LA BÚSQUEDA DE UNA REINA

 

E

l rey se resistía. Había perdido a su reina, pero no podía permitirse perder el tiempo en lamentaciones. Aún no era tan viejo como para no poder tener más hijos. Tenía cuarenta y seis años —una edad madura, era cierto—, pero no era en absoluto impotente. Su cohabitación con la reina lo había demostrado. Podía convencerse de que era un hombre relativamente joven y por lo tanto debía hacer planes para volver a casarse.

Los soberanos españoles se mostraban tercos en el tema de la dote. Fernando era un hombre maquiavélico, y Enrique no confiaba en él. Isabel era una gran reina, estaba preocupada por su hija, y Enrique creía que Catalina podía haberle escrito expresando su repugnancia hacia el matrimonio con el joven Enrique. Naturalmente, el rey sabía que aquello afectaría muy poco a Fernando, pero con Isabel podía ser distinto.

¿Y suponiendo que él tuviera propuestas más atractivas que ofrecer a los soberanos? Mandó llamar a De Puebla, un hombre inteligente a quien entusiasmaban las intrigas y que no se oponía a las prácticas enérgicas. Era el tipo de persona a quien siempre podría sondearse sin peligro, y en quien, en cuanto a implicaciones, podía confiarse que tendría en cuenta cualquier posibilidad, por muy inaceptable que pudiera parecer a algunos.

—Los soberanos españoles están sin duda preocupados por el futuro de su hija —dijo Enrique.

—Pero, milord, saben que se casará con el príncipe Enrique. Ésta parece ser una feliz y sensata conclusión a los asuntos matrimoniales de la infanta.

—Enrique es sólo un muchacho, aún no tiene doce años. Me gusta que los soberanos estén preocupados en espera de que madure antes de que se celebre la ceremonia final. Yo tengo otra idea. ¿Cómo les sentaría que su hija se convirtiera en reina de Inglaterra ahora mismo?

—¡Milord!

—¿Por qué no? Yo soy libre y puedo casarme.

—¡Y desposaríais a la viuda de vuestro hijo! —Incluso el experimentado De Puebla acusó su asombro.

—Parece razonable. Catalina ya está aquí. No se incurriría en gastos para hacerla venir. Es viuda, y yo soy viudo.

—No sé cómo se lo tomarían —dijo De Puebla—. Pero puede exponerse a los soberanos.

—Podríamos casamos casi en seguida. Siempre he tenido en gran estima a la princesa Catalina.

¿Por qué no?, pensó De Puebla. Podría estar meciendo una cuna antes de fin de año... ella podría conseguir eso. Sin pérdida de tiempo entre el nacimiento de la princesita y el nacimiento del próximo hijo, aunque tuviera que producirse un cambio de reinas. Incluso para los escrúpulos de De Puebla, había algo de cínico en aquel rey.

—¿Y bien? —preguntó Enrique.

—Lo pondré sin demora en conocimiento de los soberanos.

—Hacedlo —dijo el rey—. No deseamos un retraso innecesario.

 

De Puebla no podía desaprovechar la ocasión de revelar la noticia a Catalina. Además, esperaba que al hacerlo se congraciaría con ella. Quería asegurarle que trabajaba para ella, y por eso fue a verla.

—Milady, princesa —dijo—, tengo noticias que pensé que debía comunicaros de inmediato. En el día de hoy he escrito a vuestros nobles padres.

—¿Les habéis escrito respecto a mí? —preguntó ella palideciendo.

—Sí, a petición del rey Enrique.

—¿Qué puede el rey desear comunicarles?

—Les envía una proposición. Pide vuestra mano...

—Para el príncipe Enrique, lo sé. Eso estaba decidido.

—No... para él.

Catalina le miró fijamente. Sin duda había oído mal.

—El rey...

—Así es. El rey desea convertiros en su reina... cuanto antes.

—No puedo creerlo. La reina no lleva muerta ni dos meses.

—El rey tiene prisa. —De Puebla se acercó a ella—. Le obsesiona la necesidad de tener herederos. Isabel le dio algunos, pero murieron demasiados. Quiere que vos, que sois joven y fuerte, ocupéis el lugar de la reina en su lecho.

De Puebla sonreía de un modo que a Catalina le provocó náuseas. Horribles imágenes acudieron a su mente... imágenes de algo que no comprendía y que la intranquilizaban... más aún: la aterrorizaban.

—No —dijo—. Nunca aceptaré.

—El rey me ha ordenado que escriba a vuestros padres.

—¡Oh, no! ¡No! —gritó ella—. Eso no... todo menos eso...

—Creo que la reina Isabel ha decidido que os caséis con el príncipe Enrique. Mi princesa, cuando reciba noticias suyas os las comunicaré directamente. Me pareció que advertiros era lo mejor... para que pudierais prepararos.

Catalina se quedó inmóvil, con la mirada fija en el vacío, y De Puebla hizo una profunda reverencia y pidió permiso para retirarse.

¡Pobre niña! Si los soberanos españoles decidían que era conveniente para ella casarse con el viejo Enrique, tendría que obedecer. Y sospechaba que a Fernando no le disgustaría la idea de que su hija llegara a reina de Inglaterra inmediatamente... aunque tuviera que pagar la segunda mitad de la dote.

Cuando se quedó a solas, Catalina se encerró en sus aposentos. Doña Elvira intentó averiguar qué le afligía, pero ella se negó a decirlo. Quería permanecer sola con su horror.

Rezó fervorosamente, suplicando a Dios que la salvara, suplicando a su madre que acudiera en su ayuda.

 

Los días empezaron a transcurrir lentamente.

Cada vez que estaba en compañía del rey, algo que gracias a Dios ocurría rara vez, notaba que éste no le quitaba la vista de encima. Su mirada no era lasciva, si acaso calculadora, como si x estuviera evaluando su capacidad de tener hijos. Ella lo comparaba con Arturo y, llorando de nuevo a su joven esposo, ansiaba por encima de todo estar en casa, poder contar a su madre todos sus temores, ver aquellos amables ojos oscuros llenos de comprensión. Si al menos pudiera ver a su madre, explicárselo, estaba segura de que por muy ventajoso que el matrimonio resultara para España, Isabel nunca permitiría que se celebrara.

¿Y si escribía a su madre? Pero De Puebla le había hecho una confidencia. Su padre podría ver la carta. Enrique podría enterarse de que suplicaba no tener que casarse con él. Podía imaginar vívidamente todo tipo de consecuencias funestas; y decidió que lo único que podía hacer era confiar y rezar.

El propio Enrique se resistía. No se encontraba bien, y a menudo la arrogancia de su joven hijo le irritaba. Por descontado, podía dar gracias de tener un hijo tan apropiado para convertirse en rey; pero a veces el chico se comportaba como si ya lo fuera, y se preguntaba si el joven Enrique esperaba con un celo exagerado el día en que accedería al trono. En ocasiones sorprendía aquellos ojos azules, pequeños pero intensamente despiertos, fijos en su padre, estudiándolo como si —pensaba el rey— determinara su capacidad de aferrarse a la vida y calculando cuántos años le quedarían a él.

La perspectiva de la corona era demasiado espléndida para que un joven con el temperamento de Enrique aceptara sin resistencia esperar pacientemente hasta que pudiera ceñírsela legítimamente.

El rey dedicaba una buena parte de sus pensamientos a su hijo, y el príncipe de Gales no era la menor de sus angustias. El muchacho debía ser llevado con rienda firme, y el rey oraba con fervor, pidiendo más años de vida para no dejar el país en manos de aquel muchacho exuberante hasta que hubiera alcanzado cierta madurez.

El rey había despedido a John Skelton del servicio del príncipe, pues había llegado a la conclusión de que el tutor poeta ejercía una mala influencia sobre su pupilo. En cierto sentido, el rey admiraba a Skelton. Era un poeta de cierto talento y, por encima de todo, no le tenía miedo a nada. Lo había demostrado con sus versos sobre la corte, que retrataba de un modo bastante caricaturesco. Pero Enrique creía que era demasiado mundano para ser el compañero cotidiano de un joven impresionable, sospechaba que probablemente ya había iniciado al príncipe en el goce de los placeres entre sexos y que, a diferencia de su propio caso, aquellos placeres eran muy del gusto del joven Enrique.

Bien, Skelton se había ido; Enrique no quería ser injusto con nadie. No sentía deseos de ser rudo, y raramente actuaba de ese modo, excepto cuando el sentido común lo exigía. Así, aunque Skelton había perdido su puesto como tutor del príncipe de Gales, había obtenido los beneficios eclesiásticos de Diss, en Norfolk, y además de eso, Enrique le había concedido una pensión de cuarenta chelines al año en reconocimiento de sus servicios a la casa real. De modo que Skelton había salido muy beneficiado, pues la pensión que sumaba a su estipendio le colocaba en una posición envidiable para otros clérigos menos afortunados.

Skelton se dedicaba a escribir nuevos poemas escandalosos y el joven Enrique tenía un nuevo tutor, William Hone. El príncipe había acogido el cambio con cierto resentimiento. Si hubiera sido mayor y más seguro de sí mismo, se habría producido una rebelión abierta, pensaba el rey; y ése era uno de los factores que contribuían a su intranquilidad.

Hone era un hombre apacible. Quizá el contraste con Skelton era demasiado acusado, pero el joven Enrique se conformó porque le pareció que William Hone era un hombre muy manejable.

Lo cierto es que el joven Enrique estaba descubriendo que todo el mundo era manejable, principalmente —pensaba el rey— porque quienes le rodeaban tenían la mirada puesta en el futuro. Seguro que pensaban: ¿Cuánto va a durar el viejo león? Entonces será el turno del cachorro. En consecuencia, como jóvenes prudentes y previsores que eran, se aseguraban de mantener en perspectiva el favor real.

Era una situación incómoda y absolutamente repugnante para el rey, pero era demasiado realista como para no darse cuenta de que no podía ser de otro modo.

Tendría que conformarse con no perder de vista a su hijo, y cuando pensara que alguien era peligroso, como en el caso de Skelton, deshacerse de él discretamente.

Con frecuencia meditaba sobre los jóvenes que el príncipe consideraba amigos especiales. Uno de ellos, Charles Brandon... una especie de libertino cinco años mayor que Enrique, lo que era motivo de cierta preocupación. Brandon obligaba a Enrique a crecer demasiado de prisa. Estaba convirtiendo al joven príncipe en un personaje sofisticado... ¡y aún no había cumplido los doce años! Hay una diferencia abismal entre los doce y los diecisiete años, pero Brandon había sido aceptado en la corte por la gratitud que Enrique debía a su padre. Al rey le gustaba recompensar a quienes habían luchado junto a él en Bosworth, donde el padre de Brandon fue el portaestandarte y murió batiéndose inamovible junto al rey. Por eso estaba allí Charles Brandon... en la corte... el compañero y confidente del joven Enrique. Pero debía ser vigilado... a pesar de los leales servicios de su padre en aquel decisivo campo de batalla.

Después estaba el joven Edward Neville, de la misma estatura que Enrique, de tez bastante pálida y pelirrojo; un buen chico, pero no había que olvidar que provenía de una de las familias que había causado muchos problemas en el país. Un descendiente de Warwick el Coronador de Reyes tenía que ser vigilado. Enrique Courtenay era otro de los amigos. Más joven, Enrique estaba en la corte porque acompañaba a su madre, la hermana de la difunta reina; pero su padre estaba recluido en la Torre, acusado de complicidad con Suffolk en la conspiración que había terminado con la ejecución de James Tyrrell. La difunta reina había dicho que su deber era cuidar de sus sobrinos y sobrinas, los Courtenay. Y Enrique no podía despedirlos fácilmente, a tenor de sus relaciones con la reina. Además, no había que culpar a los hijos por los pecados de sus padres.

Sí, al rey le habría gustado introducir un cambio en el entorno de su hijo; pero ahora tenía otros asuntos en que pensar, y por lo menos había alejado a Skelton.

Quizá era demasiado sensible a las ambiciones de su hijo. A fin de cuentas, el chico tenía que ser educado para ser rey. Encontraba cierto alivio en el hecho de que supiera que heredaría el trono. Aquello era mucho más deseable que acceder a él bruscamente. No, el joven Enrique se estaba preparando para su papel, y el rey debía alegrarse de que se lo tomara con tanta determinación.

Pluguiera a Dios que él mismo pudiera vivir varios años más, hasta que Enrique alcanzara una edad más serena. El rey no dudaba de que la madurez aportaría cierta reducción de aquel egoísmo que formaba parte en tan gran medida del carácter de su hijo. Todos los jóvenes pueden ser imprudentes. Él le pondría remedio, pensaba el rey. Ahora sólo necesitaba mano firme.

El sonido de voces interrumpió sus cavilaciones; fue hasta la ventana y vio a un grupo de jóvenes jugando. Se puso alerta de inmediato al reconocer al joven Enrique entre ellos. Su hijo iba a caballo, pues el juego, como la mayoría de los que practicaban los chicos, era un ejercicio militar además de ecuestre. Enrique destacaba sobre los demás, aunque fuera más joven que la mayoría. El rey no podía reprimir su orgullo paterno. Pronto será más alto que yo, pensó, a la vez con rencor y con cariño. Y el chico estaba tan radiante de salud como su padre nunca lo estuvo.

Desempeñaría su papel y lo haría hasta el límite, pero ¿tendría la estabilidad, la astucia...? El rey se reprendió a sí mismo. El joven Enrique era aún un muchacho. La formación adecuada, el moldeado, la vigilancia lo convertirían en la clase de rey que deseaba su padre y que necesitaba el país.

Aquel juego era el favorito del joven Quintain. Sobre un pivote se colocaba un monigote que representaba a un caballero con armadura. Era de tamaño natural, y pegado a una mano había un saco de arena. Los contendientes tenían que cabalgar a galope tendido hasta la figura, atacar y retirarse antes de que el brazo se alzara bruscamente y el saco de arena golpeara al jinete. Como en todos los juegos similares, en éste había una fuerte dosis de peligro, porque el jinete que no fuera lo bastante rápido en alejarse podía recibir un golpe del saco de arena tan fuerte que podría derribarlo de su montura. Se habían producido accidentes; uno o dos, mortales.

Aunque el rey estaba inquieto por el hecho de que su hijo tomase parte en juegos peligrosos, sabía que debía permitirlo; y éste, el favorito de Quintain, no habría interesado en absoluto a los jóvenes si no fuera por el peligro que tenían que eludir.

Los contempló durante un rato. Observó que el joven Enrique participaba más veces que los demás, que los aplausos que celebraban sus victorias eran más escandalosos que los que recibían los otros.

Inevitable, pensó el rey. Pero debo seguir vigilándole. Si tuviera otro hijo...

Su expresión se iluminó. Catalina estaba allí, y si hubiera objeciones, inculcaría en sus ministros la necesidad de otro heredero varón. No es prudente tener sólo uno. Enrique parecía sano, pero que recordaran al Príncipe Negro y la catástrofe que provocó su muerte con la coronación del pequeño Ricardo.

La fertilidad de Catalina aún no se había demostrado, y él debía agradecer que así fuera, pues si la unión con Arturo se hubiera consumado, su propio matrimonio con ella podría haber sido demasiado desagradable para que fuera aceptado. Pero, dadas las circunstancias, no había razón por la que no pudiera ser su esposa. Se había casado con su hijo, cierto, pero no había sido un matrimonio físico.

Depositaba sus esperanzas en Fernando. De Isabel no estaba tan seguro.

Mientras veía jugar a su hijo, oyó ruidos de cascos que se aproximaban, y al apartar la vista del juego y centrarla en la dirección opuesta, vio que el visitante era De Puebla, y adivinó que el español traía noticias de sus soberanos.

Un débil pulso empezó a latir en su frente. Descubrió que estaba excitado. No tenía que haber más retrasos de los necesarios. Se celebraría una boda por todo lo alto para satisfacer el amor del pueblo por la pompa... y luego... la consumación y sus consecuencias.

Uno de sus escuderos cruzó el umbral de la puerta para comunicarle que De Puebla estaba abajo y solicitaba audiencia.

—Le recibiré ahora mismo —dijo el rey.

De Puebla entró e hizo una reverencia. Su semblante era serio; porque conocía bien a aquel hombre, el ánimo del rey decayó. Habría inconvenientes. Era evidente.

—¿Tenéis noticias de los monarcas españoles? —preguntó el rey.

—Milord, tengo noticias de la reina Isabel.

El rey se sintió desfallecer aún más. Ese flanco era por donde había esperado la oposición. Era mucho más probable que Fernando coincidiera con él en que la unión era lo bastante ventajosa. Isabel era demasiado femenina y emocional, casi una madre sobreprotectora, algo extraño en una mujer con su ambición y su capacidad. Además, Isabel era Castilla y Fernando era Aragón, y Castilla era el reino más importante. En cierto modo, Fernando debía su grandeza a Isabel, y aunque fuera una buena madre y esposa, Isabel nunca lo olvidaba.

—Rehúsa sancionar vuestro matrimonio con la infanta —dijo De Puebla.

—¿Que rehúsa? ¿Acaso no ve las ventajas?

—Dice que va en contra de las leyes de la naturaleza. El Papa no lo aprobaría.

—El Papa lo aprobará si le explicamos que tiene necesidad de hacerlo —dijo Enrique sucintamente.

—Isabel le explicará sin duda la necesidad de no conceder una dispensa —dijo De Puebla taimadamente.

A Enrique le desagradaba aquel hombre, aunque le resultaba provechoso cultivar su trato. Era un buen intermediario, al servicio de Enrique casi tanto como al de sus soberanos. Por esa razón le había ido tan bien en Inglaterra, y por eso su rival había sido reclamado.

—Milord —prosiguió De Puebla—, la reina se muestra muy firme. Dice no a ese matrimonio. Está sorprendida de que pudiera siquiera proponerse.

—¿Y Fernando?

—Ya sabéis, milord, que nunca actúa sin Isabel.

Enrique asintió.

—Tal vez no deba perder la esperanza. Pero deploro la pérdida de tiempo.

De Puebla volvió a sonreír con expresión taimada.

—Nadie podría acusaros, milord, de hacer tal cosa. Debo deciros honestamente que el tono de la carta de la reina Isabel es muy enérgico. Conozco bien a mi señora. No le complace que se haya sugerido siquiera la posibilidad de ese matrimonio. Dice que Catalina se casará con el príncipe de Gales y que desea que la ceremonia del compromiso tenga lugar sin demora. Si esto no se cumple, exige la devolución de la mitad de la dote que fue entregada en la boda de Catalina con el príncipe Arturo.

Enrique guardó silencio. Era lo bastante astuto para saber que al pedir la mano de Catalina tan poco tiempo después de la muerte de su propia esposa había cometido un grave error.

—Sin embargo —prosiguió De Puebla—, la reina comprende vuestra necesidad de una esposa y desearía dirigir vuestra atención a la recientemente viuda reina de Nápoles.

—¿La reina de Nápoles?

—Es joven, bien parecida... y reina —dijo De Puebla.

Enrique permaneció en silencio y De Puebla prosiguió:

—Si necesitáis mis servicios, señor, será un placer prestároslos.

—Gracias —murmuró el rey. Se sentía viejo y cansado. Pero no era persona que perdiera el tiempo en lamentaciones.

Sus pensamientos ya habían pasado de Catalina de Aragón a la reina de Nápoles.

 

Cuando De Puebla se presentó ante Catalina, varios días después de su audiencia con el rey, llegó sonriendo enigmáticamente. Consideró que la feliz noticia sería mucho más apreciada si ella sufría primero unos instantes de angustia.

—¿Tenéis noticias de mi madre? —gritó Catalina.

—Milady, soy portador de tales noticias.

Hizo una pausa, dejando que una sonrisa se dibujara lentamente en su rostro. Ella aguardaba con el aliento contenido, y el hombre comprendió que no podía hacerla esperar más.

—La reina, vuestra noble madre, se niega a permitir vuestra boda con el rey.

Desbordada por el alivio, Catalina se cubrió el rostro con las manos. Tenía que haberlo sabido. ¡Cómo daba gracias a Dios por su amadísima madre! Mientras ella siguiera allí, atenta y decidida, no había nada que temer.

—Sin embargo, apreciaría un certificado del compromiso entre vos y el príncipe de Gales, e insiste en que se acuerde en los próximos meses.

Catalina se quedó sin habla. El príncipe parecía una buena perspectiva, comparado con su padre; pero sobre todo, imaginó, porque este matrimonio debía ser pospuesto necesariamente hasta que el novio tuviera edad de casarse. No había cumplido aún los doce años, por lo que le quedaban al menos dos años de libertad. Oh, era realmente una buena noticia.

—Me doy cuenta de que os complace la negativa de vuestra madre.

—Enviudé hace muy poco. No deseo volverme a casar... todavía.

—Tendréis que esperar un tiempo, hasta que el príncipe Enrique crezca —De Puebla sonreía. Tenía un pequeño encargo del rey y se preguntaba cuál sería el mejor modo de comunicárselo a Catalina. Prosiguió—: Vuestra madre ha sugerido que la joven reina de Nápoles podría ser una esposa adecuada para el rey de Inglaterra. Enviudó recientemente y tiene unos veintisiete años.

—Su edad es mucho más adecuada que la mía, ciertamente.

—Vuestra madre espera que escribáis una nota de condolencia a la reina de Nápoles. Acaba de perder a su marido y vos, que también sois viuda desde hace poco, comprenderéis su melancolía.

—Así lo haré, naturalmente.

—Eso está bien. Y será entregada en propia mano a la reina de Nápoles.

—¿Fue ésa la única petición de mi madre?

—Sí, pero tengo cartas suyas para vos.

Catalina extendió la mano para cogerlas; tras entregárselas, De Puebla se fue después de hacer una reverencia.

Leyó las misivas con avidez. Le reafirmaban el amor y los cuidados de su madre. Isabel nunca dejaba de pensar en ella, aunque las separaran muchas leguas. Pronto se prometería con el príncipe de Gales y un día sería reina de Inglaterra. Debía recordar siempre que su origen era español, aunque se convirtiera en inglesa por matrimonio. Nunca debía olvidar que su madre pensaba en ella constantemente, se preocupaba por ella y trabajaba continuamente por su bien.

Catalina besó las cartas; las releyó muchas veces, escribió la carta a la reina de Nápoles y se acomodó para disfrutar de una sensación de inmenso alivio.

 

El rey recibió a los mensajeros en cuanto regresaron de Nápoles. Habían recibido instrucciones de entregar en mano a la reina las cartas escritas por la princesa Catalina.

Ahora volvían con un relato de lo que habían visto.

—Habladme de la reina —dijo Enrique, yendo directamente al asunto—. Sé que tiene veintisiete años. ¿Los aparenta? ¿Es bien parecida?

—Parece más joven de lo que es, señor, y es bien parecida.

Pero no fue fácil comprobarlo, pues cada vez que estábamos en su presencia llevaba un gran manto que sólo dejaba ver su rostro. Pero aparentemente es atractiva... por lo que pudimos ver.

—¿Es alta o baja?

—Milord, no pudimos verle los pies ni la altura de su calzado. Por lo que sí vimos, parecía ser de estatura mediana.

—Contadme, ¿cómo tiene la piel? ¿No tendrá manchas o marcas?

—No, milord. Es clara y fina... hasta donde pudimos ver.

—¿De qué color tiene el cabello?

—A juzgar por lo que vimos, y por el color de sus cejas, sería castaño. Sus ojos son marrones, con toques de gris.

—¿Y sus dientes?

—Limpios y sanos, y bien alineados. Sus labios son gruesos y redondeados. En cuanto a su nariz...

Titubearon, y el rey dijo rápidamente:

—Sí, sí, ¿su nariz?

—Es algo prominente por el centro y un poco hundida y ganchuda por la punta. Es una nariz correcta.

—Ah —dijo el rey—. ¿Y qué hay de sus pechos?

—Son algo grandes y plenos, milord. Los lleva realzados por un ceñidor, a la moda de aquel país, lo que los hace parecer más plenos de lo que en realidad son; el cuello parece corto.

—¿Tiene vello sobre el labio?

—No, milord.

—Decidme, ¿os acercasteis lo suficiente para comprobar si su aliento era dulce?

—Creemos que sí, milord.

—¿Hablasteis con ella después de un ayuno?

—No pudimos acceder a ella en tal momento, milord, ni podíamos estar seguros de si había ayunado. Sólo sabemos que su piel era clara y fina, y que no detectamos olores desagradables en su presencia.

—Ah —exclamó el rey—. Parece que vale la pena.

Despidió a los embajadores y pensó en la nueva esposa que iba a tener.

Debía poseer todas las buenas cualidades que él había insistido tanto en confirmar. Debía tener hijos, y el proceso podía resultar fácilmente repulsivo para él si su nueva esposa no cumplía los requisitos necesarios. La reina Isabel había sido una de las mujeres más hermosas de Inglaterra, y aun así él no había sentido un deseo abrumador; pero siempre había cumplido con su deber, aunque tenía que confesar que experimentaba cierto alivio cuando la reina estaba embarazada y desaparecía la necesidad de prácticas maritales.

Y ahora... esta nueva esposa. La reina de Nápoles. Nápoles tenía un gran valor. Seguiría adelante con la propuesta de matrimonio. Estaba convencido de que el pueblo de Nápoles estaría encantado de aliarse con Inglaterra, que bajo el gobierno de su sabio rey se estaba convirtiendo rápidamente en una potencia de la escena europea.

Pero había otros embajadores cuyo relato era aún más importante para Enrique que el del aspecto de su esposa. Habían hecho bien su trabajo y estaban ansiosos por contarle sus averiguaciones.

La noticia que traían era inquietante. Fernando había actuado rápidamente a la muerte del rey de Nápoles, y la reina tenía ahora muy poca importancia. Sus propiedades habían sido confiscadas, y a ella le habían dejado escasos bienes. Los reducidos ingresos que percibía se los debía a Fernando de Aragón.

Enrique sintió escalofríos cuando oyó el informe. ¿Isabel habría presentado su sugerencia irónicamente, con algo de malicia? Él sabía que tenía fama de ser codicioso y de dar un gran valor a las posesiones materiales. Acababa de tomar la decisión de que la reina de Nápoles encajaría perfectamente como la próxima reina de Inglaterra, y de hecho estaba a punto de dictar un borrador de petición de mano.

Aquel informe lo cambiaba todo.

Por muy clara y fina que pudiera ser la piel y muy dulce el aliento de la reina de Nápoles, no tenía ni un penique y su título era un armazón hueco, no era la consorte adecuada para Enrique Tudor.

Era decepcionante. Dos posibles esposas perdidas en poco tiempo.

Pero no era de los que se desesperan. La caza de la nueva reina proseguiría.

 

Ya no quedaban más excusas para un retraso. La ceremonia de compromiso debía celebrarse y aquello era definitivo. Catalina debía aceptarlo; era lo que debía hacer si quería librarse de contraer matrimonio con el rey.

Había varias razones por las que debía aceptar su destino, además de que ése fuera el deseo de sus padres. Vivía en Durham House y a menudo se preguntaba de dónde sacaría el dinero para pagar a sus sirvientes. La pobreza le hacía sentirse como una exiliada. Nunca había experimentado la carencia de dinero antes de su venida a Inglaterra. De hecho, nunca había pensado en el dinero. Ahora era distinto. Sus padres no le enviaban nada. ¿Por qué iban a hacerlo? Habían pagado cien mil coronas como primera parte de su dote, y pagarían la segunda mitad después del matrimonio. No iban a enviarle más dinero, que sería utilizado por Enrique. Ahora, el deber del rey era asegurarse de que la viuda de su hijo dispusiera de los fondos adecuados.

Pero Enrique no era de los que se desprenden fácilmente del dinero, y de su parte no recibía nada. Los vestidos que ella se había traído de España empezaban a perder su lozanía, y algunos incluso empezaban a deshilacharse, pero el rey no lo consideraba un problema suyo. Había hecho una buena proposición a sus padres y había sido rechazada. Por el momento, ella simplemente era la viuda del príncipe de Gales, con una dote de la que sólo se había pagado la mitad, y sus padres aún regateaban al respecto.

Catalina empezaba a ver que sólo convirtiéndose en la futura esposa del heredero al trono podía esperar vivir cómodamente.

Por lo tanto, debía olvidar que no sentía muchos deseos de formalizar aquel compromiso, aunque la principal razón era que su pareja era sólo un muchacho.

Por otra parte, Enrique deseaba que se celebrara la ceremonia. Siempre le habían gustado aquellas cosas, y cuando él era el centro, su placer aumentaba enormemente.

Por entonces, Margarita se mostraba sumisa. Había alardeado con arrogancia, sin perder nunca la ocasión de aventajarle, pero ahora la perspectiva de trasladarse a Escocia la alarmaba. Se había vuelto más tranquila, menos exigente; y Enrique lo sentía por ella. ¡Qué contento estaba de que, como futuro rey, pudiera permanecer en su propio país, en su propia corte, rodeado por quienes habían hecho tanto por él. En el fondo de su corazón sabía que habían obrado así por miedo a llevarle la contraria, pero eso también le gustaba. Una de las mejores cosas de la vida era el poder. Lo había descubierto cuando era un niño y dominaba a Anne Oxenbrigge porque estaba enamorada de él. Pero el poder que emanaba del miedo era tanto o más excitante y deseable.

Sí, Enrique estaba muy complacido. ¡Qué feliz debía ser Catalina! Pobre niña. Se había creído que estaba bien situada en la vida por haberse casado con Arturo. Pero Enrique estaba secretamente convencido de que ella comparaba a ambos hermanos, y si así era, debía darse cuenta de que Enrique era mucho más atractivo.

Pero a ella parecía gustarle Arturo. Ah, pero aquello era porque entonces no sabía que podría tener la oportunidad de conseguir a Enrique.

Una vez más, deseó ser mayor.

—Los años parece que no pasen nunca —había comentado a Charles Brandon, quien replicó, como un hombre maduro de diecisiete años, que para él pasaban bastante de prisa.

Tal vez fuera cierto. Había llegado a la edad dorada. ¿Dónde estaré cuando tenga diecisiete años?, se preguntaba Enrique.

Margarita fue a verle. Su partida hacia Escocia era inminente y quería que su impetuoso hermano, de quien estaba excesivamente celosa, principalmente porque él podía quedarse en Inglaterra, perdiera algo de su aplomo.

Enrique tenía un aspecto magnífico, sin duda alguna. Era apuesto y, a pesar de su juventud, bastante alto, más que sus compañeros de la misma edad, y naturalmente estaba demasiado seguro de sí mismo. Margarita sentiría una gran satisfacción bajándole los humos, si podía; sería como un bálsamo para sus pesares. Además, se dijo a sí misma virtuosamente, eso sería bueno para Enrique.

—Así que... nuestro niño va a convertirse en novio —dijo—. Ah, pero todavía falta tiempo, ¿verdad? Nuestro niño tiene que crecer antes.

—Pero al menos me quedaré aquí, en Inglaterra. No tengo que ir a un viejo país inclemente y desolado.

Como era habitual, cada uno buscaba —y encontraba— el punto más vulnerable del otro.

—Creo que mi esposo me espera con ansiedad —dijo Margarita.

—No dudo que estará allí para recibirte, si puede sustraerse por un tiempo de sus concubinas.

—Yo sabré cómo tratarle.

—Asegúrate de que ellas no saben cómo tratarte a ti.

—Vendré a pedir consejo a mi hermano. ¡Es tan sabio! A los once años ya lo sabe todo.

—Tengo doce.

—Todavía te faltan unos días.

—Aparento ser mayor, todos lo dicen.

—¿Quién comete ese error? Todos saben cuándo nació nuestro noble heredero del trono. Todos lamentan la muerte de Arturo. Él era el verdadero príncipe de Gales.

—Al parecer el pueblo cree que yo soy más apropiado para reinar —dijo Enrique, casi con modestia.

—Porque estás aquí... he ahí por qué. Amaban al pobre Arturo. Todos lo amábamos. En especial, Catalina.

—Catalina tendrá ahora un nuevo esposo.

—Pobre Catalina. No puede gustarle el cambio por un niño.

—¿Cómo lo sabes?

—Escucho. Pidió a su madre que se la llevara de aquí... a España... para no tener que casarse con vos.

—Desea casarse conmigo.

—Oh, no, no lo desea. Sé que escribió a su madre para pedirle que la llevara con ella.

Los ojos de Enrique se estrecharon. No podía ser verdad. Se sentía galante. Le hubiera sonreído, le habría oprimido la mano tranquilizadoramente. Le gustaba representar al noble caballero. Eso era lo que le habían enseñado a creer. En las reglas de la caballería. Eran muy necesarias para su condición de caballero. Pensaba que estaba salvando a Catalina de la pobreza en Durham House, convirtiéndola en alguien importante por su alianza con él... ¡y mientras tanto ella escribía a su madre suplicando que la llevara a su casa!

Le habría gustado aparecer ante sus ojos como un caballero andante que iba a rescatarla de la pobreza y la incertidumbre, que iba a protegerla de su destino. Todo se habría hecho siguiendo la tradición caballeresca, pero ella lo había estropeado escribiendo a su madre y rogándole que se la llevara.

Catalina tenía diecisiete años. Era una edad madura, claro, pero eso no era desalentador para él. Había puesto los ojos en más de una mujer de la misma edad, que siempre había estado dispuesta a mimarle. Charles Brandon le había contado sus aventuras con mujeres, y Charles tenía fama de ser un calavera.

De modo que no era por la edad. Y pensar que... Enrique, príncipe de Gales, futuro rey de Inglaterra, no era contemplado bajo una luz favorable por aquella mujer que tan desesperadamente necesitaba su protección.

Su abuela le había explicado que la ceremonia era muy importante. A menudo conversaba con él en sustitución de su padre, que siempre estaba demasiado ocupado para escucharle. Su padre creía que la condesa de Richmond, por ser mujer, y además extraordinariamente inteligente, comprendería al niño mejor que él.

Ella tenía cincuenta y ocho años, y apenas había cumplido los catorce cuando nació su hijo, Enrique Tudor, por lo que no había una gran diferencia de edad entre ambos. Al joven Enrique le parecía muy vieja; era menuda, enjuta y de aspecto muy severo, y rara vez vestía otras prendas que los hábitos blancos y negros de una monja. Era muy religiosa, iba a misa cinco veces al día y pasaba mucho tiempo arrodillada, rezando, aunque confesaba que ello le provocaba dolores muy agudos en la espalda.

—Eso aumentará su recompensa en el Cielo —había dicho Skelton irónicamente. Y Enrique se había reído, como siempre hacía con Skelton. Pero al mismo tiempo sentía un temor reverente hacia su abuela.

Y sin embargo, ella lo adoraba. Él lo percibía y la amaba por ello. No es que ella expresara su amor con palabras. Aquél no era su estilo. Pero la delataban sus asiduas atenciones hacia él y el modo como lo miraba cuando creía que Enrique no se daba cuenta. El chico era fuerte, sano y vigoroso, y a ella le gustaba así. Naturalmente, Arturo tenía algo de modelo, con su porte tranquilo y ceremonioso, pero les había angustiado de un modo que él, Enrique, jamás lo había hecho.

La religiosidad de su abuela impresionaba al pueblo, aunque Enrique opinaba que la apreciaban demasiado. Lo mismo ocurría con su padre. Los hombres de juicio sensato sabían que Enrique VII había hecho mucho por la prosperidad del país, pero aun así no conseguía que le apreciaran.

Enrique oía hablar constantemente de su abuelo materno, Enrique IV. Aquél fue rey al que apreciaron. Había oído comentarios susurrados de los que tenían abuelos lo bastante viejos para recordar: «Cuando cruzaba la ciudad a caballo, los habitantes escondían a sus hijas.»

Aquello era un rey. Corpulento, apuesto y romántico.

Enrique pensaba que cuando fuera rey le gustaría parecerse a su abuelo materno, y no a su padre.

De momento sólo tenía doce años y debía prometerse con la viuda de su hermano.

Su abuela se lo explicó.

—Este compromiso será per verba presenti, lo que significa que es definitivo. De hecho, en la ceremonia se incluirá parte de los ritos matrimoniales.

—Así —dijo Enrique— me habré casado con Catalina de Aragón.

—No, no exactamente casado. Pero os habréis sometido a esa formalidad de compromiso.

—¿Significa eso que con toda certeza nos casaremos más adelante?

Su abuela titubeó. Sabía lo que el rey tenía en su mente y que estaba decidido a reservarse una vía de escape que le permitiera mantener a los soberanos españoles con el alma en vilo mientras él conservaba la parte de la dote que ya había sido pagada.

Enrique notó su vacilación y se quedó perplejo.

—¿Por qué tenemos que sometemos a esta ceremonia, si no es un verdadero matrimonio? —quiso saber.

—Los españoles lo desean.

—Ah, y creen que soy un marido deseable, ¿no es así?

Su abuela le dirigió una de sus sonrisas tempestuosas que resultaban extrañas en sus austeras facciones.

—Hijo mío —dijo con firmeza—, saben que eres uno de los mejores partidos de toda Europa.

—¿Quiénes son los otros buenos partidos? —gritó Enrique, que no podía soportar la competencia sin un deseo inmediato de acabar con ella.

—Oh, no podemos entrar en ese tema —dijo su abuela—. Hay varios príncipes que confían en heredar. Pero tú serás el rey de Inglaterra.

El rostro de la anciana se ensombreció, porque inmediatamente pensó que aquello sólo podía ocurrir a la muerte de su hijo, y ella le amaba casi con fanatismo, excediendo con mucho al amor que sentía por sus nietos.

Enrique la observó pensativamente. Ansiaba que llegara el día en que la corona sería depositada sobre su cabeza; pero comprendía que de momento no sería justo. Si ocurriera ahora, habría demasiada gente a su alrededor diciéndole lo que tenía que hacer. Deseaba que llegara el día en que pudiera ser rey sin trabas, cuando todos, incluso su abuela, tuvieran que inclinarse a sus deseos. ¡Ojalá hubiera llegado ya ese día! Y de nuevo se encontraba poniendo buena cara al perezoso arrastrarse del tiempo.

 

Estaba de un humor tétrico cuando llegó al obispado, en Fleet Street, donde debía celebrarse la ceremonia formal. No mejoró ni cuando vio a Catalina, muy hermosa con su elegante vestido, que no era precisamente del estilo al que él estaba acostumbrado, y por ello mucho más atractiva. No pudo evitar el pensar en lo interesante que resultaba el miriñaque con cercos que llevaba bajo el vestido y al que daba una caída de pliegues muy seductores, igual que el sombrero púrpura que llevaba el día de su primera boda.

Ella le intrigaba hasta cierto punto porque era distinta de las damas de la corte; le gustaba su manera de hablar inglés y apreciaba haberle caído tan bien cuando fue a vivir con ellos. Sabía que estaba angustiada por su futuro y que bastantes de sus asistentes también lo estaban, pues se había empeñado en descubrir de ella todo lo que sus ayudantes pudieran contarle, y a éstos siempre les gustaba tener una respuesta para él. Por ejemplo, sabía que hacía mucho tiempo que no tenía un vestido nuevo, y que el que llevaba en aquel momento, en una ceremonia tan importante, lo había traído consigo desde España.

Su padre estaba presente, junto a su abuela. Ambos aparecían serios y rígidos. A Enrique le habría gustado decir: «No me prometeré a una princesa que prefiere su corte española a mí.»

¡A mí! Su padre se enojaría por aquello. Le había recordado un par de veces que aún no era rey.

Cogió la mano derecha de Catalina y repitió las frases que había tenido que aprender de memoria para asegurarse de que no olvidaba nada y las decía correctamente.

Dijo que era dichoso por contraer matrimonio con Catalina y tenerla por esposa, y que rechazaba a las demás hasta el fin de sus días.

Catalina se volvió hacia él y dijo lo mismo, en un inglés bastante entrecortado que en cierto modo resultaba halagüeño.

Después, ella le sonrió, con cierto temor, casi suplicante, y todo su rencor se esfumó.

Estaba preciosa; a él le gustaba su madurez; deseó con más fervor que nunca tener diecisiete años. Dios santo, le faltaban pocos días para cumplir los doce y debía esperar, pero sus sentimientos caballerosos habían superado su resentimiento. Fue una tontería prestar oídos a Margarita. Sólo estaba molesta porque tenía que irse a vivir a Escocia.

Catalina era su prometida; recurría a él para que la protegiese, y un caballero andante como él no podía permitir que sus súplicas fueran en vano.

El humor de Enrique cambió rápidamente y, orgulloso y alegre, salió del obispado, de la mano de Catalina, a la soleada Fleet Street aquel día de junio.