EL FIN DE UN REINADO
L
a vida había recuperado la normalidad para Catalina. Las esperanzas que había alimentado con la visita de Felipe y Juana a Inglaterra habían resultado vanas. Su único consuelo era que la situación actual no podía durar mucho. El príncipe de Gales ya tenía quince años, una edad a la que podía esperar casarse. ¿Y si se casaba con otra persona? ¿Qué haría ella? ¿Qué podría hacer? Imaginaba que su única salida sería ingresar en un convento y entregarse a la oración y la meditación.
Por muy devota que fuera, no deseaba aquello. Quería tener hijos, una feliz vida de casada, y sabía que su única esperanza era el príncipe de Gales.
Siempre que lo veía, él era consciente de su presencia; le sonreía posesivamente, pero a ella le parecía que en sus ojos había algo que pedía gratitud. Estaba agradecida, pues sabía que siendo Enrique amable con ella iba en contra de los deseos de su padre, el rey; pero el sentido común le decía que incluso el príncipe de Gales debía saber que sólo se casaría con ella si no surgía otro proyecto mejor. Ella había oído murmurar que se había sugerido a Leonor de Castilla.
Su único consuelo era que lo sabría pronto.
Entonces llegaron noticias terribles de España. Felipe y Juana habían llegado a Castilla, donde las cortes habían reconocido a Juana como reina; Felipe recibió sólo el título de rey consorte, lo que no le agradó. Protestó en vano, alegando que Juana estaba loca; el pueblo de Castilla la reconocía como hija de la gran reina Isabel, su legítima reina. Felipe tendría que comprender, por muy archiduque de Austria que fuese, que sólo era el consorte de la reina de Castilla.
Había otro personaje amenazador en un segundo plano: Fernando. A menudo Enrique sonreía para sí cuando pensaba en su antiguo enemigo. ¿Cómo se sentiría Fernando, él, que por medio de Isabel había sido rey de Castilla y ahora se encontraba siendo sólo rey de Aragón?
Felipe tenía indudablemente sus propios enemigos, y en Burgos le había ocurrido una tragedia. Nadie sabía con seguridad qué había sucedido, pero se creía que empezó en un partido de pelota, en el que Felipe destacó. Acalorado por el juego, pidió un refresco y bebió hasta apurar la copa que le trajeron. Poco después empezó a sentirse mal, y cuando los presentes se preguntaron quién le había llevado la copa, nadie pudo recordarlo. Felipe se sintió muy enfermo y siguió así varios días. La propia Juana lo cuidó. Catalina se enteró de que su hermana había cambiado durante aquella época de infortunio. Por muy intensa que fuera su angustia, logró tranquilizarse y cuidó de Felipe noche y día, sin permitir que nadie más que ella supervisara la preparación de sus alimentos. A pesar de sus cuidados, una mañana descubrió manchas negras en el cuerpo de su marido, y ese mismo día murió Felipe.
Decían que había muerto de fiebres, pero todos sospechaban que había sido envenenado. El asunto no fue investigado a conciencia porque se recordó que el enviado de Fernando estaba en Burgos en aquel momento; y con Felipe muerto, siendo Carlos aún un niño y estando enajenada Juana, Fernando se convertía en regente de Castilla.
El rey Enrique se quedó asombrado por las noticias. El príncipe de Gales derramó lágrimas amargas. Felipe era tan joven, tan apuesto, tan vital, que era imposible pensar en él como un cadáver... y casi con seguridad por envenenamiento. El joven Enrique quería ir a Burgos para investigar el asunto, para descubrir al asesino e infligirle torturas abominables.
—Era mi amigo —dijo—. Nos queríamos.
Charles Brandon era algo escéptico, pero no aireó sus pensamientos. La gente empezaba a tener cuidado con lo que decía del príncipe.
El rey pensaba: «El intrigante Fernando tendrá ahora el control.» Y se preguntaba qué ocurriría con los planes que había forjado con Felipe durante la estancia forzosa de éste en Inglaterra. ¿Dónde quedaban los lazos de la amistad? ¿Y el matrimonio con la archiduquesa Margarita?
Esperaba oír en cualquier momento que Margarita no quería casarse con el anciano rey de Inglaterra, y estaba convencido de que el pospuesto matrimonio entre Leonor de Castilla y el joven Enrique sería descartado, ahora que Fernando tomaba las decisiones.
¿Qué beneficio le habían reportado las derrochadoras diversiones que proporcionó a Felipe? Enrique se lamentaba al pensar en el esfuerzo, la energía y sobre todo el dinero que le había costado cultivar la amistad de un hombre que había muerto antes de que finalizara el año.
Al parecer, lo único bueno que había conseguido de aquella visita era el regreso de Edmond de la Pole, que ahora era prisionero del rey en la Torre.
El rey tenía muchas molestias. El reumatismo había empeorado; su piel empezaba a amarillear; y se sentía mal durante buena parte del día.
Si encontrara una esposa, pensaba, me sentiría rejuvenecido. Era sorprendente que, con todo lo que tenía para ofrecer —nada menos que una corona—, fuera tan difícil encontrar a alguien que lo quisiera.
¿Por qué? ¿Era una indicación de lo que pensaba la gente de su posesión de aquel objeto reluciente tan deseable?
Sus amigos y sus ministros insinuaban que no era el mismo de siempre cuando dejaba que esa obsesión por retener la corona desempeñara un papel tan importante en su vida. Daban por sentado que la tenía firmemente asida. Él había hecho mucho bien a Inglaterra. Había gravado con impuestos a los ricos hasta que gimieron y protestaron amargamente; pero había conseguido una economía fuerte; tenía un país próspero, y si exigía impuestos a quienes podían permitirse pagarlos —además de a los que no podían permitírselo—, no era para costearse sus extravagancias. Nadie podía decir que el dinero que exprimía a sus sufridos súbditos se gastara en diversiones. Nunca había sido extravagante, a menos que una profunda reflexión le indicara que era oportuno hacerlo. El dinero sólo se utilizaba si podía reportar beneficios que superaran a los gastos.
Y de pronto tuvo una idea. ¡Juana! Ahora era viuda. Era muy atractiva, en realidad era una belleza. Era la reina de Castilla. ¿Por qué no iba a volver a Inglaterra como su novia?
Mandó llamar a De Puebla y le sondeó.
De Puebla había envejecido considerablemente, y el clima húmedo de Inglaterra no sentaba bien a su salud. Aun así, se quedó, sabiendo que su posición como intermediario y amigo del rey de Inglaterra, pese a servir a un amo español, era más interesante y estaba mejor remunerada que cualquier otro cargo que pudiera obtener en Castilla.
De Puebla se quedó anonadado por la sugerencia del rey.
—Milord... ha enviudado muy recientemente. No está muy equilibrada, como vos mismo pudisteis ver. Además, sigue tan enamorada de su difunto marido que ha ordenado que lo embalsamen y lleva el ataúd con ella a dondequiera que vaya. Acaba de dar a luz una hija... No es el momento oportuno...
¡El momento oportuno! El tiempo era el dedo en la llaga del rey. Podía sentir que se le escapaba. Tenía que encontrar una esposa rápidamente.
—Ha demostrado que es fértil —dijo el rey—. Es hermosa. Me agrada mucho.
—Milord, conocéis su desequilibrio mental...
—El desequilibrio mental no le impide tener hijos. Yo quiero hijos, y quiero una esposa que me los dé rápidamente.
—Comunicaré vuestros deseos al rey Fernando —dijo De Puebla.
—Y le haréis ver las excelentes perspectivas que tendrá su hija. Será reina de Inglaterra.
—Un título que esperaba ver poseer a otra de sus hijas —dijo De Puebla. Deploraba desde hacía mucho tiempo su incapacidad de llevar a buen término aquel matrimonio. Sabía que Fernando confiaba en que lo consiguiera; pero sólo había podido informarle de las continuas y quisquillosas alusiones a la dote.
—Ése es otro tema —replicó el rey—. Si Fernando no paga el resto de la dote que nos debe desde hace tanto tiempo, tendré que pensar en poner fin al compromiso entre su hija Catalina y mi hijo.
Ah, pensó De Puebla, ansia desesperadamente casarse con Juana. ¿Podría servir esto como cebo para provocar el matrimonio de Catalina y el príncipe de Gales?
Catalina recibió cierto consuelo en aquellos meses. El rey le escribió diciendo que la amaba y que no podía soportar la idea de que estuviera preocupada por el dinero: incluía doscientas libras, que esperaba le fueran de alguna ayuda.
Catalina sonrió lánguidamente. Sabía lo que pasaba. Le llegaban fragmentos de rumores. El rey esperaba casarse con Juana y mantenía correspondencia con su padre al respecto. El eterno problema sobre el impago de la dote se reavivaría, y era evidente que, aun deseando a Juana, el rey comprendía que tenía que seguir manteniendo la puerta abierta al matrimonio entre Catalina y el príncipe de Gales.
Todo era muy cínico, pero Catalina supuso que debía agradecer la ayuda, fuera cual fuese la razón por la que se le ofrecía.
Fernando hacía mucho que sospechaba de De Puebla y no estaba contento con él, de modo que lo sustituyó por don Gutierro Gómez de Fuensalida, un hombre muy distinto de su predecesor: elegante, ceremonioso, de hecho lo que se esperaba de un embajador español, que ya había servido a Fernando en las cortes de Maximiliano y Felipe, y por lo tanto de reconocida capacidad como diplomático.
Las negociaciones se alargaron. Fernando hizo saber que Juana, a fin de cuentas la reina de Castilla, rehusaba separarse del ataúd de su difunto marido y pensaba llevarlo consigo a dondequiera que fuese. Difícilmente podía esperarse que considerara siquiera la posibilidad de un nuevo matrimonio, mientras estuviera en aquel estado.
Pero el rey siguió haciendo planes. Era como si se aferrara a Juana como última esperanza. Estuvo bastante enfermo a principios de año, y el príncipe de Gales empezó a comportarse como si ya llevara la corona. Ya no era un muchacho, y el pueblo decía que no podía pasar mucho tiempo antes de que fuese rey.
Si el viejo Enrique deseaba con desesperación una esposa, el joven ansiaba ceñirse la corona.
Maximiliano accedió a que su nieto Carlos se casara con la hija menor del rey de Inglaterra, María. Las celebraciones fueron espléndidas, y Catalina fue vista en un torneo, sentada junto al rey, y a él se le oyó referirse a ella llamándola hija.
Corría la primavera del año 1508 cuando el emisario inglés que Enrique había enviado a Castilla para averiguar la verdad oculta tras la diplomacia regresó con la noticia de que Fernando había declarado en secreto que no tenía intención de permitir que Juana se casara con nadie. Estaba loca, y él gobernaría Castilla en su nombre.
Enrique montó en cólera.
Se sentía cada vez más hundido. Había superado el invierno más o menos tullido por el reumatismo; sufría dolores constantes, y ninguno de sus médicos podía aliviarlos. Su temperamento, que durante tanto tiempo había mantenido admirablemente controlado, se desbocó.
En una ocasión el príncipe de Gales fue a verle y le encontró leyendo ceñudamente uno de los despachos que acababan de llegar de su confidente en Castilla.
De pronto, empezó a gritar.
—¡Fernando está jugando conmigo! No tiene intención de enviarme a Juana. Me ha engañado... ¡me ha mentido! Y Catalina no ha sido ninguna ayuda. Ha estado contando a su familia que la trato mal. No tienen intención de entregarme a mi prometida...
El príncipe de Gales contempló al desdichado en que se había convertido su padre. Ya no le tenía miedo. La corona se escurría rápidamente de las manos del viejo. Lo que siempre había temido desde que la obtuvo estaba a punto de ocurrir, sólo que no era cualquier pretendiente al trono quien se la arrebataría. Era la Muerte.
Casi soy el rey, pensó el joven Enrique. Ya no puede durar mucho.
—Estaba claro desde el principio —dijo— que Fernando no aceptaría esa unión... ni tampoco Juana.
—¿Qué insinúas? —gritó el rey—. Hemos estado negociando...
—Pero nunca en serio, por su parte. Fernando nunca tuvo la intención...
—¿Qué sabes tú de esos asuntos? No eres más que un crío.
—Ya no, milord.
Enrique miró compasivamente al hombre encogido, de articulaciones hinchadas, que se movía con mucha dificultad en su asiento, y sintió su propia juventud gloriosa apremiándole para librarse de sus grilletes.
—Estoy al tanto de lo que ocurre. ¿Qué importancia tiene ese matrimonio con la española? Juana está loca y vos, milord, sois demasiado viejo para casaros.
—Demasiado... viejo para el matrimonio... —barbotó el rey.
—Es evidente, es...
El príncipe se interrumpió de golpe, frenado bruscamente por la intensa furia que brotaba de los claros ojos de su padre.
—¿Cómo osas? —gritó el rey—. Tú... tú... mequetrefe... ¿cómo te atreves?
—Yo... sólo digo lo que considero la verdad.
—¡Fuera de mi vista! —exclamó el rey—. Tienes una opinión demasiado elevada de ti mismo. Eres un joven atolondrado... nada más. Ten cuidado. Todavía no estoy en la tumba, recuérdalo, y la corona aún no está sobre tu cabeza. Vete, he dicho. Me ofendes.
El príncipe se retiró precipitadamente. Estaba asustado. Había notado el poder del rey en aquella fría mirada, y temía que estuviera planeando alguna acción punitiva contra él.
En cuanto su hijo hubo salido, el rey permaneció sentado un largo rato, en silencio, con la mirada fija ante él.
La salud del rey mejoró ligeramente. El príncipe se mostraba dócil, asegurándose de obedecer a su padre en todo. Ninguno de los dos habló de la escena que habían protagonizado, pero ambos se miraban con desconfianza.
El rey era demasiado realista para no admirar a su hijo. Enrique tenía la hechura de un rey, y él debería estar agradecido por ello. Consolidaría la casa de Tudor. Si lograba moderar su vanidad, sus caprichos, si aprendía el verdadero valor del dinero, le iría bastante bien.
En cuanto al príncipe, admiraba a su padre; era consciente de que había sido un gran rey, capaz de obrar grandes prodigios. Desaprobaba casi todo lo que había hecho su padre, pero al mismo tiempo sabía que su cicatería había enriquecido el país.
Cuando llegue mi hora, pensaba el príncipe, disfrutaré de la vida. Haré feliz al pueblo. Les ofreceré grandes ceremonias y diversiones... torneos, justas... y de los caños manará vino gratis. No me dejaré embaucar por esos viejos avaros, Dudley y Empson. Sabré cómo complacer al pueblo.
El mes de junio cumpliría dieciocho años; sería un hombre, y qué hombre: más de un metro ochenta de estatura, más alto que los demás, tan apuesto que los ojos de las mujeres chispeaban cuando le miraban... destacaba en los deportes y en el aprendizaje, poeta, músico. Lo tenía todo.
Se le antojaba que todo el país aguardaba el glorioso momento en que fuera proclamado rey.
En la corte hubo muchas fiestas durante aquellas Navidades, y el rey las presidió, al parecer algo recuperado. Sólo a la intensa luz de la mañana se hacía evidente el tono amarillento de su piel. Durante el invierno sufrió cruelmente a causa del reumatismo... y aún seguía buscando una esposa.
El duro invierno acabó por fin y llegó el mes de abril. Pero aquel año de 1509, la primavera llegó tarde para el rey.
El príncipe de Gales fue convocado al dormitorio del rey en el palacio de Richmond, y todos comprendieron que el fin estaba próximo.
De rodillas ante el rey estaba su madre, pequeña y mustia, rezando por el alma de su hijo.
Quizá se preguntara cómo iba a vivir sin él, si había constituido el sentido de su vida, pero no era necesario: sentía que su propia muerte estaba cerca. Sería un acto de gracia del destino llevársela con su hijo.
Entró el príncipe.
¡Oh, qué guapo es!, pensó su abuela. Doy gracias a Dios por tener al joven Enrique. Esto no es la muerte, si queda Enrique para llevar la corona, para dar a la casa de Tudor muchos hijos ilustres.
El rey se esforzaba por respirar y pensaba en sus pecados. Eran muchos, se temía, pero quizá tuviera algunas virtudes. Había matado, sí... pero sólo —podía afirmar— cuando era por el bien de Inglaterra, y si además era en provecho propio, bueno, pues lo reconocía...
Pedía a la Virgen que intercediera por él y que alegara que todo lo que hizo fue por su pueblo.
Su madre le observaba. Le tranquilizaba, lo había hecho todo bien, no tenía por qué temer a la muerte.
Y allí estaba el joven Enrique... triste, porque la muerte es triste. Y sin embargo, tenía cierto aire radiante. Podía sentir la corona sobre su rubia cabeza, y aquello le satisfacía... como le había ocurrido a su padre.
Era por el joven Enrique por quien debían rezar todos, no por el viejo. Él ya estaba más allá de las oraciones.
—Milord. —Era el arzobispo, que acercaba su rostro al del moribundo—. El matrimonio del príncipe... ¿Cuáles son vuestras instrucciones?
Se produjo un breve silencio. Por un momento, el rey pareció revivir. Sus ojos buscaron los de su hijo. Sus labios se movieron.
—El príncipe... decidirá —dijo.
Como tenía que ser. Cuando él ya no estuviera entre los vivos, cuando Enrique fuera rey, haría exactamente lo que le apeteciera. No debía estorbar al muchacho dando órdenes que él desobedecería y le obligarían a idear una elaborada explicación para demostrar que su acto no había sido de desobediencia. Que tomara su decisión... libremente... como haría, en cualquier caso.
Además, había sido cruel con Catalina... Su conciencia, que había permanecido en silencio hasta entonces, empezaba a levantar la cabeza reprobadoramente.
Cerró los ojos. Todos le observaban.
De pronto, el joven Enrique se puso en pie. Sabía que ya no era el príncipe de Gales. Era el rey.