EL REY ENRIQUE VIII

T

odos fueron a rendir homenaje al nuevo rey.

No despidió a Catalina porque dijo que deseaba hablar con ella.

La joven pensó que el rey estaba muy atractivo, con su dignidad recién adquirida y su cautivadora manera de disfrutar de ello.

Enrique tomó su mano y se la besó.

—Siempre tuve intención de convertiros en mi reina —dijo.

Oleadas de alegría recorrieron el cuerpo de Catalina. Era cierto... El rey sonreía muy complacido, amándose a sí mismo además de a ella. Catalina pensó que era encantador... y muy joven... Todas las miserias de los años anteriores se desvanecían en su interior. El joven, con aquellas escasas palabras y con sus miradas de ternura, las había derretido.

Nunca lo olvidaría. Estaría agradecida eternamente.

De los ojos del rey brotaron las lágrimas. Él se percató y se sintió complacido. Era el perfecto caballero andante que rescataba a una dama en apuros. Era un papel que le encantaba y que a menudo había interpretado en su imaginación.

—¿Eso os agrada? —preguntó.

Ella apartó el rostro para ocultar su emoción; y al rey le gustó su gesto.

La rodeó con sus brazos y la besó.

—Nunca olvidaré este momento —dijo ella—. Os amaré hasta el día de mi muerte.

Oyó a un pinzón cantando en los jardines. Y entonces repicaron las campanas. En las calles, la gente esperaba ver al joven Enrique con su prometida.

—El rey ha muerto —decían—. El viejo avaro se ha ido y en su lugar está este joven tan apuesto, este rubio muchacho, un rey hasta el tuétano.

Ya lo estaban proclamando rey.

—Dios bendiga al rey. Dios bendiga al rey Enrique VIII.

Fin