TYBURN Y TOWER HILL

 

C

uando Enrique se enteró de que Jacobo de Escocia había concedido su permiso a lady Gordon para que se casara con Perkin Warbeck se alteró profundamente.

—¡Eso significa que Jacobo acepta a ese impostor! —exclamó ante Dudley y Empson, a quienes había citado porque sabía que debería consultarles sobre el método que tendrían que emplear para recaudar fondos para la guerra.

La contienda armada parecía inevitable. Jacobo no debió dar su consentimiento a esa boda si no estaba dispuesto a ayudar a Perkin Warbeck en la lucha por el trono de Inglaterra.

—¡Debe de estar loco! —dijo Empson—. ¿Por qué quiere la guerra, entonces?

—Lo que quiere es causar conflictos. Es una vieja costumbre escocesa —dijo Enrique con amargura—. Ahora tendremos que recaudar dinero para la guerra, que es lo último que yo deseaba. Me repugna derrochar el dinero de ese modo.

—Tendremos que poner impuestos a todo el país —murmuró Dudley.

—Debemos preparamos para la guerra —convino el rey.

—Señor, los emisarios españoles han llegado a Inglaterra —dijo Empson—. Se habrán enterado de que se ha celebrado la boda y no les habrá gustado nada.

—Los franceses estarán encantados. ¿Creéis que tienen intención de ofrecerle apoyo?

—Es imposible adivinar lo que piensan hacer los franceses. Tienen sus propios problemas.

—Empson, yo soy su problema —dijo el rey—. Podéis estar seguro de que harán cualquier cosa que pueda hacerme daño. ¡Malditos pretendientes! Primero Simnel... y ahora éste. Si consigo que caiga en mis manos, pondré fin a estos descalabros de una vez por todas.

Dudley lo observaba en silencio. Pensaba: ¿será posible acabar con eso mientras la desaparición de los príncipes de la Torre siga siendo un misterio? ¿No habrá siempre hombres dispuestos a sublevarse y proclamar que son el rey Eduardo V o Ricardo, el duque de York?

Al cabo de unos pocos días, don Pedro de Ayala llegó a la corte procedente de España con una proposición. Sus soberanos deseaban que Enrique entrara en la Santa Alianza con el objetivo de que los franceses abandonaran Italia; para ello era de suma importancia que no estuviera absorbido por sus hostilidades con Escocia.

—La infanta Catalina está prometida con mi hijo Arturo —señaló Enrique—. Pero me he enterado de que los soberanos le han ofrecido al rey de Escocia una de las infantas. Diríase que España busca una alianza con Escocia y con Inglaterra a la vez.

—Milord —exclamó don Pedro—, no tienen ninguna intención de unir España y Escocia. Tengo instrucciones de haceros sólo a vos estas proposiciones. Vos tenéis una hija. ¿Por qué no le ofrecéis a Jacobo la princesa Margarita? Así cesarían las hostilidades entre los dos países.

Enrique guardaba silencio. Lo que más anhelaba en el mundo era la paz. Pensar que tenía que gastar dinero en la guerra lo frustraba sobremanera. No quería la guerra, siempre la había considerado una locura. Inglaterra quería la paz. Y la prosperidad. Quería trabajar por el bien del país, contener el despilfarro, desarrollar el comercio. Quería que todos los ingleses comprendieran que, cuanto más trabajaran, más unidos estarían y más ricos serían. Unidos para preservar la paz, no para hacer la guerra.

Sí, por encima de todo, Enrique quería la paz.

Entregaría gustosamente su hija Margarita al rey de Escocia, si de ello derivara la paz. ¿Por qué no iba a hacerlo? Para eso estaban las hijas... para consolidar las alianzas entre países hostiles y traer la paz. Sí, ofrecería Margarita a Jacobo IV de Escocia.

Pero había otro factor. Deberían entregarle a Perkin Warbeck.

Hasta ese día no podría hablarse de boda entre Margarita y Jacobo, ni tampoco de paz.

 

Ya no había ninguna razón para demorarse y no entrar en acción. Jacobo estaba ansioso por ir al encuentro de sus enemigos del sur.

Llamó a Perkin y le dijo jubiloso que pronto sería coronado en Westminster. A Perkin no le cupo más remedio que fingir un anhelo que no sentía; sólo deseaba que le dejaran vivir en paz con su mujer y su hija recién nacida.

Pero estaba allí para eso; ése era el precio que tenía que pagar por vivir regaladamente, por el lujo y la adulación, a los que con el tiempo se había acostumbrado. Daría cualquier cosa por vivir con Katharine en una casita modesta en Flandes; ¡si pudieran convertirse en dos personas modestas de las que nadie, fuera de su entorno inmediato, hubiera oído hablar!

Katharine sabía cuáles eran los deseos de su esposo y los compartía. Tampoco ella quería un trono, y vivir modestamente en Flandes la haría muy feliz.

Si no hubiera entrado al servicio de lady Frampton, si ésta no se hubiese fijado en él por su atractivo físico, nada de eso le ocurriría ahora, pero tampoco habría conocido a Katharine. Cada día que pasaba recordaba con más nostalgia los primeros años de su vida, y había momentos en que estaba a punto de confesárselo todo a Katharine. No lo hizo porque no se atrevía. Y ahora había llegado la hora de abandonarla para dirigirse con el ejército a Inglaterra.

—En cuanto mi posición allí sea estable haré que vayan a buscarte —le dijo.

—Claro, claro, ya lo sé.

—Lo que yo no sé es si podré resistir el vivir separado de ti.

—Estarás tan ocupado que no tendrás tiempo de echarme de menos —le dijo—; en cambio, yo tendré que esperar... y rezar.

—Necesitaré tus plegarias, Katharine. Ruega a Dios que podamos reunimos dentro de poco.

—Eso es lo que pensaba hacer.

—Renunciaría a todo con tal de no tener que separarme de ti...

Ella asintió. Lo comprendía; quizá en el fondo de su corazón sabía que su esposo no había sido nunca el principito de la Torre de Londres.

Jacobo pasó revista a las tropas y en Holyrood hizo ofrendas a los santos y ordenó que cantaran misas por él; cuando Perkin fue a su encuentro, el rey lo saludó con alegría.

—Ahora —dijo— veréis cuántos hombres se unirán para luchar bajo vuestra bandera. Están hartos del impostor Enrique Tudor. Saquearemos las ciudades de la frontera y avanzaremos con los botines, veremos qué efecto causa esto a Enrique. Entretanto, comunicaremos una proclama en nombre de Ricardo IV, rey de Inglaterra, y cuando haya miles de hombres dispuestos a daros la bienvenida... entonces habrá llegado el momento de avanzar hacia el sur.

Se dirigieron a Haddington y luego atravesaron Lammermuir hasta llegar a Ellem Kirk. Cruzaron la frontera y atacaron por sorpresa varias ciudades, pero no hubo ninguna respuesta a la proclama; muy pronto quedó claro que a los ingleses de la frontera no les interesaba destronar a Enrique Tudor y coronar a Ricardo de York.

Jacobo y Perkin sitiaron muy pocas ciudades. La expedición no se distinguía de las cientos de incursiones que se habían efectuado a lo largo de los años, y Jacobo empezaba a estar cansado. Además, marchar hacia el sur sin el apoyo de los ingleses al nuevo rey no tenía mucho sentido.

Empezó a sospechar que Perkin no era un buen dirigente, que no conseguía arrastrar a nadie y que necesitaría un ejército muy numeroso si quería hacerse con la corona. Jacobo no tenía ninguna intención de proporcionárselo, por más que Perkin le hubiese repetido que, si ganaba, le haría muchas concesiones.

Jacobo quería volver a Edimburgo. A pesar de Archibald Douglas, sus relaciones con Janet Kennedy habían tomado un rumbo prometedor. Se había cansado de Marion Boyd, aunque había sido una buena amante. Si ella se mostrara más comprensiva con sus devaneos, que para él eran una necesidad, no le habría importado seguir manteniéndola y visitarla de vez en cuando. Pero tenía la impresión de que Janet era un tipo de mujer absorbente y tendría que despedirse de Marion.

¿Quién quería dormir en una incómoda tienda de campaña cuando podría estar durmiendo en una cama con dosel y con una mujer al lado? Era cierto que Perkin le había hecho importantes promesas, pero era fácil hacer promesas cuando ni tan siquiera se había conseguido una victoria; luego, las promesas se olvidaban fácilmente, porque llevarlas a la práctica no era tan sencillo.

Se dirigió a la tienda de Perkin, a quien halló abatido y melancólico.

—No parecéis muy feliz, amigo mío —dijo Jacobo—. ¿Echáis a faltar el tálamo?

—Así es, milord.

—Ah, yo también echo a faltar mi cama, eso puedo asegurároslo.

—Me deprime pensar que estamos derramando sangre inglesa... de mis propios súbditos —dijo Perkin—. Por las noches no puedo conciliar el sueño cuando pienso en ello.

¡No puede conciliar el sueño porque quiere estar con Katharine!, pensó Jacobo. No puede conciliar el sueño porque sabe que los ingleses no quieren al rey Ricardo IV y prefieren luchar a seguir con Enrique Tudor. Una excusa muy humana que me pondrá las cosas más fáciles para regresar a Edimburgo.

Jacobo asintió.

—Ése no es el talante con que uno debe disponerse a hacer la guerra, amigo mío.

—Tenéis razón —contestó Perkin de buena gana.

Perkin sintió como si le hubiesen quitado un enorme peso de encima.

Volvería a casa, con Katharine y la niña.

 

El país entero protestó entre murmullos cuando Dudley y Empson trataron de recaudar fondos para la guerra con Escocia. De un día para otro el pueblo se vio obligado a pagar fuertes impuestos sólo porque un tal Perkin Warbeck quería arrebatarle el trono a Enrique Tudor.

Los habitantes de Bodmin, en Cornualles, creían que esos asuntos debían solucionarlos los reyes, sin implicar a nadie. ¿Qué les importaba a ellos qué rey ocupaba el trono? Nunca veían al rey. ¿Qué más les daba a los habitantes de Cornualles que el soberano fuese Enrique o Ricardo?

El letrado Thomas Flammock tomó una actitud muy exaltada sobre ese tema. Se fue a la plaza del mercado y se dirigió a la gente, que formó un círculo a su alrededor para escucharlo con atención. Y es que todos estaban agobiados por los impuestos extraordinarios que los obligaban a pagar.

—Se me ha agotado la paciencia —gruñó Michael Joseph, el herrero—; suficiente trabajo nos cuesta ganamos el pan con el que damos de comer a nuestros hijos... ¿Vamos a tener ahora que pagar como mansos corderos y soportar esta carga sin chistar? ¿No deberíamos hacer algo?

Joseph era un orador que arrollaba. En la herrería hablaba de lo que el rey llamaría sedición pero que a ellos, a los habitantes de Bodmin, les parecía simplemente un acto razonable.

—¿Dónde se lucha? —preguntaba Thomas Flammock—. En la frontera entre Escocia e Inglaterra. Hace siglos que luchan en aquellas tierras y seguirán haciéndolo durante muchos más.

¿Y tenemos que pagar nosotros esas contiendas que no nos atañen?

—¿Y qué podemos hacer nosotros? —gritó una voz de entre la multitud.

—Yo os propongo —dijo Flammock— que vayamos a pie a Londres y presentemos una petición al rey; debemos pedirle que prescinda de sus consejeros, porque son unos malos consejeros. Si el rey quiere librar una guerra, no somos nosotros... gentes de Cornualles... quienes debemos ayudar a financiarla. A nosotros la guerra no nos incumbe.

La multitud le aclamaba ruidosamente.

—¿Y quién irá a Londres con la petición? —preguntó el mismo hombre que había hablado antes.

—Tenemos que ir todos. Si vamos sólo unos cuantos... lo más probable es que el rey no nos reciba. Tenemos que demostrarle que nuestra petición es seria. Tenemos que ir a Londres como un solo hombre... Organizaremos una marcha... para que vean que no estamos dispuestos a pagar unos impuestos por una guerra que no nos atañe y que lo decimos en serio.

—Alguien deberá ponerse al frente —dijo el hombre, que se dirigió a donde estaban Flammock y Joseph—. Amigos —exclamó—, aquí tenemos a dos buenos paisanos nuestros. ¿Por qué no les pedimos que dirijan la marcha y nos representen ante el rey?

Se oyó un grito de la multitud.

—¡Flammock, el abogado, y Joseph, el herrero! Nuestros jefes...

La gente estaba acalorada y entusiasmada, pero Flammock levantó la mano para pedir silencio.

—Yo seré vuestro jefe —dijo—. ¿Y tú, Michael?

—Sí, yo también —dijo Michael—. Iré contigo.

—Seremos vuestros jefes hasta que encontréis a alguien con más méritos.

—No hay nadie con más méritos que tú, abogado —exclamó alguien.

—Una persona perteneciente a la nobleza tendría más peso. Pero no vamos a demoramos. Nos pondremos en camino... mañana al alba... Nos reuniremos aquí y aquellos que puedan deben venir con nosotros. Cuantos más seamos, más fuerza tendremos. ¿Estáis de acuerdo?

La multitud dio ruidosamente su aprobación. Al día siguiente al alba Flammock estaba asombrado de la cantidad de personas que habían acudido a la plaza. Iban provistos de arcos y flechas y también de hocinos. Eso le alarmó un poco, porque la marcha debía ser pacífica.

Cuando llegaron a Taunton, otros se les habían unido y Flammock estaba preocupado porque había entre ellos rufianes a quienes no movía nada más que el afán de robo y pillaje. Y eso era lo último que quería Flammock. Empezó a pensar que hubiera sido mejor seleccionar una docena de hombres de Bodmin e ir con ellos a Londres a presentar la petición.

La situación pronto le desbordó: era imposible controlar a la multitud. Eso se puso de manifiesto cuando el preboste de Taunton fue a quejarse ante ellos porque algunos hombres habían saqueado la ciudad. Más tarde, Flammock quedó horrorizado cuando vio que habían asesinado al preboste. Yacía muerto, en un charco de sangre.

Consiguió hacerlos salir rápidamente de la ciudad y se dirigió a ellos con estas palabras:

—Ha sido un incidente muy lamentable —dijo—. Ahora tenemos las manos manchadas de sangre. No era nuestro propósito matar a nadie y no quiero ver más escenas como ésta. No hemos venido a robar ni a matar, sino a hablar con el rey sobre unos impuestos excesivos. No debe haber más muertes. Que Dios se apiade de nosotros, porque hemos matado a un hombre que sólo cumplía con su deber.

En Wells se les unió James Touchet, lord Audley. Audley estaba muy descontento con el rey. Había estado en Francia con Enrique y creía que no lo había tratado como se merecía. Cuando vio a la multitud que se acercaba a Wells, salió a caballo al encuentro de los que encabezaban la marcha.

Thomas Flammock le pareció un hombre razonable y con educación, y le dio la razón sobre lo insoportable que era que el rey impusiera unas tasas tan elevadas a gentes que no podían pagarlas.

E impulsivamente, sin pensárselo, se ofreció a acompañarlos. Flammock, al ver que podía cederle la responsabilidad, lo hizo encantado.

—Milord —dijo—, sois un noble de alcurnia. Debéis ser vos quien se ponga al frente de nuestra expedición.

Audley vio con claridad lo que pretendía.

Y así, los rebeldes de Cornualles, dirigidos por Audley, marcharon hacia Londres un caluroso día de junio; cansados pero expectantes, llegaron a Deptford Strand.

 

Enrique estaba furioso. Siempre había temido que ocurriese algo así. Aquellas gentes descontentas, con toda seguridad atizadas por el impostor, se atrevían a rebelarse contra él.

La pesadilla se había hecho realidad.

Todos sus soldados se hallaban concentrados en el norte, para hacer frente a la amenaza escocesa. Y ahora había surgido aquel conflicto en el oeste.

Envió con premura mensajeros a su ejército con el fin de que una facción fuera hacia el sur, al encuentro de los rebeldes.

Lord Daubeney se dirigía al norte cuando recibió la llamada; desanduvo el camino y fue hacia Deptford Strand. Los habitantes de Cornualles estaban descorazonados por la indiferencia que les mostraba la gente en las ciudades y pueblos por donde pasaban; creían que una rebelión les traería más problemas que pagar los impuestos que les exigían.

En vano Flammock intentó explicarles que iban a Londres sólo a entregar una petición. Las cosas se ponían feas y él no podía hacer nada por cambiarlas, ahora se daba cuenta de ello.

Se derrumbó cuando el ejército del rey fue al encuentro de los rebeldes y los hombres de Cornualles consiguieron una victoria momentánea e hicieron unos cuantos prisioneros. Descubrieron que uno de ellos, que sin duda parecía de alto rango, era nada más y nada menos que lord Daubeney, el general del ejército del rey.

—Debemos dejarlo inmediatamente en libertad —le dijo Audley a Flammock—. De lo contrario, seremos tachados de rebeldes y nos acusarán de traición. Esto no es ninguna rebelión, es una marcha para protestar por unos impuestos elevados.

Llevaron a Daubeney ante la presencia de Audley y éste le puso al corriente.

Avergonzado por haber sido capturado por unos rebeldes y viendo que eso iba a rebajar su prestigio a los ojos del rey, ocultó su furia y su humillación y fingió comprensión.

Fue liberado en seguida, junto con los otros prisioneros.

Pero Daubeney no iba a olvidar fácilmente la vejación. De inmediato planeó atacar a los hombres de Cornualles, y eso es lo que hizo en Blackheath, donde los pilló por sorpresa. Naturalmente, los hombres pertrechados con flechas, arcos y herramientas del campo estaban en tanta inferioridad de condiciones que los soldados del rey, bien armados y entrenados, los redujeron en un abrir y cerrar de ojos. Daubeney capturó, para gran satisfacción suya, a los jefes de los rebeldes, Audley, Flammock y Michael Joseph.

 

Menos mal, pensó Enrique, que se había puesto fin a aquella agitación imprevista. Se preguntaba cuál era el mejor modo de actuar; por un lado, quería demostrarles a todos que era magnánimo, y, por otro, dejar muy claro que nadie podía rebelarse contra él impunemente.

Los hombres de Cornualles —los humildes artesanos de Bodmin— obtendrían el perdón. Podrían volver a su remota ciudad y hablar de la benevolencia del rey.

Pero los jefes no debían ser liberados; los hombres como Flammock y Joseph eran peligrosos. Además, de no ser por ellos aquel disturbio no habría tenido lugar.

El pueblo debía comprender que seguir a hombres como aquéllos era peligroso. Esta vez el rey se había apiadado de ellos y habían escapado al castigo que merecían; pero no debía repetirse.

Consideraron a Audley el principal ofensor. Había olvidado las responsabilidades que se derivaban de su rango y se había puesto al frente de una turba; era un ser peligroso y debía pagar por ello. Fue conducido a presencia del rey y condenado a muerte. Al ser noble, lo decapitarían y le ahorrarían así el bárbaro tormento reservado a los traidores, pero antes lo degradarían. Le pusieron una capa de papel, que simbolizaba que había sido despojado de su rango de caballero, del que ya no era digno, y de Newgate lo trasladaron a Tower Hill, donde el verdugo, hacha en mano, lo estaba aguardando.

Una vez decapitado, colgaron su cabeza en el Puente de Londres, para recordarles a todos cuál era el destino de los traidores.

Flammock y Joseph fueron menos afortunados: sufrieron el tormento de la pena reservada a los traidores. Fueron llevados a Tyburn, donde los ataron y descuartizaron; sus miembros fueron exhibidos en varios puntos de la ciudad.

Eso les ocurría a los traidores, aquellos que, en un momento de locura e imprudencia, tramaban complots contra el rey con harta ligereza.

Otros reyes hubiesen degollado a los rebeldes, aunque éstos se contaran por cientos. Pero Enrique, no. Enrique siempre tomaba las decisiones con calma y sabía lo que más le convenía; y lo que más le convenía no era matar por matar. No era vengativo. Casi nunca perdía la sangre fría, de modo que tenía tiempo para calcular cuál era la manera más ventajosa de actuar.

De mala gana había decidido que debía imponer la pena de muerte a los jefes rebeldes, porque no quería dar la impresión de debilidad. No era débil. Tal vez fuera estricto, pero era una cualidad de la que nunca abusaba. Nunca.

Podía felicitarse por haber resuelto con acierto el conflicto creado por los rebeldes de Cornualles. Pero Perkin Warbeck seguía atormentándolo día y noche, convirtiendo sus sueños en pesadillas.

 

Jacobo se estaba cansando de Perkin Warbeck. La incursión a Inglaterra había demostrado a las claras que el pueblo no quería unirse a su causa y a él no le gustaba mendigar el apoyo de nadie. Y menos por un posible rey de Inglaterra. Perkin debía luchar solo; cuanto más pensaba en ello, más claramente veía que Perkin no debía involucrar a Escocia en sus luchas.

No es que dedicara mucho tiempo a estas reflexiones; tenía otras cosas en que pensar... o una nada más: la mujer más hermosa que había visto en su vida lo absorbía por entero. Era agradable, gentil, amable, apasionada, notablemente bella y tenía todo lo que él más deseaba en una mujer; y como las mujeres eran lo que más deseaba en el mundo, y tenía una gran experiencia en ese terreno, decir eso era decir mucho. Por primera vez en su vida, y a pesar que había creído estarlo en otras ocasiones, Jacobo estaba enamorado de verdad.

La dama era Margaret Drummond, hija de John, barón de Drummond, un hombre muy capaz que había recibido su título nobiliario por los servicios prestados a su país unos diez años atrás. Era consejero privado y alto funcionario real encargado de los asuntos judiciales; era, además, carcelero del castillo de Stirling, y el desempeño de sus funciones lo habían llevado a la corte. Con él fue su hermosa hija, un hecho que complació al rey.

Marion Boyd, Janet Kennedy, con ser ambas mozas deleitables, no podían compararse a Margaret Drummond.

Jacobo iba constantemente al castillo de Stirling, donde vivía Margaret, al cuidado de sir John y lady Lindsay. Muy pronto la requebró. Era tan gentil, tan virginal... algo abrumada por los favores que le dispensaba el rey, aunque no tardó en sucumbir a su encanto. En honor a la verdad, se dijo Jacobo con pesar, fui yo quien sucumbió a su encanto. Apenas podía pensar en otra cosa, de modo que no era de extrañar que, cuando le hablaban de Perkin Warbeck, se mostrase irritado.

No quería que ningún obstáculo se interpusiera entre él y Margaret. Sólo pensaba en volver a verla, y no veía razón por la que debieran vivir alejados el uno del otro.

¿Quién quería la guerra? Las mujeres eran mucho más apetecibles. Y mientras Perkin Warbeck estuviese en Escocia, sería una amenaza. Enrique le había pedido que le entregara al joven; eso, por supuesto, no lo haría. Perkin le había prometido que devolvería Berbick a Escocia en cuanto subiese al trono, a cambio de la hospitalidad que le había prodigado Jacobo. Era un buen negocio, Berbick era una de las ciudades más importantes de la frontera... y estaban además todas las otras concesiones que Perkin le había prometido.

Pero ¿qué eran las promesas?... ¿de qué servían si había que librar guerras para conseguir su cumplimiento?

No. Él únicamente quería a Margaret; haberla conocido era lo más importante de su vida.

En Linlihgow le habló por primera vez a Perkin de sus intenciones.

—Me parece, milord —dijo—, que aquí no vais a conseguir nada. No deseáis luchar contra los habitantes del norte, vuestros propios súbditos, gentes que... como decís... nunca han oído hablar de Ricardo, el duque de York... ni tan siquiera de Enrique Tudor.

—No soportaría que se derramara la sangre de mis súbditos —dijo Perkin.

—Lo comprendo muy bien. Así que éste no es lugar para vos. Vuestros amigos están en Irlanda. Os voy a decir lo que haré, milord. Os voy a ofrecer un barco con el que podréis iros a Irlanda, con Katharine y la niña. Estoy convencido de que los irlandeses abrazarán vuestra causa; allí tendréis más posibilidades que aquí, en Escocia.

Perkin entendió perfectamente que Jacobo, de forma diplomática, le estaba diciendo que abandonara el país, y no le quedó más remedio que aceptar el barco que le había ofrecido y hacer los preparativos para dejar Escocia.

 

Si a Katharine le entristecía dejar su tierra natal, no lo demostraba.

—Estamos juntos —dijo—. Es lo único que importa.

Perkin estaba aprensivo; no podría seguir fingiendo y creía que se le había acabado la vida regalada. Tendría que intentar arrebatarle la corona a Enrique Tudor y, si lo lograba, las dificultades no harían más que empezar. En el fondo sabía que era incapaz de gobernar un país. La magnitud que había tomado lo que empezó siendo nada más que un afán de aventura y la emoción que la gente reparara en sus rasgos y su porte reales lo aterrorizaba. Pero de no ser por esa locura no habría conocido a Katharine.

Oteando la costa de Irlanda desde la cubierta del barco, las palabras de ella resonaban en su interior: «Estamos juntos.»

Lord Desmond estaba alicaído. A pesar de las rebeliones, señaló, la posición de Enrique Tudor era firme. La gente empezaba a tomarle afecto, y, aunque estaban en contra de los exorbitantes impuestos, culpaban de ellos a Empson y a Dudley. Eran los hombres más impopulares del país, y el hecho de que no responsabilizaran del todo a Enrique era indicativo de que éste era aceptado y considerado un buen monarca.

Desmond no quería saber nada de la rebelión. Podía predecir que la calma y la sabiduría de Enrique lo convertirían inevitablemente en el triunfador.

—Los irlandeses —dijo— son imprevisibles. Piensan una cosa y luego otra. Ha habido una rebelión en Cornualles; allí encontraréis seguidores dispuestos a apoyaros.

—Enrique redujo a la nada esa rebelión.

—Porque no eran más que una turba. Audley estaba con ellos para darles un poco de prestigio, pero no estaban preparados para la lucha armada. Si hubiesen sido soldados, las cosas habrían ido de un modo distinto. Después de todo, capturaron a Daubeney. Pensad en las consecuencias que eso habría traído si hubiesen tenido quien los apoyara. No, el oeste es vuestra esperanza, milord. Id allí y reunid un ejército.

Estaba muy claro que Desmond no quería tomar parte en una posible rebelión.

Escocia lo había rechazado y ahora lo hacía Irlanda. Sólo le quedaba dirigirse a Cornualles.

Allí recobró los ánimos. Al desembarcar en la bahía de Whitesand fue calurosamente recibido y salió a caballo hacia Bodmin, donde el recuerdo de la reciente expedición a Londres estaba todavía vivo en la memoria de todos.

—El bueno de Flammock... —decían—. ¡Expusieron sus miembros por todo Londres! Él, que siempre fue tan modesto. Que pudieran hacerle una cosa así a Flammock era absolutamente increíble.

—No os olvidéis de Joseph. Nadie sabía poner las herraduras a los caballos mejor que él... Y pensar que ya no está...

La humillación infligida a aquellos dos hombres de pro les hacía sufrir lo indecible.

—Pero los demás volvieron. No volverán a hacerlo... es todo lo que dijeron.

—Es comprensible, no podían hacemos a todos lo que les hicieron a Flammock y a Joseph.

—Cornualles no lo consentiría.

—Sí. El rey no tenía derecho a tratamos de ese modo.

Y de pronto había llegado aquel apuesto joven.

—Me parece que le podría enseñar unas cuantas cosas al viejo Tudor...

—Sí, si los habitantes de Cornualles le apoyásemos.

Perkin recobró la moral.

—Una recepción muy distinta de la que nos dispensaron en Irlanda —dijo.

El alcalde, en la plaza, proclamó:

—Nuestro rey, Ricardo IV.

Los habitantes de Cornualles estaban de su parte. Tendrían un rey que ellos mismos habrían elegido: aquel joven tan apuesto y su bella esposa reinarían en el país.

—Esta vez ganaré —dijo Perkin, forzándose a sonreír con entusiasmo.

—Y yo estaré cerca —dijo Katharine.

Perkin sacudió la cabeza.

—Quiero que estéis en un lugar seguro... tú y la niña.

Ella sacudió la cabeza, pero él no la dejó hablar.

La gente se unía a la causa. Todos querían luchar contra Enrique Tudor. Era una aventura y, si todo iba bien, tendrían un nuevo rey. Y si no... volverían como habían vuelto sus amigos que habían ido a Londres con Flammock y Joseph, y en paz.

Había tres mil hombres dispuestos a luchar por él. Todo un éxito. Y estaba convencido de que, en cuanto se pusieran en marcha, muchos más se unirían a ellos.

—Tengo que irme —le dijo a Katharine. Su esposa estaba deshecha en lágrimas. Tal vez ella, que tanto le amaba, sabía que no sería nunca un dirigente. Pero si ganaba, ella estaría a su lado y sería la reina. Deseaba fervientemente que todo acabara bien y que pudieran vivir en el anonimato y dejar que Enrique Tudor se quedase con la corona.

—Me han dicho que el sitio más seguro para vosotras es el monte Saint Michel —le dijo.

—Pero estaré demasiado lejos de ti.

—No estaré tranquilo si no sé que estáis en un lugar seguro.

—¿Crees que puedo descansar tranquila en alguna parte sin ti?

La besó con ternura.

—Será por poco tiempo —le prometió.

Pero ella no le creía. Se separaron con gran tristeza; ella se iba hacia el oeste, con la niña, y él hacia Exeter.

Por el camino, varios hombres se unieron a su ejército. Su físico atraía a muchos de ellos. Era muy apuesto, como todos los Plantagenet. Parecía un rey, no era como Enrique Tudor, que nunca sonreía y que, según decían, había envejecido veinte años desde que había subido al poder.

Surgieron dificultades. Tuvieron que sitiar Exeter, que les opuso resistencia. Pero él no era un soldado, y en cuanto supo que el conde de Devonshire, junto con otros nobles de Devon, se dirigían a su encuentro, consciente de que no podía enfrentarse a un ejército profesional, ordenó la retirada y volvieron a Taunton. Allí le esperaban peores noticias: lord Daubeney había ido a Glastonbury y se encaminaba a su encuentro.

—No podremos hacerle frente —dijo—. No estamos preparados para luchar contra un ejército profesional. No nos queda más remedio que renunciar.

—¿Qué van a decir los hombres? —le preguntaban.

Estaba asustado. Eso no era lo que quería. Él quería que la gente dijera: «Aquí está Ricardo IV. Hagámoslo nuestro rey.» Pero luchar por una corona... no, eso no lo haría. No quería luchar. Sólo quería vivir en paz con Katharine.

No podía llevarse a su ejército con él, de modo que escogió a sesenta hombres y juntos se fueron de Taunton. Pero incluso con sesenta soldados de caballería surgieron dificultades. La gente acudía alarmada a verlos y en las posadas no había suficiente comida para todos.

—No podemos seguir así. Nos capturarán en seguida si no nos dividimos —dijo Perkin.

Escogió a tres hombres y les dijo:

—Cuando caiga la noche, escaparemos furtivamente.

Los cuatro aprovecharon la oscuridad para desaparecer y al cabo de unas horas llegaron a Beaulieu, en Hampshire, donde encontraron una casa vacía, y en ella se refugiaron.

Lo único que Perkin deseaba era seguir escondido hasta que la tormenta hubiese amainado y luego ir al monte Saint Michel, recoger a Katharine y a la niña y dirigirse... ¿a dónde?

Tal vez a Flandes. Tal vez volviera a la casa de John y Katharine Warbeck, los padres de los que había renegado. Y tal vez pudieran vivir juntos y en paz el resto de sus días.

No quería ninguna corona. Sólo quería vivir en paz con Katharine.

Se tendió en el suelo, junto con sus compañeros.

Tal vez debiera abandonarlos... irse furtivamente. Podría disfrazarse de buhonero... y llegar al monte Saint Michel. Katharine y él podrían esconderse hasta encontrar un barco que los llevase a Flandes...

Pero tendría que esperar; de momento no era prudente y no podía arriesgar su vida porque Katharine lo necesitaba.

Oyó un ruido en la oscuridad. Se incorporó.

¿Serían los cascos de algún caballo que pasaba a lo lejos? Tal vez. Quizá fuera algún viajero nocturno.

Volvió a tumbarse y pensó en Katharine. Sí, conseguiría llegar hasta ella. Se esconderían y planearían escapar.

Ella estaría de acuerdo. Deseaban lo mismo: estar siempre juntos.

Otra vez oyó el ruido, esta vez más cerca... tal vez... Miró a sus compañeros, que dormían. ¿Debía despertarlos? No, era alguien que viajaba de noche...

El ruido se oyó más cerca. No era un jinete sino varios. Se levantó. Sus compañeros se habían despertado. Se acercaron a la ventana.

—Estamos rodeados —dijo Perkin.

 

No tenían más alternativa que rendirse. Los soldados del rey prendieron a Perkin y a sus compañeros y los llevaron a Taunton. Por primera vez Perkin vio al hombre cuyo derecho al trono había puesto en entredicho. Enrique Tudor consideró el asunto lo suficientemente importante como para conocer a su cautivo personalmente.

Al principio Perkin pensó: ¡qué viejo es! Viejo y anodino. En realidad sólo tenía cuarenta años, pero parecía diez años mayor. De complexión débil y ojos entre azules y grises, tenía el pelo encanecido y la tez pálida. Aunque había algo en él que desprendía fuerza y era imposible estar ante su presencia sin notarlo.

Aquel hombre avejentado y pálido impresionó a Perkin. Le inspiraba un respeto y un temor ilimitados. Si hubiese mostrado su ira, le habría tenido menos miedo. Era justamente su calma, su expresión impenetrable, lo que le desasosegaba, porque tras esa máscara ocultaba pensamientos que guardaba para sí, y que no tenía intención de compartir con los demás.

—Sois Perkin Warbeck —dijo el rey.

—Soy el rey Ricardo IV... me sacaron de la Torre... —empezó a decir Perkin.

—Qué disparate —dijo Enrique Tudor—. Sé quién sois. Sois Perkin Warbeck, hijo de John Warbeck, de Tournai, en Flandes.

Perkin recordó lo que había aprendido de lady Frampton y de la duquesa de Borgoña... y de lord Desmond, e intentó crecerse. Ojalá pudiese olvidar la casa de Flandes, pero ante aquel hombre estricto e inflexible, de mirada tan penetrante que parecía que le estaba leyendo el pensamiento, no podía.

—He ordenado que vayan a buscar a vuestra esposa. Sabíamos que estaba en el monte Saint Michel.

—No... os lo ruego... no le hagáis ningún daño. Ella es inocente.

—Lo sabemos muy bien. La engañasteis, como a los demás. No temáis, no soy ningún monstruo, a las mujeres inocentes no les hago ningún daño.

Perkin se quitó un enorme peso de encima. Enrique es un hombre atento, le importa más Katharine que sus propias aspiraciones, pensó. Es un sentimental. No será difícil manejarlo.

—Vamos a ver, Perkin —dijo—. Nos habéis causado muchos problemas pero sé que sólo sois un instrumento a manos de ciertas personas... los enemigos de mi país. Sé que sois un joven aventurero y que procedéis de una familia humilde de Flandes. Os han utilizado, y yo no soy un rey cruel. Se me conoce por mi magnanimidad... y mi amor por la justicia. No os culpo tanto a vos como a aquellos que se han aprovechado de vos. No voy hacer ningún daño a vuestra esposa, sé que es una mujer de alcurnia. Vivirá con la reina y recibirá el trato que su alto rango merece.

Perkin se cubrió el rostro con las manos; sollozaba de puro alivio.

—Gracias, milord, gracias de todo corazón. Ella es inocente... me creyó, como los demás...

Enrique sonrió. Sería fácil arrancarle una confesión a ese hombre, y así se ahorraría tener que recurrir a la tortura, que odiaba, aparte de que la información que se conseguía por medios brutales y desagradables no era siempre fiable.

—Así que podéis estar tranquilo —prosiguió amablemente—, vuestra esposa y vuestra hija recibirán un buen trato. En cuanto a vos... nos habéis ofendido infinitamente. Ese disparate sobre vuestra identidad... Sabéis muy bien que no sois el duque de York, ¿verdad?

Perkin no decía nada.

—Vamos, vamos. No sigáis con vuestras locuras. Ya os he dicho que vuestra esposa está a salvo. Deberíais estar agradecido por ello. ¿No lo estáis?

Perkin asintió en silencio con la cabeza.

—Lo comprendo, sé que adoráis a vuestra esposa. Ya veis, Perkin, cuántas cosas sé de vos. Hubo otra persona que intentó lo mismo. Se llama Lambert Simnel y trabajó de pinche en mis cocinas; ahora lo he promovido a halconero, porque es un fiel servidor... y está muy agradecido a su rey por haberle salvado la vida. Pobre muchacho, es muy simple. Sabe que merecía morir... como vos, Perkin, como vos. Pero no tengo intención de meteros en la cocina. Únicamente os pido una confesión. Si lo hacéis, viviréis. Debéis confesarlo todo en presencia de vuestra esposa. Después seréis enviado a la Torre, donde seréis mi prisionero durante un tiempo; no me cabe ninguna duda de que os comportaréis irreprochablemente... y como no soy vengativo... puede que volváis a reuniros con vuestra esposa... si es que quiere ser la esposa de un aventurero flamenco, después de creer que estaba casada con el duque de York.

Perkin no podía hablar. No había imaginado que las cosas fueran así.

Enrique se levantó.

—Os daré un tiempo para reflexionar. Cuando vuestra esposa llegue, primero se lo confesaréis todo a ella...

 

Llevaron a Perkin a Exeter, adonde el rey se había trasladado, y al poco de estar allí fue conducido a su presencia.

En cuanto entró en la estancia, vio a Katharine. Dio un grito de alegría, y de no ser por los soldados que lo sostenían hubiese corrido hacia ella. La observó con inquietud, pero en seguida vio que no le habían hecho nada. Ella lo miró perpleja, como si lo viera por primera vez. Eso a él le hizo daño.

—Katharine... —Fue todo lo que alcanzaron a decir sus labios.

Ella le sonrió.

—Esposo mío... —dijo en voz queda.

Perkin vio que le seguía queriendo.

—Ofrecedle una silla a lady Katharine Gordon y ponedla a mi lado —dijo el rey.

Katharine se sentó.

—Milady —dijo Enrique—, vuestro esposo quiere deciros quién es en realidad. Os lo explicará todo. Pensé que era justo que lo supierais y lo oyerais de sus propios labios. Empezad, Perkin.

Intentó hablar, pero no podía apartar los ojos de ella. Quería que Katharine corriera hacia él, quería estrecharla entre sus brazos, pero ella permanecía allí, sentada, mirándolo y rogándole con sus preciosos ojos que hablara.

Tenía que contar la verdad, que ahora recordaba con una viveza extrema.

—Mi padre se llama John Warbeck. Vivíamos en Tournai, donde él trabajaba de aduanero.

Ella se lo quedó mirando fijamente, incrédula. Nunca debió mentirle; tenía que habérselo contado todo antes de casarse. Pero en aquella época, durante largos períodos, creía, ser el duque de York y haber estado en la Torre con su hermano. Todo eso le parecía más real que la casa paterna en Tournai.

Tenía que proseguir. Tenía que seguir viviendo. Tenía que lograr que Katharine lo comprendiera, no podía soportar que lo mirara de aquel modo.

—Serví en varias casas, desempeñando diferentes funciones... A cambio de eso, me daban educación. Entonces los Frampton llegaron a Flandes. Habían sido seguidores de la casa de York y tuvieron que abandonar el país cuando el rey Enrique subió al poder. Vieron que me parecía al duque de York y me convencieron de que yo era uno de los príncipes que habían desaparecido de la Torre. Fui de una casa a otra... visité la corte francesa y la de Burdeos... no pasaba día sin que aprendiese algo... Ya conoces el resto. Me hice pasar por Ricardo, el duque de York, segundo hijo de Eduardo IV... y, desde la muerte de Eduardo V, heredero de la corona.

El rey observaba con detenimiento a Katharine, mientras Perkin hablaba.

—Milady, os ha engañado, como a otros muchos.

Ella guardaba silencio y miraba a Perkin con una expresión de incredulidad.

—Milady, iréis con la reina —dijo Enrique—. Le he pedido que os trate como a una hermana. Comprenderéis que no puedo dejar libre a vuestro esposo, pero no seré despiadado con él, porque me doy perfecta cuenta de que ha sido utilizado. Él se irá a Londres y vos iréis con la reina. Os dejaré solos diez minutos para despediros y para que os digáis cuanto tengáis que deciros.

Después de estas palabras, el rey se levantó y lentamente caminó hacia la puerta.

Perkin se precipitó al lado de su esposa. Se arrodilló y ocultó su rostro entre sus faldas. Ella no dijo nada; luego, con sus dedos le acarició el pelo y le cogió la cara con sus manos, obligándole a mirarla.

—¿Es cierto? —preguntó—. ¿O te han amenazado para que digas esas cosas?

Meneó la cabeza.

—Es verdad... Lady Katharine Gordon se ha casado con el hijo de un aduanero.

—Me casé contigo —dijo.

Él se levantó y la estrechó en sus brazos.

—Amor mío... ¿qué te harán? —le preguntó Katharine.

Sintió que una ola de felicidad le embargaba el corazón. En aquel momento no le importaba lo que pudieran hacerle. Lo único que le importaba es que a ella le preocupaba él.

—Dicen que el rey es indulgente...

Katharine se acordó de Flammock y Michael Joseph. ¿Qué habían hecho? Nada, comparado con lo que había hecho su esposo. Él se había puesto al frente de un ejército, había instigado una rebelión, se había hecho pasar por el verdadero rey.

—Me encerrará en la Torre —dijo—. Pero me ha dado a entender que me liberará. —Le tomó la cara con las manos y dijo—: Katharine, después de haberte conocido, no quería seguir con este engaño. Pero gracias a él te conocí. Nunca nos habríamos casado... pero una vez te tuve... a ti y a la niña... sólo pensaba en volver a Tournai... al anonimato... y vivir en una casita...

—Lo sé —dijo ella.

—¿Y tú qué harás?

—Ya está decidido, iré con la reina.

—Katharine... dentro de poco...

—Roguemos a Dios que así sea.

—Que Dios te bendiga. Eres más maravillosa aún de lo que creía.

—Yo no quería ninguna corona. Te quería a ti.

—¿Me sigues queriendo?

—No he cambiado —le dijo—. Creo que incluso lo sabía... no podía verte como rey de Inglaterra... y tampoco podía verme a mí como reina... Rezaré para que el rey te libere.

—¿Y luego?

—Luego nos iremos... a cualquier parte donde nadie nos conozca.

—¿Lo dices de verdad?

—Sí, los dos, los tres solos... quizá tengamos más hijos y un hogar para nosotros... sin sombras amenazadoras... sin el miedo de ir a la guerra... sin coronas por las que luchar.

—Oh, Katharine... qué sensación tan extraña, hacía mucho tiempo que no me sentía tan feliz.

Entraron los guardias. Había llegado el momento de irse. Perkin, a Londres; lady Katharine, con la reina.

 

Enrique no fue tan magnánimo como había dado a entender. No le movía la venganza, pero quería que todos supieran la magnitud de la locura que había cometido Perkin y éste fue obligado a pasear, cabizbajo, a caballo por las calles de Londres, para que los londinenses salieran de sus casas y vieran al hombre que había intentado convertirse en su rey. Algunos le arrojaron barro. Se sintió vejado y humillado.

—¡Ricardo, el rey! —le gritaban mofándose de él.

Luego lo llevaron a la Torre.

Transcurrieron varias semanas. Un día llegó un hombre con una librea verde y blanca, del servicio del rey, y le comunicó que quedaba en libertad, pero que debía acudir inmediatamente a la corte del rey, donde permanecería bajo vigilancia.

Recobró los ánimos. Dentro de muy poco sería libre y se reuniría con Katharine.

Llegó a la corte. El rey lo observó burlón, al igual que los demás.

Intentó desesperadamente obtener noticias de Katharine. Seguía con la reina, que estaba delicada de salud, por lo que pasaba mucho tiempo alejada de la corte. Había dado a luz una hija el año anterior. María era una niña fuerte y sana; pero al año siguiente nació Edmond, un niño enfermizo. El rey estaba preocupado por la salud de la reina y le permitió vivir retirada, aunque de vez en cuando debía aparecer en público para que la gente viera que su matrimonio con el rey era un matrimonio feliz. Las dos hijas y Enrique rebosaban de salud, lo que causaba inmensa alegría a sus padres. Arturo y Edmond crecían enfermizos, y eso los entristecía, pero las mujeres que estaban a su cuidado decían que se repondrían. La pequeña Isabel había muerto, pero la familia le daba plena seguridad a Enrique. Estaba satisfecho de la reina y, mientras siguiese dándole hijos, podía vivir donde quisiera.

Perkin, pues, no podría ver a Katharine a menos que escapase de la corte del rey. Aunque la reina tratara a Katharine como a una hermana, era evidente que estaba a su servicio y que el rey no tenía intención de dejar que los dos esposos se vieran. Puede que temiese que urdieran un complot, o que la gente, al ver a la atractiva pareja, pensara que merecían ser coronados.

Con el tiempo, a Perkin se le hizo insoportable la separación. Iría a ver a Katharine, fueran cuales fuesen las consecuencias. Era una locura, por supuesto, pero lo hizo. Lo vigilaban estrechamente, y no había recorrido más que un breve trecho cuando advirtió que lo seguían.

Se dirigió a galope tendido al monasterio de Syon, donde buscó refugio, pero tenía los hombres del rey pisándole los talones.

Le dijeron que si quería seguir con vida debía entregarse. El rey lo había tratado bien y él no había mantenido su palabra y había abandonado el castillo, donde estaba bajo custodia.

—Ha demostrado que no podemos confiar en él. Llevadlo a la Torre —dijo el rey—. No tengo intención de hacerle daño. Es un imprudente... un poco más listo que Lambert Simnel, pero un loco al fin y al cabo. Que se quede en la Torre hasta que decidamos qué hacer con él.

El rey ya lo había decidido. Perkin había intentado escapar. ¿Con qué fin? ¿Para conseguir que la gente abrazara una causa tan absurda como perdida de antemano?

No. La gente debía ver quién era Perkin y lo que se proponía. Lo mejor sería humillarlo; que todos se rieran de él. De este modo ya no sería ningún peligro.

—Deberá confesar públicamente su fraude cerca de Westminster Hall y luego en Chepeside, para que todo el mundo se entere de lo que ha hecho. Imprimiremos la confesión y la haremos circular por todo el país. Una vez hecho esto, creo que le habremos cortado las alas para siempre.

Y así Perkin tuvo que sufrir la humillación y el escarnio públicos, y después fue llevado de nuevo a la Torre. Estaba desesperado; Enrique no volvería a darle otra oportunidad de escapar.

 

Perkin no le preocupaba demasiado a Enrique, porque había sido muy fácil demostrar que era un impostor, pero aun así estaba algo intranquilo. Tanto él como Lambert Simnel habían puesto en evidencia que su posición en el trono no era del todo estable. Era un rey fuerte y un administrador nato, capaz de hacer de Inglaterra una gran nación, pero esos impostores podían hacer que la dinastía de los Tudor se tambaleara puesto que muchos no creían que tuviera derecho al trono.

Él sabía que los hijos de Eduardo IV estaban muertos. Si pudiera decir la verdad, las cosas mejorarían, pero nadie debía saber cómo habían muerto. La teoría de que Ricardo los había asesinado no se sostenía y por eso sus muertes debían seguir siendo un misterio. Ellos estaban muertos, pero Eduardo, el conde de Warwick, todavía vivía y él sí tenía derecho al trono. Por eso estaba en la Torre.

Al principio no le causó ningún problema. El joven conde sólo tenía diez años y no tenía amistades íntimas; era demasiado joven para atraer a los ambiciosos. Era una presa fácil.

Pero el conde tenía ya veinticuatro años y muchos recordarían que era el heredero de la corona. Su padre, el hermano de Eduardo IV, había sido juzgado y declarado culpable de traición; había tenido una muerte indigna: pereció ahogado en un tonel de malvasía. Aunque eso no quitaba para que su hijo fuera el siguiente en la línea sucesoria.

Enrique estaba muy intranquilo; incluso cuando recibía despachos de España, le daba vueltas y más vueltas al tema.

Y eso que quería desesperadamente una alianza con España. Desde que los soberanos se habían casado, uniendo así Castilla y la Corona de Aragón, desde que habían expulsado a los moros de España, eran muy poderosos. Si Enrique conseguía que su hijo Arturo y la hija de ellos, Catalina, se comprometieran, sería extremadamente feliz. Tendría aliados para hacer frente a los franceses, sus enemigos. Tenían que celebrar cuanto antes la ceremonia.

Pero los despachos que le llegaban, aunque cordiales, dejaban leer entre líneas cosas que no le gustaban.

Los soberanos españoles estaban indecisos. No querían ver a su hija casada con un rey depuesto. Estaban muy intranquilos. Lambert Simnel y Perkin Warbeck podían ser unos impostores, pero nunca se hubieran sublevado si la posición del rey fuera segura. Y debido a esta incertidumbre, podrían seguir surgiendo impostores.

Sólo había una persona que tenía derecho al trono, y ésa era el cautivo conde de Warwick. Si pudiese deshacerme de él, se acabarían los problemas, pensaba el rey.

Este asunto lo torturaba día y noche; dormía mal, desconfiaba de todos. Cada vez que alguien entraba en su habitación, se preguntaba si llevaría un puñal escondido.

Podría ordenar que lo asesinaran. Podría hacer que se ahogara en un tonel de malvasía o asfixiarlo mientras dormía. Estaba en la Torre, era su prisionero. No sería muy difícil.

Pero Enrique buscaba con ansiedad la aprobación de sus súbditos. No esperaba que mostrasen su amor, sabía muy bien que él no inspiraba este sentimiento. No obstante, quería que lo vieran como un rey justo y estricto, dispuesto a convertir Inglaterra en una gran nación. Sabía que, aunque protestaran continuamente por los elevados impuestos que habían tenido que pagar durante su reinado, en el fondo de sus corazones estaban con él. Culpaban a Dudley y a Empson, lo cual no dejaba de ser injusto, puesto que ellos cumplían sus órdenes. Las arcas estaban cada día más llenas, Inglaterra se estaba convirtiendo en un país rico. En catorce años había conseguido superar la bancarrota y transformar su país en una nación próspera.

No quería que lo consideraran un asesino que quitaba de en medio a los que se interponían en su camino. A veces sentía cierto remordimiento por haber hecho lo que había hecho, pero se decía a sí mismo que lo había hecho por el bien del país y no sólo del suyo propio. Cuando los soberanos eran menores de edad, los países se veían invariablemente azotados por el desastre. Así discurría él, convencido de que podía jactarse de tener un gran sentido común.

Lo hecho, hecho estaba. Su problema más acuciante era ahora el conde de Warwick.

Mientras viviese, sería una perpetua amenaza porque tenía más derecho al trono que él; habría problemas, e Isabel y Fernando no deseaban casar a su hija con un príncipe que no tenía el trono asegurado.

Tenía que deshacerse de Warwick... y pronto. Pero ¿cómo?

Tuvo una idea que lo iluminó.

Perkin Warbeck estaba en la Torre y ardía en deseos de estar con su esposa. Si no conseguía verla pronto, lo más seguro era que intentara escapar.

Si Warbeck y el conde de Warwick —dos prisioneros del rey, uno de los cuales tenía derecho al trono, mientras que el otro sólo lo pretendía— ocupasen celdas contiguas, tendrían una cosa muy importante en común.

Una oportunidad.

Enrique quiso ver al carcelero de la Torre.

—Deseo que Perkin Warbeck sea trasladado. Ponedlo en una celda contigua a la del conde de Warwick y dejad que se comuniquen. Eso les servirá de consuelo. ¿Quiénes son los guardias más dignos de confianza? Me gustaría verlos... De momento no, más tarde... a su debido tiempo...

Enrique sonreía. No había que apresurarse. Que las cosas se desarrollaran de un modo natural...

 

Perkin estaba desesperado. Creía que nunca saldría de aquel lugar y no tenía noticias de Katharine. No sabía que el rey había dado órdenes de que no le entregaran las cartas de su esposa. El rey quería que Perkin se desesperara y lo estaba consiguiendo.

Los guardias se mostraban amables. A menudo se quedaban largos ratos en la celda y conversaban; le hacían la vida más tolerable; la comida era buena y se la servían bien, y él creía que todo se lo debía a los guardias.

Pero a veces se hundía en una negra desesperación.

—Si pudiera salir —decía—. Me iría. Abandonaría Inglaterra. No tendría ganas de volver a este país.

Los guardias mostraban comprensión.

—El pobre conde también está aquí. —Señalaron la pared—. Lleva catorce años encerrado en la Torre, ¡imaginaos!

—¿Por qué?

Uno de los guardias se encogió de hombros y acercándose a él le susurró al oído:

—Porque es hijo de su padre.

—Ah... ¿os referís al duque de Clarence?

—Sí, murió aquí... ahogado en un tonel de malvasía... bebió demasiado vino... o quizá otros se lo hicieron beber.

Perkin se estremeció.

—¿Y su hijo está aquí desde que Enrique subió al trono?

Los guardias adoptaron un tono confidencial.

—Algún derecho tiene, ¿no?

—¿Algún derecho?

Uno de ellos le hizo un guiño.

—No puede andar suelto por ahí... si tiene más derecho al trono... ¿no? Así que tiene que permanecer bajo llave, es lógico, ¿no?

Perkin se quedó pensativo. Una corta distancia lo separaba del joven cuyo derecho al trono no era espurio como el suyo, sino real. No había intentado rebelarse contra Enrique Tudor y, sin embargo, aquí estaba... condenado a ser su prisionero toda su vida.

¡Toda su vida! A Perkin se le helaron las venas. ¿Harían lo mismo con él?

—Vos y el conde —dijo el guardia— ...tendríais mucho en común, ¿verdad? Si queréis escribirle una nota... yo me encargaré de que la reciba.

—¿Y qué le digo?

El guardia se encogió de hombros.

—Eso os toca a vos decidirlo. Creí que dos jóvenes... tan cerca el uno del otro... y que no pueden verse... Me imagino que a él le gustaría recibir una nota vuestra... y a vos una de él.

Perkin sacudió la cabeza.

El guardia salió; su compañero lo estaba esperando afuera.

—No ha picado —dijo—. Necesitaremos insistir un poco más.

Pero Perkin acabó por aceptarlo. Pensaba en el conde solitario y creía que, si le comunicaba sus pensamientos por escrito, la vida sería más llevadera. Le contaría cómo lo utilizaron para que fingiera ser el hijo de un rey y lo cerca que estuvo de ser monarca. No es que él quisiera serlo; lo único que ahora deseaba era estar con su esposa y su hija. Era todo cuanto pedía, pero el rey no se lo concedía y los mantenía separados. Si Katharine pudiese venir a la Torre con él, estaba convencido de que lo haría.

Pidió al guardia papel y pluma. La prontitud con que le fueron entregados tenía que haber sido suficiente para levantar sus sospechas.

El conde se alegró también de poder alegrar sus días gracias a la correspondencia mantenida con un compañero de prisión. Le escribió a Perkin que había oído hablar de él. A los prisioneros les llegaban de vez en cuando noticias incompletas... seguidas de largos silencios, de modo que nunca se enteraban de lo que ocurría realmente. Perkin le contó su historia y el conde estaba ansioso por saber más cosas. Pobre conde, había estado tanto tiempo encerrado en la Torre que apenas sabía nada del mundo exterior.

Perkin le hablaba de la libertad que anhelaba recuperar, de Katharine, que lo estaba esperando. Sólo pensaba en una cosa: escapar... Escapar de aquel lugar espantoso, escribió. La libertad: eso es lo que más anhelo.

El conde también la anhelaba. «¿Tendré que pasarme toda la vida prisionero en esta Torre?», escribió.

Los guardias, que leían las cartas y las entregaban al carcelero, que a su vez las entregaba al rey antes de que llegasen al destinatario, dijeron:

—Ya vamos consiguiendo algo.

 

Tenían razón. Al poco tiempo los dos jóvenes estaban planeando escapar. ¿Con qué medios contaban? «Los guardias son amables —escribió Perkin—. Tengo el presentimiento de que nos ayudarán. Debe de haber muchos prisioneros en la Torre, muchos de ellos inocentes. Ellos podrían ayudamos... querrán la libertad, lo mismo que nosotros.»

El conde prefirió dejar que Perkin hiciera los planes, puesto que había vivido aventuras reales, incluso había combatido. Él, prisionero desde los diez años, nada sabía de esos asuntos.

Entretenido en los planes, a Perkin el tiempo le pasaba rápido. Concibió un gran plan para tomar la Torre, con la ayuda de los guardias. Warwick no debía olvidar que era el auténtico heredero de la corona. Tenía derecho a dar órdenes. Perkin sólo era un humilde ciudadano, aunque admitía que tenía alguna experiencia.

Estaban excitados. Pensaban que los planes que habían concebido eran imaginarios, que nunca podrían llevarlos a cabo.

Pero lo que no sabían era que pagarían muy cara esta diversión.

Un día los guardias entraron en la celda de Perkin. Éste levantó los ojos ansioso, pensando que le traían una carta del conde.

Los guardias tenían una actitud distinta a la habitual. No sonreían, no hacían preguntas sobre las últimas cartas del conde.

—Perkin Warbeck —dijo el más veterano—. Vais a ser juzgado en Westminster el dieciséis de noviembre.

—¿Cómo juzgado? ¡Ya he sido juzgado!

—Éste es otro asunto. Seréis juzgado junto con el conde de Warwick por traición.

Perkin no lo comprendía.

—Por haber urdido un complot contra el rey y para tomar la Torre.

—Queréis decir que...

—De ésta no os libraréis, os lo aseguro. Está todo escrito... en las cartas.

—Mis cartas al conde...

—Y las suyas a vos... Estáis en una grave situación. Y también el conde.

Entonces Perkin lo comprendió. Una vez más había sido utilizado. Los amables guardias eran siniestros espías del rey Enrique Tudor y ahora se vería en serios problemas... y además había implicado al conde.

 

Enrique estaba satisfecho; su estratagema había funcionado. Perkin no tenía ninguna importancia para él, pero el conde había caído en sus redes.

Sería fácil condenar a Warwick a muerte por haber planeado escapar de la prisión. La gente se preguntaría: ¿Por qué estaba en la prisión? ¿No era lo más normal del mundo que intentara escapar?

Consultó con lord Oxford, condestable de Inglaterra. Él conocía sus deseos. Era prioritario que el compromiso entre Inglaterra y España no se retrasara más, de lo contrario los soberanos españoles ofrecerían su hija a otro monarca.

—Al parecer —dijo el rey— el conde de Warwick no sólo planeaba escapar, sino que quería reunir un ejército. Está muy claro que ésta era su intención.

No lo era, pero el condestable sabía que el rey le estaba ordenando que lo dejara claro ante todos.

Enrique tenía razón. Oxford lo veía con claridad. Mientras el conde viviese, no habría paz en el reino. En cualquier momento, alguien podía sublevarse, alguien a quien otros utilizarían como a un títere. Y lo más importante era la paz. ¿Qué era la vida de un joven príncipe comparada con el azote terrible de una guerra? Un joven inocente debía morir por el bien de todo un país.

—Hay que dejarlo claro —dijo Oxford.

Enrique asintió con la cabeza.

El conde estaba perplejo por el revuelo que se había levantado a su alrededor. Hasta aquel momento sus días habían transcurrido plácidamente en la prisión; apenas sabía nada del mundo. Recordaba vagamente que había vivido en Middleham con la duquesa de Gloucester, que luego se convirtió en la reina Ana. Era una mujer amable con él; era la hermana de su madre y solía hablarle de su infancia, cuando ella e Isabel, su madre, vivían juntas en Middleham con Ricardo, con quien se casó, y con Jorge, con quien se casó Isabel. «Eran hermanos —le había dicho—, y nosotras, hermanas... hijas de Warwick... casadas con los hijos del duque de York.» Era interesante lo que le contaba. Después ella murió y el rey Ricardo cayó en la batalla de Bosworth; la vida cambió completamente y él fue hecho prisionero en la Torre. No sabía muy bien por qué razón. Pero empezaba a comprenderlo. Su padre era hermano del rey Eduardo y del rey Ricardo, y los dos hijos del rey Eduardo habían desaparecido de la Torre; el hijo de Ricardo había muerto y sólo quedaba él.

Por eso había planeado un complot contra el rey, ¿verdad? No, no era verdad, él sólo quería la libertad.

El conde de Oxford lo visitó.

—Sí —dijo—, queríais la libertad para haceros con el poder.

El joven estaba confundido.

—Sólo quería ser libre.

—Habéis estado aquí mucho tiempo.

—Llegué cuando tenía diez años. Ahora tengo veinticuatro. He pasado más de la mitad de mi vida prisionero del rey Enrique.

—Prisionero... no —dijo el conde de Oxford—. Fuisteis encerrado aquí por vuestra propia seguridad.

—¿Tanto tiempo? ¿Era necesario?

—El rey lo creyó así. Os creíais con más derecho al trono que Enrique porque vuestro padre era el duque de Clarence.

—Tenía más derecho que él.

Pobre criatura, qué inocente. No se daba cuenta de que acababa de firmar su sentencia de muerte. ¡Qué fácil era manipularlo... qué cándido era! Había pasado años retirado del mundo. ¿Podía acaso haber perdido la inocencia?

—He venido a ayudaros —dijo el condestable de Inglaterra—. Sería mejor para vos que confesarais que tenéis conocimiento de que tenéis más derecho al trono que el rey y que os proponíais deponerlo.

—Tengo más derecho al trono... —empezó a decir el joven.

—Confesad vuestra culpa y el rey os perdonará, como hizo con Perkin Warbeck.

—¿Está en libertad?

—No. Me refiero a lo que pasó cuando fue capturado. El rey fue magnánimo con él y lo perdonó... pero intentó escapar y entonces el rey lo encerró en la Torre. Confesad vuestra culpa y el rey también será magnánimo con vos.

Sus palabras persuadieron al conde y el condestable fue a ver al rey, triunfante.

—Debe ser juzgado y condenado sin demora. Warbeck, también.

—Los dos serán declarados culpables —ordenó el rey—. Warbeck no me importaría, ha confesado su fraude. Pero empiezo a estar harto de ese personaje ingrato. Podría tener secuaces y no podríamos juzgar a unos y declararlos culpables si antes no lo hemos hecho con él.

De este modo Perkin y el conde de Warwick fueron juzgados y condenados a muerte por traición.

El rey no quería vengarse de aquellos dos traidores. Eran jóvenes e imprudentes, dijo; pero habían causado graves problemas y por el bien del país no los perdonaría. Había sido magnánimo con anterioridad, y le habían pagado con la ingratitud.

Conducirían a Perkin Warbeck a Tyburn, donde sería ahorcado; al conde de Warwick lo decapitarían en Tower Hill.

 

Los dos hombres esperaban la sentencia de muerte en sus celdas de la Torre.

Perkin estaba resignado. Nunca más vería a Katharine. ¿Qué vida llevaría sin él? Habían estado separados mucho tiempo, pero siempre había mantenido la esperanza de volver a verla.

Era el final; todos sus planes de futuro acabarían en Tyburn. Mientras esperaba a que vinieran a por él, se preguntó si en algún momento le fue dado cambiar el destino que lo había conducido allí. No lo sabía, y ya no tenía ninguna importancia.

La gente se agolpó en las calles para asistir a los últimos momentos de su vida. Era una fiesta para el pueblo. Le llegaban sus gritos, mientras se lo llevaban. Ya no le importaban sus mofas y el que hubiesen acudido para presenciar su última humillación.

Cuando le pusieron la soga al cuello pronunció el nombre de Katharine; esperaba que pronto se recobrara de la desolación de aquel día. Rogaba a Dios que fuera feliz, después de su muerte.

En Tower Hill el espectáculo era diferente. El joven conde salió de la Torre por su propio pie y sintió el aire fresco en su cara; sobre el río había niebla; era un día gris de noviembre. Pero andar fuera de los muros de la Torre era una gran experiencia. ¿Cómo habría sido su vida aquellos años si hubiese vivido en libertad?

Cuando puso la cabeza sobre el tajo, sintió casi... indiferencia. ¿Podía dejar esta vida, de la que no sabía casi nada, con un sentimiento distinto?

Un golpe fulminante y todo hubo terminado.

Le llevaron la noticia al rey: Warwick estaba muerto.

Enrique asintió. Ya no había razón para demorar las negociaciones con España. Había liquidado al único pretendiente que debía temer.