enrique. Quería casarse con él; de todos modos, había pensado que, tomando en cuenta la edad de ambos, se debía esperar por lo menos un año.

El duque de Lancaster no estaba de acuerdo. Había que realizar esa feliz unión sin demora. Era lo que quería Enrique. Lo que quería ella. Y el duque quería la felicidad de sus hijos.

Dadas las circunstancias, el duque pensó que era prudente celebrar la ceremonia en su palacio del Savoy. Mucho más sencillo que celebrarla en Cole Harbour, un lugar incómodo y lleno de corrientes de aire.

Mary confirmó todo esto.

—Podría hacerse en Pleshy —sugirió.

El duque se apresuró a decir que el Savoy le parecía más apropiado.

—Es una de nuestras casas —dijo—, una casa por la que tengo un cariño especial. Después de la ceremonia tú y Enrique pueden ir a Hereford, a Leicester o tal vez a Kenilworth. Creo que para Enrique va a ser un placer mostrarte Kenilworth. Creo que es su castillo favorito.

Mary dijo que le iba a encantar ir adonde quisiera ir Enrique. Al oír esto, el gran duque le tomó la mano, se la besó y declaró que Enrique era por cierto muy afortunado de haber encontrado una novia semejante.

Fueron unos días maravillosos. Ella y Enrique hacían paseos a caballo por el bosque. Él le contaba que esperaba actuar junto a su padre y devolver a Inglaterra su antigua gloria. Ella tenía la impresión de que él sabía todo sobre el mundo. Con el rey estaba en tratos íntimos.

—Somos primos —le dijo— y tenemos la misma edad. Hace tres años recibimos juntos la Orden de la Jarretera. El viejo rey estaba todavía vivo. Fue un poco antes de que muriera y ya era un pobre viejo enfermo. Es la imagen que tengo de él, aunque la gente me dice que cuando joven era espléndido. Entonces era un marido fiel y un rey fuerte.

A ella le encantaba oír esto, que a veces se había comentado en Pleshy, pero que parecía más interesante y colorido en boca de Enrique. O tal vez fuera porque, como esposa de él, iba a tener que participar en todo eso.

Él le habló de Alice Perrers, la mujer disoluta de quien se había enamorado el rey viejo. Ella lo había embrujado, lo había robado sin esperar a que muriera la excelente reina Philippa.

—Yo siempre te seré fiel, Mary querida —dijo Enrique.

Ella le juró que también lo sería.

Eran días idílicos. Con todo, en su mente se estaba insinuando un leve temor. Mary había oído hablar a las mujeres, como suelen hablar las mujeres... y en Arundel sólo se hablaba de la inminente boda.

—Oh, es un casamiento maravilloso. El mejor que podía tener lady Mary. Pensad un poco: el joven Enrique es primo del rey, nieto del gran Eduardo e hijo del gran John de Gaunt. Ella no podía casarse con nadie más encumbrado... fuera del rey mismo.

—¡Pero es tan joven! ¿Se atreverán a meterlos juntos en la cama?... ¡Son dos niños!

—El conde de Derby no es tan niño. Ya tiene casi quince. Me han contado que muchachos de esa edad han hecho magníficas demostraciones... y juraría que Enrique es uno de esos.

—Estaba pensando en lady Mary.

Este tipo de charlas la perturbaba: no era la primera vez que oía estas alusiones.

Enrique advirtió que ella estaba nerviosa y le preguntó la causa. Ella se la dijo.

Él escuchó muy seriamente. Sí, había ese lado del matrimonio, pero ella no tenía nada que temer. Él sabía todo lo que había que hacer y ella debía dejarlo todo en sus manos.

—Dado quien soy, debemos tener hijos. Y quiero hijos varones.

—Yo siempre quise tener hijos —dijo ella—. Es una de las razones por las cuales dudaba antes de entrar al convento.

—No olvides nunca que yo te salvé de eso —dijo él, riéndose de los temores de ella—. No, no hay nada que temer. Te va a gustar todo lo que tenemos que hacer. Te lo prometo. Tendremos hijos fuertes. ¿No te gustaría tenerlos?

Ella dijo que sí, que todo le parecía bien. Y se preguntó por qué razón las mujeres habían cuchicheado y habían puesto caras consternadas.

Ella estaba segura de que todo lo que tuviera que hacer con Enrique iba a ser bueno.

Cantaban juntos, jugaban al ajedrez; ella se probaba los espléndidos atavíos que nunca se había puesto hasta entonces. Todo fue magnífico hasta que llegó un mensajero de Pleshy con una carta de Eleanor. Era evidente que la carta había sido escrita en un arrebato de ira. Eleanor no podía entender lo que le había ocurrido a su hermana menor, a quien siempre había considerado una futura santa. ¡Qué amargo desengaño! Ahora se enteraba de que Mary era artera y disimulada. Había fingido sentirse atraída por la vida religiosa, cuando en realidad había estado movida por la concupiscencia. Se había comprometido con Enrique de Derby sin consultarlo con su hermana. “¡Después de todo lo que hemos hecho por ti Thomas y yo!” escribía Eleanor. “Y ahora nos tratas de este modo. Estoy profundamente ofendida. Te ruego que pongas punto final a esta locura y que vuelvas a Pleshy. Aquí hablaremos. Veremos qué significa esto. ¿Por qué crees que John de Lancaster está tan interesado en este enlace? ¿Crees que Enrique de Bolingbroke habría demostrado tanto interés en casarse contigo si no fueras dueña de una fortuna...?

Mary se detuvo y pensó: “Si no lo fuera, nunca lo habría conocido de este modo. Fue por estar de visita en Arundel, con mis tíos, que lo conocí.”

“Está claro para mí que es tu fortuna lo que ha hecho tan atractivo este casamiento tuyo con la casa de Lancaster”, seguía diciendo la carta de Eleanor.

“Y es mi fortuna”, pensó Mary, “lo que te hace tener tanto interés en que yo tome los hábitos y que te ceda mi parte de la herencia. ¡Dios mío! ¡Me gustaría no tener un penique!”

Esto era tonto. Eleanor tenía razón. John de Gaunt estaba muy contento a causa de su fortuna. El caso de Enrique era distinto. Ella estaba segura de que la hubiera amado en cualquier caso. Pero el matrimonio había sido bien recibido a causa de su dinero. Ella no era lo suficientemente inocente para no darse cuenta de esto.

“Vuelve sin demora a Pleshy”, ordenaba Eleanor. “Habremos de hablar de este asunto. Nos reuniremos y decidiremos qué es lo mejor para ti.”

En la carta que le escribió a Eleanor en contestación le pedía que fuera a Arundel. Ella estaba tan atareada con los preparativos de la boda que no estaba en condiciones de viajar. Sin duda Eleanor ya se había recuperado del parto de la pequeña Joan. ¿O acaso prefería esperar y asistir a la ceremonia en el Savoy?

Eleanor no era la clase de mujer que renuncia. Mary tenía que volver. Aunque sólo fuera por gratitud. La abadesa estaba desolada. Eleanor no dudaba de que le parecía muy mal que Mary se casara tan precipitadamente y a una edad tan temprana. Debía volver a Pleshy, hablar con su hermana, no olvidar todo lo que Eleanor y su cuñado, Thomas, habían hecho por ella.

Mary mostró las cartas de Eleanor a Enrique. Según dijo, no quería que hubiera secretos entre ellos.

Enrique leyó las cartas y dijo:

—Esta mujer está enfurecida, por muy hermana tuya que sea. Por mi parte, yo no dejaría que te le acercaras. ¡Es capaz de secuestrarte y hacerte pasar hambre hasta que te sometas!

—¡Oh, no, no es un ogro!...

—A partir de ahora soy yo quien te protege, Mary.

Ella se sintió aliviada. ¡Era tan feliz junto a Enrique! Incluso había dejado de preocuparse por el asunto de la cama matrimonial.

Pocos días antes de partir para el Savoy la madre de Mary, la condesa de Hereford, llegó a Arundel.

La condesa había sido informada, naturalmente, de la inminente boda de su hija menor y sentía cierta incertidumbre al respecto.

Hubiera preferido que Mary siguiera a su cuidado, pero, de acuerdo con la costumbre, Mary debía estar bajo la tutoría de una persona de gran posición, ya que era una gran heredera. Nadie tenía una posición más alta que la de John de Gaunt —después del rey— y como Eleanor ya estaba casada con su hermano, Thomas de Woodstock, la condesa no tuvo más remedio que ceder.

Naturalmente no podía quejarse del marido que había sido elegido. El hijo mayor de John de Gaunt, heredero de las propiedades de los Lancaster, pocos años mayor que Mary, en buena salud, ya caballero de la Jarretera... no podía pensarse en nadie mejor. Pero la condesa estaba preocupada por la extrema juventud de su hija.

Mary era una niña, no madura aún para el casamiento, pensaba. No debía casarse antes de los catorce años, por lo menos.

La condesa abrazó cariñosamente a su hija y escudriñó la expresión de su cara.

Quedó convencida de que no había habido coerción. La niña parecía muy feliz.

Buscó la primera oportunidad que se le presentó para hablar con el duque de Lancaster.

—Estoy contenta del matrimonio —dijo— salvo en un aspecto.

El duque le lanzó una mirada altanera, como preguntándole qué aspecto podía ser objetable en un casamiento con su hijo.

—La juventud de mi hija.

—Ya tiene once años.

—Es demasiado joven para casarse.

—Los dos son jóvenes.

—Demasiado jóvenes, milord. Que se comprometan y se casen... dentro de dos años, digamos.

Lancaster puso cara de reflexionar, aunque no tenía la menor intención de cambiar las cosas. ¿Esperar dos años? ¿Para que Thomas y la arpía de su mujer se pusieran a trabajar a la niña? Ya se las arreglarían para meterla en algún convento con alguna intriga.

—Pobre Mary —dijo—. ¡Se sentiría muy desdichada! Esperad a verlos juntos. Están deleitados de la mutua compañía. No, no puedo permitir eso. Pueden seguir viviendo juntos... como dos niños...

—A mi modo de ver, las muchachas de esa edad no deben tener hijos.

—¿Hijos? Pasarán años antes de que los tengan. ¡Los dos son tan inocentes! Tendríais que verlos cantar a dúo. Andan a caballo, bailan, juegan al ajedrez. Es un placer verlos. No, mi querida condesa. Tienen que casarse. Comprendo los sentimientos de una madre, pero puedo aseguraros que no hay ninguna razón para preocuparse.

—Tendré que conversar con mi hija —dijo la condesa.

John de Gaunt se sentía incómodo. Hubiera querido que la condesa no fuera a Arundel, pero naturalmente había habido que decirle lo que se proyectaba para su hija. Era una mujer inteligente e iba a entender por qué razón Eleanor trataba de meter a la niña en un convento. Al mismo tiempo, estaba dispuesta a hacer todo lo posible para que Mary no se casara hasta tener una edad conveniente.

La condesa habló con Mary.

—Hija mía —dijo—, eres demasiado joven para casarte.

—Ya me lo han dicho otros, milady —contestó la hija—. Pero Enrique y yo nos amamos y estamos muy felices juntos. A él no le importa que yo sea tan joven.

—Debes entender que el matrimonio implica obligaciones.

—Ya sé lo que queréis decir. Os referís al lecho matrimonial, ¿no es así?

La condesa quedó un poco desconcertada.

—¿Tú qué sabes de esas cosas?

—Que no hay nada que temer... cuando hay amor.

Citaba a Enrique. La condesa lo adivinó. Sin duda John de Gaunt tenía razón al decir que se amaban.

—He pedido que postergue la boda. Al menos por un año. Después ya se verá cuándo podrá realizarse.

Mary pareció trastornada.

—¿Está dispuesto a eso?

La condesa puso un brazo sobre los hombros de su hija y la apretó contra sí. Pensó: “No, no lo está. Quiere tu fortuna para su hijo. Hija querida: ¿qué sabes tú de las artimañas del mundo?”

Por lo menos, podía consolarse. La niña se sentía feliz. Muchas niñas en su posición estaban forzadas a contraer matrimonios que les resultaban desagradables. Nadie podía decir eso de Mary.

La condesa conocía el carácter decidido de John de Gaunt. Por mucho que protestara, el matrimonio se iba a celebrar.

Y debió resignarse al hecho de que así lo quería Mary.

 

 

 

De tal modo que se casaron y hubo una gran fiesta en el palacio del Savoy, de John de Gaunt, como correspondía en ocasión de la boda de su hijo y heredero. A Mary se le hizo sentir que entraba a formar parte de la familia más encumbrada del país y que su matrimonio era aún más brillante que el de Eleanor. Eleanor no asistió. Rechazó la invitación de su falsa hermana; Thomas seguía en Francia.

Esta ausencia produjo cierta tristeza a la novia, aunque no caviló en ello. Enrique le había hecho ver que Eleanor estaba más interesada en la fortuna de los Bohun que en la felicidad de su hermana menor, y Mary había empezado a tomar en cuenta a Enrique y a aceptar su interpretación de todas las cosas habidas y por haber. Él, por su parte, siempre estaba dispuesto a explicarle todo. Ella lo escuchaba y cada día se querían más.

Ahora era la condesa de Derby y el imponente hombre que ocupaba la cabecera de la mesa era su suegro. En el gran salón del palacio Savoy se habían puesto mesas para el banquete, ya que toda la nobleza del país debía asistir a las bodas del hijo de John de Gaunt. Mary se sentó a la derecha del gran duque, con Enrique a su lado. Allí también estaba su madre y sus cuñadas, Philippa y Elizabeth.

Asimismo, estuvo presente una mujer muy bella que suscitó cuchicheos entre los invitados. Fue característico del duque el insistir en que su querida debía estar presente y en exigir que se la tratara con la deferencia que normalmente se habría mostrado a la duquesa.

Enrique apretaba la mano de Mary y ella le sonreía. Era reconfortante pensar que, mientras él estuviera a su lado, todo iba a salir bien.

Él elegía la mejor parte de los manjares y se los pasaba. Ella probaba los delicados platos, aunque en realidad no tenía hambre, pero los invitados se regodearon con el banquete y declararon que muy pocas veces habían visto cabezas de jabalí tan grandes, semejantes costillares de buey y de cordero, jamones y lechones que hacían que la boca se hiciera agua. Hubo pintadas, faisanes, pollos, perdices, gallinetas, pavos reales y codornices, así como un delicioso plato, llamado “Leche”, hecho con carne cruda de cerdo prensada, huevos, azúcar, pasas de uva y dátiles, todo mezclado con especias, puesto dentro de una vejiga y hervido; también hubo postres especiales, llamados rafioles y flampointes. Se habían tomado todas las providencias para que esa fiesta superara a todas las fiestas conocidas.

Al día siguiente debía haber un torneo, pero el primer día se dedicó a las celebraciones y diversiones de interior.

Los mimos invadieron el salón con sus máscaras, algunas de ellas tan extrañas que les hacían parecer espectros y que produjeron escalofríos de horror en las espaldas de los espectadores. Se habían puesto cabezas de animales con cuernos, cabezas de cabras y otros seres que sólo habían existido en la imaginación de los creadores de máscaras.

Algunos se habían puesto máscaras de bellas mujeres, que combinaban extrañamente con sus recios cuerpos masculinos. Pero esto estaba calculado para producir la risa de los que miraban, que por lo general se rieron, aunque no faltaron algunos asustados.

Fue maravilloso verlos bailar e interpretar sus pantomimas. La compañía aplaudió con entusiasmo y después se inició la danza. Enrique la empezó con Mary y los otros los siguieron. Lancaster bailó con la bella Catherine Swynford; los invitados contenían el aliento al observarlos y muchos pensaron —aunque no se atrevieron a expresarlo— que ningún hombre en el reino se atrevía a comportarse de la manera en que lo hacía John de Gaunt. Es cierto que el viejo rey lo había hecho con su querida, Alice Perrers. Según había dicho, era su privilegio de rey; pero a la gente no le había caído en gracia. De algún modo era distinto en el caso de John de Gaunt. Había verdadero amor entre estas dos personas y esto era tan evidente que, de algún modo, inspiraba respeto.

Luego John de Gaunt tomó la mano de Mary y bailó con ella, mientras Enrique bailaba con lady Swynford. El suegro le dijo a Mary que consideraba ese día uno de los más felices de su vida. Y que deseaba que ella lo sintiera del mismo modo.

Las antorchas empezaron a chisporrotear y la noche avanzaba. Llegó la hora en que Enrique debía irse con Mary. El padre frenó a las personas que intentaron que se cumpliera con las antiguas costumbres.

—Son jóvenes e inocentes —dijo—. No debemos apurarlos. Que la naturaleza siga su curso.

En el gran dormitorio que les había sido reservado, la naturaleza siguió su curso de firme.

Enrique estaba muy adelantado para sus años. Estaba enamorado de su novia y, como ella tenía una inteligencia superior a sus años, no se le ocurrió pensar que tal vez no estaba madura físicamente.

Estaba contento de que no hubiera habido bromas pícaras: Mary no las habría entendido y tal vez la hubieran alarmado. De este modo, a él le correspondía enseñarle todo, y podía hacerlo cómodamente.

Ayudó a su esposa a quitarse las vestiduras nupciales, cuajadas de pedrería y sumamente incómodas. Fue un alivio estar libre de ellas.

Ella quedó de pie ante él: una niña desnuda y simple. Él mismo tomó en sus manos el largo camisón y se lo echó sobre la cabeza.

Luego la condujo hasta el lecho matrimonial. Aquí ella se acostó y él se fue desnudando.

Luego se acostó junto a ella.

Suavemente, la fue iniciando en los misterios de la procreación que, para personas como ellos, obligadas a tomar en cuenta la continuidad de las grandes familias, constituía la función primordial del matrimonio.

 

 

 

Partieron para Kenilworth. Como su padre había dicho, Enrique prefería este castillo a todos los otros que algún día habrían de ser suyos.

Mary se sentía muy feliz viajando con su esposo. Él era atento, cariñoso y gentil y ella no había creído que pudiera existir tanta felicidad en el mundo. En caso de haberse podido olvidar de Eleanor, habría sido plenamente dichosa.

El aspecto de Kenilworth era estupendo. Habían tenido que viajar bastante, pues el castillo estaba situado entre Warwick y Coventry, a unos ocho kilómetros de cada una. El castillo consistía en unos magníficos edificios almenados que debían su encanto al hecho de que se habían ido formando a lo largo de los años. Kenilworth no había sido más que una casa de campo en los días de Enrique I, que la había regalado a uno de sus nobles, y era este noble quien había iniciado la tarea de convertir la casa de campo en un castillo. El torreón era monumental y se lo conocía con el nombre de “César”, como el del mismo nombre en la Torre de Londres. Kenilworth había tenido el honor de pertenecer en un tiempo a Simon de Montfort y, a la muerte de éste, había sido cedido por el rey a su hijo menor, Edmund, conde de Lancaster. Lo mismo que el Savoy, le había llegado a John de Gaunt por su casamiento con la madre de Enrique, Blanche de Lancaster.

Enrique le dijo a Mary que su padre, que se había encariñado mucho con el lugar desde que era suyo, lo había extendido aún más que los antiguos dueños; para probarle esto, Enrique le señaló el magnífico anexo conocido como La Casa Lancaster.

Kenilworth era un castillo de cuento de hadas, como mandado a hacer para una pareja de adolescentes entregados a los placeres de conocerse mutuamente.

Mary habría de recordar estos días hasta el fin de su vida. Se sentía totalmente feliz y no se le ocurrió pensar, en medio de su felicidad, que eran transitorios. No pensaba en el futuro; en caso de haberlo hecho, habría comprendido que un hombre que tenía la encumbrada posición de Enrique, no podía gozar indefinidamente de los deleites de la vida matrimonial en Kenilworth.

Cabalgaban juntos por el bosque, no para cazar, pues ella le había confesado que odiaba la matanza de animales y que siempre esperaba que los ciervos y los jabalíes se escaparan. Enrique se rió de ella, pero se sintió conmovido por la dulzura y le dijo que, si no le interesaban las cacerías, podían buscar en el bosque los indicios de la primavera y no las huellas de los animales.

Tampoco se interesaba en la halconería: le gustaba ver volar libres a las aves. Se quedaba admirando a Enrique cuando éste practicaba el tiro al arco y aplaudía cuando él ganaba a los que competían con él. Pensaba que Enrique tenía un aspecto espléndido cuando lanzaba la flecha. El arco tenía su misma altura y la flecha medía un metro. Sus acompañantes habían inventado juegos con el arco. Uno de ellos, que servía de preliminar a un juego de prendas, era muy celebrado. En un rollo de pergamino se escribían dísticos que describían ciertos rasgos y a estos versos se ataban cordones que terminaban en sellos. Cada jugador debía asir un sello, tirar del cordón e interpretar el personaje que se describía en el rollo. Este juego provocaba carcajadas, ya que, al parecer, la gente siempre elegía las personas que menos se les parecían. Cuando se cansaban de estos remedos jugaban a la Gallina Ciega. Aquí se ataba una venda a los ojos de un jugador que debía arrodillarse juntando las manos en la espalda. Los otros jugadores debían golpearle las manos y el jugador arrodillado y ciego debía adivinar quién lo golpeaba para ser puesto en libertad. Mary prefería de lejos las partidas de ajedrez, cuando Enrique y ella medían sus inteligencias, o cuando Enrique proponía que ella sacara su guitarra y se ponían a cantar juntos.

Fueron días muy felices, la primavera se convirtió en verano y la vida no pudo continuar así indefinidamente. Un día llegó un mensajero del duque de Lancaster con la orden de que Enrique fuera a ver a su padre.

Iba a ser por poco tiempo, le dijo a Mary. En cuanto pudiera iba a regresar y, si esto no era posible, la mandaría a buscar.

Ella sabía que debía aceptar esto. Lo contempló cuando se alejaba y se sintió muy desolada. Sabía que debía tratar de ser valiente. Todas las esposas pasaban por esto. Sus maridos no siempre podían estar con ellas.

Poco después de la partida de Enrique se dio cuenta de que estaba encinta.

 

 

 

Quedó encantada, aunque oyó a sus damas que comentaban el asunto entre ellas y adivinó que meneaban las cabezas y ponían caras melancólicas.

Una de las damas dijo:

—Es demasiado pequeña, te lo aseguro. Es muy malo cuando se es tan joven.

—Es casi un bebé. Debieron haber esperado.

No quiso oír más. La conversación la había asustado.

En una ocasión pasaron por Kenilworth los condes de Buckingham. Pasaron allí una noche y la estadía no fue agradable.

Eleanor estuvo gélida; Thomas se manifestó claramente indignado.

—Dios sabe —dijo— que nunca le voy a perdonar ésta a mi hermano. Lo tramó todo. Esperó a que yo no estuviera.

—¡No fue así! —exclamó Mary.

—¡Casados! —gritó Eleanor—. ¡A tu edad! ¡Es una verdadera vergüenza.

—Sin embargo, me ibas a meter en un convento —contestó Mary—. Pensaste que tenía edad suficiente para decidir el punto.

—¿Cómo pudiste hacer esa farsa? Las monjas están desoladas.

—La abadesa tenía interés en que yo supiera lo que estaba haciendo.

—No entiendo cómo no te da vergüenza —exclamó Eleanor—. Escaparte de ese modo y casarte sin más trámites...

—Por casualidad, Enrique estaba en Arundel y...

—¡Casualidad, sí, bonita casualidad! —replicó Eleanor vivamente—. Todo estaba planeado. ¿Y por qué crees que se planeó? ¡Por tu dinero, simplemente por tu dinero! ¿Te imaginas que el encumbrado y poderoso duque de Lancaster y su romántico hijo se habrían interesado en ti si no tuvieras una fortuna?

—¿No es por la misma razón que Thomas se casó contigo? —preguntó Mary.

—¡Perversa criatura! Te estás dando aires. ¿Cómo te atreves a hablarme de este modo? Para mí ha sido una horrible desilusión. ¡Después de todo lo que hicimos por ti! Fuimos a Pleshy porque tú nos habías dicho que te atraía el convento.

Thomas gritó:

—¡Basta de reproches! El daño está hecho. ¿Cómo pudo Dios permitir que yo estuviera fuera del país en el momento? Me habría alzado en armas contra Lancaster. Habría...

Siguió ventilando su furor. Bastante ridículo, pensó Mary. ¿Cómo iba a alzarse en armas contra su hermano por un asunto semejante? Aunque tal vez era capaz de hacerlo. Era conocido en todo el país como un hombre que siempre seguía sus impulsos, por muy estúpidos que fueran.

Se alegró de que se fueran. Todo fue muy perturbador.

 

 

 

En ocasiones Enrique la visitaba, pero estaba al servicio del rey y no podía estar con ella tanto como quería. Ella se entretenía cuando él le hablaba del rey y sospechaba que su esposo sentía cierto desprecio por él. Era mucho menos diestro que Enrique en todos los juegos al aire libre: el joven siempre le ganaba.

—¿Le molesta que ganes? —preguntó Mary.

—¿A él? No. A ése sólo le interesan los libros y se pasa las horas hablando de sus suntuosos trajes. Y está lleno de melindres en lo que se refiere a la comida. No es que coma mucho, por cierto, pero exige que le sea servida la comida con el refinamiento más extremo. A decir verdad, Mary, no es lo que uno piensa que debe ser un rey.

Enrique solía excitarse cuando hablaba del rey. Y Mary entendió la razón cuando él le dijo un día:

—¿Sabes una cosa? Si mi padre hubiera sido el primogénito de mi abuelo, yo sería hoy el rey.

—¿Te habría gustado eso? —preguntó ella.

—No se trata de que me guste o no me guste —contestó él—. Se trata de aceptar los hechos y adecuarse a ellos. El destino no quería que Ricardo fuera rey. Si su hermano mayor no hubiera muerto, habría sido el rey; y entonces se le ocurrió morirse a su padre y ahí lo tienes, coronado rey de Inglaterra a los nueve años.

Había un leve resentimiento en la voz de Enrique.

Ella no dijo nada, pero se alegró de que su padre no hubiera sido el primogénito, pues en tal caso habría sido reina y la idea era bastante alarmante.

Las visitas de su marido eran muy breves y a ella le quedaba mucho tiempo libre. Hacía muchas labores de aguja, tocaba la guitarra y aprendía nuevas canciones, mientras esperaba con cierta impaciencia el nacimiento de su hijo.

De cuando en cuando oía fragmentos de los parloteos de las mujeres. A través de ellas lograba hacerse una idea de lo que estaba ocurriendo en el país. Algunas decían que los campesinos se estaban envalentonando a causa de las nuevas leyes agrarias, que les permitían cultivar para uso personal una parcela de las tierras del solar de la casa señorial y pagar por ella en trabajo. Los campesinos se quejaban de que el señor les tomaba la mayor parte de su tiempo y que sus cosechas se echaban a perder en las malas rachas, cuando se les exigía que dedicaran toda su atención a las tierras señoriales. Eran esclavos. Estaban encadenados a la tierra y también lo estaban sus descendientes. Pero el descontento máximo lo inspiraba la gabela que debía pagar todo hombre, mujer y zagal de más de quince años.

Oía mencionar con frecuencia el nombre de John Ball. Mary dedujo que era lo que llamaban “un fraile montaraz”, con lo cual se daba a entender que no tenía iglesia ni casa que fueran suyas y que vagaba por los campos predicando y aceptando cama y alimento de quienes se lo daban. Había empezado por predicar a la gente en los ejidos de las aldeas en un tiempo, pero, cuando llamó la atención de las autoridades, las reuniones se realizaban por la noche, en los bosques.

Se decía que no sólo predicaba la religión, sino también la revolución, porque incitaba a los aldeanos a que se levantaran contra sus señores, que se libraran de la esclavitud y exigieran lo que él consideraba que eran sus derechos.

No era sorprendente que un hombre que predicaba estas doctrinas incendiarias fuera considerado peligroso. John Ball había sido arrestado y llevado a la prisión del arzobispado de Maidstone.

Y ahora se hablaba de la inquietud campesina; pero nadie tomaba la cosa en serio.

Por cierto no en Kenilworth, donde todos estaban atentos al próximo nacimiento.

Empezó un atardecer, cuando Mary estaba sentada entre sus damas. Ella tocaba la guitarra y las damas se ocupaban de hacer tapices. El niño debía nacer en pocas semanas y Mary se sintió muy mal. Era perfectamente natural, decían sus damas: era el destino de todas las mujeres en su estado y las penurias de los últimos meses iban a verse compensadas cuando naciera el niño.

Los dolores del parto se presentaron de golpe y fueron tan intensos que las mujeres la llevaron inmediatamente a la cama y mandaron llamar a los médicos.

Mary estaba sumida en la inconsciencia que trae el dolor: nunca había creído que fuera posible un dolor semejante. Vagamente creía oír una voz que decía: “Es apenas algo más que un bebé... una niña... inmadura...”

Perdió la noción del tiempo. Sólo esperaba que pasaran las oleadas de dolor que se apoderaban de ella, se atenuaban y volvían. Se hubiera dicho que esto nunca iba a terminar. Perdió la conciencia y, cuando despertó, ya no sentía dolor. Estaba absolutamente exhausta y, durante cierto tiempo, no supo muy bien qué había ocurrido. Al recordarlo, su primer pensamiento fue para el niño.

—Mi hijo... —murmuró.

Hubo un silencio. Intentó incorporarse, pero estaba demasiado cansada.

—¿Dónde está el niño? —preguntó con voz alterada.

Una de las mujeres se acercó a la cama y se arrodilló. Estuvo a punto de hablar pero luego bajó la cabeza y se cubrió la cara con las manos.

—Dime —dijo Mary con voz sin expresión.

—Milady —dijo la mujer, y había un sollozo en el fondo de su voz—. Nació un niño... un niño precioso... perfectamente formado...

—Sí, sí, ¿en dónde está?

—Nació muerto, señora.

Mary dejó caer la cabeza sobre la almohada. Cerró los ojos. Todos los meses de espera... todas las esperanzas y los planes... perdidos. El niño había nacido muerto.

—Vendrán otros... más adelante —siguió diciendo la mujer—. Habéis salido de ésta, gracias a Dios. Os recuperaréis, volveréis a estar fuerte y entonces... entonces...

Mary ya no escuchaba. ¡Enrique!, pensó. ¡Oh, Enrique: te he fallado!

No podía levantarse de la cama. Yacía exánime, preguntándose por dónde andaría Enrique, qué estaría haciendo. Iba a ir a su cuarto, estaba segura. Y ella no iba a ser capaz de soportar su decepción.

No se había equivocado. No bien le llegó la noticia, Enrique solicitó al rey la venia para ir a Kenilworth.

Se arrodilló junto a la cama, le tomó las manos y se las besó. No debía angustiarse, le dijo. Tendrían otro hijo a su debido tiempo.

Hizo un gran esfuerzo por consolarla. Debían recordar que eran muy jóvenes, los dos lo eran. Tenían toda la vida ante ellos. No debían atormentarse por haber perdido este hijo. Él se sentó a su cabecera y le habló del futuro, de lo felices que iban a ser cuando tuvieran tantos hijos como su abuelo el rey Eduardo III y su abuela, la reina Philippa. Ya vería ella.

Mary empezó a recobrarse, aunque aún se sentía débil.

Pocos días después de la llegada de Enrique, fue a Kenilworth otro visitante: la madre de Mary, condesa de Hereford.

La condesa se acercó a su hija, la abrazó y declaró que había ido a cuidarla. Joanna de Bohun era una mujer de gran fuerza de carácter, muy encariñada con sus hijas y en particular con Mary, por ser la menor. La madre pensaba que Eleanor era capaz de defenderse sola.

Joanna siempre había sufrido por el hecho de que las costumbres del país exigieran que su hija saliera de sus manos y quedara bajo la tutoría de John de Gaunt, a fin de que el poderoso duque, como ella decía, obtuviera la apetecible remuneración que implicaba este cargo.

Ella, la madre de Mary, era la persona más indicada para ocuparse de la niña; teniendo en cuenta lo que había ocurrido, había ido a afirmar este derecho.

Mary quedó muy contenta de ver a su madre.

La condesa observó a su hija y trató de ocultar su preocupación. Estaba demasiado delgada. Una experiencia espantosa para una niña que aún no había cumplido doce años. Algunas muchachas se desarrollaban temprano y, en estos casos, un embarazo era aceptable; no en el caso de Mary, demasiado infantil y delicada aún.

“Esto no puede seguir así”, pensó la condesa severamente. “Si tengo que pelear con John de Gaunt, pelearé.”

—Madre querida —dijo Mary—. ¡Me alegro tanto de verte!

—Dios te bendiga, hija mía. Es natural que, cuando una hija está enferma, venga su madre a cuidarla. Te vas a reponer en una semana. Yo me encargaré de esto.

Mary sonrió.

—Siempre debí obedeceros, milady —dijo—, de tal modo que os obedeceré una vez más.

—Así será.

Enrique había entrado en el cuarto de la enferma y la condesa advirtió que la cara de Mary se iluminaba al verlo. Un lindo muchacho, pensó, un marido digno de una de Bohun, pero eran demasiado jóvenes, demasiado: no podían seguir así.

Enrique la saludó cordialmente y pareció muy contento de verla, porque tenía temores por la salud de su mujer. Ella le dijo que Mary se iba a recuperar muy pronto.

—Nadie entiende a una hija mejor que una madre —declaró.

Y se ocupó de la enferma. Hizo que le pusieran una cama en el mismo cuarto. Pasaba día y noche con Mary y le preparaba papillas y caldos especiales que, bajo la mirada vigilante de su madre, Mary no se atrevía a rechazar.

Sentía ahora una gran sensación de seguridad, que había echado de menos en los días de Pleshy. Estar allí con su esposo y su madre serenaba su ánimo y empezó a sentir menos la pena que le había causado la muerte de su hijo.

—Tienes toda la vida por delante —dijo su madre. Había un punto que aún no había tratado con Mary, pero que iba a abordar cuando llegara el momento oportuno.

Se reprochaba el no haberse mostrado bastante firme desde un principio. Al enviudar, debió haberse negado a permitir que le quitaran a su hija menor.

El rey le había concedido la tutoría a John de Gaunt como un premio consuelo por alguna otra cosa que le había negado, y ella se había visto obligada a separarse de su hija porque la orden real así lo establecía. Su marido, Humphrey de Bohun, conde de Hereford y Essex, había sido uno de los hombres más acaudalados del país, había dejado al morir una cuantiosa fortuna y era esta fortuna lo que había llevado a esta situación que casi le había costado la vida a Mary. Pero la condesa ahora había adoptado una posición firme y estaba decidida a tomar el asunto en sus manos.

En primer lugar abordó el tema con el mismo Enrique.

—Tengo que hablar muy seriamente contigo. Estoy muy preocupada por Mary.

Él pareció muy alarmado.

—Pensé que se estaba recuperando.

—Se está recuperando. Pero no sé si sabes que ha estado muy cerca de la muerte.

—Sé que ha estado muy mal.

—Sencillamente es demasiado joven para dar a luz. El cuerpo todavía no está plenamente formado. Necesita por lo menos dos años más para desarrollarse.

Enrique pareció avergonzado y la condesa se apresuró a añadir:

—No te echo la culpa de nada. La culpa la tienen las personas que os han juntado a una edad tan temprana.

El joven se puso muy colorado. A sus ojos, su padre era perfecto.

—Oh, los hombres no siempre entienden estas cosas —dijo rápidamente la condesa, comprendiendo que para imponer su punto de vista no debía ponerse en una confrontación con John de Gaunt.

La condesa creía ser capaz de manejar el asunto, pero era menester proceder con mucho tacto. Ella sabía que el mayor deseo de John de Gaunt había sido acelerar la boda y asegurarse la fortuna de Mary. Esto ya estaba hecho y ella sólo le iba a proponer que postergara por unos pocos años el tener hijos.

—¿Qué queréis que haga? —preguntó Enrique.

—No debe haber relaciones maritales entre vosotros durante dos años, por lo menos. Ya te das cuenta por qué. Por ahora... no debe haber más hijos.

—¿Se lo habéis dicho a Mary?

—Se lo voy a explicar y ella entenderá. Estoy segura de que no quiere volver a pasar por un trance semejante. Mi idea es llevar a Mary conmigo y tenerla un cierto tiempo. Yo me ocuparé de ella y tú puedes tener la certeza de que estará bien protegida en manos de su madre. Serás bien recibido en mi castillo siempre que quieras venir, pero debes convenir en que no habrá contactos entre vosotros hasta que la niña tenga la edad apropiada.

Enrique convino en aceptar estas condiciones. Había estado muy asustado en relación a Mary y se había sentido muy culpable. Pero ahora Mary se había recobrado y él entendía que debían esperar unos años para vivir juntos. Sí: era imposible no aceptar las condiciones. La condesa triunfaba. John de Gaunt había ido a Escocia, mandado por el rey, y no podía poner objeciones. Eleanor y su marido ya habían perdido interés en el asunto ahora que no tenían participación en la fortuna de los Bohun.

Sólo le faltaba ahora conversar con Mary y, cuando la niña estuviera en condiciones de viajar, se irían juntas.

Mary escuchó atentamente a su madre.

—Mi queridísima niña —dijo la condesa—, me quedé muy triste cuando me dejaste para ir a vivir con tu hermana. No fue por deseo mío, ya sabes.

—Lo sé —dijo Mary con fervor.

—Está mal que se saque a una niña del lugar que le corresponde nada más que por tener una fortuna. ¡Ah, esa fortuna! Ojalá tu padre hubiera sido un hombre mucho más pobre. Tu hermana la codiciaba... y su marido también. Querían meterte en un convento para lograrla.

—Tuve la suerte de encontrar a Enrique —interrumpió Mary—. A él no le interesa mi fortuna.

La condesa guardó silencio. ¿No le importaba? Sería muy sorprendente. En todo caso, había alguien a quien esa fortuna interesaba profundamente, y esa persona era el padre de Enrique, John de Gaunt.

Por suerte estaba en Escocia y no podía intervenir. ¿Intervendría el rey? Había concedido la tutoría a su tío John. No, no tenía nada que temer de parte de Ricardo. Era sólo un muchacho. Si era necesario, lo vería y le explicaría; estaba segura de poder conmoverlo y hacerle sentir piedad por una madre preocupada por su hija.

—Mi querida siguió diciendo la condesa—, ya sabes que has estado muy enferma. Un día creyeron que ibas a morir. La verdad, hijita, es que eres demasiado pequeña para tener hijos. Tu esposo está de acuerdo conmigo en que debéis esperar uno o dos años.

—Esperar... ¿qué quieres decir?

—Tú y Enrique viviréis como si estuvierais comprometidos... No habrá más relaciones físicas entre vosotros.

—Tengo que preguntárselo a él...

—Yo ya he hablado con él. Él ha entendido y está de acuerdo conmigo.

Ella pareció aliviada. Pero luego añadió, alarmada:

—¿Quieres decir que no voy a ver a Enrique?

—Por supuesto que lo verás. Él irá a Leicester a visitarnos. Parará en casa y cantaréis vuestras canciones, tocaréis la guitarra y jugaréis al ajedrez. Pero será como si fuerais novios... como si el acto del matrimonio nunca hubiera ocurrido.

Ella guardó silencio y su madre, sin poder contenerse, explotó:

—No debes ser expuesta de nuevo a esos sufrimientos. Todavía eres demasiado niña para dar a luz. Tu cuerpo no está preparado. Sólo pido que esperes un año... tal vez dos. Me propongo insistir.

—Mientras Enrique esté de acuerdo... y pueda verlo...

—Por supuesto que lo verás. Debes entender, hija mía, que todo lo que yo quiero es por tu bien.

De tal modo que así quedó convenido y, cuando Mary se sintió lo bastante fuerte, la condesa se fue de Kenilworth acompañada de su hija.