AGINCOURT

La ambición quemaba a Enrique. Todas sus energías, que en un tiempo se habían puesto en sus correrías nocturnas, estaban concentradas ahora en una sola cosa: ganar la corona de Francia.

Convocó a su Concejo y declaró que las negociaciones con los franceses debían iniciarse sin demora. Expuso los derechos que le asistían para obtener la corona de Francia. Esta, sin duda, le pertenecía. En Francia podían mantener la Ley Sálica, pero Inglaterra no la tomaba en cuenta y, a través de Isabel de Francia, la madre de su bisabuelo Eduardo III, la corona llegaba directamente hasta él. Sus hermanos, los duques de Gloucester y de Bedford, le dieron su apoyo; del mismo modo, estaba con él su tío, el duque de Exeter, y su primo, el duque de York.

Los nobles principales se habían reunido con el arzobispo de Canterbury.

El pobre Arundel tenía aspecto de ya no poder mantenerse más en este mundo. Había sobrevivido a muchos percances, había sufrido exilios y había visto la ejecución de su hermano, el conde, como traidor al rey Ricardo. El viejo había tenido una larga vida y el rey creía que el arzobispo había intentado vivir de acuerdo con sus principios. Por supuesto, le gustaba el lujo: apoyaba con todo su corazón la pompa y la grandiosidad de la Iglesia y, en consecuencia, era enemigo acérrimo de los lolardos.

Y ahí estaba ahora, dispuesto a dar a Enrique las seguridades de que su reclamo del trono de Francia no era infundado.

—Ya hemos expresado muy claramente a los franceses nuestros sentimientos en este sentido —dijo Enrique.

—Sí, señor —dijo su tío Exeter— y se ríen de nosotros.

—Que se rían mientras puedan hacerlo. Os prometo a todos que seremos nosotros quienes nos reiremos cuando la corona esté puesta en mi cabeza.

—Habrá muchas batallas antes de que llegue ese feliz día —dijo su tío.

Enrique le puso una mano en el hombro.

—Creéis que éste es el sueño de un joven atolondrado. Sé lo que pensáis, tío. Pero reflexionad un poco. Mi bisabuelo tuvo el mismo sueño y no era un joven atolondrado. Era un guerrero ante quien todos los hombres debían doblar la rodilla.

—Se dice, milord, que vuestro bisabuelo se vio forzado a esta empresa por un juramento precipitado que habría hecho sobre una garza.

—Garza o no garza, lo cierto es que hizo todos los esfuerzos posibles para apoderarse de la corona de Francia.

—Y no lo logró, señor.

—Tuvo mala suerte. Envejeció y su gran hijo, el Príncipe Negro, tuvo la desdicha de carecer de salud. Yo soy joven y no descansaré hasta haber obtenido lo que quiero.

—Carlos VI nunca cederá de buen grado su corona.

—Sí, es algo que entendemos. Pobre viejo loco, asediado por todos lados. Borgoña se pondrá de nuestra parte.

—No es probable que un rey de Francia entregue su corona sin luchar. Además, ahí está el delfín.

El rey se encogió de hombros.

—Louis es aficionado a pavonearse y también es, me dicen, un jovenzuelo muy bonito. Antes de entrar en batalla va a tener mucho cuidado de que sus ropas estén bien perfumadas. Haría muy bien en aceptar nuestros últimos términos: Carlos puede permanecer en posesión nominal del trono hasta su muerte. Esto me parece justo y razonable. Inglaterra ya no será vasalla de Francia en las provincias de Normandía, Maine, Anjou y Aquitania. El dinero del rescate del rey Juan, que fue capturado por el Príncipe Negro y estuvo viviendo aquí, en Londres, como prisionero, nunca se pagó. ¿Es pedir demasiado que se cumpla con lo que ha prometido? El rey de Francia me dará como esposa a su hija menor, que habrá de traer consigo una dote de dos millones de coronas.

—Nunca aceptarán esos términos —dijo Exeter.

—Pero nos temen —insistió el rey—. Sí; nos temen. Lo que yo quiero es la corona y, con ayuda de Dios, la conseguiré...

El propósito de esta reunión era recibir a los embajadores franceses. Se les hizo pasar para que Enrique expusiera ante todos ellos juntos su voluntad.

Enrique habló en forma clara y tajante:

—Tengo poca estima por vuestro dinero francés —dijo— y menos aún por vuestras capacidades y fuerzas. Sé muy bien que mis derechos a la corona han sido usurpados. El usurpador, vuestro señor, tal vez tenga súbditos abnegados que defenderán su causa. Yo doy gracias a Dios por no estar desprovisto de lo mismo. Y os prevengo que, antes de que pase un año, lograré que la corona más alta de vuestro país se incline ante la mía, y que la mitra más altiva se baje ante mí. Mientras tanto, decid al usurpador, vuestro señor, que dentro de tres años entraré en Francia como si fuera mi patrimonio legal y auténtico, y que no lo haré con ruido de palabras sino con hechos de hombres y retumbar de espadas, además de tener la ayuda de Dios, en Quien he puesto toda mi fe. Podéis partir tranquilamente a vuestro país, en el cual pienso visitaros muy pronto. Allí podréis darme la bienvenida.

Los franceses parecieron consternados por estas palabras, pero hicieron una reverencia y se retiraron.

Cuando los embajadores se fueron, todos los ojos se volvieron hacia el rey.

—Palabras atrevidas, milord —dijo Bedford.

—Hechos atrevidos deben ser precedidos por palabras atrevidas, hermano. Y veréis que yo quiero decir todo lo que digo. Y ahora debemos prepararnos.

—Carlos debe estar temblando —dijo Exeter—. Me pregunto lo que habrá de decir el delfín.

La respuesta del delfín llegó a las pocas semanas.

El rey estaba en su antecámara, con sus hermanos y consejeros, cuando llegaron los embajadores de Francia. Traían con ellos un barril que fue introducido y puesto a los pies del rey.

—¿Qué es esto? —preguntó el rey.

—Un regalo del delfín para vos, milord.

El rey rió. ¿Era posible que ese lechuguino estúpido creyera que iba a aplacar al rey de Inglaterra con regalitos?

—Él os envía estos regalos, milord, con la convicción de que habrán de ser de vuestro agrado. El delfín conoce vuestro carácter y lo tuvo en cuenta al elegir un tesoro que, según él, es el más adecuado a vuestros gustos.

—El regalo no habrá de afectarnos por muy de nuestro gusto que sea —dijo el rey—. Pero veamos lo que el señor delfín sabe de mis gustos.

Todavía sonreía cuando el barril fue abierto. Hubo una exclamación de asombro cuando el rey introdujo en él su mano y extrajo una pelota de tenis.

—Dios me asista —exclamó—, ¡el barril está lleno de pelotas!

Los embajadores bajaron las cabezas para disimular sus sonrisas.

—Nuestro patrón pensó que estas pelotas iban a ser de vuestro agrado, milord —dijo uno de ellos—. Su mensaje es: “El delfín está seguro de que habréis de usarlas con más destreza que la que ponéis cuando manejáis la espada y la lanza.”

Enrique quedó un rato en silencio. Su cara estaba mucho más encendida que de costumbre. Luego, con voz alta y clara dijo:

—Id y decid a vuestro señor que, cuando use mis raquetas contra estas pelotas, daré con ellas tales saques que lograré abrir a pelotazos las puertas de París.

—¡Así sea! —gritaron los presentes.

Los embajadores, confundidos, se retiraron.

—El señor delfín ha hablado —dijo el rey—. Ahora ya no tenemos más tiempo que perder. Hay que prepararse para llevar la guerra a Francia.

 

 

 

El rey se dedicó entusiastamente a los aprestos de guerra. La gente estaba con él. Era popular, era joven, era bien parecido. En su juventud, había demostrado que no era un santo. Era un hombre del pueblo.

—Iremos con Harry —decían.

Los ricos del país se unieron en torno a él; le daban regalos que podían convertirse en dinero. Los pobres sólo podían ofrecerse a sí mismos para formar parte del ejército. Estaban muy excitados por la expedición a Francia. No tenían ninguna duda sobre el éxito y hablaban del botín que habría de caer en sus manos. Francia era un país rico. No era lo mismo que hacer la guerra en Gales, en Escocia o en Irlanda. Iba a haber buenas ganancias para los hombres que lucharan con Harry de Inglaterra.

Todos los grandes nobles del país se comprometieron a servir con sus seguidores durante un año. Enrique anunció que habría de remunerar sus servicios. A un duque se le darían trece chelines y cuatro peniques por día; a un conde, seis chelines y ocho peniques; a un barón, tres chelines y cuatro peniques; a un caballero, dos chelines; a un hidalgo, un chelín; a un arquero, seis peniques. Los prisioneros que fueran tomados serían propiedad de sus captores, que deberían cobrar el rescate que se pagara por ellos. Indudablemente, las propuestas eran atrayentes.

El rey llevaba con él, en expedición, a su médico, Nicholas Colnet, y a su cirujano. Thomas Morstede. Se les pagaba doce peniques por día y contaban con una guardia de tres arqueros.

El ejército iba creciendo: había seiscientos hombres en armas v veinticuatro mil arqueros.

Durante estos preparativos, Thomas Arundel, arzobispo de Canterbury, tuvo un ataque que lo dejó sin habla. De él se dijo que Dios lo castigaba por haber limitado el verbo de Dios a las bocas de los predicadores.

—Pobre viejo —dijo Enrique—. No podrá lamentarse de partir.

Pero el rey no tuvo tiempo de llorar al arzobispo. Sus pensamientos estaban con el ejército. Henry Chicheley fue nombrado en lugar de Arundel y Enrique quedó encantado con su nuevo arzobispo, un hombre que dio pleno y cordial apoyo a la continuación de la guerra.

Enrique, decidido a que ningún detalle importante fuera pasado por alto, fue a Southampton para vigilar el abastecimiento de los almacenes.

La expedición estaba lista para partir en unos pocos días cuando al rey se le reveló la existencia de un complot. La intención de los conspiradores era apoderarse del país cuando él estuviera ausente y poner en su lugar al conde de March, a quien mucha gente consideraba el legítimo heredero del trono.

Uno de los servidores de Ricardo, el conde de Cambridge, fue sorprendido con cartas de su señor a lord Henry Scrope, de Mersham.

Cuando el rey leyó estas cartas quedó lleno, no sólo de furia, sino también de horror. Henry Scrope había sido uno de sus compañeros más íntimos desde su acceso al trono. El rey le había confiado misiones en el extranjero. Tan sólo recientemente había viajado con Henry Chicheley antes de que éste llegara a ser arzobispo en una misión confidencial ante el duque de Borgoña.

—¿En quién puede uno confiar? —gritaba Enrique.

Descubrir semejante duplicidad, en el momento en que partía a Francia, era muy inquietante.

“¿Quién habrá de traicionarme ahora?”, se preguntaba. “¿Es prudente dejar mi reino cuando aquellos a quienes creo mis amigos más fieles son en verdad mis enemigos?”

Era la sombra que había perseguido a su padre. Este siempre había temido que alguien intentara poner al conde de March en su lugar o descubrir que Ricardo todavía estaba vivo. Él, por su parte, se negaba a dejarse perturbar por estos temores. Muy pronto habría de añadir la corona de Francia a la de Inglaterra y nadie iba a negarle sus derechos.

Era evidente que Scrope había sido metido en esto... ¡Scrope Cambridge! Scrope se había casado con la madrastra de Cambridge en segundas nupcias; y Cambridge estaba casado con la hermana del conde de March. Cambridge, que era de familia real, ya que era el hijo segundo de Edmund Langley, a su vez hijo de Eduardo III, podía sostener que su hijo estaba en la línea del trono. ¡Estos matrimonios… estos linajes regios... hacían imaginar cosas a la gente!

Se requería una rápida acción para encarar el asunto. Las conspiraciones siempre eran peligrosas, pero ningún momento podía ser peor que éste.

Mandó llamar a Scrope, el bueno de Scrope (siempre había pensado de él así)... ¡y siempre había estado traicionándolo!

—Ah, Henry —dijo el rey—. Me alegro de que hayas venido con tanta prontitud.

—Milord, siempre estoy a vuestro servicio.

—Salvo —replicó el rey — cuando te pones al servicio de mis enemigos.

Al decirlo, examinaba atentamente a su antiguo amigo, esperando encontrar en su rostro algún indicio de inocencia.

Pero Scrope se puso escarlata y Enrique notó que el miedo inundaba sus ojos.

—Tu amigo Cambridge te escribe cartas deliciosas —dijo Enrique.

—No os entiendo, milord.

—¡Basta, traidor! He leído la correspondencia entre vosotros dos. De modo que quieres poner a March en el trono, ¿eh? Pero antes tendréis que libraros de mí. ¿Quién habría de ser el asesino? ¿Tú, tal vez? Te habías ganado un fácil acceso hasta mí con tus falsas protestas de amistad.

Scrope guardó silencio.

—Dime la verdad —dijo el rey con voz atronadora—. Dime la verdad o te juro que te la arrancaré a la fuerza.

—Hay una conspiración, señor...

—Eso ya lo sé de sobra. Y tú estás metido en ella.

—… que tiene la intención de averiguar cuándo los conspiradores habrán de dar el golpe.

—Vamos, Scrope, vamos... ¡tendrás que inventar algo mejor que eso! Mi primito Cambridge... ¿no?... quiere en el trono al hermano de su mujer. Y, en el caso de que éste muriera, entonces Anne de Cambridge tiene un hijo que muy bien podría heredar el trono, ¿no es así? ¿No es el plan de Cambridge poner a March y luego provocar otra conspiración? ¿Sacar a March y poner al niño de Cambridge en su lugar?

—Milord: el plan consistía en hacer rey al conde de March. Aunque hay algunos que aseguran que Ricardo sigue vivo.

—¡No me vengas con ese cuento viejo!

—Pocos lo creen.

Scrope parecía ansioso por hablar, como si hablando pudiera convencer al rey de que se había unido a la conspiración nada más que para traicionarla a su debido tiempo.

Enrique escuchaba con labios desdeñosos y una pesarosa tristeza en su corazón. Le lastimaba ver la bajeza de Scrope, que traicionaba a sus compañeros de traición en un intento por salvarse a sí mismo.

El rey llamó a sus guardias y gritó:

—Lleváoslo. Guardadlo como prisionero. Si se llega a escapar, tendréis que responderme a mí.

Scrope fue sacado del lugar, mientras profería protestas de inocencia.

Los hermanos del rey fueron a verlo, pues habían oído hablar del arresto de Scrope. Quedaron horrorizados.

—Actuaré con rapidez —dijo Enrique—. Este no es tiempo para andar con demoras. Mañana será el juicio y, si se los juzga culpables, se dará cuenta de ellos inmediatamente.

—Hay que dar un ejemplo con ésos. Deben sufrir la muerte de los traidores.

—Quiero apartarlos de mi camino —dijo el rey—. Bastará con eso. Dios está de nuestro lado. Si esto no se hubiera descubierto ahora, habríamos perdido nuestro trono.

Los hechos salieron muy pronto a la luz. El plan consistía en afirmar los reclamos de York contra los de Lancaster. Enrique debía ser ultimado y en su lugar iba a ser puesto en el trono el conde de March. En Escocia había aparecido un hombre que se llamaba a sí mismo Thomas de Trumpyngton y que declaraba ser, en realidad, el rey Ricardo que había escapado de Pontefract. Parecía bastante claro que este hombre estaba loco; por otra parte, no era el primero en estar obsesionado por esta idea, pero los conspiradores prometieron someter sus reclamos a una indagación. Cualquier cosa podía ayudar en la lucha por librar al país de Enrique. La idea principal consistía en poner al conde de March en el trono. Ellos tenían intenciones de llevar al conde hasta la frontera de Gales, donde tenían la certeza de contar con apoyo, y proclamarlo rey. Se podía contar con los Percy que mantenían al Norte en contra de Enrique.

Era, en realidad, una conspiración bien urdida y, como dijo Enrique, solamente había una manera de actuar.

Estaba convencido de que su primo, el conde de March, era inocente. Este iba a ser utilizado tan sólo como figura frontal, pero no había ninguna duda de la culpa de Cambridge, Scrope y Thomas Grey, de Heton.

Los conspiradores fueron condenados y decapitados sin demora.

El complot había terminado en forma satisfactoria. Y ahora... ¡a Francia!

 

 

 

Un cálido día de agosto Enrique partió a Francia con seis mil hombres armados y veinticuatro mil arqueros. Hicieron la travesía en mil quinientos navíos.

Enrique atacó inmediatamente a Harfleur. La ciudad no estaba bien equipada para hacerle frente; el gobernador, desesperado, envió mensajeros al rey de Francia, diciéndole que, a menos que le enviara socorros en el término de un mes, no le quedaba más alternativa que la rendición.

Ninguna ayuda llegó y Harfleur, para júbilo de Enrique, cayó en manos de los ingleses.

—Este es un buen comienzo —exclamó Enrique—. Un buen augurio. Fortificaré esta ciudad y la convertiré en otra Calais. De este modo tendremos dos puertos de entrada a Francia.

Se puso a consolidar sus posiciones. Quería que los habitantes de Harfleur dejaran la ciudad a sus hombres y les ordenó que se fueran con todo el equipaje que pudieran llevar, después de haber jurado por Dios que no volverían a tomar parte en la guerra y de haberse rendido al gobernador de Calais.

—Milord: ¿creéis que van a obedecer esa orden? —preguntó su hermano Bedford.

—No importa mucho que la obedezcan o no, hermano. Yo me quiero librar de ellos y poblar esta ciudad con hombres y mujeres ingleses.

Fue un resonante triunfo inicial. Por desgracia se vio muy pronto que era menos glorioso de lo que a primera vista había parecido: una epidemia de disentería cundió entre los soldados y, en unos pocos días, dos mil hombres habían muerto. Esto no fue todo. En caso de no haber tomado medidas, habrían muerto más. Enrique vio que sólo quedaba un curso a seguir: enviar de vuelta a Inglaterra a los hombres que estaban demasiado débiles para seguir actuando.

De tal modo que pareció que el éxito se convertía en desastre, ya que el ejército, a esta altura, sólo contaba con la mitad de los contingentes con los que había ido.

—Debemos volver a Inglaterra —dijo Bedford—. Debemos juntar más hombres.

Pero Enrique meneó la cabeza.

—¿Volver a Inglaterra con nada más que la captura de Harfleur a nuestro crédito? No, hermano, eso no sirve. El pueblo de Inglaterra me ha dado sus hombres y sus tesoros. No volveré si no tengo algo más que Harfleur para darle. Podrían decir que soy un timorato, y ningún hombre tendrá nunca motivos para decir eso de mí.

—¿Qué vamos a hacer ahora?

Enrique quedó un momento pensativo. Luego dijo:

—Tengo intenciones de atravesar Normandía, Picardía y Artois en mi marcha hacia Calais. Esta es mi hermosa tierra de Francia, y conviene que yo la vea.

—Milord —gritó Bedford, consternado—, hemos perdido muchos hombres y los que nos quedan están debilitados por la enfermedad. Tendréis que dejar una guarnición en Harfleur. ¿Cuántos hombres vais a llevar en esa marcha?

—Habrá unos seis mil...

—¿Seis mil, señor, contra el ejército francés?

—Tal vez no nos enfrentemos con el ejército francés. A ellos no les va a gustar la captura de Harfleur. ¿Qué va a pasar si se lanzan en contra de nosotros? ¿Qué alimentos podremos tener durante la marcha?... Creo que son unos doscientos kilómetros.

—Todo lo que decís puede ser cierto, hermano, pero yo no volveré a Inglaterra sin una victoria que pueda mostrar a mi pueblo, y esa victoria debe ser tan brillante para ellos como las de Crécy y Poitiers.

Bedford meneó la cabeza. Pensó que su hermano estaba cortejando el desastre. Pero no era posible oponerse a las órdenes del rey, y la marcha se inició.

Fueron desde Fécamp a Argues, Criel, Eu y St. Valéry, hasta que llegaron al Somme. Los franceses también se pusieron ahora en movimiento.

Era el veinticuatro de octubre y el enemigo había acampado en las aldeas de Ruisseauville y Agincourt.

No se pudo encontrar alojamiento para Enrique, que debió dormir en una choza. Por la mañana dejó en libertad a los prisioneros que había llevado con él, mediante una promesa: si se les tomaba presos durante la batalla, debían regresar y rendirse.

—Si me vencen —dijo— quedaréis en libertad. Si no me vencen, volveréis conmigo.

Rió para sí. ¿Cuántos habrían de obedecerle? No hubiera podido decirlo, pero no podía permitirse tener enemigos en su campamento. Otro hombre tal vez los habría ejecutado. Este no era el estilo de Enrique. Él se jactaba de su justicia. Era duro, pero nunca era deliberadamente cruel.

Y ahora ya no podía postergar el momento de la batalla. Los enemigos estaban ya cara a cara y al día siguiente debían iniciarse las hostilidades.

En el campamento francés había mucha confianza, ya que el número de los soldados sobrepasaba en mucho al de los ingleses. Los franceses sabían lo que había ocurrido en Harfleur. Los ingleses habían obtenido una victoria, pero a un precio muy alto. El ejército inglés, los franceses lo sabían, estaba diezmado por la disentería.

Llovió copiosamente durante la larga noche y, mientras los ingleses escuchaban el rumor de la lluvia, que caía sobre sus tiendas, los franceses hacían apuestas: ¿cuántos prisioneros iban a tomar en la batalla? Y se jactaban de que sólo tomarían los hombres que aseguraran los rescates más suculentos. Estaban convencidos de la victoria. No era posible, decían ellos, que una banda diezmada de hombres, exhausta por las largas marchas y las enfermedades, pudiera hacerles frente. Harry de Inglaterra era un matasiete que se vanagloriaba de sus derechos sobre el trono de Francia. Darle una lección iba a ser un verdadero placer.

Enrique, extrañamente, estaba lleno de una curiosa confianza. Prohibió a todos que le hablaran de la pequeñez de su ejército. Los hombres no debían recordar el punto, dijo a sus generales. Él quería infundirles la sensación de la victoria cierta que él, por su parte, presentía.

En la tranquilidad de la noche hizo una recorrida del campamento y habló con sus hombres, sin dejar ver su identidad. Pero los hombres lo reconocieron y, mientras la lluvia le lavaba la cara y empapaba su capa, fueron conscientes de una especie de divino poder que tenía su rey, olvidaron sus temores y supieron, tanto como él, que no habrían de fracasar.

El rey oyó misa al amanecer. Luego se puso su armadura, con las armas grabadas de Francia e Inglaterra. En el yelmo tenía puesta la corona, a fin de que todos pudieran saber quién era el que conducía sus hombres a la batalla. Montó su caballito gris y llamó a los hombres de sus tiendas. Cuando estuvieron reunidos, les habló. Les dijo que la causa de ellos era justa, que iban a triunfar con la ayuda de Dios. Iban a mostrar a los franceses que ningún ejército en el mundo podía hacer frente a los arqueros ingleses. Iban a ganar. Este lugar se llamaba Agincourt y, en años venideros, ese nombre iba a ser celebrado, como nombre que habría de brillar junto a los de Crécy y Poitiers.

Su convicción era tan fuerte, irradiaba de él en tal forma que parecía penetrado de una especie de divinidad. Sus hombres creyeron en él. Dejaron de pensar en el número de franceses enemigos que debían estar mejor equipados que ellos y más descansados. Sólo sabían que había que acompañar a Harry de Inglaterra a la victoria.

El mismo Enrique condujo el grueso del ejército; el duque de York estaba en la vanguardia; la retaguardia estaba comandada por lord Camoys. Cada uno de los arqueros llevaba un gancho, un martillo y una pica, afilada en ambos extremos, para defenderse de las cargas de caballería.

Los franceses se mantuvieron firmes cuando los ingleses avanzaron y los arqueros lanzaron una nube de flechas que produjo una desbandada entre las fuerzas francesas. La caballería francesa intentó atacar, pero no pudo resistir las nubes de flechas y comprendió que la reputación de invencibilidad de los arqueros ingleses estaba bien fundada. Los caballos no podían avanzar, dado que, cuando se acercaban, los ingleses los detenían esgrimiendo sus picas; enloquecidos por las heridas que les habían hecho las flechas, los caballos franceses se desbocaron. Fue imposible a sus jinetes dominarlos.

La batalla duró tres horas. Los ingleses estaban poseídos por una especie de furia salvaje. La forma en que los arqueros rechazaron a la caballería, incluso después de haber disparado todas sus flechas, pareció un milagro. Quedaron convencidos de que Dios estaba de parte de ellos y sabían que, con Su ayuda, no podían fracasar.

Fue la victoria de los arqueros ingleses. Como en Crécy y en Poitiers, eran invencibles.

Las pérdidas francesas fueron enormes; las de los ingleses, muy reducidas. Este éxito resonante y milagroso se debió a los arqueros, pero también, en buena parte, al genio militar del rey.

Fue él quien eligió el lugar en que debía darse la batalla, un lugar donde los franceses no podían utilizar todas sus fuerzas y se veían obligados a atacar en un solo espacio, reduciendo así considerablemente la ventaja del número de tropas.

De modo que la batalla se ganó y los hombres dijeron que nunca había habido una batalla tan gloriosa, que nunca una batalla había sido ganada en condiciones tan desfavorables.

Los franceses fueron derrotados, los ingleses obtuvieron un triunfo glorioso y el nombre de Harry de Inglaterra habría de vivir por siempre como el más gran guerrero.

Corazón de León, los dos grandes Eduardos, el Príncipe Negro mismo... Enrique los sobrepasaba a todos.

De modo que volvieron a Calais y cruzaron el mar hacia Inglaterra.

Aquí los leales súbditos esperaban a su héroe. Hubo regocijo en todo el país. Se encendieron fogatas, se celebraron representaciones teatrales y, cuando el rey llegó a su ciudad capital, recibió una bienvenida como ningún otro rey nunca había recibido.

El príncipe Hal, esa mala cabeza, se había convertido en Harry de Inglaterra.