NACIMIENTO Y MUERTE

 

L

a reina estaba enferma. Estaba embarazada y, aunque no lo reconocería ante nadie, estaba asustada por su reclusión. Sólo los de su círculo íntimo debían conocer su estado de debilidad, y se angustiaba pensando en que el rey no debía enterarse.

—Ya tiene bastantes preocupaciones, no necesita preocuparse por mí —le confió a su hermana, lady Catalina Courtenay, que tenía sus propios problemas, pues su marido había estado cautivo en la Torre por complicidad en el caso Suffolk.

—Se diría que sólo hay penalidades —coincidió Catalina—. Siempre ha sido así, entre nosotros. A veces pienso que debe ser un gran alivio ser pobre, sin consecuencias de ningún tipo.

—Me atrevería a decir que los pobres tienen sus sufrimientos —replicó Isabel—. Creo que yo he sido afortunada. Tengo un buen marido y una gran familia. Aunque también hacen sufrir. Creo que nunca me recuperaré de la muerte de Arturo.

—Pobre muchacho. Siempre estaba enfermo.

—Era mi primogénito, Catalina, y te diré algo que no confesaría a nadie más: era mi favorito.

—Quizá sea una lección para todas. No deberíamos hacer distinciones entre nuestros hijos.

—Bien podría ser. Pronto perderé a Margarita por Escocia. Después le tocará el turno a María.

—Tendrás a Enrique y a los hijos que te dará. Da gracias por eso, Isabel.

—Lo hago. La vida no nos ha ido tan mal, ¿verdad? Cuando pienso en las vueltas que da el destino, es asombroso que nos haya ido tan bien. Tras la muerte de nuestro padre...

Catalina puso la mano sobre la de su hermana.

—No nos torturemos por aquello, ocurrió hace mucho tiempo. Ahora estamos aquí. Tú eres la reina, tienes un marido cariñoso y unos hijos de los que puedes estar orgullosa. Resultaría difícil encontrar tres niños más guapos y con más vitalidad que Enrique, Margarita y María.

—De acuerdo, de acuerdo. Confío en que el próximo sea un niño. Es lo que desea el rey. Sé que tenemos a Enrique, que es fuerte y sano, pero desde la muerte de Arturo, el rey tiene miedo.

—Enrique es demasiado asustadizo. Supongo que es inevitable que se preocupe por su sucesor, para cuando... Pero no importa. Me pregunto qué será ahora de la princesa española. Pobre muchacha. Para ella ha sido una tragedia. Creo que sentía un gran aprecio por Arturo.

—¿Quién no apreciaba a Arturo? Era una persona adorable... Oh, es cruel, cruel... arrancarlo de nuestro lado.

—Calla, hermana. No debes torturarte. Acuérdate del bebé.

Acordarse del bebé. Se diría que Isabel no había dejado de pensar en el bebé en toda su vida de casada. En cuanto acababa con un embarazo, debía producirse otro. Era necesario llenar las habitaciones de los niños, y cuando los hijos morían, era una gran tragedia. Había perdido al pequeño Edmond y a Isabel... Pero que Arturo fuera apartado de su lado había sido la mayor tragedia de su vida. Arturo, que había alcanzado la mayoría de edad, que había sido un marido, aunque sólo de nombre.

Pensaba en la otra Catalina, la princesita española, y sentía una gran lástima.

Mientras las hermanas hablaban, el rey llegaba a Richmond. Se produjo la algarabía que habitualmente provocaba su presencia, y cuando se dirigió a los aposentos de la reina, Isabel se preguntó qué asunto lo traía hasta ella a aquella hora del día. Estaba segura de que debía de ser algo de suma importancia.

El rey entró en las habitaciones y lady Courtenay se inclinó ante él y miró de reojo a la reina, que observaba al rey. Él hizo un gesto con la cabeza y lady Courtenay se marchó discretamente.

—Es poco habitual veros a estas horas —dijo la reina—. Confío en que todo vaya bien.

—Estoy preocupado. Se trata de la princesa española. Creo que vos podríais ayudarla... de una manera un poco delicada.

La reina esperó.

—Creo que le habéis mandado una invitación para que acuda a veros aquí.

—Me pareció lo mejor. Pobre niña, debe sentirse abandonada.

—Pobre niña, sí. Y sé que haréis todo lo posible por confortarla.

—Lo intentaré. He ordenado a mi sastre que le prepare una litera, y he pensado que el palacio de Croydon sería una residencia apropiada para ella. Será absolutamente desdichada si se aloja en Ludlow.

—Pronto la veréis.

—Dentro de un par de días, creo. En cuanto concluya su viaje.

El rey se quedó pensativo.

—Esto ha creado una gran confusión. La posición de la princesa aquí...

—Sí, supongo que Fernando e Isabel esperarán que ahora vuelva a España.

—Eso es lo que quiero evitar. Si la recuperan, también querrán recuperar su dote.

—Comprendo.

—No tengo intención de desprenderme de esa suma.

La reina estaba a punto de replicar, pero lo pensó dos veces. No era aconsejable discutir de dinero y posesiones con Enrique; él sentía un gran respeto por los bienes, y se los tomaba con la mayor seriedad.

—He cambiado de opinión... y lo he discutido con mis ministros. Hay una forma de conservar la dote en nuestro país.

La reina le observó con suspicacia. ¿Iba a sugerir que se quedaría con ella porque ahora estaba en su poder? Sin duda no podía tener tan pocos escrúpulos.

Pero, naturalmente, no se trataba de eso. Enrique siempre tendría un motivo razonable para que todo fuera como él deseaba.

—Debemos mantener a Catalina en el país. Sólo hay una manera de conseguirlo: casándola con Enrique.

—¿Enrique? Eso es completamente imposible.

—¿Por qué? —preguntó el rey con una frialdad en la voz que raramente oía la reina. La razón era que casi nunca cuestionaba sus actos.

—Bueno —balbució—, tiene cinco años menos que ella.

—¿Cinco años menos? ¿Qué tiene eso que ver? Nunca he oído decir que cinco años de más o de menos sean un motivo para evitar un matrimonio que resultará ventajoso para todos los implicados.

—Ella se casó con el hermano de Enrique. No se consideraría legal.

—Una dispensa lo arreglaría.

—¿Y creéis que el Papa la concedería?

—El Papa hará lo que considere mejor para él. Podéis estar segura.

—Pero ¿no atenta contra las leyes de la Iglesia que una mujer se case con el hermano de su marido?

—Si el matrimonio no fue consumado, no veo motivo por el que no pueda hacerlo.

—El matrimonio tuvo muchas posibilidades de ser consumado. Ambos eran jóvenes... estaban juntos... y se atraían.

—Me parece muy poco probable que se consumara. Di órdenes de que no ocurriera, y Arturo jamás me habría desobedecido.

La reina comprendió que el rey estaba ligeramente irritado porque ella demostraba no estar de acuerdo con él. Se asombró de que fuera cierto, aunque sólo vagamente; quizá fuera porque la idea le parecía repulsiva, y lo sentía por la joven princesa, que pasaba involuntariamente del hermano muerto al vivo.

—¿Era éste el delicado asunto que querías encomendarme?

—Averiguad por boca de la propia Catalina si el matrimonio fue consumado o no.

—¿Y si no lo fue?

—Entonces, a mi modo de ver, no hay obstáculo para el matrimonio de Catalina con Enrique. Le plantearéis esta cuestión, y si la respuesta es negativa, quizá podríamos seguir adelante con las negociaciones.

—¿Y si hubiera ocurrido?

—Entonces no lo revelaremos a nadie. Ya decidiré lo mejor que puede hacerse.

—Veo que estáis decidido a que se case con Enrique.

—No veo otro modo de conservar la dote —dijo el rey con una sonrisa perversa.

 

Catalina era verdaderamente infeliz. Estaba muy desconcertada. Le extrañaba que poco antes fuera la esposa del heredero del trono, la futura reina, y ahora fuese viuda... una extraña en un país extraño, y no sabía lo que iba a ser de ella.

Su gran esperanza era volver a casa. Naturalmente, le buscarían otra pareja, pero al menos durante un tiempo estaría con su madre. No quería otra pareja. Se había percatado de lo afortunada que había sido yendo a parar a Arturo, que era tan amable y a quien había llegado a querer durante el breve tiempo que pasaron juntos.

También la reina había sido amable con ella. Le había escrito, aconsejándole que no se quedara en Ludlow. Allí había demasiados recuerdos, y lo mejor para ella sería trasladar su residencia a un lugar completamente nuevo.

«He mandado preparar el palacio de Croydon para vos —le escribió la reina— y mi sastre John Cope está fabricando una litera que os conducirá hasta Croydon. Será el medio de transporte más adecuado, hecha de terciopelo negro y paño negro y recamado con cenefas negras.»

Le recordó a un funeral, pero sin duda su estado de ánimo era profunda y amargamente lúgubre.

La reina estaba en lo cierto; se sintió un poco mejor en Croydon, pero a medida que su pesar por la pérdida de Arturo remitía, aumentaba su ansiedad por su propio futuro.

Al principio acudía muy poca gente a Croydon. Coincidió con su período de luto; pero un día recibió una carta de la reina, que estaba en Richmond, pidiéndole que fuera a verla.

«Por mi parte, estoy algo indispuesta —escribía la reina—. Por ello os pido que vengáis a verme.»

En su litera de terciopelo negro, Catalina abandonó Croydon, y cuando llegó a Richmond recibió un cálido abrazo de la reina.

—¡Mi querida niña! —lloró la reina—. Parecéis triste... Permitidme restañar vuestras lágrimas. Me parece que os era tan querido como lo era para mí.

Catalina inclinó la cabeza y la reina la sostuvo entre sus brazos.

—Él os amaba sinceramente —prosiguió la reina—. Yo era muy feliz al veros juntos, porque para mí no había duda de que vos erais la esposa que necesitaba. Era tan gentil... tan modesto... y eso es excepcional en los de nuestra alcurnia.

—Era todo lo que yo había esperado de un marido —dijo Catalina.

—Y vuestra unión fue tan breve... ¡Oh, en qué mundo tan cruel vivimos! Pero tenemos que seguir adelante, por honda que sea nuestra pena. Tenéis ante vos un futuro prometedor, querida niña.

—Me gustaría mucho ver a mi madre —dijo Catalina—. Milady, ¿sabéis cuándo se me permitirá ir a verla?

La reina guardó silencio. Después cogió las manos de Catalina.

—Sé que la amáis mucho.

Catalina asintió en silencio.

—Os aguarda otro matrimonio.

—¡Oh, no! No, todavía no... quizá nunca.

—Sois la hija de grandes reyes, y siempre habrá quien pretenda vuestra mano. No dudéis de que os espera otro matrimonio. Os habéis casado una vez y sois demasiado joven para ser viuda. Perdonadme por haceros esta pregunta, pero, ¿fue completo vuestro matrimonio?

Catalina miró fijamente a su suegra, sin comprenderla.

—Bien —insistió la reina—, cuando dos personas se casan, la Iglesia nos dice que una de las principales razones para hacerlo es la procreación, los hijos. ¿Hay alguna esperanza de que vos... pudierais tener un hijo de Arturo?

—¡Oh, no... no! —gritó Catalina—. Sería imposible.

—¿Imposible porque vos y Arturo... no consumasteis el matrimonio?

—No habría sido posible.

—Comprendo. Erais demasiado jóvenes... y él estaba enfermo... El rey temía por su salud, por eso estaba en contra de la consumación del matrimonio. Lo entendéis, ¿verdad, Catalina?

—Lo entiendo.

—Y por eso es imposible que tengáis un hijo de ese matrimonio, porque no se consumó.

Catalina asintió.

—Gracias, querida. Espero que no deseéis abandonamos.

—Habéis sido muy amable conmigo... en especial vos, milady.

—Mi querida hija, quiero seguir siendo amable con vos durante el resto de nuestras vidas.

—Volveré a España. Estoy segura de que mis padres enviarán a alguien a buscarme... pronto.

La reina titubeó. Estaba aceptando muchas cosas, pero sintió crecer su rebeldía, algo inusual en ella. Sentía lástima por aquella joven que había sido enviada a Inglaterra, lejos de sus amigos, y que ahora estaba siendo cambalacheada tan escandalosamente, traspasada de un hermano a otro en pro de los miles de coronas que componían su dote.

—El rey y yo hemos llegado a apreciaros mucho desde que estáis entre nosotros —dijo.

Catalina no creyó ni por un instante que el rey la apreciara en absoluto. Era difícil imaginar que apreciara a alguien.

—Sentiríamos mucho veros partir —prosiguió la reina—. Y además de nosotros, alguien más. Sin duda habréis notado la cálida mirada de nuestro hijo Enrique.

La alarma asomó a los ojos de Catalina. Intuyó lo que se avecinaba. ¡Oh, no! No podía soportarlo. Quería volver a casa, con su madre. Se había reconciliado con Arturo porque era amable y considerado, y con él la vida había sido mucho más feliz de lo que se había atrevido a imaginar. Pero ser transferida a su hermano... aquel joven... Ella era incluso mayor que Arturo. ¡Oh, con qué desesperación quería volver a casa!

—El rey daría su consentimiento a una boda entre vos y nuestro hijo Enrique.

—Enrique aún es un niño.

—Los niños crecen. Está muy desarrollado para su edad. Podría casarse a los dieciséis... incluso a los quince, tal vez.

—No creo que mis padres lo aceptaran —dijo Catalina.

—Naturalmente no habría boda sin su consentimiento —replicó la reina. Puso la mano sobre el brazo de Catalina—. No digáis nada de esto. Os lo he contado porque debéis saber lo que el rey tiene en mente.

Ambas se miraron unos instantes y después Isabel extendió los brazos y Catalina fue hacia ella. Se abrazaron estrechamente durante un rato.

 

Apenas habían pasado unos días cuando el rey reclamó su presencia. La recibió con muestras de cariño, algo infrecuente en él; resultaba evidente que estaba muy complacido por algo.

—Mi querida hija —dijo—, tengo buenas noticias para vos. Me he puesto en comunicación con vuestros padres.

El rostro de Catalina se iluminó. Enviaban a alguien a buscarla. Nunca aceptarían su matrimonio con el joven Enrique. Estaría mal, según las leyes de la Iglesia, y nadie defendía más la Iglesia que su madre. Enrique era su cuñado. Aquello era lo importante, no que fuese cinco años menor que ella; eso no significaba nada para ellos.

Las siguientes palabras del rey hicieron añicos todas sus esperanzas.

—Están de acuerdo en el matrimonio entre vos y el príncipe Enrique.

—Pero... eso es... imposible. Fui la esposa de su hermano.

—No, querida niña, el matrimonio no fue consumado. Eso supone una enorme diferencia. Lo único que necesitamos es una dispensa del Papa. Y podemos estar seguros de que si yo lo deseo y vuestros padres lo aprueban, no habrá impedimentos para ello.

—Yo... yo... yo no lo deseo.

—Conozco vuestros sentimientos. Habéis enviudado hace muy poco. Amabais a Arturo. Mi querida niña, no sabéis nada del matrimonio. Todo llegará... a su debido tiempo. Os prometeréis a Enrique, y cuando él tenga edad de desposarse, se celebrará la ceremonia. Y algún día seréis reina de Inglaterra.

—¿Lo sabe Enrique?

—Lo sabe, y la alegría le desborda.

—Es demasiado joven...

—No, lo entiende perfectamente. Estaba, por qué no decirlo, un poco celoso de la buena suerte de su hermano.

El rostro del rey se torció con una sonrisa que intentaba ser jovial. Catalina pensó que era como si sus facciones se resintieran por adoptar una expresión tan poco usual en él.

—Aun así... pasará mucho tiempo —dijo débilmente Catalina.

—Ah, el tiempo pasa volando. Me produce un gran placer comunicaros tan gratas noticias.

Se frotó las manos; sus ojos relucían.

Está viendo las cien mil coronas que ya le han sido pagadas, y se felicita por no tener que desprenderse de ellas, pensó Catalina. Y está viendo las otras cien mil que me enviarán cuando me case con Enrique.

El rey la besó en la mejilla y la despidió.

En sus aposentos, pidió útiles para escribir.

Quería escribir a su madre, pero no podía hacerlo. Todo lo que escribiera sería leído también por su padre, y sabía que éste se enojaría si pedía ayuda a su madre a espaldas de él.

De todos modos, tenía que desahogarse como fuera.

«No me inclino por un segundo matrimonio en Inglaterra...»

Su madre entendería que aquello era una llamada de socorro.

Entonces pensó en las reglas de obediencia que siempre había seguido; nadie debe pensar jamás en sí mismo, sino en el bien del país. Si sus padres lo deseaban, tendría que casarse con Enrique. Tal vez pudieran ser felices juntos; siempre había mostrado interés por ella. Tendría que resignarse a su suerte, si el deseo de sus padres era que aceptara lo que habían planeado para ella.

«Sé que mis gustos y preferencias no deben tomarse en consideración, y en cualquier caso procederéis como mejor convenga», añadió.

Cuando hubo escrito y enviado la carta, se tumbó en la cama y, con los ojos secos y la mirada fija, murmuró:

—Por favor, queridísima madre, que vengan a buscarme. Mi buen Dios, permite que vuelva a casa.

 

A finales de febrero, la reina, acompañada por sus damas, fue trasladada desde Richmond hasta la Torre, donde había decidido que naciera su hijo.

Su hermana Catalina estaba muy preocupada por ella, pues Isabel había tenido un embarazo muy difícil y no estaba bastante fuerte para la proeza que le esperaba.

Mucha gente se acercó a la orilla del río para ver la barcaza de la reina y saludar a la pobre dama que, por su aspecto, se diría que iba a dar a luz en cualquier momento.

La habitación de la Torre había sido preparada, y hacia ella se dirigió la reina inmediatamente. Sus damas la rodearon, la ayudaron a meterse en la cama y se ocuparon de que estuviera cómoda. Lady Courtenay se sentó junto a su lecho, cuidando de su hermana, como siempre, y preguntándose por su marido, que estaba encarcelado en aquella misma Torre. La angustia la oprimía desde la muerte de sir James Tyrrell, que poco había tenido que ver con los planes de alzamiento. Se preguntaba por qué Suffolk y su marido habían salido tan bien librados. No serviría de nada preguntarle a Isabel. La reina sabía muy poco de los asuntos del rey, que según Catalina Courtenay eran de lo más tortuoso.

Corría el mes de febrero, crudo y glacial, cuando empezaron los dolores de parto de la reina, y el día de la Candelaria, el segundo día del mes, nació el bebé.

Catalina Courtenay se apenó cuando vio que el recién nacido era una niña. Pobre Isabel, ¡deseaba tanto un niño! Quizá si hubiera sido un niño, pensó Catalina, podría haber descansado de tantos embarazos, que sin duda tenían efectos directos sobre la salud de la reina.

La niña estaba sana, pero era algo enclenque. Mientras la sostenía en sus brazos, Catalina oyó que la reina la llamaba.

Se acercó a la cama.

—Es una niña preciosa, Isabel —dijo.

Isabel cerró los ojos en un momento de desesperación. Después los abrió. Estaba sonriendo.

—¿Es... una niña sana?

—Sí —respondió Catalina, y se la entregó.

Poco después cogió a la niña de los brazos de su madre, a quien había vencido el sueño del agotamiento. El año próximo, por esas fechas, pensó Catalina, estará sin duda en la misma situación. ¿Seguirá así hasta que nazca un niño? ¿Y lo soportará Isabel? Nunca lo reconocerá, pero está más débil después de cada parto.

La comadrona parecía angustiada.

—¿Qué te preocupa? —preguntó Catalina.

—La reina está muy débil —respondió la comadrona—. Éste debería ser el último parto.

—Hablaré con ella.

—Alguien debería hablar con el rey.

¿Por qué no?, pensó Catalina. Ya tenía un hijo y ahora tres hijas. Eso debería bastarle.

Cuando la reina hubo descansado, Catalina se sentó a su cabecera y conversaron.

—Me han dicho que es una niña muy guapa —dijo la reina—. No me engañan, ¿verdad?

—¿Por qué iban a engañarte? Tus otros hijos también son preciosos, hermana.

—Arturo nació débil y no me lo dijeron hasta varios días después.

—Piensas demasiado en Arturo. Tienes a Enrique. No podías haber tenido un hijo más rebosante de energía y vitalidad.

—Es verdad. Eres un gran consuelo para mí, Catalina, aunque sé que tienes tus propios problemas. Voy a ponerle Catalina a mi hija... por ti.

—Será un honor para mí, querida hermana.

Cuando Catalina se inclinó y besó a su hermana, se quedó sorprendida de la viscosa frialdad de su piel.

Al cabo de una semana, la reina murió. Su defunción no sólo fue motivo de gran pesar, sino también de asombro. Parecía haberse recuperado del esfuerzo de dar a luz, pero los fatales síntomas no aparecieron hasta seis días después.

Cuando Catalina Courtenay descubrió que la debilidad de la reina era extrema, envió inmediatamente un mensajero al rey. Cuando Enrique llegó, se quedó horrorizado. Había hecho avisar con la mayor celeridad a su médico, el cual, convencido de que la reina estaba en vías de recuperación, se había ido de la Torre a su casa de Gravesend.

La noticia del deterioro de la salud de la reina se extendió rápidamente desde que el doctor Hallyswurth llegó apresuradamente en plena noche, conducido por guías con antorchas para apresurar su llegada, y ya había gente en las calles murmurando sobre la mortal enfermedad que aquejaba a la reina.

Murió el día 11 de febrero, nueve días después del nacimiento de su hija. Era su aniversario: cumplía treinta y ocho años.

 

Doblaron las campanas en todas las iglesias de la ciudad.

La multitud contemplaba las especias, los bálsamos y esencias de vino con piezas de telas de Holanda que eran introducidas en la Torre, conscientes de que este material serviría para la triste operación de embalsamar a la reina.

Fue conducida desde sus aposentos a la capilla de la Torre, y allí permaneció con gran pompa durante catorce días, tras los cuales su cuerpo fue depositado en un carruaje de terciopelo y trasladado a la abadía de Westminster. En una silla, sobre el ataúd, se colocó una estatua con un manto ceremonial y una corona, y fue motivo de comentario su asombroso parecido con la reina en la época en que más hermosa había sido. Fue un día de gran duelo.

El rey estaba sinceramente sumido en el dolor. Aunque sabía que la salud de Isabel se había resentido durante un tiempo, no esperaba que muriera. Se había recuperado del parto, y todos creían que pronto abandonaría el lecho. Fue un duro golpe; pero, fiel a sí mismo, se enfrentó inmediatamente al hecho inexcusable de que ya no tenía esposa, y sólo un hijo capaz de sucederle. Margarita ya era reina de Escocia. Enrique necesitaba hijos, y quien tenía que proporcionárselos, Isabel, había muerto.

El príncipe de Gales también estaba muy alterado. Amaba a su madre. Había sido una mujer muy hermosa, y él era sensible a la belleza. Era perturbador que hubiera muerto tan repentinamente. Se sentía desposeído. No la había amado tanto como a Anne Oxenbrigge, pero ahora estaba creciendo y era más consciente de su dignidad real: no podía reconocer que una nodriza había sido tan importante para él. Su madre parecía distante, pero era buena y hermosa, y era hija de un rey. Como Tudor, concedía a ello una gran importancia. Y ahora estaba muerta.

Tenía doce años y ya iba a prometerse. Observó a la princesa española. Ella era cautelosa y no sostuvo su mirada.

Pobre Catalina, debía admirarle mucho. Bueno, era bella, y él había envidiado a Arturo. Era curioso, todo lo que alguna vez había envidiado venía ahora hacia él.

Catalina parecía muy triste. Sabía que si sus padres decidían que debía quedarse en Inglaterra, acababa de perder a alguien que hubiera sido una buena amiga para ella.

Enrique la miró, sonriendo débilmente.

Ella le devolvió la sonrisa. Tendría que complacerle, imaginó. Si no lo hacía, ¿qué iba a ser de ella?

Miró en derredor. El pesar era genuino. Incluso el rey parecía más viejo y más apagado. En cuanto a lady Courtenay, se puso frenética cuando, con ayuda de las hermanas de la reina, colocaron los lienzos mortuorios sobre el ataúd.

¿Qué será de nosotros?, se preguntó Catalina. Ella no estará aquí para verlo.

Pocos días después, la pequeña Catalina, que había costado la vida a la reina, fue víctima de una grave enfermedad, y al poco tiempo murió.