LA NOVIA Y LA VIUDA
E
n el banquete estaban sentados uno junto a otro; la amistad nació entre ellos de forma espontánea, quizá porque vieron en seguida que no tenían nada que temer el uno del otro.
Ella residía en la casa del obispo, e invitó al rey y al príncipe a sus aposentos a cenar; el obispo, que ya estaba preparado para esta eventualidad, quiso ganarse el favor del rey y mandó a los cocineros que prepararan una cena que igualara las cenas del palacio real. Enrique no era glotón, más bien al contrario: no soportaba que se gastara mucho dinero en comida; pero era consciente de que debía causar buena impresión a los ayudantes de la princesa, más que a ella misma, porque, cuando regresaran a España, contarían a los soberanos cómo había sido recibida su hija en Inglaterra y la descripción incluiría los manjares que les había ofrecido el obispo.
Enrique estaba convencido de que las comidas servidas en la corte española no podían rivalizar con el cerdo, los pollos, el cordero, el pescado y los pasteles que había en aquella mesa; la infanta estaba sorprendida por la abundancia de manjares y la glotonería de los invitados.
El príncipe, sin sus ropas mojadas, parecía menos vulnerable; llevaba un manto de terciopelo ribeteado de armiño y una camisa con un precioso bordado. Tenía el pelo reluciente y una expresión de felicidad en sus ojos azules. Estaba encantado de que Catalina fuera tan gentil. Él no hablaba español, pero descubrieron que los dos sabían hablar latín.
Le enseñaría español, dijo la muchacha, y a él la idea de tener un nuevo tema de estudio le fascinó. Él le prometió que le enseñaría inglés y Catalina aseguró que ya sabía unas cuantas palabras. Le preguntó por su familia y ella le contó, no los sucesos del pasado inmediato, sino su infancia. Cuando le habló de su madre, él observó:
—La amas profundamente.
Ella le contestó que su madre no era sólo una de las reinas más grandes de Europa, sino también una buena madre, que siempre tenía tiempo para sus hijos. Él sabía que Isabel gobernaba España, porque, aunque Fernando reinara con ella, tenía menos poder, ya que Aragón era menos importante que Castilla; a pesar de todo, le dijo Catalina, era la mejor madre del mundo.
—Quizá querrá visitarte. O quizá iremos nosotros a España.
—¿Podríamos ir?
—Seremos los reyes, y los reyes no piden permiso a nadie cuando desean hacer algo.
Por primera vez en su vida sintió deseos de ser rey. Era increíble cómo Catalina había cambiado su forma de ver y sentir las cosas.
Una vez concluido el festín, llegó la hora de los bailes. Don Pedro de Ayala le susurró al oído a Catalina que debería enseñarle al rey algunas danzas españolas. A Catalina le encantaba bailar y pidió a algunas de sus damas que se unieran a ella. El rey la observaba; era fuerte y sana; no tenía ninguna queja, y se alegró de haber dejado claro a los españoles que no toleraría ninguna de sus costumbres moras en su país. Pero estaba inquieto porque si la infanta había bailado, el príncipe debía hacer lo mismo, aunque, por supuesto, no podían bailar juntos antes de la boda; eso habría sido una indiscreción. La españolita era demasiado ágil para Arturo. Pidió a lady Guildford, una de las damas encargadas de la educación de los príncipes y también una mujer maternal, que quería a los niños, que sacara al príncipe a bailar.
—Un baile breve y poco movido...
Ella comprendió. Así, ella y Arturo le enseñaron a la princesa española un baile inglés. El príncipe estaba agradecido y, si no se fatigara tanto, habría bailado con auténtico arte.
Cuando se sentó, respirando con dificultad, sintió un gran alivio. Pero hizo cuanto pudo por ocultarlo.
No obstante, Catalina se dio cuenta y eso le hizo sentir todavía más ternura por aquel frágil ser.
El príncipe Enrique no cabía en sí de gozo. Aunque le contrariaba que fuera la boda de su hermano y no la suya, iba a tener en ella un papel muy importante: su padre lo había escogido a él para que acompañara a la infanta al centro de la ciudad y la llevara al altar.
Sonreía de felicidad cuando sus ayudantes se dispusieron a vestirlo. Bajó la vista y miró con complacencia sus piernas bien formadas, enfundadas en mallas. La camisa y el jubón eran de tela delicada, pero lo que más placer le causaba era el manto de armiño y la cadena de oro que le pusieron al cuello. Todo el mundo reconocería a simple vista que era un príncipe.
Y de este modo, ataviado con magnificencia real, montó en su caballo, enjaezado con tanto lujo como su jinete; incluso los estribos estaban decorados con joyas. Su figura —era tan alto y robusto que nadie hubiera dicho que sólo tenía diez años— impresionaba; estaba seguro de que despertaría la admiración de las multitudes. Sus mejillas, habitualmente rosadas, estaban encendidas; su cabello rojizo, que enmarcaba su rostro infantil, centelleaba al sol; estaba verdaderamente espléndido.
Su padre le había dicho qué debía hacer; le había repetido que debía despertar la admiración del pueblo, pero con ello había querido decir, por supuesto, que debía mantenerse en un discreto segundo plano porque los protagonistas eran los novios. Debía comportarse con decoro, como siempre debían hacer los príncipes y los caballeros. Enrique dijo que eso era algo que sabía muy bien y añadió que su padre no tendría motivos para avergonzarse de él. Y allí estaba, montado en su caballo, esperando a la princesa española. Había cruzado London Bridge y se hallaba en Saint George Field, cerca del palacio de Lambeth, de donde saldría Catalina.
Estaba impaciente por verla. Había oído que era guapa y que no era deforme, como habían temido todos al principio, cuando se mostró reacia a quitarse el velo. ¡Qué afortunado era Arturo! La madre de Catalina era una mujer muy rica; la futura novia había traído muchos tesoros de su país.
A Enrique le brillaron los ojos cuando pensó en las riquezas. No tenía afán de atesorarlas, como se rumoreaba que hacía su padre. Si tuviese dinero, lo gastaría en celebraciones, en justas, en fiestas, en ropas lujosas, en paseos a caballo entre la multitud, a la que ofrecería torneos, entretenimientos, peleas de animales y espectáculos; eso enloquecía al pueblo, que se mostraría agradecido.
Pero el destino había querido, ay, que naciera en segundo lugar.
Oía la música que provenía del palacio de Lambeth, una música exótica, española, claro. Las trompetas le entusiasmaban; le gustaba la música, cosa que llenaba de satisfacción a sus profesores de esta materia. Se dispuso a escucharla con atención, inclinándose un poco hacia adelante en la silla; ardía en deseos de ver a la princesa.
Allí estaba Catalina, rodeada de caballeros, hacendados y gentilhombres españoles; era la joven que montaba en una mula ricamente enjaezada, que relucía al sol. El cabello, abundante y castaño, le caía sobre los hombros; no podía verle la cara porque llevaba un sombrero que parecía un capelo de cardenal.
El corazón empezó a latirle con fuerza. Estaban cara a cara. Se quitó el sombrero, inclinó la cabeza y pronunció unas palabras que había aprendido de memoria.
Ella contestó entrecortadamente pero su sonrisa le indicó que había causado buena impresión a la princesa española. Estaba encantado. No había visto nunca a nadie más hermoso que Catalina.
Se colocó a su derecha y se dispuso a escoltarla hasta el centro de la ciudad. ¡Qué orgulloso se sentía y cómo le miraba ella por el rabillo del ojo! Le admiraba tanto como él a ella, o eso se imaginó Enrique.
—La ciudad desea ansiosamente darte la bienvenida —dijo.
Se encogió de hombros y movió la cabeza. No había entendido nada. Estaba furioso con sus tutores porque no le habían enseñado español. ¿Hablaría latín? Sí, lo hablaba.
—Nos será muy útil —dijo el príncipe con una sonrisa.
Consiguió decirle que la encontraba muy hermosa y que su sombrero le parecía muy divertido.
—Se parece a los capelos que llevan los cardenales —le dijo.
Ella le sonrió.
No era muy mayor. Parecía casi de su edad.
—Seré tu amigo —dijo—. No temas.
—Gracias —murmuró.
Estaba gozoso. Es el momento más feliz de mi vida; pero luego recordó que sería la esposa de Arturo y que Arturo la tendría a ella y además tendría un trono. Su felicidad se vio súbitamente empañada; hizo un gesto torpe con los labios que pretendía ser una sonrisa; Skelton, el locuaz Skelton, le había dicho que, cuando se enfadaba, sus labios lo traicionaban. «Esos labios mandarán a muchos al tajo cuando... quiero decir, si alguna vez sois rey.»
Sonrió y se preguntó por qué Skelton le hablaba como si fuera a ser rey. Si Arturo muriese... pero Arturo iba a casarse y los casados tenían hijos... Si Arturo tenía un hijo, entonces ya no tendría ninguna posibilidad y sus esperanzas se desvanecerían. Y aquella joven tan hermosa iba a ayudarlo a tener hijos. En realidad era su enemiga, aunque no podía imaginarla así.
Sonrió a la multitud con la certeza de que él despertaba en ellos casi tanto interés como la princesa española. La calle era un espectáculo. Había vírgenes y santos, y un castillo cerca de Falcon Inn, que fue lo que más gustó a Enrique; estaba tan bien hecho que parecía de verdad; cabalgar por Cornhill fue una experiencia excitante. En Chepeside la gente bebía vino a placer. En todas partes se rendía homenaje a Arturo y a su novia.
Enrique la condujo hasta el palacio del obispo, cerca de la catedral, donde se alojaría y descansaría durante los días que aún faltaban para la ceremonia.
Luego nuevamente fue él el encargado de llevarla del palacio a la catedral de Saint Paul. Estaba sumamente contento y no podía quitarle los ojos de encima.
Había algo extraño y exótico en aquella mujer, que la hacía distinta a todas. Pensó en su infancia, que habría pasado en exóticos palacios moros; pensó en los artículos de valor que había traído a Inglaterra. Sabía que aquellos tesoros hacían que a su padre se le salieran los ojos de las órbitas; el rey se frotaba las manos anticipando el momento en que serían suyos. ¡La hija de los soberanos de España! Qué emocionante. Le habían dicho que habían llegado baúles cargados de tesoros de valor incalculable: alfombras de exquisitos dibujos; camas entalladas; prendas delicadas y lujosas; por no hablar de las joyas y de la cubertería. ¡Y todo esto sería para Arturo!
No podía apartar la mirada de ella. Llevaba una cofia de seda blanca, y un chal salpicado de oro y piedras preciosas de varios colores le cubría parte del rostro y del cuerpo; ella le dijo que lo llamaban «mantilla»... la capa que llevaba con pliegos. Era la primera vez que Enrique veía esas prendas exóticas, que en el futuro vería con tanta frecuencia y que tantas damas inglesas imitarían y convertirían en una moda.
Le agradó acompañarla hasta la catedral; durante el tiempo que duró el trayecto hizo esfuerzos por reprimir la envidia que le tenía a Arturo.
Enrique vio que sus padres no estaban allí y se contuvo para no alzar la vista hacia la garita con celosías, desde donde asistirían a la ceremonia.
Y así fue cómo Arturo se desposó con la princesa de España. Arturo llevaba ahora a Catalina a la puerta de la catedral, para que la multitud que se había agolpado en las calles pudiera verla.
La aclamación fue ensordecedora. No cabía duda de que Arturo y la princesa española eran amados por el pueblo.
De nuevo Enrique tomó el relevo: él era quien debía llevar a la desposada desde la catedral hasta el palacio del obispo, donde los aguardaba el banquete. Su tía Cecilia, viuda desde hacía unos tres años de lord Wells, era una de las damas que sostenían la cola del traje de la novia.
La fiesta había empezado. El rey, al que disgustaba gastar el dinero, había decidido que haría una exhibición de lujo para impresionar a los españoles y que no tuvieran motivo de queja.
Después del banquete tuvo lugar la ceremonia que tanta ansiedad causaba no sólo a la pareja sino también al rey y a la reina. Primero, el lecho debía ser examinado por si entre las plumas hubiesen ocultas armas —cuchillos y puñales—. Había llegado el momento que más temían Arturo y Catalina.
Se oyeron las típicas procacidades que las personas sueltan en tales ocasiones, y Arturo se alegró de que Catalina no hablara inglés. Habían perfumado la cama y la habían rociado con agua bendita; la palabra más empleada era «fértil». Catalina sabía que el principal deber de una princesa era traer hijos al mundo, pero tenía miedo: ignoraba casi todo lo que había que hacer para tenerlos.
A Catalina la desnudaron sus damas y, con el velo cubriéndole el rostro, la llevaron a la alcoba. Arturo, a quien sus ayudantes también habían desnudado, ya estaba allí. Los dos se quedaron mirando muy azorados.
Corrieron las cortinas de la cama y bendijeron el lecho; había llegado el momento temible.
El rey se acercó y en voz queda, que nadie podía oír, salvo los desposados, dijo:
—Sois aún muy jóvenes. Tenéis mucho tiempo por delante; no estáis preparados para el matrimonio; no debéis consumarlo... hasta que seáis algo mayores.
Miraba con inquietud a su hijo. Arturo estaba inmensamente aliviado. No había motivo para preocuparse.
Catalina también sonreía.
Fueron conducidos al lecho, donde se echaron uno al lado del otro. Arturo le cogió la mano a Catalina y se la apretó; hablaron en latín, en voz baja... hasta que se durmieron.
Los espectáculos continuaron. Se montó una palestra delante de Westminster Hall. Había un palco con un dosel bordado en oro para la familia real. Alrededor se habían construido gradas para que todos pudieran sentarse y asistir a los torneos. Era maravilloso —decía la gente, boquiabierta—, nunca habían visto un espectáculo igual y desearon que hubiera todas las semanas una boda real. Era estupendo ver a los caballeros combatiendo. Señalaban a las personas famosas que veían. Todos conocían al rey y a la reina, y a los príncipes, por supuesto, pero personajes como el marqués de Dorset, el conde de Essex, lord William Courtney, sólo eran unos nombres para ellos hasta que los vieron participar en las justas.
Al anochecer, los invitados regresaron a Westminster Hall, donde se organizaron bailes. Catalina entregaría los premios a los vencedores de los torneos.
Las damas se sentaron a la izquierda del rey: Catalina, con la reina Isabel; la madre del rey, la condesa de Richmond; las princesas Margarita y María y otros miembros de la familia, como lady Wells. A la derecha del rey se sentaron Arturo, Enrique y otros nobles, en distintos lugares según el rango.
El espectáculo en honor de los desposados era espléndido; hubo bailes, y también se cantó.
Arturo, por descontado, tendría que bailar y el rey había sugerido que su tía Cecilia bailase con él. Debe bailar siempre con personas de mayor edad que él, pensó Enrique. Mi padre teme que las jóvenes bailen demasiado rápido para él. Arturo, no obstante, tenía un buen aspecto, vestido de satén blanco; se veía a las claras que tía Cecilia no tenía ninguna intención de exponerlo a una fatiga exagerada, dando la impresión, sin embargo, de que lo hacía para no cansarse ella. Era lista.
El joven Enrique esperaba que le llegase la oportunidad de bailar; entonces verían que él no necesitaba de personas mayores que le impusieran un ritmo lento. Siempre había sobresalido en el baile, y les demostraría a todos que bailaba mucho mejor que su hermano.
Sus ojos se posaron sobre su hermana Margarita. Nunca habían sido buenos amigos, pero Enrique la consideraba una gran danzarina. Tan buena como él... o casi. Los dos deslumbrarían a los asistentes.
No podía esperar más. Fue hacia ella y le ofreció la mano. Margarita también tenía unas ganas locas de bailar. Quería los aplausos que habían recibido otros por hacer algo que ella hacía muchísimo mejor.
Refunfuñó, pero al momento ya estaba sonriendo. Tenía que admitir que su hermano bailaba a la perfección: serían la pareja ideal.
Y así fue cómo Enrique y Margarita bailaron juntos; los músicos, que los observaban, empezaron a tocar música más viva; Enrique, mirando de reojo al rey, vio que estaba encantado... más que encantado, orgulloso de esos dos hijos suyos, inteligentes y sanos.
—¡Más rápido, más rápido! —gritaba Enrique; como el manto le impedía moverse con agilidad, se lo quitó y lo lanzó al aire. Eso arrancó aplausos de los invitados, que miraban embelesados a la pareja que bailaba y se divertía en el centro de la sala.
Cuando la música paró y el baile concluyó, se oyeron aplausos entusiastas; incluso el rey sonreía.
Enrique miró a Catalina; ésta tenía las manos entrelazadas y sonreía.
Enrique hizo una reverencia a sus padres y luego a ella.
Estoy seguro, pensó Enrique, que Catalina me hubiese preferido a Arturo.
Dudley y Empson comunicaron al rey la tasación que habían hecho de la dote de la infanta.
—Unas cien mil coronas, milord —dijo Dudley con satisfacción.
—Una bonita suma —dijo el rey, pensativo; los ojos le brillaban de satisfacción. Movió los dedos como si se dispusiera a recoger aquellos bienes que aumentarían su tesorería.
—Los bienes os pertenecen a vos, señor —dijo Empson—. Al fin y al cabo, es la dote de la princesa.
—¿Cuáles fueron las condiciones de los soberanos?
—Que los bienes deben permanecer en posesión de la infanta hasta que se pague la segunda mitad de la dote.
—Eso será dentro de un año.
—Cierto, milord, pero podríamos hacer buen uso de esos bienes ahora. No obstante, tal vez deberíamos consultarlo antes.
—¿Con Ayala? —dijo el rey, sacudiendo la cabeza—. En todo caso con De Puebla.
—Deberíamos utilizarlo más. Creo que desea complacemos porque los soberanos no le tienen la misma estima que le tienen a Ayala, por ejemplo.
—No, no les gustan sus orígenes humildes, pero a mi juicio es más inteligente que Ayala. Tantearé a De Puebla.
—Será la mejor solución, milord.
Enrique no se apresuró a convocar a De Puebla; no deseaba que creyera que el asunto de la dote era prioritario. Sin embargo, en una conversación que mantuvieron, repentinamente le dijo:
—Me gustaría poder disponer de la dote.
De Puebla entrelazó las manos y se las quedó mirando, muy serio.
—Las condiciones eran que debía permanecer en posesión de la princesa de Gales durante el año que siguiese a la celebración de las nupcias.
—Lo sé... lo sé... pero ¿por qué debemos esperar un año? Es la dote de ella... para mí... para el príncipe...
—Milord —dijo—, sabéis muy bien que siempre he buscado ser amigo vuestro y no siempre ha sido fácil.
El rey asintió.
—La cuestión de la dote ahora... ¿Tengo razón al pensar que preferiríais cien mil coronas a las joyas y los muebles?
—La tenéis.
—Es inútil esperar que los soberanos vayan a entregaros la dote. Nunca lo harán. Pero ¿y si la princesa necesitara ponerse las joyas... y utilizar los muebles...?
—¿Por qué debería necesitarlos? Tiene más que de sobra.
—Si tuviese su propia corte, necesitaría muebles y joyas.
—¿Qué estáis sugiriendo, amigo mío?
De Puebla estaba pensativo. Sospechaba que el matrimonio no se había consumado. Los soberanos se molestarían si lo supieran. Estaban tan impacientes como Enrique por tener un heredero. Sabía que Enrique deseaba un heredero más que nada en el mundo, pero que el esfuerzo físico que el acto entrañaba restaría a Arturo las pocas fuerzas que le quedaban, y eso lo preocupaba. De Puebla era malicioso por naturaleza. Le gustaba hacerse pasar por inocente mientras agitaba las aguas y luego escapaba asegurando no saber nada. Así es como siempre había funcionado. Ayala lo despreciaba, y él despreciaba a Ayala, un diplomático que se las daba de culto y galante. Sus métodos no pasarían a la historia.
La pareja real no había consumado el matrimonio porque Enrique no quería que lo consumaran, de momento; temía por la salud de su hijo. Esperemos a que el chico tenga su oportunidad, pensó De Puebla, y si hacer el amor requiere para él demasiado esfuerzo, la situación divertirá a De Puebla. Si la pareja pudiera escapar al control paterno... ya veríamos.
—Puesto que me habéis honrado al hacerme esta pregunta —dijo De Puebla—, os diré lo que pienso. Pero que quede entre nosotros, majestad. Mandad al príncipe y a la princesa a... Gales, por ejemplo, donde puedan tener su propia corte. Los galeses lo quieren. Y querrán también a la princesa. Que la princesa lleve joyas..., use los objetos de la dote... y luego, cuando llegue el momento en que deban entregároslos a vos, decid que no podéis aceptar bienes de segunda mano... Los muebles, los tapices habrán sufrido el paso del tiempo. Entonces podréis pedir cien mil coronas, la cantidad que corresponde a la primera entrega de la dote.
—Mmm... —dijo el rey—. Sois sagaz, milord.
—Estoy al servicio de su majestad.
—¿Y de vuestros soberanos?
De Puebla se acercó imperceptiblemente al rey.
—Milord, tengo una buena amistad con vos —dijo—. Más buena que...
No acabó la frase y el rey no le pidió que lo hiciera.
—Meditaré sobre eso —dijo el rey.
Unos días más tarde se anunció que el príncipe y la princesa de Gales residirían un tiempo en Ludlow.
Se aproximaban al castillo Catalina y los sirvientes españoles que le restaban del séquito que la había acompañado, encabezados por doña Elvira, y Arturo con un grupo de consejeros que había seleccionado el rey.
El castillo había sido edificado a gran altura sobre un promontorio, con los cimientos enclavados en la roca gris, y estaba defendido por un ancho y profundo foso. Había una gran torre cuadrada antigua, construida por los normandos, con impresionantes almenas que le daban un aire tranquilizadoramente inexpugnable. Se alzaba en un bello paraje que dominaba el pueblo de Ludlow, rodeado de verdes campos, bosques y colinas hasta donde alcanzaba la vista.
A Catalina le pareció muy hermoso; adoraba el verdor omnipresente que había observado desde su llegada a Inglaterra. Pensó que iba a ser muy feliz en aquella tierra, puesto que era feliz con Arturo. Eran buenos camaradas; estudiaban juntos; ella aprendía a hablar inglés y a su vez le enseñaba español a él. Siempre tenía cuidado de no fatigarle, y él agradecía que lo hiciera de una manera tan discreta.
Los galeses los aceptaron y los apreciaron. Los caciques se presentaron en el castillo. Uno de ellos llevaba a su hijo, con la esperanza de que aprendería a ser un escudero en la hacienda del rey. Arturo le aceptó y el joven se hizo amigo, junto con Griffith ap Rhys, tanto del rey como de Catalina, con gran satisfacción por parte del padre del muchacho y del pueblo de Gales.
¡Qué época tan feliz! Catalina casi había dejado de pensar en España, y el deseo de estar con su madre era menor de lo que había creído posible.
La salud de Arturo parecía mejorar ligeramente. Podía cabalgar durante más horas y se atrevió a ensayar varios bailes con Catalina. Estaba muy agradecido porque, si le faltaba el aliento, ella siempre buscaba alguna excusa para interrumpir la danza.
Eran camaradas ideales, y Arturo estaba muy satisfecho con su matrimonio. Consiguió explicar a su esposa cuánto temía participar en las ceremonias, y ella lo comprendió.
—Si alguna vez soy rey, prescindiré de buena parte de ellas —le confió—. No son necesarias, ¿sabes? Bailar y pronunciar bellos discursos no basta para ser un buen rey.
Catalina estuvo de acuerdo.
—Cuando seamos reyes viviremos en Ludlow... Oh, claro, no todo el año. Pero podríamos venir a menudo, ¿no crees?
—Lo haremos —dijo Arturo.
Podía hablar con Catalina como jamás había sido capaz de hablar con nadie. A ella le confió que siempre había pensado que debió nacer el segundo, después de Enrique.
—Enrique sería un buen rey, y a mí me habría ido bastante bien en la Iglesia.
—Pero no te habrías casado conmigo —le recordó ella.
—Ah —exclamó Arturo—, tienes razón. Entonces no deseo tener nada más de lo que tengo.
Llegaron noticias de la corte. Se celebraría una gran fiesta en honor de Margarita, la hermana de Arturo, que iba a prometerse con el rey de Escocia. La noticia arrojó cierta melancolía sobre la mansión de Ludlow. La idea de tener que abandonar aquella paz recién descubierta por el ceremonial de la porte deprimía a Arturo.
Catalina le consolaba, pero su depresión la asustó un poco. Sin duda su vida futura, cuando Arturo fuera rey, sería una prolongación de tales situaciones.
Debería hablar con él del asunto; tendría que estar a su lado, ayudarle a superar su timidez. Catalina confiaba en que juntos podrían enfrentarse a lo que el destino les deparara.
Y entonces llegaron las buenas noticias. El rey no consideraba necesario que el príncipe de Gales acudiera a la corte. Su hermano Enrique le sustituiría en las ceremonias y Arturo podía quedarse en Ludlow.
Arturo rebosaba alegría, y Catalina estaba encantada al verle tan aliviado; pero después recapacitó y supo que la razón por la que el rey no deseaba que estuvieran presentes era que temía que el viaje a Richmond fuera demasiado arduo para Arturo y pudiera tener efectos perjudiciales para su salud.
Catalina se angustiaba mucho cuando le veía con aspecto cansado, pero se decía que estaba mejor desde que vivían tranquilamente en Ludlow. Todo saldría bien. Ella le cuidaría, se aseguraría de que no se cansara demasiado y, con el tiempo, su salud mejoraría.
Debía agradecer tantas bendiciones. Era afortunada. Sólo tenía que mirar un poco hacia atrás para recordar hasta qué punto había temido aquel matrimonio; y ahora tenía el más gentil de los maridos, amable e inteligente, interesante y tierno. ¡Qué buena suerte había tenido! Escribiría a España y contaría a su madre lo feliz que era.
¡Otra ceremonia! Al joven Enrique le encantaban, especialmente cuando su hermano no asistía, como en aquella ocasión. Eso le confería mayor importancia a él. Caminaba junto al rey y recibía el homenaje que habrían dedicado a Arturo si hubiera estado presente, de modo que podía imaginarse que era el príncipe de Gales, el futuro rey.
Y el motivo de esta ocasión le complacía secretamente. Margarita iba a casarse —si bien por poderes— con el rey de Escocia. Pronto su hermana partiría y él se vería libre de su irritante presencia. Margarita se le parecía demasiado, era demasiado enérgica, demasiado consciente de su dignidad, siempre intentando proyectarse. Además, era perspicaz. Veía en el interior de Enrique con demasiada facilidad, y a menudo expresaba con palabras lo que sólo era una idea en la mente de su hermano. Era desconcertante. Era mayor y más lista que él. Tal vez deseara haber sido un chico, porque entonces... si algo le ocurría a Arturo... ella sería la soberana.
Enrique no abandonaba sus pensamientos: la salud de Arturo, sus probabilidades de morir. Guardaba celosamente para sí tales pensamientos, y la idea de que Margarita los adivinara le preocupaba enormemente. Por lo tanto, era tranquilizador pensar que su hermana se iría a vivir a Escocia. Aunque, naturalmente, era una lástima que su padre hubiera decretado que era demasiado joven para salir de Inglaterra inmediatamente.
Bien, con el tiempo se iría, y Skelton le había contado a Enrique que, cuando se fuera, se encontraría con una situación que exigiría el concurso de todos sus talentos.
¿Qué había querido decir con eso? Guiños y codazos, y todas aquellas insinuaciones propias de Skelton.
—El rey Jacobo es un tipo fogoso, milord. No le falta el amor.
—Bien, ¿eso no es bueno?
—El amor por las mujeres, milord, el amor atolondrado por las mujeres. A ver, nada puede compararse con vuestro ilustre antepasado, he oído decir, pero estoy dispuesto a jurar que Jacobo de Escocia le sigue muy de cerca.
—Pero cuando se case con Margarita...
—¡Ah, cuando se case con Margarita! El matrimonio... es la época en que los hombres se arrepienten de sus pecados; han pasado por las correrías de la mocedad y se instalan para vivir las de la madurez. Ojalá pudiera ver cómo maneja lady Margarita a los Boyd, los Kennedy, los Drummond... Ah, y cómo la manejan éstos a ella.
Enrique se echó a reír.
—Ella sabrá cómo conseguirlo, te lo prometo.
—Será algo digno de verse, estoy seguro.
—Y ahora parto para Richmond, presidiré el acto... en lugar de mi hermano.
—Os sienta bien, milord... el lugar de vuestro hermano...
Y la expresión de Skelton cambió de la lascivia a la especulación.
Y acudió a Richmond y a la ceremonia. Su padre le miraba con cierto aire crítico, como reprochándole su saludable aspecto y sus modales expansivos. Al rey podían no gustarle, pero al pueblo sí, y Enrique sospechaba astutamente que la aprobación del pueblo era más importante para él incluso que la de su padre. No era una verdadera crítica, Enrique lo comprendía. Sólo era el deseo nostálgico de lo mucho que le complacería que Arturo tuviese la mitad de la buena salud de Enrique.
A la reina se la veía pálida, aunque había intentado disimularlo. Skelton, que tenía formas de enterarse de esas cosas, dijo que el boticario le mandaba remedios constantemente; y la reina, a menudo, monjes y sacerdotes en peregrinación a los santuarios más conocidos del país para que rezaran por ella.
Margarita estaba radiante. Tenía pocas objeciones a ir a Escocia. Era típico de ella no imaginarse a sí misma fracasando cuando se proponía algo. Si había oído rumores de la vida irregular de su marido, no dio muestras de ello. Se aseguraría de que, en cuanto la viera y comprendiera que era muy afortunado, no habría nada más importante para él.
Oyeron misa en la capilla y después salieron a la gran cámara de la reina, donde se celebraría el matrimonio por poderes.
Enrique prestó atención a las palabras.
—Yo, Patrick, conde de Bothwell, procurador del excelentísimo, distinguidísimo y poderoso príncipe Jacobo, rey de Escocia por la gracia de Dios, mi soberano, habiéndome sido concedido el poder necesario y las instrucciones para contraer matrimonio per verba presenti en nombre de mi mencionado soberano, con vos, Margarita...
Y así siguió... Enrique se alegraría cuando aquello acabara y pudiera empezar el banquete. Habría torneos... bailes, y él destacaría en todos ellos.
Después fue el turno de Margarita.
—Yo, Margarita, hija primogénita de los excelentísimos, distinguidísimos y poderosos príncipes Enrique, rey de Inglaterra por la gracia de Dios, e Isabel, asimismo reina de Inglaterra...
Por la gracia de Dios, pensó Enrique. Skelton decía: «Gracias a la buena suerte, la dama Fortuna que acudió a Bosworth...».
—Si fue buena suerte, fue sin duda por la gracia de Dios —había discrepado Enrique.
—Es un asunto muy discutible —fue la respuesta.
Skelton era perverso, oh, sí. Si el rey supiera la traición que expresaba...
Pero me gusta, pensaba Enrique. Diga lo que diga... y eso que a veces se ríe de mí... pero por alguna extraña razón me gusta tenerle junto a mí. Finalmente, la ceremonia acabó. Ahora el banquete... La reina conducía a su hija de la mano hacia la mesa. Dos reinas juntas. Enrique sintió un acceso de ira. Margarita era reina, por encima de un duque en dignidad, suponía él. Era insoportable.
Pero en las justas y las representaciones al aire libre, estuvo excelente. Estaba seguro de que todos le observaban.
—Un triunfo, todo un triunfo —dijo más tarde Skelton—. La novia se comportó con gracia y encanto. Y ahora que tenemos una reina en las habitaciones de los niños, debemos cuidar nuestros modales.
—¡Reina! Pero si es un matrimonio sólo por poderes.
—Y sin embargo reina. Veréis cómo de ahora en adelante siempre se hablará de ella como de la reina de Escocia.
—Espero que la envíen pronto a Escocia. Quizá allí no se dé tantos aires.
—Margarita siempre será Margarita... y Enrique, Enrique —dijo Skelton.
—Me trataron como al príncipe de Gales.
—Como debe ser, milord... cuando el príncipe está ausente.
—Skelton... me pregunto...
—He recibido noticias de Ludlow. El príncipe es feliz con su esposa. Aún le cuesta respirar, y creo que escupe sangre, aunque intenta ocultarlo... pero es difícil esconder los secretos de alcoba a los ojos de los celosos sirvientes.
—Skelton... tú sabes algo...
—Todo lo que sé, se lo cuento a mi señor. —Acercó la boca al oído de Enrique—. El amor entre la real pareja aumenta. Muestran mucha ternura... y siempre están juntos.
—¿Qué insinúas?
—Insinúo que si se juntan dos personas amorosas... un hombre y una mujer... bien, ¿qué haríais vos... siendo como es la naturaleza?
—No irán a tener un hijo... —dijo Enrique.
—¿Quién ha dicho eso? Enrique el Grande. Y debe ser obedecido. Pero hay veces en que Dios hace oídos sordos incluso a los príncipes. Milord, debemos rezar por... la buena suerte... y la gracia de Dios.
La primavera era hermosa en Inglaterra. Lo parecía especialmente después de los oscuros días del invierno; el aire tenía fragancia, y toda la naturaleza parecía notar que se acercaba la primavera. Arturo mostraba a Catalina narcisos silvestres cuando iban juntos a montar a caballo, y el blanco de las margaritas mezclado con el dorado de los dientes de león parecía encantar a la joven.
Siempre estaba atenta a sus necesidades; cada vez que le veía débil declaraba que llevaba demasiado tiempo sentada en la silla de montar y deseaba descansar. Él se mostraba solícito con ella; sabía que lo hacía por él, y la amaba por ello.
Se cogían de la mano; se besaban; a veces, él la rodeaba con un brazo y la acercaba a su pecho; pero sus demostraciones de afecto nunca pasaron de ahí. Ambos eran prudentes; Arturo porque recordaba la orden de su padre; Catalina, consciente de algo que no acababa de entender pero que temía que pudiera ser peligroso para Arturo, mantenía sus emociones a raya.
Quizá se les ocurrió a ambos que aquello no podía durar; tal vez fuera por eso por lo que estaban decididos a disfrutar plenamente de aquella época.
El cambio los sorprendió de repente.
Uno de los sirvientes entró para decir que en el pueblo de Ludlow se había detectado un caso de fiebre epidémica.
En el castillo, la consternación se extendió rápidamente. Todos esperaban una llamada del rey. Estaban seguros de que, cuando le llegara la noticia, ordenaría trasladar a Arturo inmediatamente.
Pero no llegó ningún mensajero. Y después sería demasiado tarde.
Era inevitable que el miembro más débil de la casa fuera la víctima.
En el castillo cundió la desesperación. Catalina rezaba por la vida de su joven marido. Con toda seguridad, Dios no podía ser tan cruel como para llevárselo ahora, cuando empezaban a ser felices juntos. El rey enviaría a los mejores galenos del país. Había que salvar la vida de Arturo.
Pero pocos sobrevivieron a la temida fiebre epidémica. Arturo no fue uno de ellos.
Cuando le llevaron la noticia, miró a los mensajeros sin poder creerlos. ¡Muerto! ¿Arturo? Le parecía increíble. No lo creería.
—Es verdad, milady —le dijeron—. Dios sabe qué hará el rey cuando llegue a sus oídos la triste noticia.
Catalina se sintió desposeída, desconsolada. Esposa sin ser esposa... una viuda virgen.
Ojalá se hubiera consumado su matrimonio. Ojalá llevara en su seno un hijo de Arturo. Entonces tendría una razón para vivir.
Ahora... estaba sola.
El rey estaba en Greenwich cuando le avisaron de que el chambelán de Arturo venía de Ludlow y solicitaba ser conducido ante su presencia urgentemente.
Enrique sintió que se echaba a temblar por el siniestro presagio que le asaltó.
—Traedle a mi presencia con la mayor presteza —dijo—, en cuanto llegue.
El chambelán de Arturo estaba acongojado cuando llegó a Greenwich, donde tenía su sede la corte. Temía comunicar al rey la trágica noticia y decidió que primero se la daría al concejo y consultaría con éste el mejor modo de exponerla.
El concejo expresó su desaliento y, tras varias deliberaciones, decidió que lo mejor era que se lo dijera el confesor del rey, y así fue dispuesto.
Cuando Enrique oyó la discreta llamada a la puerta, supo que era su confesor quien estaba al otro lado de la puerta y, sin sospechar nada, le hizo entrar.
El rostro abatido del hombre provocó escalofríos de alerta en el rey, e inmediatamente pensó en Arturo.
—Traéis malas noticias —dijo.
—Así es, milord —respondió el confesor—, y vos vais a necesitar toda la fortaleza que Dios pueda proporcionaros.
—Se trata de mi hijo —dijo sosegadamente el rey.
—Así es, milord.
—¿Está enfermo?
El confesor no respondió.
—¡Muerto! —gritó el rey—. ¡Muerto...!
Se volvió de espaldas. Nunca pudo soportar que nadie fuera testigo de sus emociones. ¿Por qué había amado a aquel muchacho que tanto le había decepcionado? Todas sus esperanzas se habían depositado en Arturo, aunque fuera un niño delicado desde que nació. Era un error comprometerse emocionalmente con los demás. Siempre lo había sabido, y trató de evitarlo. ¿Por qué era Arturo la única persona que le había obligado a apartarse del camino de sabiduría y le hacía sufrir una angustia constante? ¡Así había sido desde el día en que el niño nació!
Aquél era el golpe definitivo.
Se volvió hacia el confesor.
—Enviadme a la reina. Debo ser yo quien le dé la noticia.
—Mi señor, quizá deseéis arrodillaros antes para rezar.
—Deseo ver a la reina. No quiero que oiga esta noticia de labios de nadie más.
El confesor se fue con una reverencia y volvió poco después con la reina.
La mujer estaba alarmada. Supo por la expresión de Enrique que había ocurrido algo terrible. Acababa de perder algo que le era muy querido. Su corona... su... ¡su hijo!
—¿Qué sucede? —preguntó—. ¿Es...?
El rey asintió con la cabeza.
—Arturo —dijo en voz baja—. Ha muerto de fiebres epidémicas.
La reina se cubrió el rostro con las manos. Enrique estaba tan desbordado por la emoción que no podía hablar. Ella retiró las manos, le miró y vio angustia en su expresión, y supo hasta qué punto él, cuyos sentimientos estaban habitualmente tan bien ocultos, estaba sufriendo; de pronto, la necesidad de consolarle fue lo más importante para ella.
—Nuestro amado hijo —dijo pausadamente—. Su salud fue siempre una preocupación. Siempre temimos esto. Enrique... tenemos otro hijo. Loado sea Dios. Tenemos dos hijas preciosas.
—Es verdad —dijo Enrique—. Pero Arturo...
—Arturo era nuestro primogénito... siempre tan gentil. Tan buen hijo... Pero nunca gozó de buena salud. En Enrique tenéis a alguien que puede ocupar su puesto. Deberíamos estar agradecidos por ello.
—Lo estoy —respondió él—. Todavía nos queda un hijo...
—Vuestra madre sólo tuvo un hijo, y miraos, hoy es el rey de Inglaterra, el sostén de su reino, de su reina y de sus hijos.
—Isabel, sois una buena esposa para mí... y una buena madre para nuestros hijos.
—Dominad vuestro pesar, milord. Recordad que Dios quiere que sigamos adelante... incluso después de un golpe tan duro. Aún somos jóvenes. ¿Quién sabe? Podemos tener más príncipes. Pero tenemos a Enrique, y él es un muchacho sano y fuerte.
El rey guardó silencio.
—Me consoláis —dijo finalmente.
Y la reina abandonó la estancia; no podía seguir conteniendo su dolor, y cuando llegó a la cámara, se arrojó sobre la cama y lo dejó salir.
Había amado a Arturo tanto como Enrique, con más ternura, como una madre. Era su primer hijo. Su amado hijo... más amado, debía reconocerlo, que los demás. Su dolor era tal que la desbordaba, y cuando sus damas de compañía la vieron en aquel estado, temieron por ella y llamaron a su médico.
El galeno fue a ver al rey y le aconsejó que consolara a su esposa.
Entonces fue el turno de Enrique, y éste acudió al lado de su esposa para hablar con ella de Arturo: Arturo de niño, Arturo creciendo, lo mucho que los complacía que fuera tan despierto, la constante ansiedad por su salud...
—De algún modo —dijo—, sabía que ocurriría... y ha ocurrido. Querida Isabel, debemos ser valientes. Debemos seguir adelante. Antes me lo decíais vos y ahora os lo digo yo. Tendremos más hijos, y quizá con el tiempo dejemos de lamentamos tan amargamente.
Durante tres semanas, el príncipe de Gales fue velado con todos los honores, y después fue llevado en solemne procesión desde el castillo de Ludlow a la catedral de Worcester.
Uno de los dolientes lloraba tanto como los demás, pero no podía reprimir la salvaje dicha de su corazón.
Aquello era lo que siempre había ansiado. Ser el primogénito. Pero ahora ya no era relevante. Milagrosamente, se encontraba en el lugar que siempre había deseado ocupar.
Ya no era el duque de York, sino el príncipe de Gales.
—El rey Enrique —murmuró para sí—. Enrique VIII.
No podía evitar escudriñar a su padre, cuyo rostro estaba pálido, su cabello había encanecido y sus ojos habían perdido el brillo. La muerte de Arturo le había envejecido... Bien, el príncipe de Gales sólo tenía once años, e incluso él reconocía que era demasiado joven para reinar.
—Puedo esperar un poco —se dijo—, sabiendo que algún día será una realidad.