EL NACIMIENTO DE UN PRÍNCIPE
U
n día brumoso de septiembre del año 1486 una gran consternación paralizó el palacio de Winchester: la reina, que no se esperaba que diera a luz hasta un mes más tarde, estaba con dolores. Un hecho sin duda extraordinario, por cuanto sólo habían transcurrido ocho meses desde la boda. La fecundidad de la reina, por lo que tenía de prometedor, había sido motivo de júbilo para todos, y si hubiera dado a luz al cumplirse los nueve meses de la celebración, el hecho habría sido acogido con suma alegría. Pero un parto tras sólo ocho meses de embarazo era un acontecimiento harto desconcertante, aunque nadie puso en duda, ni por un momento, que se tratara de un parto prematuro.
La reina Isabel estaba sentada junto a su hermana Cecilia, de diecisiete años, y su hermana Ana, que sólo tenía once; bordaban en silencio un mantel para el altar: la madre del rey, por quien sentían un temor reverente, había decidido que ésta era la ocupación más adecuada para ellas en aquel momento en que tanto necesitaban de los favores de la Providencia. Incluso Ana sabía —puesto que continuamente hablaban de ello— que era de vital importancia que la reina diera a luz un niño sano.
La reina y sus hermanas habían atravesado momentos difíciles, que estaban todavía vivos en sus memorias. Su padre, el magnífico y todopoderoso rey, las había tratado con mimo y blandura, pero en el santuario de Westminster habían sufrido privaciones y temido por sus vidas. Una cosa habían aprendido: la vida era incierta y en el espacio de unos pocos días podía cambiar drásticamente.
Isabel se había casado por fin con el rey y, aunque hubo un tiempo en que temieron que Enrique Tudor no haría honor a su promesa, ahora se sentían relativamente seguras. Si la criatura que estaba a punto de nacer era un niño sano, verían incrementadas sus posibilidades de hacer bodas ventajosas y de vivir con desahogo. O quizá tan sólo de sobrevivir...
Cecilia, mientras daba puntadas en el borde del manto de la Virgen con un hilo de seda azul intenso, se preguntaba cuándo llegaría el día de su boda. Deseaba que su futuro esposo fuera alguien de la corte del rey, porque no quería verse apartada de los suyos. Hubo un tiempo en que creyó que la obligarían a ir a Escocia, donde se hubiera convertido en la reina de los escoceses, pero, como solía ocurrir en la mayoría de los casos en que se proyectaban matrimonios por interés, quedó todo en agua de borrajas. En cuanto a Isabel, la habían destinado en el pasado al Delfín de Francia y durante mucho tiempo su madre había exigido que a su hija le dispensaran el trato de Madame la Dauphine. Lo cierto era que nadie podía saber con certeza qué le tenía reservado el destino. ¿Quién hubiera dicho que Isabel, después de la humillación que supuso que el Delfín la rechazara, se convertiría, gracias a su matrimonio con Enrique Tudor, en reina de Inglaterra?
Aunque ya nadie hablaba de ello, era a su hermano Eduardo a quien le correspondía ser rey. Pero ¿dónde estaba Eduardo? ¿Qué le había ocurrido? ¿Y dónde estaba su hermano Ricardo? Algunos decían que los habían asesinado en la Torre. Debía de ser verdad, porque de lo contrario el rey sería ahora Eduardo V o Ricardo IV y no Enrique VII.
Su madre había dicho: «No debemos hablar de este asunto porque intranquilizaríamos a la reina, que se halla en un estado delicado.»¡Qué extraño, no poder hablar de los propios hermanos! ¿De qué había que hablar? ¿Del tiempo? ¿De si debían coronar a Isabel una vez hubiese nacido el niño? ¿Del bautizo?
«No habléis demasiado del niño —les había prevenido su madre—, puede traer mala suerte.»
¿De qué se hablaba, entonces?
Pero a Cecilia le ahorraron el penoso esfuerzo de dar con un tema de conversación apropiado, porque de pronto Isabel se puso muy pálida, se llevó las manos al vientre y dijo:
—Son los primeros dolores, estoy segura. Id a buscar inmediatamente a nuestra madre.
Cecilia dejó caer el trozo del mantel del altar que estaba cosiendo y echó a correr; Ana permaneció sentada, mirando abatida y desconcertada a su hermana.
Isabel Woodville, la reina madre, estaba sola en sus aposentos. Anhelaba que aquel mes pasara rápido y que llegara por fin el día en que pudiera sostener a su nieto en brazos.
Estaba segura de que sería un niño. Si no era así, Isabel, su hija, debería quedarse otra vez en estado sin tardanza. No le cabía ninguna duda que Isabel, al igual que ella, tendría muchos hijos.
La idea de que volverían a conocer la prosperidad la llenaba de gozo. Ella y su familia habían atravesado tiempos muy difíciles, en los que temió estar al borde de la ruina y el desastre. Ricardo, el rey, nunca había demostrado tenerle afecto; deploraba que su hermano se hubiese casado con una mujer —decía— de baja extracción. Por supuesto, nunca osó hablar mal de ella en vida de Eduardo, y cuando éste murió, Ricardo mantuvo su lealtad al difunto rey. Incluso cuando descubrió que Isabel conspiraba junto con Jane Shore contra él, fue indulgente. Pero ahora todo era distinto. Él estaba muerto —había hallado la muerte en Bosworth— y el nuevo rey se había convertido en su yerno.
Ojalá —pensó— la madre de Enrique no estuviera en el castillo. La condesa de Richmond, con sus aires de superioridad, ponía muy nerviosa a Isabel. Margarita Beaufort tenía, ciertamente, sangre azul, pero ese noble linaje, como todo el mundo sabía, se había fundado en tiempos recientes. Juan de Gante había legitimado a los Beaufort, pero eso no quitaba que en su origen hubieran sido bastardos. No podía negarse que los que tenían orígenes oscuros recurrían a la fuerza para imponer sus derechos. Isabel lo sabía muy bien porque pertenecía a ese grupo. Desde que el rey Eduardo se había prendado de ella y la había desposado, elevándola a un rango tan alto que causaba vértigo, había tenido que luchar para que todo el mundo la tratara con el debido respeto.
Lo mismo le ocurría a Margarita Beaufort, condesa de Richmond, y el hecho de que su hijo fuera ahora el rey la situaba por encima de la madre de la reina, pero —se dijo Isabel— nadie podía dudar que la joven reina, en tanto que hija del último rey, Eduardo IV, tenía más derecho a la corona que Enrique Tudor, que no la había heredado sino que la había conquistado.
Pero no había que darle vueltas a esa idea porque Enrique, que al casarse con la hija mayor de Eduardo IV había conseguido unir la casa de York y la casa de Lancaster, gozaba de una posición muy segura y nadie podría arrebatarle el trono.
¡En qué tiempos vivimos!, solía decirse con tristeza la reina madre, que todavía recordaba con embeleso los días en que un joven y ardiente rey, después de verla en Whittlebury Forest, la había cortejado con tal ferviente devoción que, a pesar de sus orígenes humildes, acabó convirtiéndola en su esposa y, por tanto, en reina de los ingleses.
Mientras vivió Eduardo, Isabel se había sentido segura, rodeada de su familia, a cuya prosperidad tanto había contribuido. Pero su esposo, que siempre había gozado de una salud de hierro, murió de repente a la edad de cuarenta y cuatro años. Fue un duro golpe, pero aún lo fue más enterarse de que Eduardo había estado casado con Eleanor Butler, que todavía vivía cuando el rey desposó a Isabel. Eso la destrozó, porque significaba que su matrimonio quedaba anulado y que sus hijos eran ilegítimos.
¿Dónde estaban sus hijitos queridos? ¿Dónde estaba Eduardo, que había sido rey durante un breve tiempo con el nombre de Eduardo V? ¿Dónde estaba el duque de York? La oscuridad se los había tragado. Se rumoreó que su tío, Ricardo III, había dado la orden de matarlos en la Torre. Pero ¿por qué? Era un acto innecesario, puesto que los habían declarado ilegítimos. ¿Por qué, entonces? ¿Por qué, por qué, por qué? Sus amados hijitos... los había perdido para siempre. Los lloró mucho porque, a pesar de ser una mujer egoísta y vanidosa, era una buena madre y quería a sus hijos con pasión. Era todo tan misterioso... Recordó los largos y tristes días pasados en el santuario de Westminster, las noches frías, el desvelo y la angustia porque no sabía de un día para otro qué iba a ser de ella y de sus hijos...
Con el tiempo, Ricardo se había mostrado amable. Se llegó a rumorear que se casaría con la joven Isabel. Pero eso era absurdo. ¿Cómo iba a poder casarse con su propia sobrina? A Isabel, sin embargo, el destino la había elegido para convertirse en la salvadora de su familia, cuando Enrique, el nuevo rey, decidió desposarla. Eso significaba que no la consideraba una hija ilegítima... pero, si no lo era, entonces los jóvenes príncipes tampoco lo eran, y si estuvieran vivos... ¿qué derecho tendría Enrique al trono?
Era todo muy complicado, además de aterrador. Había que olvidar el pasado y decirse: En ese mundo tan incierto y tan cambiante, y acechadas por el peligro, hemos conseguido por fin sentimos relativamente a salvo. A mis hijitos los he perdido para siempre, sí, pero mi hija es ahora la reina de Inglaterra. Quizá fueran ciertos los rumores de que Ricardo había asesinado a sus hijos en la Torre, pero no alcanzaba a comprender qué le había movido a hacer algo así, puesto que los había declarado ilegítimos. Nunca lo entendería.
Era todo muy enigmático, pero al menos la desdicha pasada había dado lugar a la felicidad presente. Sí, haría bien en olvidar el pasado.
Si Isabel daba a luz un niño, la alegría general daría estabilidad al país. Aceptarían a la nueva dinastía, los Tudor, y el niño sería el nexo que uniría la casa de York y la casa de Lancaster, que así pondrían fin a sus viejas hostilidades.
Lo más importante ahora era cuidar a la joven reina para que ese niño, del que dependían tantas cosas, viniera al mundo sano y salvo. Pero todavía había que esperar un mes, y eso era mucho tiempo. Isabel estaba muy impaciente.
Cecilia entró como un torbellino en su habitación. A punto estuvo de reprenderla y recordarle que, aunque fuese la hermana de la reina, era también la hija de Eduardo el Grande, a quien sus súbditos seguían llorando... todavía. Pero no eran momentos para amonestaciones. Cecilia casi no podía hablar.
—Milady... venid rápido... mi hermana... Tiene dolores.
La reina madre quedó paralizada por el terror.
—No... no puede ser...
Salió de la habitación y echó a correr hasta llegar a los aposentos de su hija.
Le bastó con una mirada.
—¡Llamad a la comadrona! —gritó.
Con la ayuda de las damas trasladó a la reina a la habitación que, gracias a Dios, ya habían preparado para el alumbramiento.
Cuando la condesa de Richmond se enteró de que la reina estaba a punto de dar a luz, se dirigió en seguida a la habitación que ella misma había arreglado para la ocasión. Todo estaba perfectamente dispuesto... Nadie debía poner en duda que Margarita consideraba que ése era el acontecimiento más importante para el país después de la coronación del nuevo rey.
Había dejado, muy magnánimamente, que la futura madre escogiera la habitación, pero fue ella quien se encargó de decorarla. Había dado órdenes de que colgaran un rico tapiz, que cubría las paredes, las ventanas e incluso el techo. Aislada del mundo exterior, la habitación, a la que no llegaba ni un rayo de luz, parecía el lugar idóneo para recibir a un futuro príncipe o a una futura princesa, había dicho la condesa. Y el rey, que no ponía en duda su autoridad en tales cuestiones, había dejado que todo se llevara a cabo según ella lo había dispuesto. En el momento del parto no debía haber más que mujeres en la habitación, de modo que la condesa había destinado a miembros de su propio sexo para puestos que, como los de paje o mayordomo, solían ocupar los hombres.
Sabía que a Isabel Woodville le hubiera encantado contravenir sus órdenes, pero que no osaba hacerlo. El rey sentía escaso afecto por su suegra, y ésta era plenamente consciente de que si permanecía en la corte era sólo porque al ser la madre de la reina no podía rechazarla y se veía obligado a tolerarla. De modo que, si quería quedarse donde estaba, debía doblegarse ante los deseos de su yerno, y en consecuencia también ante los de la madre de éste.
La condesa de Richmond era una mujer muy decidida. Había sido guapísima en su juventud, aunque no tanto, desde luego, como Isabel Woodville, que había sido de una belleza deslumbrante. Tenía las facciones correctas y tan serenas y severas que daba la impresión de frialdad. No era amiga de pedir consejos a nadie, pero no podía negarse que sentía auténtica devoción por su hijo.
Cuando nació Enrique, Margarita ni siquiera había cumplido catorce años y ya era viuda de Edmond Tudor, que murió en noviembre, tres meses antes de que naciera su hijo. Presa de la confusión, sintió un gran alivio cuando pudo retirarse al castillo de Pembroke, donde Jasper, su cuñado, le ofreció un hogar. Él se convirtió en el tutor del bebé y le ayudó a vencer toda clase de peligros, hasta que se convirtió en rey.
Los Tudor eran fieles partidarios de la casa de Lancaster y durante la guerra de las Dos Rosas sus sentimientos habían fluctuado entre el miedo y la esperanza. Las muertes de Enrique VI y de su hijo habían dejado libre el camino a Enrique. Margarita había deseado ardientemente que su hijo llegara a ser coronado y había rogado a Dios que se cumplieran sus sueños, que en apariencia parecían destinados a no poder realizarse. Pero Dios había accedido a sus ruegos y ella había puesto de su parte, recurriendo a la intriga y las maquinaciones. Enrique, cuyo derecho al trono incluso a ella le parecía poco fundado, había llegado a Milford Haven y de allí se había dirigido a Bosworth Field, donde la suerte quiso que pusiera fin al reinado de los Plantagenet y fundara la dinastía de los Tudor.
La guerra había tenido un final feliz y la decisiva intervención de Margarita era algo que Enrique no podía olvidar. La llenaba de satisfacción que su hijo le mostrara deferencia; era un joven serio y estaba convencida de que sería un buen rey. Sí, sin duda sería un rey excelente, porque estaba siempre dispuesto a escuchar los consejos de su madre.
Miró con reproche a la madre de la reina. Nunca había aceptado a Isabel Woodville y pensaba que el rey Eduardo había cometido una locura al casarse con ella. Todos sabían, por supuesto, que el rey era un libertino. Pero eso no explicaba su decisión de contraer matrimonio con aquella mujer, más bien la convertía en un misterio. De todos modos, eso había ocurrido hacía mucho tiempo. Lo importante era que ahora Eduardo e Isabel habían dado al país una reina, una niña encantadora que cumpliría con sus obligaciones sin oponer resistencia. Margarita estaba convencida de que la reina sería dúctil y fácil de manejar. Además, al casarse con Enrique, la muchacha había unido la casa de York y la casa de Lancaster, acallando a aquellos yorkistas recalcitrantes y crueles que deseaban ver a Enrique derrocado. Todo había salido a pedir de boca, pensó Margarita.
A Isabel Woodville no le quedaba más remedio que aceptar que quien estaba al mando de todo en la casa real era la madre del rey. Y en aquel momento la decisión más importante era dirigir cuanto ocurriera en la habitación preparada para el nacimiento del nuevo miembro de la familia real. Margarita tendría un dominio absoluto e Isabel debería acatar sus órdenes.
—Hemos hecho bien en venir a Winchester con tiempo —dijo—, porque el deseo del rey era que su hijo naciera aquí.
—Yo hubiese preferido Windsor —comentó Isabel Woodville.
—Son los deseos del rey los que deben prevalecer en estos casos. Este castillo lo construyó el rey Arturo. El gran Arturo.
—Eso son sólo suposiciones —interrumpió Isabel.
—Arturo es el antepasado del rey.
—Mi querida condesa, son muchos los que sostienen que descienden de Arturo.
—Quizá. Pero el rey no lo sostiene, simplemente es su descendiente. Siempre ha admirado profundamente a Arturo. De niño leía constantemente las historias del rey y los caballeros de su corte. Y cuando supo que iba a ser padre, dijo: «Deseo que mi hijo nazca en el castillo de Arturo.» Esa es la razón por la cual la reina se encuentra aquí.
—Si será un hijo o no es algo que no podemos saber. Sólo nos cabe esperar que así sea.
—No me cabe ninguna duda de que vuestra hija tendrá mucha descendencia, como vos.
Isabel sonrió complacida. En este punto se sentía superior a la condesa, que, aunque había tenido tres maridos, sólo había dado a luz una vez. Claro que su hijo era ahora el rey de Inglaterra, pero también su Eduardo V lo había sido... aunque sólo unos meses, antes de desaparecer misteriosa y trágicamente en la oscuridad.
—En la habitación debería haber un poco de luz —dijo.
—Hemos dejado una ventana sin tapar del todo. Esa luz será más que suficiente —contestó la condesa.
Isabel estaba furiosa. De esas cosas sabía más ella, puesto que había dado a luz muchas veces, así que la condesa no tenía que darle lecciones.
—Cuando pienso en mi hijito... que nació en el santuario...
—Sí, ya lo sé, pero el hijo del rey nacerá en el castillo de Winchester y no debemos pensar en nada más.
—Milady, ¿no creéis que hablar del sexo de la criatura con esa seguridad puede traer mala suerte?
—No, no lo creo. Estoy segura de que será un niño. Un niñito... que está impaciente por nacer y no puede esperar más.
—Confío en que todo irá bien y que a Isabel no le pasará nada. Los partos antes de tiempo me asustan tanto que casi preferiría que no fuese una criatura prematura... que...
La condesa la miró horrorizada.
—¿Insinuáis que hubieseis preferido que el rey consumara la unión antes de la celebración...? No iréis a decir que...
—¡No, no! Estoy convencida de que... nunca haría una cosa semejante. Pero, si la criatura nace antes de tiempo, ¿no será muy frágil?
—A veces ocurre así, pero Isabel goza de buena salud. Y tengo el convencimiento de que, si nace delicado, pronto lo convertiremos en un niño fuerte.
—Isabel es joven... Es de esperar que tenga muchos hijos.
Ésa era la conversación que mantenían Isabel Woodville y Margarita Beaufort mientras aguardaban que el llanto de la criatura irrumpiera en la estancia. Isabel estaba aprensiva, pero luchaba por ocultarlo. Hacía poco que su hija había estado con calenturas y el hecho de que fuera un parto prematuro la inquietaba más de lo que estaba dispuesta a admitir. Si Isabel muriera... No, era mejor no pensar en ello. Ya era suficiente desgracia haber perdido a sus amados hijos. Isabel sobreviviría. En ella cifraba sus esperanzas la casa de York, y si ella y la criatura muriesen el conflicto volvería a estallar. Los yorkistas derrocarían al lancastriano que ocupaba el trono. Le constaba que en algunos círculos decían que Enrique era un impostor y que sólo lo aceptaban porque se había casado con una hija de la casa de York. Cuando naciese la criatura —y había que rogar a Dios que fuera un niño—, el pacto quedaría sellado.
—Isabel, mi querida hija —suplicaba—, vive... vive y danos un niño fuerte y sano... por el bien del país, por el bien de todos.
La condesa de Richmond estaba menos tranquila de lo que aparentaba. Los partos prematuros eran peligrosos, y sin lugar a dudas ése lo era, puesto que era imposible que Isabel hubiese tenido un amante —nunca habría hecho nada semejante— y Enrique nunca habría tomado a su mujer antes de hacerla su esposa. No... no... era una criatura prematura, eso era todo. Esas cosas pasaban. Lo importante era que viviese y que Isabel tuviera más hijos, por el bien del país. Había que poner fin al conflicto entre la casa de York y la casa de Lancaster. Esas guerras, aunque intermitentes, habían durado treinta años. El rey Eduardo IV había conseguido, gracias a su fuerza, contener a los dos bandos, pero a su muerte habían vuelto a enfrentarse. Y ahora... la casa de Lancaster estaba en el poder porque el rey era un lancastriano, pero los yorkistas estaban satisfechos porque la reina pertenecía a la casa de York. Era un ajuste ideal, pero esa conciliación había que afianzarla. La reina tenía que seguir siendo la reina y tenía que nacer un niño.
Había sido todo muy prometedor, hasta que la criatura había decidido venir al mundo prematuramente.
Si Isabel muriera, pensó la condesa, y si el niño muriera... ¿qué ocurriría entonces?
Había estado observando a Cecilia. Era una chica bien parecida; todas las hijas de Eduardo IV eran auténticas beldades, de hermoso pelo rubio, que habían heredado de su madre. Era normal que fueran tan bellas, puesto que sus padres habían sido el hombre y la mujer más apuestos del país, según decían muchos.
Si Isabel muriera, ¿podría Enrique casarse con Cecilia...? Era un asunto delicado, pero la condesa tenía la costumbre de adelantarse a los acontecimientos para estar preparada.
Mientras, la reina estaba ansiosa por ver nacer a su hijo. Los dolores eran ahora intermitentes; se sentía muy débil y temía estar muriéndose. Los primeros síntomas habían llegado tan de improviso que la hallaron desprevenida y tenía mucho miedo. Era extraño, no debía dar a luz hasta dentro de un mes. La habían traído a esa habitación oscura, cuando lo que ella necesitaba, y de qué manera, era un poco de luz. Pero eso contravenía la etiqueta que la realeza debía guardar, le había dicho su suegra... y era su suegra quien imponía las normas.
El rey le debía respeto a la condesa, e Isabel se lo debía al rey. No estaba segura de amar a su esposo. No era como se lo había imaginado. Cuando le hablaron de ese matrimonio, en su imaginación lo veía como a un héroe de libros de caballería. He aquí al caballero que me protegerá de tío Ricardo, se había dicho. No es que tuviera miedo de su tío; recordaba que iba a visitar a su padre, cuando éste vivía, y que los dos hermanos sentían afecto el uno por el otro, aunque tío Ricardo era muy distinto a su padre, que era jovial y extravertido. Taciturno, retraído, muy serio: así era tío Ricardo. Apenas decía nada, pero Ana Neville lo había amado, y Ana Neville había sido una buena amiga para ella.
La verdad es que temía a su esposo. Él le había demostrado su afecto y le había asegurado que su matrimonio lo hacía muy feliz, pero había algo en él que no entendía: era tan retraído... tan distante e inescrutable. Nunca lograría saber qué secretos guardaban celosamente sus ojos. Quizá era mejor que no lo descubriera, pensó.
Sabía que su deber era dar a luz un niño sano, y estaba muy nerviosa porque temía no poder cumplir con lo que esperaban de ella. Al repasar su vida, vio que ésa era la misión que le había sido encomendada. La habían zarandeado tanto... Primero habían planeado un matrimonio, que parecía muy importante... Y luego otro. En el pasado la habían ofrecido al hijo de Margarita de Anjou. Pero todo quedó en nada, porque estaba comprometido con Ana Neville, cuando el conde de Warwick, el padre de Ana, cambió de bando y se alió con Margarita de Anjou, traicionando a su viejo amigo y aliado el padre de Isabel. Más tarde la destinaron al Delfín de Francia. Qué alto concepto tenía de sí misma, entonces. Y su madre también: exigió a la corte que llamaran a su hija Madame la Dauphine.
Pero luego el rey de Francia había decidido darle a su hijo otra mujer y eso, según decían, había destrozado hasta tal punto a Eduardo IV que fue una de las causas de su muerte.
Al menos su vida parecía haber alcanzado la estabilidad, en este aspecto. Lo que deseaba ahora era poder vivir con tranquilidad... en paz... rodeada de muchos hijos, que la mantuviesen ocupada todo el día. Eso es lo que quería y, por una vez, sus deseos coincidían con los deseos de los demás, así que quizá podría verlos cumplidos.
Tal vez no había motivos para temer tanto a su marido, un hombre de mirada gélida. Quizá ocurría sólo que estaba acostumbrada a su padre, Eduardo IV, y había esperado que su esposo fuese como él: siempre de buen talante, jovial, apuesto, extravagante en el vestir, y que encandilaba a todos con su sonrisa y con sus palabras bien escogidas. Recordaba que en una ocasión lord Grauthuse visitó la corte y su padre quiso agasajarlo. Hubo grandes festejos en su honor y en uno de los bailes su padre fue a su encuentro y bailaron juntos. Qué diminuta debió de parecer al lado de su enorme cuerpo, pero qué inmensamente dichosa se sintió... Sobre todo cuando al acabar el baile él la tomó en sus brazos, la levantó y la besó delante de todos. Fue uno de los momentos más felices de su vida. Recordaba cómo su madre, tan bella que parecía un ser llegado de otro mundo, contempló la escena con una sonrisa afable en los labios... Sí, era la niña más dichosa de la corte... del mundo entero, probablemente. Pero qué pronto se aprendía en la vida que la dicha es sólo un instante fugaz... Aparece... para volver a desaparecer al momento... pero deja un rastro indeleble... un recuerdo que puede conjurarse a voluntad y que ofrece un bálsamo que fortalece.
Ahora, tendida en la cama en aquella habitación oscura, rodeada de tanta gente que cuchicheaba, podía evocar, en los momentos en que el dolor la dejaba respirar, hechos del pasado, de su vida...
Recordaba el sombrío día de noviembre en que nació su hermano Eduardo en el santuario de Westminster, donde su madre, sus hermanas y ella misma habían ido a refugiarse de sus enemigos. Jamás olvidaría el júbilo de todos cuando se enteraron de que era un niño. Su madre dijo: «Ésa es la mejor noticia que podíamos darle al rey. Ahora el trono volverá a ser suyo.» Recordaba el bautizo de su hermanito en aquel lugar tan tétrico; ni siquiera hubo una ceremonia, y eso que el niño que había nacido era hijo del rey y algún día le sucedería en el trono.
Eduardo, querido hermanito, ¿dónde estás?, pensó. ¿Y dónde está mi hermano Ricardo? Eduardo, tú eres el verdadero rey de Inglaterra, ¿qué te han hecho?
No debemos pensar en los muchachos, había dicho su madre. Deben de haber muerto... Es la única explicación.
Sí, claro, ésa era la única explicación, porque si estuvieran vivos y no fueran ilegítimos —su tío Ricardo los había declarado ilegítimos—, entonces Enrique no tendría derecho al trono y ella no sería la verdadera reina. Y él tuvo que declararlos legítimos, porque el rey de Inglaterra no podía casarse con una bastarda, y eso es lo que sería si sus hermanos también lo eran.
Decididamente no había que pensar en esas cosas, y menos todavía cuando estaba a punto de traer una criatura al mundo.
Pero esos pensamientos volvían a ella una y otra vez... Qué insidiosos y qué terribles eran. Se había rumoreado que, cuando su tía, la reina Ana, esposa de tío Ricardo, estaba agonizando, ella, Isabel, y el rey habían conspirado y la habían envenenado. Era monstruoso. Y absurdo. Tío Ricardo adoraba a su esposa, eso saltaba a la vista, y a ella, a Isabel, nunca le había pasado por la cabeza la idea de casarse con él. ¡Era su tío! ¡Hubiese sido un crimen! ¡Y todo para ser reina de Inglaterra!
Él debió de estar igualmente horrorizado porque, cuando la reina murió, la obligó a alejarse de la corte y la envió a su castillo de Sheriff Hutton, en el norte, donde fue retenida, aunque no abiertamente prisionera, porque él sabía que se había comprometido en secreto con Enrique Tudor.
Ésa era su vida: siempre zarandeada de aquí para allá. Nadie quiso oír nunca cuáles eran sus deseos. La habían utilizado a su antojo. Un día la recibían en la corte y era tratada con halagos y mimo; y al siguiente, la mandaban al exilio, que en realidad era una prisión.
En Sheriff Hutton había disfrutado de la compañía de su primo Eduardo, conde de Warwick, hijo del duque de Clarence... el hermano de su padre que había muerto en la Torre de Londres, ahogado en un tonel de malvasía. Pobre Eduardo, qué vida más triste la suya. Cuando murió su padre, contaba sólo tres años de edad y era huérfano de madre. Durante una época, en la que fue feliz, cuidó de él su tía Ana, a la sazón duquesa de Gloucester y luego reina de Inglaterra. Hubo un tiempo, después de la muerte del hijo del rey Ricardo, en que éste había pensado nombrar su heredero a Eduardo. Pero el chico seguía en Sheriff Hutton, y cuando Isabel llegó al castillo, lo halló plenamente instalado y nació entre ellos la amistad.
Allí estaban ellos cuando tuvo lugar la fatídica batalla de Bosworth, que iba a cambiar la vida de mucha gente, incluidos aquellos dos adolescentes, prisioneros en Sheriff Hutton, aunque nadie lo dijese así.
Isabel llegó a la corte para casarse con el nuevo rey; y el joven conde de Warwick, que representaba una amenaza para Enrique, fue trasladado a Londres y recluido en la Torre.
Isabel estaba preocupada por él. Le hubiese gustado visitarlo y pedirle a su esposo, o a su suegra, por qué razón tenían a su primo Eduardo confinado en la Torre. ¿Qué es lo que había hecho... aparte de ser el hijo del duque de Clarence y haber podido arrebatarle el trono a Enrique?
Cuando una vez sacó a relucir el tema, los ojos de su esposo adoptaron la expresión gélida e impenetrable que le era tan familiar.
—En ningún otro lugar estaría mejor —dijo en un tono de voz que no dejaba lugar a dudas sobre sus intenciones.
Y la condesa de Richmond comentó:
—El rey toma las decisiones más convenientes.
Pero era injusto... era injusto... —se dijo—... retenerlo prisionero sólo porque...
No quiso llevar su razonamiento más allá, pero las ideas volvían, insidiosas: «Sólo porque tenía más derecho al trono que Enrique Tudor... Después de los hijos de Eduardo IV, el descendiente más directo era el hijo de su hermano Jorge, duque de Clarence... Pero ¿dónde están los hijos de Eduardo IV? ¿Dónde están mis hermanitos Eduardo y Ricardo?»
Era increíble: siempre acababa haciéndose esta pregunta, para la que no hallaba ninguna respuesta.
Los dolores arreciaron otra vez y no pudo pensar en nada más.
El rey había salido de caza cuando le llegó la inquietante noticia de que estaba a punto de ser padre. El terror hizo presa en él. Todavía no era la hora... No sólo tenía que nacer un niño, sino que además tenía que vivir. Solamente así estaría seguro en el trono.
Su hijo lo significaba todo para él. Estaba convencido de que tenía todas las cualidades que debía tener un rey, y de que era capaz de convertir a Inglaterra en una nación rica y próspera. Odiaba la guerra porque no aportaba ningún beneficio a los implicados en ella. Había visto cuáles habían sido los resultados, para su país, de la guerra de los Cien Años y de la guerra de las Dos Rosas. El quería la paz. Y un comercio floreciente. Eduardo IV había visto las ventajas que reportaban tanto la paz como el comercio y era evidente que el país había prosperado durante su reinado. Quería que las artes florecieran, porque significaban un enriquecimiento para el país. Quería acumular riquezas, porque cuanto más llenas estuvieran las arcas, menos vulnerable sería Inglaterra; el dinero podía utilizarse para promover el comercio y la exploración, que redundarían en la ampliación de los mercados. Enriquecería el país promoviendo, también, la arquitectura y la cultura. Los impuestos que pesaban sobre el pueblo debían utilizarse para construir una nación próspera, no para dilapidarlos en guerras inútiles y fútiles extravagancias.
Sí, sabía qué necesitaba su país, y él podía proporcionárselo. Sabía también que debía la corona a un golpe de fortuna. Habría podido perder la batalla de Bosworth, y probablemente la habría perdido si el hermano de su suegro, sir William Stanley, no hubiese desertado. Tenía tantas cosas que agradecerle a su madre... Su madre estaría siempre a su lado, y él la honraría y la veneraría hasta la muerte. Ahora él era el rey, y lo seguiría siendo, pero no debía olvidar que, por ser de origen bastardo, su posición no era del todo segura. Muchos podían decir que su abuelo, Owen Tudor, nunca había estado casado con Catalina de Valois y que, por tanto, sus nietos eran bastardos... por más que tuvieran sangre real. Incluso sobre su madre, hija de John Beaufort, primer conde de Somerset y su único heredero, descendiente de Juan de Gante, pesaba la mácula de la bastardía. Él era el primero en admitir que su derecho al trono era poco fundado, y ésa era la razón por la cual debía andar con tiento y mantener los ojos bien abiertos, porque aquellos que tenían más derecho podían sublevarse y derrocarlo.
Le preocupaba el conde de Warwick, Eduardo, pero estaba en la Torre y allí debía permanecer, para mayor seguridad. Era una gran suerte que el único hijo legítimo de Ricardo III hubiera muerto. Seguro que los yorkistas creían que Isabel de York era la heredera de la corona, pero Isabel era ahora su esposa. Tenía que agradecer a los hados el haber conseguido casarse con ella. No sólo tenía derecho al trono, sino que además era una buena esposa. Su madre le había dicho: «Te aportará grandes alegrías y pocos problemas.» Y eso era lo que necesitaba. La gentil, la amable Isabel, la hija legítima de Eduardo IV, estaba ahora a su lado. Y era fértil.
Pero si Isabel era la hija legítima de Eduardo IV, también lo eran sus hermanos. Eso angustiaba profundamente a Enrique.
No quería pensar en aquellos niños que habían estado alojados en la Torre. Se decía a sí mismo, una y otra vez, que no debía seguir preocupándose. Ricardo había sido muy imprudente al no dejar que la gente los viera, una vez se desataron los rumores de que habían muerto. Ricardo, el juicioso Ricardo, había cometido dos errores en su vida: confiar en los Stanley le había costado la corona, y al esconder a los príncipes, creando un gran misterio en torno a sus vidas, perdió su reputación.
No soy, por naturaleza, un hombre cruel, cavilaba el rey. No soy un asesino. Pero a veces lo que parecen actos injustos y perversos son necesarios para el bien de la mayoría. Y entonces dejan de ser injustos o perversos. ¿Qué son las vidas de dos niñitos comparadas con la prosperidad de todo un reino, de la que dependen tantas y tantas vidas?
No debía dejar que esas ideas desagradables lo desasosegaran. Sería fácil, si no lo atormentara —como lo atormentaba— el pensamiento de que los espectros del pasado podían presentársele a uno en cualquier momento y cuando menos se lo esperaba para pedirle cuentas. Eso, en la vida de un rey, podía tener efectos desastrosos. Pero era una locura adelantar acontecimientos. Tiempo habría de enfrentarse al peligro cuando éste surgiera.
El hijo de Clarence representaba una seria amenaza, porque los enemigos de Enrique podían utilizar al niño para destronarlo. Siempre habría los que nunca olvidarían que Enrique era un lancastriano, y el conde de Warwick un yorkista y heredero de la corona, si se demostraba que los hijos de Eduardo IV habían muerto. Pero, a menos que fuera absolutamente necesario, el niño no debía morir. Había que evitar derramar más sangre de la necesaria.
Ésos eran pensamientos turbadores, pero los pensamientos de un rey eran a menudo turbadores y él estaba preparado para arrostrarlos. No había tenido una vida fácil. Muchas veces temió estar cerca del fin... ¡Qué agradecido debía estar de haber tenido la oportunidad de cumplir su destino!
John Morton, el obispo de Ely y buen amigo suyo, le había asegurado que Dios lo había elegido. Morton se merecía el arzobispado de Canterbury y Enrique iba a dárselo el próximo mes. A Morton le debía la vida y eso era algo que nunca olvidaría. Se había prometido ser implacable con los enemigos, pero todo aquel que le hubiese demostrado ser su amigo debía contar con su gratitud.
Su tío Jasper y Morton eran sus mejores amigos... sin contar a su madre, claro, aunque era natural que una madre sintiera devoción por su hijo. Quizá lo mismo sucedía con un tío. Morton, con el que no estaba unido por ningún vínculo de sangre, era, sin embargo, su mejor amigo.
No obstante, a Jasper Tudor, su tío, le debía mucho. Había sido fiel a la causa lancastriana cuando las cosas se habían puesto feas. Su madre le había dicho que le aterrorizaba que la dejaran sola con su bebé y que no podía ni imaginarse qué les habría ocurrido de no ser por tío Jasper.
—Recuerdo el día que vino a verme —le había dicho a su hijo—. Me abrazó. Me dijo que velaría por ti como se vela por algo sagrado. Los Tudor siempre habían permanecido unidos y, como tu padre había muerto, él se comportaría como un padre y cumpliría con todos los deberes que eso representa. Nunca lo he olvidado. Y eso es lo que hizo, Enrique, cumplió su palabra. No olvides nunca cuánto le debes a tío Jasper.
No, nunca lo olvidaría. En cuanto llegó al poder, le otorgó el título de duque de Bedford y lo nombró consejero privado; le restituyó el condado de Pembroke y le dio el cargo de juez mayor del Sur de Gales. No, nunca olvidaría a Jasper.
Su tío se había hecho cargo de la educación de Enrique, que gracias a él tuvo los mejores tutores.
—A ese niño le apasiona el estudio —había dicho Jasper—. Sería un crimen no darle los mejores maestros.
Su madre estuvo plenamente de acuerdo sobre este punto, de modo que Enrique se enfrascó en el estudio y la lectura, sobre todo historias sobre el rey Arturo y el rey Cadwallader, a quienes tenía por antepasados suyos. Muy pronto comprendió que la vida es incierta: su tío Jasper estaba casi siempre ausente, debido a las continuas batallas que la guerra encarnizada traía consigo y que tan pronto ganaban los yorkistas como los partidarios de Lancaster. Tras una derrota particularmente aplastante, cuando Enrique contaba sólo cinco años de edad, Jasper tuvo que huir a Escocia. Al niño, que vivía en el castillo de Pembroke, se lo llevaron a la fortaleza de Harlech, donde permaneció al cuidado de los partidarios de Lancaster hasta que cumplió nueve años.
Esa época de su vida había sido terrible. Enrique odiaba la guerra. La odiaría siempre. No sería un rey guerrero, como lo habían sido Enrique V, Eduardo I y Eduardo III, que buscaban la guerra incluso cuando no traía ningún beneficio. Cuánto mejor hubiera sido, para ellos y para el país, vivir en paz. No podía decir lo mismo del archienemigo de su familia, Eduardo IV, porque sólo había librado combates cuando así lo pedían las circunstancias y se sentía amenazado. Enrique entendía que luchar cuando la corona estaba en peligro estaba más que justificado.
Cuando cumplió nueve años, William Herbert arrebató a los partidarios de Lancaster el castillo de Harlech, que pasó a manos de los yorkistas... y con él el joven Enrique. Era increíble lo fácil que era encariñarse con extraños. Pronto sintió afecto por los Herbert, sus guardianes, especialmente por lady Herbert, que lo trataba como nadie lo había tratado hasta entonces: como a un niño. Era extraño, pero eso le causaba enorme placer. Lo regañaba, lo protegía y lo quería como a un hijo. Lord Herbert recibió el título de conde de Pembroke, título que le había sido arrebatado a Jasper. Enrique y el joven Maud Herbert estudiaban juntos, montaban a caballo juntos, se peleaban y, a decir verdad, cada uno gozaba con la compañía del otro. Lady Herbert los observaba; quizá en el futuro su relación sea aún más estrecha, pensó. Luego la guerra tomó un nuevo derrotero y la victoria cambió de signo. El recién nombrado conde de Pembroke murió en la batalla, los partidarios de Lancaster volvieron al poder, Eduardo IV huyó del país y Jasper regresó.
Fueron tiempos decisivos en la vida del joven Enrique, porque lo llevaron a Londres, donde fue presentado al rey Enrique VI, el hermanastro de su padre, quien le dispensó una calurosa bienvenida, a la vez que le hizo halagadores comentarios sobre su físico, mientras musitaba, algo abstraído, como era normal en él, que quizá llegaría el día en que una corona ceñiría su hermosa cabeza.
Esa fue la primera vez que el joven Enrique pensó en la posibilidad de ser rey. Había observado que al rey le rendían pleitesía, y le llenaba de gozo saber que era pariente suyo. Regresó a Gales y se enfrascó de nuevo en la lectura de los libros que narraban la historia de Arturo y de Cadwallader. Él era uno de ellos y podía ser que en el futuro también fuera rey.
Tío Jasper, por aquella época, había abrigado grandes esperanzas. El rey trataba con deferencia a sus parientes, los Tudor. Era evidente que el físico y el saber del joven Enrique lo habían impresionado favorablemente, a pesar de que su mente turbia y confusa no se dejaba impresionar con facilidad.
—Si consigue afianzarse en el trono —dijo Jasper—, tendrás un alto puesto en la corte, querido.
Pero el pobre Enrique, que estaba enajenado, no se afianzó en el trono y el poderoso Eduardo regresó poco después para hacer valer su derecho a la corona; y lo hizo con tal firmeza que, arropado por el pueblo que siempre lo había querido, dejó muy claro que la casa de York seguiría en el poder mientras el magnífico Eduardo viviera.
Eduardo era astuto y no le gustaba nada que el muchacho estuviera en Gales, donde proseguía su formación.
—Está claro que aquí no estamos seguros —dijo tío Jasper.
Y así fue cómo decidieron partir, con la intención de dirigirse a Francia, pero se levantó un fuerte viento que los arrojó a la costa de Bretaña, donde fueron recibidos cordialmente por el duque Francisco II.
Comprendieron que había sido una decisión acertada cuando Eduardo pidió al duque de Bretaña que le entregara al joven Enrique Tudor.
—No tengo intención de retenerlo prisionero —había asegurado Eduardo—. Quiero que se case con una de mis hijas.
Jasper, al oír esto, se carcajeó y decidió que se quedarían en Bretaña hasta que en Inglaterra las cosas se calmaran y hubiera, como él decía, un clima más propicio.
Con frecuencia había pensado Enrique que el exilio, verse obligado a vivir lejos del propio país, era una de las circunstancias más tristes en la vida de un hombre o de una mujer. Había que rogar a Dios para que eso no volviera a repetirse.
De no ser por John Morton, ahora no estaría aquí. Qué buen amigo había sido: ¡dispuesto a luchar por una causa poniendo su vida en peligro! Sí, John Morton había atravesado momentos difíciles. A pesar de su simpatía por los partidarios de Lancaster, se había ganado la confianza del rey Eduardo. Cuántas locuras cometen algunos hombres, incluso los mejores. Tanto Eduardo como Ricardo, a quienes él creía prudentes en muchos aspectos, las habían cometido. Nunca pusieron en duda la lealtad de aquellos de los que se habían rodeado: bastaba que alguien se declarara amigo suyo para que ellos aceptaran su palabra. Él no confiaría en nadie que no hubiese demostrado que era digno de confianza. Confiaba tanto en su madre que hasta pondría su vida en manos de ella. Y, por supuesto, también confiaba en Morton, pero no le tenía una confianza total y absoluta: nunca olvidaría lo que le había sucedido a Ricardo por confiar en Stanley. ¿Cómo pudo ser tan ciego? Esa ceguera, esa locura, le habían costado la corona... o al menos habían contribuido a ello.
Eduardo había confiado en Morton y lo nombró su ejecutor testamentario. Cuando Eduardo murió, Morton, que era obispo de Ely, gozaba de una elevada posición. Pero Ricardo había sospechado de él. ¿No lo habían detenido en aquella famosa reunión del Consejo en la Torre cuando Hastings perdió la vida? Pero ¿qué había hecho Ricardo? A pesar de todo, le dio al obispo la custodia de Buckingham. ¿Cómo pudo confiar en él hasta ese punto?
Cuanto más meditaba sobre el pasado, más claramente veía que un rey debe ser ante todo cauteloso y precavido. Debía desconfiar de todos, no debía adormilarse ni cejar en su propósito. Y aquellos que se interpusieran entre él y el trono debían ser eliminados a su debido tiempo. No sólo por el bien de Enrique Tudor, sino por la paz y la prosperidad del país.
Había que vigilar de cerca incluso a los buenos amigos como Morton, que le había salvado la vida. Eso nunca lo olvidaría, y le recompensaría por ello. Pero había que vigilarlos a todos.
Sí, incluso a Morton, aunque él fue quien le avisó de que Ricardo tenía intención de capturarlo en Bretaña, y así pudo huir a Francia a tiempo. A Morton le debía la vida. Morton huyó de Buckingham y se fue a Ely, y de allí a Flandes, donde se había reunido con Enrique y planeado la conquista que había significado ganar un reino para el joven Tudor.
Y ahora aquí estaba... casado con Isabel, heredera de la casa de York, esperando el nacimiento de su hijo.
Quién sabe, se dijo, quizá el niño ha nacido ya.
Espoleó el caballo y se dirigió veloz a Winchester.
La reina yacía exhausta pero inmensamente regocijada. Todo había terminado. Había oído el llanto del recién nacido y la condesa de Richmond estaba a su lado, sosteniendo a la criatura en sus brazos.
—¡Es un niño! —exclamó—. Sano... aunque menudo, por ser prematuro.
—Un niño... —dijo la reina, tendiendo los brazos.
—Sólo un ratito, querida —dijo la condesa—. No debéis fatigaros. Haremos todo cuanto esté en nuestras manos para que os recuperéis pronto. Eso es lo que el rey ordenaría.
—¿Dónde está el rey?
—Pronto llegará. Ardo en deseos de ver su cara cuando sepa que tenemos un niño.
La reina vio a su madre, de pie ante ella, y le sonrió.
—Queridísima madre —dijo.
La reina madre estaba arrodillada al lado de la cama.
—Tenemos un niño, cariño —dijo—. Un niñito precioso. Se llamará Eduardo, como tu padre. Y roguemos a Dios que sea otro Eduardo como su abuelo.
La reina asintió con la cabeza y bajó los ojos para contemplar a su hijo. Pero su suegra lo cogió en seguida.
—La reina debería estar un rato con el niño —dijo Isabel Woodville—. Eso la confortará.
—Saber que tiene un hijo es lo que debe confortarla. Ahora está agotada y necesita descansar.
La condesa hizo un ademán a la nodriza.
—Llévate al niño. —Cuando la nodriza lo cogió para llevárselo, añadió—: El rey está aquí. He oído que anunciaban su llegada.
Salió de la habitación precipitadamente y fue a su encuentro. Quería ser la primera en decírselo.
Allí estaba su hijo, ansioso y receloso. La condesa hizo una reverencia. Nunca olvidaba el homenaje que había que tributarle al rey. Y no quería que nadie lo olvidase nunca.
Él la estaba mirando, expectante.
—Todo va bien —dijo—. Tenemos un bebé... —No quiso darle la información más importante de golpe, quizá porque sabía, intuitivamente, que tenerlo en ascuas unos segundos aumentaría la dicha al oír la noticia.
—Es sano —dijo—, fuerte, perfecto en todos los sentidos. —Prolongó todavía el suspense y luego lo soltó—: Un niño. Hijo mío, tenemos nuestro niño.
No cabía en sí de gozo y satisfacción.
—¿Está bien?
—Es pequeño... pero eso es normal en un prematuro. Pronto lo remediaremos.
—Un niño —dijo—. Se llamará Arturo.
—Un nombre muy apropiado. La madre de la reina ha sugerido el nombre de Eduardo.
El rey movió la cabeza. ¿Eduardo? Ese nombre, nunca. ¡Todos querían todavía a aquel rey apuesto y magnífico, a pesar de que ya estaba muerto, o quizá lo querían más aún porque estaba muerto, aunque le hubieran tenido afecto mientras vivió, y ese nombre no haría más que hacerles más vivo su recuerdo! ¡Eduardo! ¡Volverían a pensar en el principito que había desaparecido en la Torre!
Nunca.
—Quiero ver al niño —dijo.
—Ven conmigo.
Lo condujo hasta la habitación. La reina sostenía al niño en su regazo y eso la disgustó. Esa Woodville debió de dar órdenes que contravenían las suyas en cuanto ella bajó para ir al encuentro del rey. Tendría que hacer algo para poner fin a eso, pero éste no era el momento.
El rey fue hasta la cama y se quedó mirando al niño, maravillado.
La reina le sonrió. Y él a ella.
—Estoy muy contento —dijo.
—Es maravilloso —contestó la reina en voz queda—. No creía que tanta felicidad fuera posible.
—Tenemos un hijo... nuestro primer hijo. Ahora debéis reponeros cuanto antes.
Era como si hubiese dicho: «Tenemos que tener otro hijo, así que date prisa y no pierdas el tiempo reponiéndote.»
Tenía una mirada fría. A ella, que había vivido rodeada de una familia cariñosa y tierna, en la que las muestras de afecto eran habituales, la frialdad de su marido la repelía. Incluso en ocasiones como ésta era capaz de controlar sus emociones. El que ella estuviera sana y salva y el tener un hijo le llenaban de júbilo, pero sólo porque hubiese sido en extremo inconveniente que ella hubiera muerto. Un hijo y una mujer yorkista le eran necesarios para afianzarse en el trono.
—¿Verdad que es precioso? Se parece a mi padre —dijo.
El rey meneó la cabeza. Cómo iba a parecerse a Eduardo el Magnífico aquella criatura arrugada y con la cara roja.
—Deberíamos llamarle Eduardo —dijo Isabel Woodville—. Es un nombre apropiado para un rey.
—No, se llamará Arturo —contestó Enrique—. Ha nacido en el castillo de Arturo. Y así se llamará mi hijo. Arturo.
—Eso —dijo la condesa— es justo lo que yo he pensado. Vamos, Arturito. Tu madre tiene que descansar.
Miró triunfante a la madre de la reina, tomó al niño, que estaba en el regazo de su madre, y se lo entregó a la nodriza.
Era todo muy satisfactorio. Tenían un hijo. El país se alegraría e Isabel Woodville y su hija habían comprendido, una vez más, que había que obedecer las órdenes del rey y las de su madre.