LOS PRÍNCIPES DE LA TORRE
E
l rey estaba abrumado por las angustias. Había perdido a su hijo mayor; la reina estaba enferma; pero lo más alarmante era el hecho de que su posición en el trono, tras diecisiete años de buen gobierno, aún no era lo bastante firme como para proporcionarle paz de espíritu.
En el núcleo de su inseguridad estaba el miedo a que surgiese alguien capaz de arrebatarle el trono; alguien maduro, fuerte, con el magnetismo que cautiva al pueblo y con algo que Enrique jamás poseería, a pesar de toda su sagacidad: el derecho a gobernar según la ley de sucesión hereditaria.
Siempre habría murmullos en su contra... a sus espaldas, naturalmente. Por lo menos nadie osaba expresarlo en voz alta, pero él se daba cuenta.
«¡Retoño bastardo!» «¿Tu abuela estaba casada legalmente con Owen Tudor?» «Es verdad, tu madre era descendiente de Juan de Gante, pero por parte de la rama bastarda de la familia, los Beaufort.» por muchos alegatos que presentaran para demostrar su legitimidad, siempre estarían los que sacudirían la cabeza y murmurarían en su contra.
Y hasta aquí había llegado, tras diecisiete años durante los que había demostrado que sabía gobernar, puesto que había levantado el país desde prácticamente la bancarrota hasta la prosperidad económica... y aun así debía vivir con el temor constante de que alguien se rebelaría algún día contra él.
En público podía chascar los dedos ante los pretendientes al trono. Podía reírse del pobre Lambert Simnel, que cuidaba ingenuamente de sus halcones, y Perkin Warbeck se había llevado su merecido. Enrique confiaba en que, con su indulgencia con ambos —indulgente había sido incluso con Perkin Warbeck—, habría demostrado al pueblo la poca importancia que concedía a aquellos impostores.
Pero en realidad los consideraba de la mayor importancia. No por sí mismos, naturalmente, sino por lo que representaban.
El joven conde de Warwick había muerto. Fue una sabia decisión desembarazarse de él, y ejecutarlo abiertamente por traición. No debía haber más desapariciones en la Torre. Había aprendido que tenía más que temer de las desapariciones misteriosas que de una ejecución pública. Nadie hablaba ya del joven Warwick. El pueblo había aceptado que era una amenaza para la paz del país. No habían mostrado mucho interés por él. Pobre muchacho, su suerte había sido lamentable: prisionero durante casi toda su vida. Habría sido mejor para él no haber nacido.
Al evaluar la actitud del pueblo, Enrique creía que no estaba ansioso por rebelarse; quería la paz. De hecho, con su gobierno estaban más satisfechos de lo que creían. Refunfuñaban. El pueblo siempre refunfuña. Si todo iba bien, querían que fuese mejor. Les dabas comodidad y querían lujos. No les gustaban los impuestos instaurados por Empson y Dudley. ¿Acaso no veían la necesidad de una tesorería saneada? ¿No comprendían que una nación en bancarrota no podía mantener a raya a sus enemigos? ¿Se daban cuenta de que su creciente prosperidad se debía a los sabios cálculos del rey y sus eficaces ministros? Tenían que saber que el comercio prosperaba; eso les importaba. ¿Era ésa la razón de que hubieran comprendido que habría sido fatal para el país sentar a un joven alocado en el trono sólo porque su padre era hermano de Eduardo IV?
Aun así, tanto Lambert Simnel como Perkin Warbeck tuvieron seguidores. Lambert estaba condenado al fracaso desde el principio. La idea de pretender suplantar a un joven que en realidad estaba vivo y podía ser excarcelado de la Torre para mostrarlo públicamente era absurda. Con Perkin había sido distinto. Su posición era mucho más sólida, pues había declarado ser Ricardo de York, el príncipe que había desaparecido en la Torre.
Fue una lección para todos los pretendientes potenciales. Si intentaban suplantar a alguien, que procuraran que su paradero no fuera conocido. Que eligieran a alguien que hubiera desaparecido misteriosamente, y en ese caso alguien que, de haber vivido, pudiera ser realmente el heredero de la corona.
Esto ponía el dedo en la llaga de sus peores angustias.
¿Quién sabía cuándo aparecería alguien más? En cualquier momento podría presentarse alguien de facciones similares a las de Eduardo IV, afirmando ser hijo de aquel rey y diciendo: «Soy uno de los príncipes que estuvo encerrado en la Torre y de quien jamás se dio razón.»
A la gente sin escrúpulos no le costaría encontrar jóvenes que se parecieran a Eduardo IV, pues el monarca había esparcido su semilla a los cuatro vientos. Debió de dejar bastardos en diversos puntos del país, y de otros países. Fuera a donde fuese, siempre tenía mujeres, muchas de las cuales habrían considerado un honor tener un hijo del rey.
Y allí estaba... la pesada sombra... el fantasma de dos niños que ahora serían adolescentes... que venía a atormentarle y robarle la paz.
Ojalá pudiera decir: «Esos chicos murieron en la Torre. Sé que murieron.» No podía hacerlo. No se atrevía a responder a la pregunta más importante: «¿Cómo lo sabes?»
Tenía que haber un modo. Él lo encontraría.
Entonces se presentó la oportunidad y, en cuanto se dio cuenta de lo que podía reportarle, decidió aprovecharla. Se requería prudencia, pero él era un hombre prudente. ¿Y cierta ingenuidad? Ya se encargaría de eso.
Era prudente e ingenioso por naturaleza. Y había demasiado en juego.
La idea se le ocurrió al oír mencionar el nombre de sir James Tyrrell en relación con el conde de Suffolk. Tal vez fuera posible poner fin a los temores que le habían atormentado desde que accedió al trono. Y si podía conseguirlo, si era posible solucionarlo, debía hacerlo. Estaba decidido a que su plan surtiera efecto.
No había sido difícil para Edmond de la Pole, conde de Suffolk, convencerse de que tenía más derecho al trono que Enrique Tudor. Era el segundo hijo de John de la Pole, el segundo duque de Suffolk, y de Isabel, hermana de Eduardo IV; y de su madre procedía su derecho. Edmond tenía veintiún años cuando murió su padre, y tenía que haber heredado el título, porque su hermano mayor, John, había muerto en la batalla de Stoke, donde había combatido con el ejército de Lambert Simnel. Aun así, John había sido deshonrado, y sus bienes y su título confiscados por el rey. En aquel tiempo, Edmond formó parte de la guardia real, pero el rey le devolvió su título más tarde, y habían llegado a un acuerdo respecto a las tierras de la familia, lo que demostraba el carácter avaricioso de Enrique y su determinación de exprimir hasta el último penique que pudiera cada vez que se le presentara la ocasión.
En consecuencia, sólo fue devuelta una pequeña parte de las tierras de los De la Pole, y el rey exigió a cambio el pago de cinco mil libras. Edmond se quedó anonadado, pero el rey declaró, con majestuosa indulgencia, que la suma podía ser pagada en varias anualidades, durante varios años.
Aunque Suffolk volvió a la corte y asistió a varias ceremonias, el tratamiento que le dispensó el rey siguió siendo irritante. Enrique creía que el joven había aprendido una amarga lección y se lo pensaría dos veces antes de seguir los pasos de su hermano, que debía resultarle evidente que le habían conducido a una muerte prematura y a la pérdida de su prestigio y sus posesiones. Su derecho al trono, por endeble que fuera, hacía que el rey lo mirara con cierta preocupación, pero al parecer Suffolk había comprendido que su única esperanza de vivir cómodamente era ser un súbdito leal; se alistó en el ejército que marchó sobre Blackheath y dispersó a los rebeldes de Comish. Enrique estaba satisfecho; quizá no tenía nada que temer del joven; pero, naturalmente, seguiría con los ojos bien abiertos.
De pronto ocurrió un desafortunado incidente. Suffolk se vio envuelto en una discusión y, en el calor de la disputa, desenvainó la espada y atravesó el corazón de su adversario.
Se trataba de un asesinato, y Enrique no iba a permitir que crímenes de esta naturaleza quedaran impunes.
Suffolk montó en cólera. Había sido un duelo limpio, insistió. Además, él era de la realeza; no pensaba ser tratado como un villano.
—El rey me ha arrebatado buena parte de mis tierras —dijo—, y al hacerlo olvida que soy de la real casa de York. ¿Me procesaría ante el tribunal real como a un vulgar delincuente?
—El asesinato es un delito —fue la respuesta del rey—, y quienes lo cometen no pueden ser excusados por su sangre real.
—A Enrique no le gustamos los de la casa de York, de quienes podría decirse que tienen más derecho al trono que un galés advenedizo —fue la impetuosa réplica de Suffolk.
Sus amigos le previnieron por hablar tan descaradamente, pero Suffolk recordaba la pérdida de gran parte de sus tierras y no le importó ser temerario.
Era inevitable que algunas de sus palabras llegaran a oídos del rey. Un hombre peligroso, pensó Enrique. Alguien de quien no habría que guardarse demasiado por su temperamento, pero sí por su relación con la casa de York.
Allí estaba el viejo espectro apareciendo de nuevo. Lambert Simnel... y, a lo lejos, la oscura silueta de los dos niños de la Torre.
Reflexionó acerca de Suffolk; hizo ciertas preguntas sobre sus movimientos.
Suffolk tenía amigos, y ellos le aconsejaron que se fuera por un tiempo, hasta que se olvidara el asunto del asesinato, y como Suffolk no tenía intención de someterse a juicio, a principios de agosto, cuando el mar estaba en calma, cruzó el canal de la Mancha sin dilación, con la intención de que el rey no se diera cuenta de su partida hasta que estuviera muy lejos.
Al llegar a Francia, su primera visita fue al castillo de Guisnes, cerca de Calais. Sabía que allí recibiría una cálida bienvenida, pues el custodio del castillo era su viejo amigo, sir James Tyrrell.
Estaba en lo cierto. Tyrrell se presentó en el patio en cuanto se enteró de la llegada de su amigo. Con él estaba su hijo, Thomas, de quien se mostraba visiblemente orgulloso, y era comprensible. Thomas era un joven atractivo, y evidentemente existía una excelente relación entre él y su padre.
Tyrrell llamó a su caballerizo, John Dighton, para que atendiera personalmente a las monturas de su huésped, y Dighton, un hombre corpulento, de cara roja y sin duda competente, se dispuso inmediatamente a obedecer la orden de su señor.
A continuación, sir James introdujo al conde en el castillo y mandó a su hijo a dar órdenes de que no se escatimase nada con tal de proporcionar a sus huéspedes las máximas comodidades.
Después se sentaron para escuchar el relato de la brusca partida del conde. Cuando lo hubo contado, Suffolk insultó al rey y sacó a relucir el agravio sufrido cuando el rey se apropió de la mayor parte de su herencia y luego le devolvió una porción, por la que tuvo que pagar.
—Oh, el rey es magnánimo —dijo Suffolk con sarcasmo—. Me ha concedido un plazo de tiempo para pagarle mis propias tierras. ¿Habías oído hablar de una conducta semejante, James? El que ese viejo avaro se comportase así con un miembro de la casa de York me irrita de una forma indescriptible.
—Su manera de trataros se debe a que vos sois la casa de York —dijo Tyrrell—. Fue un aciago día para nosotros cuando llegó el Tudor y mataron al buen rey Ricardo.
—Sé que fuisteis su leal servidor. Podéis estar convencido de que este rey que tenemos duerme intranquilo en su lecho. Está constantemente alerta por si alguien clava un puñal en su corazón o tiende las manos para arrebatarle legítimamente la corona. Vos, amigo mío, siempre fuisteis leal a la casa de York.
—El reinado del rey Ricardo fue demasiado breve, vive Dios. Era nuestro legítimo rey.
—A menudo me pregunto qué hay de verdad en la historia del precontrato de Eduardo con Eleanor Butler —prosiguió Suffolk.
—Es un misterio que nunca se resolverá.
—Y hay otro. Esos dos niños... Ambos son reyes, si fuera verdad que el mayor murió antes que el menor. El rey Eduardo V y el rey Ricardo IV. Eran unos muchachos muy agradables. Los veía de vez en cuando, durante mi juventud. Es una historia muy rara. Me extraña que el rey no aclare el asunto, pues si uno de esos niños viviera aún, sería sin duda el verdadero rey. Enrique no puede declararlos bastardos, porque si lo fueran, también lo sería su reina... ¿y cómo iba el rey de Inglaterra a casarse con una bastarda?
—Es un misterio del pasado —dijo Tyrrell, mirando al frente—. Ha transcurrido demasiado tiempo para solucionarlo ahora.
—Pero debe obsesionar al rey... a menos que conozca la respuesta.
—Pudiera ser que conociera la respuesta.
—¿Lo creéis así?
Tyrrell permaneció en silencio, y por fin dijo, casi como si hablara consigo mismo:
—Oh, hace mucho tiempo. Pero vos, milord, ¿qué planes tenéis?
—Descansar aquí por un tiempo y ver cómo queda la situación.
—Mi hijo y yo os acogeremos con gusto todo el tiempo que deseéis quedaros.
—No debo quedarme demasiado. Haciéndolo os comprometería con el rey.
—Sabe que no he planeado levantarme contra él.
—Entonces no debéis cultivar demasiado la amistad de los que sí tienen una razón para hacerlo.
Tyrrell miró a Suffolk con algo parecido al asombro.
—¿Vos, milord? ¿Cómo...?
—¿Por qué no iba a revelarlo? Pudiera ser que yo tuviera amigos en el continente. En cuanto a vos, James, quizá haríais bien en no relacionaros demasiado abiertamente conmigo... hasta el momento en que sea seguro hacerlo.
El rostro de Tyrrell se endureció.
—No temo al rey —dijo.
—No, estáis muy lejos. Él era un buen amigo vuestro... por así decirlo. Después de todo, vos erais un firme defensor del rey Ricardo.
—Ah, sí... Debo decir que fui perdonado por mi fidelidad a la casa de York. Me nombró alguacil de Glamorgan y Morgannock, y me concedió el título de condestable vitalicio del castillo de Cardiff, con una dotación de cien libras al año.
—Generoso tratamiento para ser un avaro. Habría algo más detrás del asunto. Tuvo que haberlo.
—Sí —coincidió Tyrrell—. Tuvo que haberlo.
—Enrique Tudor siempre tiene sus razones, y no acostumbra dar nada sin recibir algo a cambio. Tendría una opinión muy elevada de vos, James. Debió tener en gran estima vuestros servicios. Y ahora tenéis Guisnes. Casi como si os quisiera ver fuera del país. Demuestra que confía en vos.
—Sí, creo que confía en mí.
—Entonces deberías dejar que siga siendo así... hasta que decidáis que ya no es necesario. Hay que ser astuto para tratar con el Tudor.
—En eso tenéis razón. Tened cuidado, milord.
—Podéis estar seguro de que lo tendré.
Poco después, Suffolk abandonó Guisnes. Tyrrell se sintió aliviado al verle partir.
Tenía buenas razones para saber lo despiadado que podía ser Enrique Tudor.
Fue entonces cuando los espías de Enrique en el continente comunicaron a éste la noticia de que Suffolk había permanecido un tiempo en compañía de Tyrrell en el castillo de Guisnes. Esto aumentó la inquietud de Enrique, y decidió que debía hacer volver a Suffolk a Inglaterra; y si era posible convencerle de que regresara, no sería necesario recurrir a la fuerza.
—Si vuelve, le ofreceré el indulto —dijo Enrique a Dudley—. Insinuaré que aquella desafortunada muerte será olvidada.
—¿Lo consideráis prudente, milord?
Enrique se quedó pensativo. Había asuntos de los que ni siquiera Dudley sabía nada. Habló con firmeza.
—Sí, lo creo prudente. Quiero a Suffolk en Inglaterra, donde podamos tenerle vigilado.
Cuando Suffolk recibió a los mensajeros del rey que le llevaban el indulto, decidió que su mejor opción era regresar. Hasta ahora no había cometido ningún pecado contra la corona, y sabía que aquello era lo que temía Enrique.
Por eso regresó y fue recibido por el rey.
Enrique le estudió cautelosamente, preguntándose por sus actividades en el continente. Allí abundaban los enemigos de la casa de Tudor, pero se preocupaba excesivamente por los intentos de Suffolk de armar un ejército contra él. Creía que su éxito sería escaso. Aunque se preguntó de qué habrían hablado Suffolk y sir James Tyrrell cuando estuvieron juntos.
—Bien —dijo Enrique afablemente—, el asunto de la trifulca en la que murió un hombre... preferimos olvidarlo.
—Me alegro de ello. Yo no podía hacer otra cosa. Fui insultado.
—Estas cosas ocurren, y en el calor de la discusión... bien, es comprensible.
Suffolk pensó: Pez de sangre fría. ¿Quién podía imaginar que alguna vez se dejara arrastrar por el calor de la pasión? Sus ojos eran de un frío color azul claro, muy distintos de los de Eduardo, el cual hubiera montado en cólera, gritado y al cabo de poco rato ambos estarían riendo, bebiendo y brindando. Con Eduardo uno sabía el terreno que pisaba. Con el Tudor, nunca podía estar seguro.
—Así que visitasteis a Tyrrell en Guisnes —comentó tranquilamente Enrique.
—Fue la primera parada de mi viaje, milord.
—¿Y cómo está el custodio del castillo?
—Goza de buena salud, creo yo. Su hijo vive con él... es un joven muy formal.
—Sí, sí. Es bueno tener hijos. ¿Está satisfecho con la vida que lleva allí?
—Eso parece.
—Seguro que tendríais mucho de que hablar. Sé lo que ocurre cuando un hombre encuentra en tierra extraña a algún compatriota. ¿Habló de Inglaterra... de su vida anterior aquí?
—No mucho. No estuvimos juntos mucho tiempo.
Enrique intentaba sondear los pensamientos de Suffolk. ¿Habría hablado Tyrrell? Por supuesto que no. No habría sido tan tonto.
Cambió de tema. No quería que Suffolk sospechara que estaba interesado por James Tyrrell.
Dio por concluida la audiencia. Era significativo, pero, ahora que las rencillas entre Enrique y Suffolk habían acabado, ambos desconfiaban mutuamente.
Aquello había ocurrido justo antes de que el joven duque de Warwick fuera llevado al tajo y decapitado. Poco antes, Perkin había pagado el precio de su temeridad.
Tras la ejecución de Warwick, Suffolk estaba inquieto. Warwick había muerto por su derecho al trono. El suyo, el de Suffolk, no era tan firme pero existía; y ya había mostrado su antipatía hacia Enrique Tudor.
Pensaba que quizá fuera aconsejable volver a irse del país discretamente con sus amigos. Había comentado en secreto su insatisfacción por el gobierno de Enrique Tudor y le habían sugerido que el emperador Maximiliano estaría encantado con la derrota del rey inglés, y parecía factible que estuviese dispuesto a contribuir a su caída.
Suffolk pensaba: ¿Por qué no debería ser yo quien provocara este feliz resultado? Soy de la casa de York. El nuestro es el verdadero linaje real.
Además, Enrique Tudor podía ser un buen administrador, pero no era soldado. Quizá supiera cómo llenar las arcas del tesoro apoderándose de bienes que pertenecían a otros, pero no le resultaría fácil reunir un ejército de hombres motivados, ser el capitán que los hombres admiran y al que siguen sin una queja.
No pasó mucho tiempo hasta que el conde de Suffolk se presentó en la corte de Maximiliano, donde, para su gran regocijo, fue recibido como un huésped de honor y escuchado con la mayor comprensión.
No era lo mismo que proporcionarle un ejército, que era lo que esperaba Suffolk, y aunque a Maximiliano le habría gustado ver a Enrique derrotado, proporcionar las armas y los hombres necesarios era un asunto completamente distinto.
Maximiliano suspiró y se excusó. Por el momento le resultaba imposible hacer nada. De pronto tuvo una idea. Invitaría al conde de Hardeck a conocer a Suffolk.
—Es un hombre que adora las causas justas... si le atraen —dijo Maximiliano—. Os comprenderá perfectamente, estoy seguro, y si su comprensión es lo bastante profunda... bien, Hardeck es un hombre que dispone de los medios necesarios.
Hardeck era joven y animoso. Escuchó el relato de Suffolk sobre cómo Enrique le había robado sus tierras, y cómo se doblaba Inglaterra bajo el peso de los impuestos decretados por Dudley y Empson; quedó consternado por la dominación de la noble casa de York, y porque a la reina no le fueran reconocidos sus legítimos derechos y debiera someterse siempre a la voluntad de Lancaster.
El joven conde prestaría a Suffolk veinte florines de oro, que podían ser devueltos con intereses cuando Suffolk alcanzara su meta.
—Debéis regresar a Inglaterra —aconsejó Maximiliano al conde inglés—. Averiguad cuántos hombres estarán dispuestos a seguiros. Averiguad si cuando os alcéis en armas, Enrique Tudor será capaz de haceros frente.
Suffolk decidió seguir el consejo. Hardeck recuperaría su dinero, se lo prometió, y el pago sería el doble de lo prestado; y con toda seguridad, el hijo de Hardeck iría con Suffolk a Inglaterra.
Era todo un triunfo, en el que Suffolk apenas había atrevido a confiar. Hardeck había aparecido en el momento preciso, cuando Maximiliano se escabullía.
Así, entre amigos, volvió a Inglaterra.
Si hubiera sido más prudente, habría imaginado que Enrique se enteraría de lo que ocurría. De hecho, el rey conocía todos los entresijos de las negociaciones con Maximiliano, y le divertía la temeridad de Suffolk y su ingenuidad al pensar que el emperador se involucraría en semejante causa perdida. Por otra parte, Suffolk había encontrado apoyo, y eso no podía tomarse a la ligera.
No era por Suffolk por quien estaba preocupado. Suffolk era un loco y se podría encargar de él fácilmente. En cuanto pisó suelo inglés, fue detenido, acusado de conspiración para cometer traición y acabó confinado en la Torre. Junto a él también fueron detenidos su hermano, lord William de la Pole, y lord William Courtenay, otro partidario de York que se había casado con una de las hijas de Eduardo IV.
La tentativa de rebelión fue sofocada casi antes de iniciarse, y el rey tenía motivos para felicitarse.
Pero la idea que se le ocurrió cuando se enteró de que Suffolk había estado en el castillo de Guisnes seguía en su mente. Le obsesionaba, y ahora veía una manera de obtener la satisfacción que llevaba tanto tiempo buscando.
Mandó llamar a sir Richard Guildford, su artillero mayor, y con él vino Richard Hatton, un hombre en quien podía confiar.
—Quiero que traigáis a Inglaterra a sir James Tyrrell, a su hermano y a su maestro de caballerías, John Dighton —dijo—. Será necesario utilizar algún engaño, porque quiero que vengan voluntariamente.
—Vuestras órdenes serán cumplidas, milord —prometió Guildford.
—En cuanto estén sanos y salvos en el país, los tres deben ser encerrados inmediatamente en la Torre. Tal vez sea necesario decir a Tyrrell que deseo hablar con él de un asunto demasiado secreto para contárselo a nadie. Creo que eso le hará venir sin demora. Que parezca que soy realmente su amigo y deseo recompensarle, y aseguraos de que viene con su caballerizo y su hijo, que actualmente reside en el castillo.
Los hombres se marcharon y Enrique, intentando dominar su impaciencia, aguardaba su vuelta con avidez.
Tyrrell era precavido. Suffolk había sido detenido. Se alegraba de no haberse visto envuelto en ello. Suffolk era demasiado fogoso, impulsivo, no era un hombre que debiera intentar medir su ingenio con el astuto Enrique Tudor. La insurrección que planeó estaba condenada al fracaso antes de empezar. ¡Qué listo había sido manteniéndose al margen! Era una lástima que Suffolk hubiera ido a verle... pero su estancia había sido breve y él podía demostrar que entre ellos no había ocurrido nada relacionado con la traición.
Una mañana, cuando despertó y se encontró el castillo rodeado, quedó horrorizado. Eso sólo podía significar una cosa: estaba a punto de ser detenido, y la única razón podía ser su relación con Suffolk. Cuando vio que la guarnición de Calais estaba apostada frente al castillo, su primera idea fue no entregarse. Tenía reservas, hombres y armas suficientes para resistir un largo asedio, y lo haría hasta que supiera por qué habían sitiado su castillo.
No tuvo que esperar mucho. Llegó un mensajero para comunicarle que sir Thomas Lovell, canciller del Tesoro, estaba a bordo de un barco anclado en el puerto y que deseaba mantener una conversación privada con sir James Tyrrell. Venía de parte del rey, y de hecho estaba ordenando a sir James que se reuniera con él.
No serviría de nada preguntarle al mensajero cuál era el propósito, pero le había traído un salvoconducto.
Tyrrell supuso que el rey había descubierto lo que Suffolk estaba tramando y que iba a acusarle a él de complicidad. Hizo llamar a su hijo.
—Thomas —dijo—, este mensajero viene de parte de sir Thomas Lovell, que desea hablar conmigo.
—No debéis ir, padre. No debéis abandonar el castillo.
—Debo hacerlo, hijo mío. Tengo un salvoconducto, y mientras esté ausente te dejaré a cargo del castillo. Resiste el asedio y no obedezcas órdenes que no procedan de mí. ¿Entendido?
Thomas asintió.
Sir James se marchó con el mensajero y subió al barco para reunirse con sir Thomas Lovell.
En cuanto fue llevado a su presencia supo que había sido una locura acudir, pues a Lovell le faltó tiempo para acusar a Tyrrell de alta traición en nombre del rey.
—Eso es una monstruosidad —dijo Tyrrell—. Soy completamente inocente.
—Será necesario que vengáis conmigo a Inglaterra.
—Se me prometió un salvoconducto. No temo responder a las acusaciones, pero debo volver al castillo para dejar en orden mis asuntos domésticos. Después iré a Inglaterra para rebatir esas acusaciones falsas.
—Enviaréis inmediatamente un mensajero a vuestro hijo. El castillo debe ser rendido sin demora.
—No enviaré semejante mensaje.
—Creo que lo haréis, sir James. Si no queréis ser arrojado al mar ahora mismo.
—¿Por orden de quién?
—De alguien que no debe ser desobedecido.
—¿Os referís... al rey?
—Yo no he dicho eso. Tengo órdenes de llevaros a Inglaterra... no me dijeron si tenía que ser vivo o muerto... sólo que os llevara como fuera.
—Dejadme volver al castillo. Permitid que me prepare para el viaje.
Lovell negó con la cabeza.
—El castillo debe rendirse. Enviaréis un mensaje a vuestro hijo.
Hizo una señal a dos hombres fornidos, que al punto se adelantaron y sujetaron a Tyrrell.
—¿Estáis dispuesto a firmar esa orden? El mar está revuelto. Con esa armadura tendríais pocas posibilidades de sobrevivir.
Hablan en serio, pensó Tyrrell. ¿Qué hay detrás de todo esto? ¿Por qué el rey no se limita a ordenarme que regrese? Yo lo habría hecho. No tengo nada que temer de él... ¿O tal vez sí? No, él no podría... No se atrevería... Lo que puedo contar...
Sintió un repentino escalofrío. Le parecía ver los fríos ojos de Enrique Tudor contemplándole fijamente.
—Firmaré la orden de rendir el castillo —dijo—. Sólo mi firma convencerá a mi hijo.
Lovell sonrió y asintió con la cabeza.
Llamó a un mensajero.
—Lleva esta orden inmediatamente al castillo. Thomas Tyrrell y John Dighton deben unirse a nosotros aquí, en el barco, sin demora.
—Mi hijo no sabe nada de... nada de lo que podáis estar acusándome.
—Tenemos órdenes —Lovell sonrió—. Y pretendemos obedecerlas al pie de la letra.
Al cabo de poco tiempo, Thomas Tyrrell y John Dighton se unieron a sir James a bordo del barco.
Antes de llegar a Inglaterra, Tyrrell comprendió que había sido un loco abandonando el castillo. Si no lo hubiera hecho, estaría allí... defendiéndolo de la guarnición de Calais. Había sido engañado. Nunca debió obedecer el requerimiento de ir a ver a Lovell. ¿Y ahora qué? Sabía que iba a ser acusado junto con Suffolk. Él no había cometido ninguna traición. Era cierto que Suffolk le había visitado, pero ni siquiera habían hablado de traición. Si tenía un juicio justo, podría demostrarlo. Suffolk le exculparía, pues era hombre de honor, aunque fuera impulsivo y fogoso.
No nos pasará nada, pensaba Tyrrell. Es preciso, puesto que no hemos hecho nada.
Su mayor preocupación era su hijo. Thomas era absolutamente inocente. Era perverso haberlo involucrado. Ocurriera lo que ocurriese, Thomas no debía sufrir.
Era primavera, pero el aire era frío. Estaba estrechamente vigilado, y como él, Thomas y John Dighton. Fueron conducidos a Londres; cuando vio el gran edificio gris frente a él comprendió que aquél era su destino, y le invadió un terror frío.
Era prisionero del rey. ¿Qué pruebas podían tener contra él? Ninguna.
Tyrrell se engañaba. Los hombres del rey siempre podían probar lo que quisieran, y algo le decía que aquella acusación encerraba algo más de lo que había pensado al principio.
Estaba en lo cierto. El juicio había sido rápido. Le habían juzgado y había sido declarado culpable, junto con Thomas y John Dighton. La acusación sostenía que Suffolk había buscado ayuda para levantarse contra el rey, había recibido dinero, había planeado rebelarse, y sir James Tyrrell era su cómplice.
¿Dónde estaba Suffolk? Había oído decir que había sido arrestado y acusado de traidor en Paul’s Cross, junto con William de la Pole y William Courtenay. Estaban confinados en algún lugar que Tyrrell desconocía.
Pero él había sido condenado a muerte. Era extraño que Suffolk y sus cómplices aún no hubieran sido sentenciados, y en cambio James Tyrrell, que no había tomado parte alguna en la rebelión y cuyo único pecado era haber recibido a un viejo amigo que había ido a visitarle, había sido condenado a muerte.
Al día siguiente debía ser llevado a Tower Green, y allí sufriría el destino de los traidores. Debía estar agradecido de que fueran a utilizar el hacha, y no el destino peor que se reservaba a otros.
Anochecía cuando se abrió la puerta de su celda. Nadie pronunció una palabra, pero una figura cubierta por una capucha entró en la celda y se quedó mirándole fijamente.
La puerta de la celda se cerró tras él y los dos hombres quedaron a solas.
Un escalofrío recorrió el espinazo de Tyrrell. Se imaginó que era el ángel de la muerte que venía por él.
Entonces se oyó una voz.
—James Tyrrell. Vais a morir mañana.
—¿Quién sois? —preguntó.
—Eso no importa. Vais a morir, y vuestro hijo con vos.
—Soy inocente de lo que se me acusa. Quizá haya cometido algún delito en mi vida, pero no tomé parte en los planes de Suffolk. En cuanto a mi hijo, es completamente inocente de todos los cargos que hayan podido presentar contra él. Ha sido acusado injustamente...
—Encontrará la muerte mañana... a menos que lo salvéis.
—Salvarle. ¿Cómo?
—No es imposible.
—¿Habéis venido a ayudarle?
—Haré un trato con vos. Podéis salvar la vida de vuestro hijo.
—¿Cómo?
—Es fácil. No podéis salvar vuestra vida. Eso es imposible, pero podéis salvar la de vuestro hijo.
—Sólo un indulto del rey lo lograría.
—Yo podría conseguir ese indulto.
—¿Quién sois vos?
—Digamos que vengo de parte de alguien que puede indultar a tu hijo.
Tyrrell permaneció en silencio. Su corazón latía impetuosamente. No podía ser... Pero quizá sí.
—¿Qué... qué tendría que hacer yo?
—Confesar cierto asunto... algo que ocurrió hace varios años.
Tyrrell guardó silencio. Notó que empezaba a erizársele el cabello del cráneo; le parecía que las paredes de su celda se precipitaban hacia él. Siempre que había pasado por aquel lugar se había sentido incómodo, y había sido así desde...
Pero aquello había ocurrido hacía mucho. Otro hombre había cometido aquel delito. ¿Podían culparle a él por haberse encargado de que se hiciera? Había sido su obligación. Dependía tanto de ello... su futuro... su familia... su amado hijo...
—Lo que queremos es una confesión vuestra, James Tyrrell.
—¿Qué... debo confesar?
—Lo sabéis, ¿o no? Intentad recordar... Recordad a Dighton... a Miles Forrest... recordad aquella noche... dos niños... niños inocentes cuya existencia podía haber desencadenado una guerra civil. Tenían que desaparecer. Vos lo comprendisteis. Vos les ayudasteis a ello, Tyrrell. Lo único que tenéis que hacer es contarlo. Confesadlo. Es lo que deseáis hacer, ¿no? Pronto abandonaréis este mundo. ¿Podéis presentaros ante el Hacedor con este pecado en vuestra conciencia?
—¿Quién sois vos? —repitió Tyrrell. No hubo respuesta, y prosiguió—: No me declaro culpable... definitivamente... no tan culpable como quien instigó el crimen. Yo me ocupé de que se llevara a cabo. Pero la mayor culpa no recae sobre mí, sino sobre aquel que se beneficiaba de que los dos niños desaparecieran.
—Vos hicisteis lo que hicisteis por un beneficio, Tyrrell.
—Mi beneficio fue no ser comparado con el de otro.
—¿Verdad? Se trataba de vuestra vida. No queríais vivir como un proscrito, Tyrrell. Ambicionabais vuestra tajada de los privilegios reservados a los súbditos leales. Sois culpable, Tyrrell, tan culpable como cualquiera... tanto como Forrest o Dighton... Deberíais confesar vuestra culpa.
—El rey no desearía algo semejante.
—El rey lo desea.
Tyrrell contuvo el aliento. ¿Podía realmente el hombre que estaba ante él, oculto bajo aquellos ropajes, ser quien él creía que era?
—La vida de vuestro hijo, Tyrrell. Sus tierras le serán devueltas. Conservará la vida... Su única pena será que su padre perdiera la cabeza por relacionarse con traidores. ¿Lo haréis por vuestro hijo?
—¿Cómo puedo estar seguro?
—No podéis estar seguro del todo. Pero sí podéis estar seguro de algo: si no lo hacéis, vuestro hijo morirá con vos.
Por unos instantes, el silencio reinó en la celda. Tyrrell pensaba: Lo haré. ¿Qué daño puede hacerme? Es bueno que el pueblo lo sepa.
—Lo haré —dijo—. Por la vida de mi hijo, lo haré.
—Eso está bien. Contadme los hechos tal y como sucedieron. Confesad ahora. ¿Debo refrescaros la memoria? Fue en el verano del año 1483...
—No... no... mucho después.
—Digamos que fue en el verano de 1483. Ricardo de Gloucester sabía que debía matar a sus sobrinos para asegurarse la corona.
—La corona estaba asegurada. Los había declarado bastardos.
—Tyrrell, vamos a confesar sinceramente si queremos salvar a vuestro hijo. Aquel verano, Ricardo de Gloucester mandó a un tal John Greene a la Torre con una nota para el carcelero, sir Robert Brackenbury, con la orden de dar muerte a los príncipes. Sir Robert era un hombre honrado y se negó a obedecer. La indignación de Ricardo era evidente. «¿En quién se puede confiar?», preguntó en voz alta, y uno de sus pajes respondió: «Señor, yo sé de alguien en quien se puede confiar.» Y pronunció vuestro nombre.
—Eso es falso.
—Recordad que vuestro hijo está en peligro. En aquella época erais un hombre muy ambicioso. Estabais celoso porque Catesby y Ratcliffe gozaran del favor del rey. Estabais ansioso por complacer a Ricardo, y éste llegó a ordenar a Brackenbury que os entregara las llaves de la Torre por una noche. Así, vos, un paje desconocido hasta entonces, ascendisteis por haber aceptado una sugerencia del rey que Brackenbury había rechazado.
—Soy un pecador —dijo Tyrrell—. Podría tachárseme de asesino, pero sería falso. Yo no era un paje desconocido. Era un servidor de confianza del rey. Fui nombrado caballero en Tawkesbury en 1471. Era el caballerizo mayor del rey. Confesaré... pero debo confesar la verdad.
—Confesaréis lo que se os ordene confesar.
—Sería una locura. No es convincente. ¿Decís que el rey Ricardo envió una nota a Brackenbury ordenándole asesinar a los príncipes y que él se negó? Si eso fuera verdad, ¿cómo le habría dejado vivir Ricardo después de algo así? Brackenbury era un hombre honrado, nadie lo niega. Y siguió siendo amigo de Ricardo. Murió a su lado en la batalla de Bosworth.
—No nos interesa la muerte de Brackenbury, sino vuestra confesión.
—Me obligaríais a mentir.
—¿Disteis la orden de que los príncipes fueran asesinados en la Torre?
—Sí.
—¿Y vuestro sirviente, Miles Forrest, junto con John Dighton, se encargaron de ejecutarla?
—Sí.
—¿Y los príncipes fueron asfixiados en su cama?
Tyrrell se cubrió el rostro con las manos.
—Tuvieron una muerte rápida —dijo—. Pobres niños inocentes, no sabían lo que estaba ocurriendo. No sintieron dolor. Debían morir. Su muerte quizá haya salvado la vida a millares de personas.
—Es verdad. —Había cierta calidez en la fría voz del desconocido—. Era necesario. Una acción detestable, pero el bien surge a veces del mal. Tenía que ser así, Tyrrell, tuvo que ser así. Pero vos, ¿ordenasteis su muerte, o no?
—Sí.
—Contadlo tal como ocurrió. Sólo discrepamos en algunos detalles. No importa. Pueden corregirse. Sucedió antes de lo que decís.
—Sé cuándo sucedió. No tengo la menor duda al respecto.
—Estáis siendo obstinado y nos queda muy poco tiempo. La cuestión es si queréis salvar la vida de vuestro hijo.
—Veo que se trata de hacer recaer la culpa en el rey Ricardo.
—La culpa fue del rey Ricardo. Había conseguido la corona... usurpándola a sus sobrinos.
—Estaba convencido de que eran bastardos.
—Oh, vamos. Igualmente eran una amenaza, y decidió eliminarlos. Ocurrió como hemos dicho. Brackenbury se negó y vos os hicisteis cargo de la Torre por una noche. Forrest y Dighton obedecieron vuestras órdenes. Los niños fueron ahogados y enterrados bajo una de las escaleras de la Torre.
—Eso no concuerda con los hechos. Soy el único de los leales siervos del rey Ricardo que ha conseguido vivir bien durante el actual reinado. El pueblo se preguntará por qué. Sólo podría ser que, aunque serví bien a Ricardo, también presté un gran servicio al rey Enrique.
—La confesión de un hombre justo antes de morir los convencerá de que decís la verdad.
—¿Cómo puedo estar seguro de que mi hijo se salvará?
—El rey no es un hombre sanguinario. No le gusta derramar sangre humana, y sólo lo hace cuando es por el bien del país.
—¿Y derramará la mía por el bien del país?
—No se puede permitir a los traidores que sigan viviendo.
—Yo no tomé parte en la rebelión de Suffolk.
—Habéis sido declarado culpable.
—No de eso... sino de otro crimen del que sólo fui un instrumento utilizado para cometerlo.
—La muerte de los dos niños de la Torre sin duda evitó una guerra civil que podía haber costado al país muchas vidas... y su prosperidad. Eso se ha evitado. Y no debe permitirse a nadie que se levante de nuevo en su nombre.
—Ah... —exclamó Tyrrell—. Empiezo a comprender. Cuando se demuestre que murieron, nadie se levantará en su nombre, y yo puedo demostrar que están muertos diciendo la verdad.
—Lo que vos consideráis la verdad no puede salvar la vida de vuestro hijo.
—Impediría que alguien suplantara a los príncipes.
—Sabéis qué se requiere. La decisión es vuestra.
—Firmaré esa confesión.
—¿La que deseamos?
—La que deseáis.
Al día siguiente, sir James Tyrrell fue conducido a Tower Green y su cabeza humillada sobre el tajo. Murió con la tranquilidad de saber que había salvado la vida de su hijo.
Al día siguiente, Thomas Tyrrell fue declarado culpable de traición, pero su sentencia fue postergada, y finalmente fue liberado y no le fueron confiscadas sus tierras.
John Dighton, acusado de ser uno de los hombres que habían jugado un papel activo en aquel misterioso asesinato, no fue ahorcado, sino confinado en la Torre. Un tiempo después fue liberado, aunque también se afirmó que había confesado su participación en el asesinato de los príncipes.
Nada de la confesión se había puesto por escrito, pero pocas semanas después de la muerte de Tyrrell, el rey hizo saber que sir James Tyrrell había confesado que los príncipes habían sido asesinados en la Torre por orden de Ricardo III, y que Tyrrell y sus sirvientes habían tenido parte en ello.
La noticia se dejó filtrar paulatinamente, casi como si no se hiciera ningún esfuerzo por hacérselo saber al pueblo.
John Dighton, que había escapado de la muerte por pura suerte, fue uno de los elegidos para que difundiera la noticia, cosa que hizo.
Lord William de la Pole y lord William Courtenay siguieron siendo prisioneros del rey; pero Suffolk, el cabecilla de la ilusoria insurrección, sólo fue exiliado a Aix.
Al rey le gustaba que se supiese que no era vengativo. No era la voluntad de un rey justo el derramar sangre cegado por la ira. Quería que todo su pueblo supiera, y esto era una verdad evidente, que sólo lo hacía cuando la necesidad se lo exigía. Si una persona constituía una amenaza para la corona —y la corona, naturalmente, equivalía a Enrique—, a menudo era más prudente eliminar a esa persona. Él no buscaba la venganza. Quería paz y prosperidad durante todo su reinado. Por eso se desvivía. Quería un trono firme para su linaje, y eso era lo mejor para Inglaterra.
Con el tiempo, el pueblo empezó a aceptar la versión de la muerte de los príncipes en la Torre. Habían sido asesinados por Ricardo III, que aparecía como una especie de monstruo. Era asombroso el poco interés que mostraban las gentes por lo que no les afectaba realmente. Nadie detectó incongruencia alguna en la historia. Nadie se preguntó, por ejemplo, por qué un hombre honrado como Brackenbury, de quien se afirmó abiertamente que se había negado a ayudar a su señor a cometer un asesinato, siguió siendo amigo del rey, a quien admiraba y junto al que murió combatiendo en Bosworth. Nadie se preguntó por qué tuvo que ser Tyrrell quien perdiera la cabeza, si no había tenido participación —o al menos sólo ínfima— en la traición de Suffolk, ni por qué debía éste librarse con un simple exilio.
A nadie le importaba demasiado. Nadie quería motines ni rebeliones. Los príncipes habían muerto, asesinados por su propio tío. Todo aquello había ocurrido hacía mucho tiempo, y la mayoría de los implicados habían muerto.