EL NAUFRAGIO
A
quel invierno del año 1506 fue muy desapacible y Catalina pasó un frío atroz. Su posición no había mejorado y desde la muerte de su madre se había convertido en un estorbo tanto para España como para Inglaterra.
El rey le inspiraba terror; la actitud que tenía con ella le parecía de un cinismo indescriptible. Él, que tanto afecto le profesó y que tan contento estuvo cuando ella llegó para casarse con Arturo, le echaba en cara la pequeña concesión que le había hecho y le daba a entender que se arrepentía de que hubiera ido a Inglaterra.
¡Qué cruel era la vida! Un inesperado golpe de fortuna había cambiado totalmente su situación. Si Arturo hubiese vivido, ahora ella sería quizá una madre feliz, y la futura reina. Si su madre estuviera viva, nadie osaría tratarla de ese modo. A menudo se preguntaba si su padre la quería realmente; le parecía que sus hijos no habían sido para él más que meros medios de los que se había servido para acrecentar su poder. Sabía que eso era hasta cierto punto inevitable, pero cuando un miembro de una familia se hallaba en una situación crítica como la que estaba atravesando ella, lo lógico era pensar que se despertara un sentimiento familiar que hiciera que todos acudieran en ayuda del desafortunado.
Había empeñado tantas joyas que pronto no le quedaría ninguna. El príncipe de Gales cumpliría quince años en junio: en otros tiempos habían planeado que la boda tendría lugar cuando él tuviese esa edad.
¿Se celebraría la boda? Era el único modo de salir de la miseria y la desdicha. La boda debía celebrarse.
Desde el año anterior su vida había ido de mal en peor. El rey estaba molesto con su padre, y la alianza entre ellos, que se estableció con la boda de Catalina y Arturo, se había deteriorado gravemente. La dote de Catalina era fuente de perpetuas discrepancias y ninguno de los dos estaba dispuesto a ayudarla, con la excusa que era al otro a quien correspondía hacerlo. Está claro, se dijo Catalina, que yo no les importo nada.
Los dos eran codiciosos; ninguno de los dos reparaba en los medios una vez se habían propuesto hacerse con el poder y mantenerlo: ¿por qué les iba a importar una pobre muchacha indefensa? Qué distinto había sido todo cuando Isabel vivía.
El año anterior Fernando se había vuelto a casar. Eso había sido una sorpresa desagradable para Catalina, que no soportaba que alguien ocupase el puesto de su madre; además, la nueva esposa era una mujer joven y se rumoreaba que él la idolatraba. Catalina pensaba que su padre siempre se había sentido celoso de su madre. Isabel era muy superior a él en todos los aspectos: no sólo era más inteligente, sino que tenía también más posesiones. Pero daba la impresión de que se querían; por supuesto Isabel le tenía afecto, pero era consciente de su debilidad y él siempre le guardó rencor porque ella era más poderosa.
Ahora tenía a una jovencita, Germaine de Foix. El rey de Inglaterra fruncía el entrecejo, preocupado, porque Germaine de Foix era sobrina de Luis XII de Francia y eso significaba sin duda que los lazos de amistad entre España y Francia, el viejo enemigo de Enrique, se habían estrechado.
Enrique no había negado de forma rotunda que se celebrase la boda de Catalina con el príncipe de Gales. No quería hacerlo. Abandonar este proyecto, en efecto, hubiera supuesto devolver la dote, y no estaba dispuesto a dejarla escapar de las manos. Pero Catalina sabía que Enrique estaba haciendo gestiones para encontrar una novia al príncipe de Gales. Catalina se enteró de que le habían propuesto que el joven Enrique se casara con Marguerite d'Angoulême y él con su madre, Louise de Saboya.
Ella se imaginaba que la negativa de Angoulême había sido la causa de que tales proposiciones no llegaran a nada; había oído que Louise había visto un retrato del rey y lo había encontrado repulsivo; sin duda también su cicatería debió de asquearla. El auténtico motivo era seguramente que estaba tan unida a su hijo François, el joven duque al que llamaba césar, que no podía soportar vivir alejada de él, ni tampoco Marguerite.
En cualquier caso, el rey seguía buscando, y los pasos para encontrarle una esposa al príncipe de Gales estaban en un punto muerto.
Poco antes de Navidad, Catalina pidió audiencia al rey, que le fue concedida, aunque la hizo esperar.
Su aspecto débil la sorprendió. Estaba enjuto y tenía la tez amarillenta, aunque su mirada seguía siendo aguda y penetrante como siempre.
—Milord —dijo—, no puedo seguir así. Hace dos años que no puedo hacerme vestidos y no puedo pagar a mis sirvientes. Tengo derecho a vivir con dignidad.
—¿Habéis pedido ayuda a vuestro padre? —preguntó.
—Mi padre dice que debo pedírosla a vos.
Se encogió de hombros.
—Sois su hija.
—Y también vuestra. Estuve casada con Arturo.
—Aquello no fue propiamente un matrimonio, mi querida señora. Me han dicho que vuestro padre no se comporta con mucho decoro.
Empezó a ponerse muy nerviosa; debía obtener ayuda como fuese, no podía seguir de aquel modo; en sus aposentos hacía un frío insoportable y no tenía medios para calentarlos.
Así se lo dijo al rey; había levantado la voz y estaba a punto de llorar.
El rey se asustó.
—Os ruego que os calméis, milady —dijo—. Creo que olvidáis que debemos guardar la compostura.
Catalina tenía las manos apretadas.
—Estoy desesperada... desesperada. O me ayudáis o me devolvéis junto a mi padre.
—De momento debéis volver a vuestros aposentos. Estáis muy agitada. Ya haré algo para mejorar vuestra situación.
Lo que hizo fue invitarla a ir a pasar las Navidades a la corte. Aquello la desconcertó: con sus ropas raídas, ¿cómo iba a poder convivir con las refinadas damas de la corte? Y, por otro lado, ¿de dónde iba a sacar el dinero que esa visita conllevaba?
Pero el rey le había ordenado ir a la corte y no podía negarse. Cuando estuvo instalada en un pequeño apartamento, fue a verla uno de los embajadores del rey. Venía, dijo, por orden del rey para hablar de sus dificultades económicas. Debería sentirse agradecida de que el rey se preocupara de sus estrecheces.
Se sintió muy aliviada... pero el alivio duró apenas irnos momentos. Cuando oyó los planes del rey, quedó profundamente abatida.
—Milady, el rey es consciente de que no podéis mantener Durham House y en consecuencia os ofrece un hogar aquí, en la corte. Ha despedido a los miembros de vuestro servicio porque ya no los vais a necesitar. Dice que no le extraña que no podáis pagar a vuestros sirvientes, y es que tenéis demasiados. Los ha despedido a todos menos a cinco de vuestras damas; y os quedaréis con vuestro mayordomo, vuestro tesorero y vuestro médico. Dispondréis de aposentos aquí, en la corte. Así podréis vivir de acuerdo con vuestros medios.
Se quedó sin habla. Su ayuda había consistido en arrebatarle a las personas que eran sus amigos.
Estaba tan afligida que mandó llamar a su confesor. Quería rezar con él, pedirle que le ayudara a soportar el duro golpe que un rey cínico le había asestado.
No pudieron encontrar al confesor, y cuando mandó llamar a su médico, éste le dijo que su confesor estaba entre aquellos que el rey había despedido.
Estaba en la corte, sí, pero todavía más desdichada y con mayor pobreza que en Durham House. Había reducido los gastos, pero su miseria se había intensificado.
En aquel momento sólo una tenue esperanza iluminaba su vida. A veces veía al príncipe de Gales y sabía que él reparaba siempre en ella. En ocasiones cruzaban una mirada y a ella le parecía que en sus ojos había una sonrisa casi conspiradora.
¿Qué significado había que darle?, se preguntaba.
Ella lo buscaba ansiosamente y se alegraba cuando él estaba presente.
Únicamente había un modo de salir de aquella situación intolerable y era casándose con el príncipe de Gales.
El rey no era en modo alguno un hombre feliz. Seguía sin casarse y sólo tenía un hijo. Cierto, Enrique estaba creciendo con espléndida virilidad. Ya era más alto que su padre, era notablemente atractivo y, con su cabello cobrizo claro y su piel tersa, era admirado dondequiera que fuese. Se preocupaba mucho por ir siempre vestido de la manera más favorable. Le gustaba exhibir sus piernas bien torneadas, y los suntuosos terciopelos y brocados de sus atavíos eran la comidilla de la corte.
Todo va bien, pensaba el rey, pero espero que el muchacho no vaya a ser extravagante.
Sin duda aquello podía refrenarse mientras viviera el rey, pero, como Enrique contó a Dudley y Empson, sería intolerable que el príncipe creyera que cuando accediera al trono podría zambullirse en aquel almacén de tesoros pacientemente acumulados y dilapidarlos.
Todos le excusaban. Todavía era joven. Tenía mucho encanto y buena presencia; el pueblo le admiraba. Cuando fuera mayor, comprendería sus responsabilidades.
Pero, ¿lo haría?
El rey observaba a su hijo atentamente, reprimía su exuberancia, le mantenía a su lado. Había tomado la decisión de que al príncipe aún no debía permitírsele fundar un hogar en Ludlow, sino que debía permanecer en la corte real.
El abismo entre él y Felipe aumentaba. De hecho, Enrique estaba buscando la amistad con Felipe, el marido de Juana, quien desde la muerte de la reina Isabel se había convertido en el virtual gobernante de Castilla. (Juana era la reina, pero las mujeres no cuentan, al menos no una que estaba medio loca y a la vez tan estúpidamente enamorada de su marido que él podría conseguir de ella todo lo que quisiera.) Cuando muriera Maximiliano, el padre de Felipe, éste sería el hombre más poderoso de Europa. Por lo tanto, era alguien a quien se debía cultivar, y cuanto más profundo fuera el abismo entre Enrique y Fernando, más necesitaría Enrique la amistad de Felipe para hacer frente a los franceses. Más aún, el matrimonio de Fernando con la sobrina del rey de Francia hacía esto más importante que nunca.
El odio de Enrique hacia Fernando aumentó cuando a los mercaderes ingleses que comerciaban con Castilla les fueron negados los privilegios de que habían disfrutado durante un tiempo bajo el gobierno de Isabel, y ya no podían seguir beneficiándose. En consecuencia, volvieron con su cargamento de telas y no se llevaron el vino y el aceite que necesitaba su país. Fernando juró que no era culpa suya. Había sido su gobierno quien había anulado el permiso de comercio de los mercaderes ingleses. Él hizo lo que pudo por convencerlos de que les permitieran proseguir sus actividades, pero se negaron.
Los comerciantes ingleses fueron a Richmond para quejarse al rey; estaban de muy mal humor. Enrique detestaba ver frustrados sus tratados comerciales; le resultaba muy difícil aplacar a los mercaderes, y aunque la culpa no era suya, el pueblo había confiado en que él haría próspero el país, y si no lo conseguía, sería el único responsable del fracaso.
Necesitaba sin duda cultivar la amistad de Felipe, que estaría más que dispuesto a ir en contra de su suegro, pues Fernando estaba muy ofendido porque Isabel había confirmado a su loca hija Juana como reina de Castilla, ya que eso significaba entregar el país al marido de Juana, Felipe.
Pero había otro tema que hacía pensar a Enrique que necesitaba la amistad de Felipe.
En la época de la rebelión de Edmond de la Pole, conde de Suffolk, que había proporcionado al rey la oportunidad de desembarazarse de sir James Tyrrell, y de ese modo acabar con el espectro que le había atormentado durante tanto tiempo, el conde había sido obligado a exiliarse.
Tal vez fuera un error enviar a la gente al exilio. Nunca se sabe lo que pueden tramar allí. Por otra parte, Enrique siempre evitaba el derramamiento de sangre, excepto cuando lo consideraba absolutamente necesario.
Habían pasado cuatro años desde que Suffolk fue llevado a juicio, y en aquella época él estaba en Aix. Era peligroso, por supuesto. Pero Enrique ya lo esperaba, y observaba muy atentamente las extravagancias de su enemigo. Cuando se celebró el juicio de Suffolk, Enrique pensaba que sus aspiraciones al trono eran muy remotas y no tenían demasiada importancia. A fin de cuentas se basaban en que su madre era hermana de Enrique IV. Ahora comprendía que debió de haber sido más cuidadoso; daría cualquier cosa por tener a Suffolk a buen recaudo en la Torre.
Había firmado un tratado con el emperador Maximiliano, padre dé Felipe, en el que Maximiliano prometía que no ayudaría a los rebeldes ingleses, aunque éstos reclamasen el título del duque.
Con esto se hacía clara referencia a Suffolk, pues se consideraba duque aunque sus títulos le hubieran sido confiscados.
A pesar de ello, Suffolk permaneció dos años en Aix, y cuando finalmente se marchó, tras habérsele prometido un salvoconducto, fue detenido en Gelderland y encarcelado en el castillo de Hattem. Poco después de su encarcelación, el castillo había sido tomado por Felipe, y así Suffolk había pasado a manos del hombre cuya amistad buscaba ahora tan afanosamente Enrique, y una de las principales razones era que Suffolk estaba en poder de Felipe.
En la mente de Enrique había demasiadas cosas. Su humor habría mejorado considerablemente si hubiera podido encontrar una esposa. Echaba de menos a Isabel más de lo que hubiera imaginado. Era una mujer muy dócil, que nunca se quejaba, que aceptaba su sabiduría superior en todo. Habiendo disfrutado de la compañía de una esposa semejante, no era sorprendente que la echara de menos y que ansiara sustituirla con desesperación.
El país estaba prosperando más que nunca, y sus ministros consideraban descabellado que él se preocupara continuamente por la aparición de un aspirante al trono. Se debía a las alarmantes insurrecciones de Lambert Simnel y Perkin Warbeck... y por supuesto a los temores constantes por los príncipes de la Torre. Habían teñido su perspectiva hasta tal extremo que a veces dominaban sobre todo lo demás.
Pero sus ministros tenían razón. No tenía nada que temer. En cualquier caso, haría lo que pudiera por cultivar la amistad de Felipe, y buscaría una mujer para casarse de nuevo, lo que le recordaría que aún era joven. Supervisaría el desarrollo del joven Enrique y le moldearía hasta convertirlo en el rey que algún día iba a ser. Y en cuanto al matrimonio de su hijo, bien, si se presentaba alguna oportunidad, era libre de aprovecharla. No dejaba de repetirse que él no estaba de ningún modo ligado al matrimonio con Catalina de Aragón.
Pero aquella mujer era una molestia incesante. Refunfuñaba continuamente, e incluso ahora que tenía carta blanca en la corte, iba por ahí como un mensajero del destino, intentando obtener la comprensión de los que la rodeaban.
No tenía dinero para comprarse ropa; no podía pagar a sus sirvientas; las únicas que le quedaban no podían casarse porque ella no podía proporcionarles una dote; su ropa interior había sido remendada tantas veces que lo único que quedaba de ella eran montones de parches.
Su situación era deplorable, y lo peor de todo es que no sabía si era o no la futura princesa de Gales.
—No estamos comprometidos —dijo el rey—. Ella debe entenderlo.
Enrique dedicaba muy pocos de sus pensamientos a Catalina; su preocupación era cómo podía cultivar mejor la amistad de Felipe.
Y entonces el destino se puso de su parte.
Aquel mes de enero, la mayor tormenta que recordaban los ingleses arrasó su isla; el vendaval no amainó en todo el día y toda la noche; en Londres incluso arrancó los tejados de algunas casas, y no era seguro ir por las calles. Entre otros edificios, la catedral de Saint Paul sufrió daños, pero en conjunto careció de importancia comparado con la violencia del temporal a lo largo de las costas.
Coincidió con que Felipe y su esposa Juana estaban en alta mar en aquel momento. Iban de camino a reclamar la corona de Castilla, y realizaban el viaje por mar porque el rey de Francia no les permitía pasar por sus tierras.
Por eso Felipe había puesto rumbo a los Países Bajos con su ejército, y se encontraba en el canal de la Mancha cuando la tormenta descargó toda su furia sobre su escuadra. Ésta fue diezmada; se hundieron varios barcos, y otros embarrancaron en distintos puntos de la costa inglesa.
Con Felipe estaba su esposa Juana, si bien él habría preferido que no fuera así. Felipe tenía veintiocho años; se había ganado el apelativo de Felipe el Hermoso, y le hacía justicia. Su largo cabello dorado y sus finos rasgos le daban el aspecto de un dios griego, y sus grandes ojos azules y su piel eran frescos y sanos. Aunque no era muy alto, tampoco era bajo, quizá apenas por encima de la estatura media. Tal vez si fuera mayor, aquellos rasgos perfectos estarían desfigurados por las huellas del libertinaje, pero por el momento, a pesar de la vida que llevaba, seguían inmaculados.
Se había casado con Juana por Castilla, y siempre decía que habrían podido vivir juntos en razonable armonía si ella no se hubiera enamorado tanto de él que no podía soportar no tenerle a la vista, y cuando estaban juntos no podía evitar demostrar de todas las maneras posibles su apasionada devoción por él. Como estaba algo más que un poco desequilibrada, esta pasión por su marido, en especial con la vida que a él le gustaba llevar, se manifestaba violentamente. El incidente de la sirvienta del pelo rapado fue uno más. Su deseo por Felipe era insaciable, y cuanto más crecía ese deseo, mayor era la repulsión que sentía él.
Era una situación muy lamentable, pero en esta ocasión Felipe tenía que soportar la compañía de Juana durante el viaje hasta Castilla, donde ella reclamaría la corona del reino.
A menudo se preguntaba si podría desembarazarse de ella. Que estaba loca, era algo que muchos estarían dispuestos a afirmar si se atreviesen. Aunque sin duda, como si lo admitieran le darían a él una gran satisfacción, tenían poco que temer. Siempre debía recordar que la corona le venía a través de ella. Estaría dispuesta a darle todo el poder en Castilla, pero a cambio querría tenerle a su lado día y noche.
Era un precio demasiado alto, pensaba él, incluso por Castilla.
El matrimonio había sido fructífero, de modo que Felipe había cumplido con su deber para con su esposa. Su hijo Carlos sería algún día uno de los hombres más poderosos de Europa, pero su padre ocuparía esa posición antes que él. A la muerte de Maximiliano, ahora que también Castilla era suya, buena parte de Europa caería en manos de Felipe.
Había creído que en cuanto Juana tuviera hijos podría escapar de su fastidiosa pasión. No había sido así. Estaba orgullosa de ellos, naturalmente, los quería de verdad, pero había dejado claro que todo su apasionado deseo seguía concentrado en su marido.
Felipe, por supuesto, era atractivo, uno de los hombres más deseables del mundo, y tenía pruebas de ello porque no conseguía recordar una sola mujer que le hubiese rechazado después de que él se le insinuara. Pero la pasión de Juana por él, a la que la locura parecía añadir un peligroso combustible, no se aplacaba. Felipe empezaba a creer que nunca lo haría.
Desde el mismo momento en que habían zarpado, había tenido que soportar su compañía. Fuera a donde fuese, ella iba tras él, y no era fácil ocultarse a bordo de un barco. Felipe se consolaba: «Pronto estaremos en Castilla. Pronto le entregarán la corona.» Casi podía sentirla sobre su cabeza.
Y de pronto... aquella tormenta. ¿Acaso era el fin? Había sido un loco ordenando a su amada hacerse a la mar. Pero, ¿qué otra cosa podía hacer? No quería presentarse sin ella... y Fernando no tenía derecho a firmar tratados con el rey de Francia, aliándose con los franceses mediante aquel matrimonio con la sobrina del rey de Francia. Viejo diablo taimado, pensaba Felipe. Probablemente estaría encantado si perecían en el mar. Entonces pondría las manos encima del pequeño Carlos y lo criaría como a él le pareciera.
¡Dios no lo permita!
En cuanto Juana tuviera la corona, quizá pudiera deshacerse de ella. El Cielo era testigo de que su comportamiento habría de ponérselo fácil.
Pero todos sus planes estaban a punto de convertirse en espuma. Allí estaba, en el mar, y a cada momento que pasaba, la tormenta arreciaba.
Felipe daba órdenes a gritos a sus hombres. Tenían miedo, lo sabía. Sólo quienes conocen el mar pueden comprender lo terrible que puede llegar a ser. Felipe se encontraba frente a ello y sólo podía creer que su fin estaba próximo.
Alguien le había traído un chaleco hinchado. «Quizá sea necesario abandonar el barco, mi señor», le habían dicho.
—¿Abandonar el barco? Eso nunca. ¿Dónde están mis otros barcos?
—Ya no nos acompañan, mi señor. Algunos se han perdido... otros han sido empujados a tierra, en alguna parte. Estamos en el canal de la Mancha. Gracias a Dios, la costa inglesa no puede estar muy lejos.
Juana se le acercó precipitadamente. Iba ataviada con un vestido de pieles y llevaba un bolso atado a su alrededor. Rió al verle y extendió los brazos.
—Moriremos juntos, amor mío —gritó—. No pido nada más.
Iba a abrazarle, pero él la rechazó.
—Éste no es el momento —replicó—. Debemos estar preparados. Quizá tengamos que abandonar el barco.
—¡Ah, el abrazo del mar! —gritó Juana—. Así sea un poco más acogedor que el vuestro, mi cruel señor.
—Procurad ser sensata —le espetó Felipe—. En un momento así... ¿Es que no tenéis juicio?
—Ninguno en absoluto —gritó ella—. Ninguno que a vos os importe, el más hermoso y cruel de los hombres.
Felipe le había dado la espalda.
—¿Y ahora qué? —preguntó a los hombres, que a pesar de la situación no podían dejar de contemplar a Juana con asombro—. ¿Podremos atracar?
—Podemos intentarlo... si el barco aguanta el tiempo suficiente...
—Inglaterra —dijo Felipe—. Bueno, acaso sea mejor que una tumba de agua.
Juana se abalanzó sobre él nuevamente y le abrazó con fuerza.
—Muramos juntos, dulce esposo —gritó teatralmente, y de nuevo él la apartó de sí.
—¡La muerte! —gritó hecho una furia—. Al menos así escaparía de ti.
Acto seguido se alejó de ella y avanzó trastabillando por el puente.
Juana, que se había desplomado, en parte por el rudo trato de Felipe y en parte por los bruscos movimientos del barco, se incorporó y se sentó balanceándose adelante y atrás.
—Oh, amor mío... ¡Amor mío! —gritó—. ¿Me amaréis alguna vez? Siempre estaré junto a vos. Nunca os libraréis de mí... nunca.
Sus doncellas corrieron a rodearla. Estaban enloquecidas de miedo; no por sus extravagancias, a eso estaban acostumbradas, sino por la perspectiva de morir en el mar.
Retumbaba el trueno y los relámpagos eran aterradores.
—Felipe —aulló Juana—. ¿Dónde estáis, amor mío, esposo mío? Venid a mí. Muramos fundidos en un abrazo.
Una de las doncellas se arrodilló a su lado.
—Tienes miedo, mujer —dijo Juana—. Estás temblando. Vamos a morir, ¿verdad? Me pregunto qué se siente al ahogarse. La muerte llega rápidamente, dicen algunos, y en este mar, sin duda. Yo no temo morir. Lo único que temo en este mundo es... perderle... perder a mi amado...
Juana miró a las mujeres que se acurrucaban a su alrededor. Necesitaban el consuelo mucho más que ella. Hablaba con sinceridad cuando decía que no estaba asustada. Si podía estar con Felipe, no pedía nada más.
El barco cabeceaba violentamente, y cuando Juana intentaba ponerse en pie, oyó una voz gritar:
—¡Tierra! ¡Tierra! ¡Alabado sea el Señor, es tierra!
—Pues rumbo a tierra —ordenó Felipe.
Pensó que tendría que acogerse a la hospitalidad de Enrique. ¿Era prudente? De lo más imprudente, pensó. Sería más o menos su prisionero. Allí estaba, con apenas un puñado de marineros, a merced de alguien que podría ampararle si fuera conveniente.
Pero tenía que elegir entre aquello y la muerte, por lo que sólo podía tomar un rumbo.
Juana se había incorporado. Avanzó como pudo por el puente y se detuvo junto a Felipe. Su aspecto era incongruente, con su fino atuendo, con el bolso de oro arrollado a la cintura y el largo cabello flotando al viento. Era hermosa, eso era innegable, y en su locura más parecía una especie de diosa del mar que una mujer normal. Por un momento, Felipe la contempló con admiración. Había demostrado menos miedo que cualquiera de ellos ante la perspectiva de ahogarse.
—¡Felipe! —gritó ella—. Estamos juntos... Hemos conseguido superarlo.
Le asió del brazo y él no la rechazó. Quizá el momento era demasiado solemne, y quizá sentía demasiado alivio porque había tierra a la vista y porque la muerte no era inminente.
—Creo... —dijo lentamente— que acaso estemos salvados.
Cuando se aproximaron más a tierra vieron que había gente esperándolos. Con las primeras luces del alba era una visión estremecedora: varias de aquellas personas portaban arcos y flechas, y otras empuñaban herramientas de labranza que podrían utilizar como armas si quisieran. Su aspecto era amenazador.
El barco encalló. Varios hombres saltaron por la borda y se dirigieron hacia la orilla.
Felipe oyó un grito:
—El archiduque de Austria y rey de Castilla, con su duquesa y reina. Solicitamos refugio.
—Acercaos a la orilla —respondió un coro de voces.
Qué remedio, pensó Felipe. No podemos hacer otra cosa.
Poco después, con Juana a su lado, estaba en tierra firme.
Un hombre se había adelantado a la multitud, dejando claro que era alguien con cierta autoridad.
—Soy sir John Trenchard —declaró—, hacendado de estas tierras. Os doy la bienvenida.
—Gracias —respondió Felipe—. Decidme, ¿dónde estamos?
—Habéis desembarcado en Melcombe Regis... pasasteis de largo ante Weymouth. Hemos observado vuestros barcos a lo largo de toda la costa. No serán muchos los que hayan escapado de la tormenta, me temo, mi señor archiduque. Gracias a Dios que vos estáis a salvo. Mi casa y mi hacienda están a vuestro servicio, y estoy seguro de que desearéis acompañarme inmediatamente.
—No hay nada que desee más —convino Felipe.
—Entonces, en marcha. Estamos cerca. Por fin dispondréis de alimento y refugio.
La casa señorial era cálida y acogedora, tras los rigores de la noche, y Felipe sólo pudo sentir alivio y una dicha abrumadora por haber salvado la vida. Los apetitosos aromas de la carne asada inundaban la sala, y se entregó al placer de disfrutar de las comodidades que podía ofrecerle su anfitrión.
Lady Trenchard daba órdenes apremiantes en las cocinas y por toda la casa, mientras su marido enviaba un mensajero a Windsor para que el rey conociera sin demora la importancia de los viajeros que sir John había recibido en su casa.
El rey acogió la noticia con una excitación tan intensa que por una vez fue incapaz de ocultarla. ¡Felipe en Inglaterra! ¡Por un naufragio! En cierto modo, a su merced. La fortuna no hubiera podido ser más favorable.
El tiempo era insoportable; las copiosas lluvias provocaban inundaciones en todo el país, y aunque la fuerza del viento había remitido ligeramente, seguía provocando la desolación por todo el territorio.
Enrique bendijo la tormenta. Nada podía haberle ayudado más. Felipe debía ser recibido con honores regios, se dijo. Habría que ir a su encuentro y llevarlo hasta la corte, donde Enrique desplegaría tanta hospitalidad que asombraría a todos los que conocían su reticencia a gastar dinero. Estaba seguro de que Dudley y Empson coincidirían con él en que aquélla era una de las ocasiones en que era necesario gastar.
Hizo llamar al joven Enrique.
El príncipe tenía una mirada levemente rencorosa. El rey sabía lo que significaba. Pronto cumpliría quince años y estaba resentido por sufrir una vigilancia tan estrecha por parte de su padre.
El rey había inculcado a menudo a su hijo cuánto se esperaba de él, la enorme responsabilidad que tendría; a partir de entonces empezó a sentir cierta intranquilidad, porque vio aquella mirada distante en los ojos del muchacho, que significaba que soñaba con el momento en que sería rey e imaginaba lo que haría cuando su padre ya no estuviera presente para impedírselo.
—Agradeced, mi señor, que el príncipe disfrute de tan buena salud y tan buen aspecto, y de su popularidad con el pueblo —decían sus ministros.
—Lo hago —replicaba el rey—, pero a veces creo que sería mejor si se pareciera un poco más a su hermano Arturo.
—El príncipe será fuerte, mi señor. No temáis por eso.
Y él suspiraba y se decía que tenían razón. Sabía que algunos de los que le querían bien creían que imaginaba problemas; nunca estaba cómodo y siempre esperaba lo peor. Bien, así era; pero también se debía al modo como había accedido a la corona.
Ahora contemplaba a su hijo.
—Habrás oído la noticia, sin duda. El archiduque Felipe ha naufragado en nuestras costas. Está en Melcombe Regis con su esposa.
—Sí —dijo Enrique—. Lo he oído. Felipe y la hermana de Catalina.
El rey frunció el ceño. Tendría que mostrar más respeto por Catalina estando aquí su hermana y su cuñado, imaginó. Pero estaba ligeramente irritado por la alusión de su hijo.
—Siempre dices que no se te permite intervenir lo bastante en los asuntos importantes. Bien, hijo mío, aquí tienes tu oportunidad. Felipe debe ser bien recibido en nuestras costas. Es evidente que yo no puedo ir a recibirle. No debo tratarle como si fuera un conquistador, ¿verdad? Pero quiero que se sienta honrado. Pretendo que su visita sea memorable... para mí, y también para él. Por eso te enviaré a ti a recibirle, hijo mío. Irás en mi nombre, a la cabeza de un comité de recepción.
Los ojos de Enrique centellearon. ¡Cómo disfruta desempeñando un papel destacado!, pensó el rey. ¡Qué distinto de Arturo!
—Tratarás a Felipe con todo respeto. Le darás una calurosa bienvenida. Le contarás el placer que nos proporciona su llegada. Ahora ve y prepárate para partir. Nos veremos antes de que te vayas, y te anotaré lo que debes decirle a nuestro visitante.
—Sí, mi señor —respondió Enrique.
Estaba impaciente por irse, y pensaba: «¿Qué me pondré? ¿Qué diré?» Felipe de Austria... hijo de Maximiliano... uno de los hombres más importantes de Europa, cuya amistad estaba tan ansioso por cultivar su padre. Él lo superaría. Les demostraría a todos cómo llevaba los asuntos delicados...
—Puedes retirarte —dijo el rey—. Nos veremos antes de que te vayas.
Enrique salió, y llamó a Charles Brandon, a Mountjoy... a todos sus amigos.
¡Le habían encomendado una misión importante! ¡Por fin!
En sus habitaciones, Catalina se enteró de la noticia. Su sufrimiento no había disminuido desde que llegó a la corte. Allí debía vivir cerca de los ricos y observar que el escudero más humilde estaba mejor situado que ella. Era asombroso con qué rapidez captaban los criados el desdén de sus amos y se apresuraban a imitarlos. A ella y a sus sirvientes les servían la comida de las cocinas del rey, es cierto, pero siempre estaba fría cuando les llegaba, y evidentemente eran las sobras que no se consideraban a la altura de la mesa real.
Ella no comía prácticamente nada. El orgullo se lo impedía. Además, descubrió que su apetito había disminuido, tal era el estado de continua ansiedad en el que se encontraba. Su padre no había respondido a sus peticiones y sabía que no serviría de nada apelar a Enrique.
Todas sus esperanzas se centraban en el príncipe de Gales, que siempre tenía una sonrisa amable para ella cuando se veían. Tal vez era algo paternalista, y en ello había una presunción de superioridad, pero había algo protector en su sonrisa, y Catalina necesitaba protección desesperadamente.
Por lo tanto, cuando le llegaron las noticias de que su hermana y su cuñado estaban en el país, la esperanza la reconfortó. Hacía años que no veía a Juana, y verla otra vez sería maravilloso. Podría hablar con ella. Le haría comprender en qué situación se encontraba. Juana era importante: era la reina de Castilla. Juana podría prestarle ayuda.
Podría rescatarla.
En un estado de esperanzada anticipación, aguardó la llegada de su hermana y de su cuñado.
Hubo que acordar un lugar para la entrevista. Iba a ser Winchester. Richard Fox, el obispo de Winchester, había sido advertido para que cuando llegara Felipe lo tratara con la mayor y más pródiga hospitalidad. Había que hacer sentir a Felipe que no había indicios de ninguna clase de que fuera un prisionero. Era un huésped de honor.
Felipe llegó a Winchester con una agradable sensación por el curso de los acontecimientos. Para entonces ya se había enterado de que no todos sus barcos se habían hundido. Muchos de ellos pudieron llegar a puerto y, aunque con desperfectos, podían repararse y volverían a ser útiles para la navegación; mientras, se encontraba en Inglaterra, a punto de conocer al taimado rey; esperaba el encuentro con extraordinaria ansiedad.
Además, estaba particularmente complacido porque había dejado atrás a Juana, en Wolverton Manor, en Dorset, por donde habían pasado en su viaje desde Melcombe Regis y donde habían sido agasajados, puesto que tal era el deseo del rey, con tanta magnificencia como fue posible desplegar.
Juana había protestado. Deseaba acompañarle, no quería perderle de vista. Pero él se había mostrado inflexible. El naufragio la había afectado más de lo que creía. Estaba desquiciada, sobreexcitada, débil. Felipe temía por su salud.
Ella le había mirado con los ojos entornados y él se había visto obligado a amenazarla. Si no consentía en quedarse y descansar, haría que la encerraran. Sufría locura temporal y lo sabía todo el mundo. No le resultaría difícil hacer creer al pueblo que sus arrebatos violentos se habían vuelto tan peligrosos para los demás que debía ser confinada.
Aquella amenaza la calmó, pues aunque fuera la reina de Castilla, Felipe era más poderoso, y todos los miembros de su propia familia coincidirían en que sufría ataques de locura.
Felipe la consoló; se mostró amable; pasó la noche con ella (que era lo que más la calmaba); y por la mañana pudo partir solo para Winchester, tras advertir a sus sirvientes que la dejaran disfrutar de un largo descanso antes de iniciar el viaje hacia Windsor.
Saboreando la liberación de la empalagosa devoción de su mujer, Felipe estaba en plena forma, dispuesto a gozar con la aventura; y cuando se enteró de que el príncipe de Gales estaba en camino para recibirle en nombre del rey, le pareció divertido. El muchacho aún no había cumplido los quince años, estaba lleno de vida y se esforzaba por cumplir. Felipe esperaba un encuentro muy entretenido.
Mientras, el joven Enrique ensayaba lo que diría a Felipe. Felipe era bello, y por lo tanto fatuo, suponía Enrique. Felipe era importante para su padre; por lo tanto, debía tratarle con el máximo respeto. Al mismo tiempo, debía hacer saber al archiduque que él también era alguien importante: el príncipe de Gales, el futuro rey, alguien con quien debería contar en el futuro.
Se reunieron en el palacio del obispo y permanecieron cara a cara, mirándose. Los discursos que había ensayado Enrique fueron olvidados.
—Vaya, mi señor archiduque —dijo—. Sois realmente tan hermoso como dicen.
Felipe estaba encantado.
—Mi señor príncipe —dijo—, veo que habéis oído cuentos sobre mí parecidos a los que yo he oído de vos. Y os diré... que no mienten. Sois tal y como me han contado, aunque confieso que creía que en buena medida era simple adulación.
No podía haber empezado mejor. Felipe sabía exactamente cómo complacer al muchacho, y contaba con todo su considerable encanto para ello.
En cuanto a Enrique, estaba entusiasmado; sentía que estaba consiguiendo un éxito sin par en su primera misión diplomática.
Antes de que se sentaran ante el pródigo banquete que habían preparado los sirvientes del obispo, ya eran amigos íntimos. Felipe le explicó que había dejado atrás a Juana para que se recobrara de su terrible experiencia en el mar. Enrique quería conocer los detalles del naufragio y escuchó embelesado el relato de Felipe.
Fue espectacular. Enrique podía ver al joven, que ya era un héroe para él, dando órdenes desde el puente.
—Creímos que había llegado nuestra última hora. Entonces recé a Dios. Caí de rodillas y le supliqué que me perdonara la vida. Creo... aunque tal vez penséis que me equivoco... que tengo trabajo que hacer aquí en la Tierra y aún no me ha llegado la hora de abandonarla.
Enrique protestó, él no creía que el archiduque se equivocara en absoluto, y Dios debió de darse cuenta de ello.
—Juré a la Virgen que haría dos peregrinaciones si ella intercedía por mí. Le prometí que iría a las iglesias de Montserrat y Guadalupe, y allí le rendiría honores si ella intercedía ante Dios para que salvara mi vida.
—Y así lo hizo —dijo Enrique, con los ojos centelleando por el fervor religioso. Los caballeros eran aún más admirables si conjugaban la compasión con el valor.
—A partir de aquel momento, el viento cesó. La lluvia amainó y pudimos ver la silueta de la costa inglesa —prosiguió Felipe.
Aquello no era cierto, pero Felipe no pudo resistirse a dramatizar la historia para un oyente tan embelesado.
—El Cielo intervino —dijo piadosamente Enrique.
—Así fue, mi príncipe. Pudimos llegar a tierra, aunque debo confesar que, al principio, sus habitantes me parecieron un poco fieros.
—Deberían ser castigados por ello —respondió Enrique, endureciendo su fina boca.
—No, no. Estaban defendiendo las costas de su país. ¿Cómo podían saber que yo no era un enemigo? Podía haber sido un invasor. No culpéis a vuestro buen pueblo, mi señor príncipe. Por el contrario, dadle las gracias. Guardará bien vuestra isla, y el mejor regalo que puede obtener un soberano de su pueblo es la lealtad.
—Creo que el pueblo me será leal.
Felipe puso la mano sobre el brazo del muchacho.
—Tenéis el sello de un buen gobernante. Para mí, eso está más claro que este vaso de vino.
¡Cómo resplandecía Enrique! ¡Cómo admiraba al archiduque! Era tan atractivo, tan encantador, y Enrique se alegró al comprobar que, aunque aún no tenía los quince años y podía esperarse que creciera varios centímetros más, ya era tan alto como Felipe.
Le preguntó por Juana. Felipe le explicó que sufría de agotamiento y que él había insistido en que se quedara a descansar un tiempo y emprendiera el viaje a Windsor con más calma.
—Anhelo conocer a la dama hermana de Catalina —dijo Enrique.
—Ah... sí, por supuesto.
Enrique apretó firmemente los labios. Su padre le había advertido que no hablara de Catalina. Eran sus parientes próximos, y el tema de su tratamiento en Inglaterra podía ser peligroso.
Enrique se preguntó fugazmente qué pretendería hacer el rey con Catalina; pero estaba demasiado concentrado en su fascinante compañía para permitir que ella irrumpiera en la conversación. Además, era un tema prohibido. Pero ese simple hecho le hizo sentir que quería hablar de ella.
—Vuestra esposa os ha reportado grandes posesiones —dijo Enrique. Y se le ocurrió que si Catalina hubiera sido la mayor, podría haberle aportado Castilla a él. Estaba seguro de que entonces no se habría creado tanta incertidumbre acerca de su matrimonio.
Finalmente se retiraron a descansar, puesto que debían ponerse en marcha temprano al día siguiente. Para entonces, todos los presentes habían notado la excelente camaradería que los unía.
Era como si el archiduque de Austria y el príncipe de Gales fueran amigos de toda la vida: nadie habría adivinado que se acababan de conocer hacía apenas un día.
Fue un viaje muy agradable. Ambos eran lo bastante jóvenes y sanos como para no turbarse por el ventoso tiempo, y cuando se aproximaban a Windsor divisaron al rey Enrique, que cabalgaba hacia ellos con un excelente atuendo engalanado.
El rey Enrique, regiamente ataviado de terciopelo púrpura, contrastaba vivamente con el archiduque, vestido de negro, y sus casi lúgubres sirvientes. El rey se sacó la gorra y se alegró de haber tomado la precaución de ponérsela encima de una capucha para poder quitársela dejando cubiertas las orejas, pues el gélido viento era lacerante y en aquella época él sufría innumerables molestias y dolores reumáticos.
—Hace demasiado frío para permanecer aquí —dijo a Felipe—, pero os diré que me siento dichoso al veros. Aquí sois tan bien venido como mi propio hijo. Él, yo mismo y todo mi reino estamos a vuestro servicio.
Felipe contestó que estaba profundamente emocionado por tan conmovedora bienvenida, y situándose entre el rey y el príncipe de Gales, se dirigió con ellos hacia el castillo.
Catalina los observaba desde una ventana. Había confiado en estar en el gran portal para recibir a su hermana y a su cuñado, pero nadie sugirió que podía acudir y, temiendo una negativa, se había quedado en sus habitaciones.
Pero veré a Juana, se prometió a sí misma. Algo conseguiría con ello.
Observaba desde la ventana y podía ver a los tres hombres; pero ¿dónde estaba Juana? Estaba terriblemente asustada. ¿Por qué la gente murmuraba siempre acerca de su hermana? Ella sabía que Juana era indomable, siempre lo había sido. Sólo su madre supo cómo tratarla. Pero a veces Juana había sido una hermana atenta, amable e incluso cariñosa, siempre dispuesta a escuchar los problemas de los demás.
¿Dónde estaba Juana ahora?
Oyó que alguien arañaba la puerta, y entró una joven. Era la princesa María, la hija menor del rey, que tendría unos diez años. María se había vuelto muy hermosa, quizá la más bella de las hijas del rey. Aquella belleza procedía de la casa de York, junto con una vitalidad que se reflejaba en Enrique, en Margarita y en María.
María tenía un corazón de oro, era más afectuosa que su hermana Margarita, y había demostrado su amistad por Catalina, por la que sentía una ambigua lástima... principalmente porque nunca tenía vestidos nuevos y pasaba por alguna calamidad, le parecía a ella, una desgracia que ella no había provocado.
María estaba muy emocionada.
—Ya están aquí —gritó—. Habrá un gran banquete y yo voy a asistir. Tengo permiso de mi padre. Tocaré el laúd y el clavicordio, y todos hablarán de lo lista que soy. Es posible que baile. Tal vez Enrique quiera danzar conmigo.
María guardó silencio. Una vez más había mostrado poco tacto. No debió mencionar a Enrique porque Catalina quería casarse con él y ella no estaba segura de si él quería casarse con ella, y había un gran revuelo por cierta dote que trastornaba mucho a Catalina.
—Esperaba ver a mi hermana —dijo Catalina—. ¿No venía con los demás?
—Oh, la reina Juana... —María estuvo a punto de decir «Juana la Loca», pero recordó a tiempo que era la hermana de Catalina—. Llegará más tarde... Tenía que descansar...
La voz de María se quebró y la joven se dirigió a la ventana.
—Se les ve muy apagados —dijo—, excepto a mi padre... y Enrique, naturalmente.
Catalina pensaba: ¿Y si me invitan al banquete? ¿Será mi broche de rubíes lo bastante grande para ocultar la mancha de mi vestido de terciopelo?
Pero no pensaba muy seriamente en lo que se pondría. El único pensamiento que continuaba martilleando en su mente era: ¿Dónde está Juana?
El rey hizo entrar a su huésped en el castillo. Mientras avanzaban felicitó al archiduque por haberse salvado y le manifestó su alegría por el desenlace.
—Deseaba desde hace tiempo hablar con vos, mi señor archiduque, y ahora el destino, con sus tortuosos caminos, ha satisfecho mi deseo.
Felipe replicó gentilmente. No podía menos que alegrarse del naufragio, puesto que había permitido este feliz encuentro.
Las habitaciones públicas del castillo eran magníficas, y Felipe las alabó. Después fue conducido a la más lujosa de ellas, cubierta de paños de terciopelo carmesí y oro, y como vio que estaba profusamente adornada con rosas de los Tudor, Felipe comprendió que el rey le cedía el dormitorio reíd.
Era costumbre de los reyes desde la antigüedad, cuando deseaban honrar a alguien, cederle sus habitaciones más íntimas. En la época medieval, a menudo se esperaba que el rey compartiera el lecho con su huésped. Más tarde, esta costumbre había sido modificada ligeramente, y ahora la tradición era ahorrar al invitado los inconvenientes de compartir el lecho y sólo se le ofrecía el dormitorio.
Pero era sin duda el máximo honor, y Felipe estaba encantado.
El rey había comprendido que no sería posible excluir a Catalina de las celebraciones, pero el hecho de que su hermana Juana se hubiera quedado atrás y llegara más tarde era un indicio de que no tenía que preocuparse demasiado por el tratamiento que la princesa había recibido en Inglaterra.
Había catalogado a Felipe con su habitual sagacidad. Ambicioso, embaucador hasta cierto punto, amante del lujo, en cierto modo libertino, un joven que no debería ser difícil de manejar para alguien como él, y por ello pretendía sacar el máximo partido a la visita.
El joven Enrique ya había sucumbido al encanto del visitante. No había sido necesario recomendarle que halagara al joven archiduque, lo hacía sin darse cuenta. Hay cierta semejanza entre ellos, pensó el rey con inquietud. Cuando Enrique accediera al trono, ¿sería como Felipe?
Para eso faltaba mucho, esperaba el rey, aunque su reumatismo era terriblemente doloroso, especialmente cuando el tiempo era tan desapacible. Pero tenía mucho tiempo por delante; si podía conseguir una esposa, se sentiría renovado.
Catalina recibió el mensaje. Tenía que asistir al banquete.
Sus esperanzas aumentaron por el cambio de actitud de Enrique hacia ella cuando fue presentada a su cuñado. Felipe la abrazó y esas esperanzas alcanzaron la cima. Se preguntó cuándo tendría ocasión de hablar con él.
Se felicitó por tener aún varias joyas sin empeñar y se las había ingeniado para mantener un vestido de terciopelo negro en relativamente buenas condiciones. Cuando se lo ponía y se adornaba con sus joyas, creía ocultar satisfactoriamente su pobreza.
Enrique presentó con orgullo a su hija Margarita al archiduque, y su expresión se relajó ligeramente al ver a la deliciosa criatura. No podía evitar sentirse orgulloso de sus hijos. La necesidad de tener más era una urgencia para él. Quizá pudiera hablar con Felipe sobre una posible novia. El nombre de la hermana de Felipe, Margarita, se había mencionado antes. Tal vez pudiera resolver el asunto rápidamente, pues sería una pareja ideal.
Se mostró afable con Catalina y la llamó hija suya, lo que advirtieron todos los que le rodeaban; se preguntaron si era un indicio de que aún había alguna posibilidad de que se casara con el príncipe de Gales, o si lo hacía sencillamente en honor a Felipe.
Empezó el banquete y la conversación transcurrió con la mayor cordialidad entre Felipe y los demás asistentes, por un lado, y el rey de Inglaterra, el príncipe de Gales y todos los nobles, que eran plenamente conscientes del deseo de amistad de su rey con el visitante.
La princesa María encantó a la compañía con el laúd y el clavicordio, como había predicho; y bailó ante la admiración de todos los presentes. El rey sugirió que Catalina bailara una danza española y que una de sus damas la acompañase.
Para Catalina fue como uno de los agradables días de un pasado lejano, cuando era tratada de acuerdo con su alcurnia.
María se acercó a ella después de un baile y, tomándola de la mano, la condujo hasta la tarima donde se había sentado la comitiva real. El rey no puso objeciones, sino que la incluyó en la sonrisa que dedicó a su hija.
El joven Enrique le sonrió casi posesivamente, y acaso con amor regio. Ella era más feliz de lo que había sido en mucho tiempo.
Se sentó junto a Felipe y su corazón latió aceleradamente por la esperanza. Él le sonreía de un modo un tanto vago, como si sus pensamientos estuvieran en otra parte.
—Me acongojé al no ver a mi hermana —dijo.
Él respondió con frialdad:
—Estaba indispuesta después de una experiencia semejante. Me preocupaba su salud e insistí para que descansara antes de proseguir el viaje.
Sonaba como si le importara mucho Juana, y Catalina sintió un gran afecto hacia él.
—Tengo muchas ganas de verla. No dudo de que pronto se unirá a nosotros.
—Así será, sin duda —fue la respuesta.
Catalina pensó: Si pudiera hablar con él en secreto, pedirle que transmitiera un mensaje a mi padre... sin que el rey se enterara... Quizá me proporcionaría algún alivio. Si mi padre supiera con qué poco dinero me mantienen...
Lo intentaría. Pero, ¿cómo podría hablar a solas con él? ¿Quizá durante el baile?
—Mi señor archiduque —dijo pausadamente—, sería un gran honor para mí poder bailar con vos.
Él la miró con ojos glaciales.
—Mi señora, no soy más que un simple marinero. ¿No me obligaréis a bailar con vos?
Se produjo un breve silencio. Catalina sintió que la sangre se agolpaba en su rostro. Era un insulto, y además intencionado.
El silencio duró poco en la tarima. El príncipe de Gales parecía compungido. Sentía deseos de proteger a Catalina; por otra parte, estaba absolutamente fascinado con su nuevo amigo. Catalina no debió pedirle que bailaran; debió esperar que Felipe se lo pidiera. Enrique prefirió olvidar el incidente.
El rey se había dado perfecta cuenta de ello. Le informó de muchas cosas. Felipe había huido de Juana; había tratado a Catalina como si no le concediera ninguna importancia.
Aquello era muy revelador. Así, él tampoco necesitaba ser demasiado cauteloso con ella, y se alegraba. Había estado algo intranquilo por lo que pudieran comentar las hermanas si se reunían. Estaba convencido de que Felipe no protestaría si alejaba a Catalina de la corte. Pero quizá debería permitirle antes un breve encuentro con su hermana.
Al día siguiente, la princesa María fue a los aposentos de Catalina. Estaba enfurruñada, y Catalina se preguntó qué la había ofendido, pues tenía tendencia a sentirse maltratada en la corte; como su hermano y su hermana mayor, Margarita, le gustaba su modo de ser. Esta vez algo la había trastornado y evidentemente acudía a contárselo a Catalina.
Pronto sacó el tema.
—Me marcho a Richmond al final de esta semana.
—Oh... A vos os encanta Richmond.
—Sí, me encanta Richmond, pero no cuando en Windsor hay tantas diversiones. El archiduque se quedará aquí, y habrá bailes y banquetes, y toda clase de emociones, y yo no estaré aquí para disfrutarlas.
Rápidamente, observó a Catalina.
—Ah —añadió—, y vos tampoco.
Catalina la miró boquiabierta.
—Porque —prosiguió María— vendréis conmigo. Partiremos juntas... hacia Richmond.
—¿Quién lo ha dicho?
—Es deseo de mi padre que nos marchemos.
—Pero... si viene mi hermana...
—Lo sé. Pero debemos irnos. Quizá vuestra hermana os visite en Richmond.
—Vendrá aquí... y yo no estaré para verla. ¡Oh, es injusto! ¿Por qué todo lo hacen para lastimarme?
María se acercó a Catalina y la rodeó con un brazo.
—Yo tampoco quiero ir a Richmond —dijo.
Catalina observó aquella carita enfurruñada. No, María no quería perderse los bailes y los banquetes. Pero yo no veré a mi hermana, pensó Catalina.
De pronto la asaltó la terrible sospecha de que todo estaba planeado porque el rey no quería que viera a su hermana. Sabía con cuánta amargura se quejaría. ¿Acaso ella no había hecho llegar a oídos del rey en numerosas ocasiones la lamentable situación en que vivía? Aunque él no la escuchara.
¡Oh, la vida era muy cruel! No podía ser que ahora se le negara el derecho a ver a Juana.
Pasaron varios días en medio de la más disipada francachela y Juana seguía sin venir. Los servidores de Felipe respetaban sin duda los deseos de su señor de que el viaje de Juana fuera muy lento. No llegaría hasta el día antes de que Catalina y María tuvieran que partir hacia Richmond.
La fortuna está un poco de mi parte, por fin, pensó Catalina. Por lo menos la veré.
Recibió a su hermana con gran regocijo.
Se miraron un buen rato, asombradas. Ambas habían cambiado mucho desde la última vez que se habían visto. Catalina notó el desvarío en los ojos de Juana. Lo había visto antes, pero ahora era más acusado. Su hermana había envejecido considerablemente. Por supuesto, tuvo que cambiar; era casi una niña cuando dejó su casa para casarse con Felipe.
Juana también veía a una nueva Catalina. ¿Era aquella Catalina la hermana menor silenciosa que siempre había sido, tan temerosa del futuro que iba a arrancarla de la vera de su madre? ¡Pobre y triste viudita! Realmente, parecía que estuviera de luto.
—Debemos seguir juntas... debemos hablar —dijo Catalina—. Tengo muchas cosas que contarte. Pronto irás a Castilla.
—Sí —dijo Juana—. Iremos a reclamar la corona que ahora es mía.
—Tú eres la reina de Castilla, Juana, como lo fue nuestra madre. Es difícil imaginar a alguien en su lugar.
—Nuestro padre ya la ha sustituido en el lecho —dijo Juana tras soltar una carcajada—. Dicen que su nueva esposa es joven y bella, y él un marido muy avejentado.
Catalina se estremeció.
—Le deseo que disfrute de ella —gritó Juana—. La corona es mía. Él no puede arrebatármela.
—Juana, cuando veas a nuestro padre, quiero que hables con él en mi nombre.
—¿Qué opinas de Felipe? —preguntó Juana—. ¿Habías visto alguna vez un hombre tan guapo?
—Ciertamente es muy apuesto. Verás, Juana, aquí no tengo propiedades. Dicen que voy a casarme con el príncipe de Gales. Hemos celebrado una ceremonia... pero, ¿será verdad? ¿Qué dice nuestro padre al respecto?
—No ha dicho nada, que yo sepa.
—Pero... soy su hija.
—Creo que no le gusta que yo tenga la corona. Siempre la ha deseado, ya lo sabes. Se casó con nuestra madre por ella. Pero ahora es mía... y tengo a Felipe. Felipe me ama... porque poseo la corona de Castilla. —Asió a Catalina del brazo y apretó con fuerza—. Si no poseyera la corona de Castilla, me repudiaría mañana mismo.
—Oh, no...
—¡Sí, sí! —gritó Juana. La locura era muy evidente en sus ojos—. Oh, es tan guapo, Catalina... Es el ser más hermoso de la Tierra. No tienes ni idea. ¿Qué sabrás tú de hombres como él? El joven Arturo... ¿qué clase de hombre era?
—Era bueno y amable —dijo rápidamente Catalina; estaba cada vez más asustada por los desvaríos de Juana. Siempre le había ocurrido. Cuando estaban en la guardería real, en su infancia, su madre acudía cuando empezaban los ataques. Y siempre conseguía tranquilizar a Juana.
—No permitiré que me deje de lado fácilmente —dijo Juana.
Después le contó a Catalina cómo le había cortado el cabello dorado a la amante de Felipe. Empezó a reír desaforadamente.
—Le salvé la cabeza. Tendrías que haberla visto cuando terminé. Le atamos las manos y los pies. Soltaba tales berridos que cualquiera hubiera dicho que le estábamos cortando la cabeza en lugar del cabello. Estaba tan rara... cuando acabamos. Le afeitamos el cráneo por completo. Ah, fue tan divertido...
—Juana, Juana, no te rías tan fuerte. Juana, cálmate. Quiero hablar contigo. Quiero que hables con nuestro padre... Quiero que sepa cómo vivo aquí. No puedo seguir así... Tiene que hacer algo. Ayúdame, Juana. Ayúdame.
Una expresión soñadora apareció en los ojos de Juana.
—No se me escapará —dijo—. No puede, ¿verdad? No podrá mientras yo tenga la corona de Castilla. Me amenazó. Oh, pequeña Catalina, no tienes ni idea... me repudiaría... si pudiera. Lo intentará... pero no se lo permitiré. Soy la reina de Castilla. Soy... soy... soy...
Catalina cerró los ojos; no quería mirar a su hermana. Sabía que era inútil esperar ayuda alguna por su parte. Quizá no fuera tan malo partir al día siguiente para Richmond.
El rey sintió alivio al ver partir a Catalina. No pensaba que tuviera que esperar mucho peligro de ella, pero era un hombre precavido y no corría riesgos. Estaba claro que Felipe no tenía interés en escuchar sus quejas, y en cuanto a su hermana, no estaba en condiciones de hacerlo. Aun así, prefería que no estuviera en la corte. En cualquier caso, era un estorbo; además, sus ropas estaban decididamente raídas. No quería que nadie se hiciera preguntas que podían ser desagradables para él.
Había otros asuntos que discutir. No veía por qué Felipe no iba a firmar algunos acuerdos matrimoniales para él antes de partir. Felipe tenía una hermana rica, Margarita. Su nombre ya se había mencionado, pero se habían producido las habituales prevaricaciones. Además, había otro asunto, aún más importante. No se sentiría realmente cómodo hasta que Edmond de la Pole estuviera seguro en la Torre. Era alarmante que estuviera vagabundeando por el continente. Nunca podía uno estar seguro de quién se uniría a su causa si intentaba volver y reclamaba el trono.
Una oportunidad que le brindó el destino había traído a Felipe hasta sus costas. No sería Enrique Tudor si no hubiera sacado el máximo partido a su buena suerte.
Ante todo debía convertir a Felipe en su amigo. Joven, apuesto, sensible a los halagos, no debía ser difícil. El joven Enrique resultaba muy útil. Ambos habían salido de caza, primero con halcones y después a la del jabalí; parecían entenderse a la perfección. El príncipe de Gales había madurado en los últimos meses. Este año cumpliría los quince. Tal vez fuera demasiado joven aún para casarse, pero pudiera ser que él y Felipe hablaran del matrimonio del muchacho. Después de todo, Felipe no estaba en buenas relaciones con Fernando, aunque fuera su suegro; y sin duda no mostraba la menor simpatía por Catalina. Las posibilidades eran infinitas, y el rey decidió probarlas todas.
Primero iba a conceder al archiduque el mayor honor que tenía a su alcance. Iba a nombrarle caballero de la Jarretera.
Felipe estaba encantado y aceptó discutir todo lo que Enrique deseaba; demostró estar más que dispuesto a acceder a todas las peticiones del rey.
Dijo estar contento de que Enrique se casara con su hermana, la archiduquesa Margarita de Saboya; creía que ella sería dichosa yendo a vivir a Inglaterra.
—Estoy seguro de que Maximiliano no permitiría a su hija acudir sin una dote.
—Mi padre insistirá en darle una dote a la altura de su alcurnia.
Los ojos de Enrique relucieron. No pudo resistir la tentación de sugerir una cifra a modo de sondeo.
—Del orden de las treinta mil coronas... —murmuró.
Felipe no le contradijo. Aseguró que le parecía una cantidad posible.
Oh, sí, sin duda semejante huésped merecía pertenecer a la orden de la Jarretera.
La ceremonia tuvo lugar en la capilla de San Jorge, y el joven Enrique tuvo el honor de ceñir la insignia alrededor de la pierna de Felipe; y su amistad se selló con mayor firmeza cuando se firmó el contrato matrimonial entre Enrique y la archiduquesa Margarita.
Fue una visita realmente memorable.
Pero había una cuestión que Felipe eludía: el regreso del conde de Suffolk. Era un tema que Enrique tendría que discutir con el emperador, afirmó.
—Oh, milord —rió Enrique—, sois vos quien tenéis la última palabra, ¿no?
Felipe tuvo que admitir a regañadientes que no era así.
—Debéis decidirlo vos —insistió Enrique—. Sabemos que vuestra palabra es ley. Suffolk es un traidor. Yo lo retendría aquí, encerrado bajo llave.
Felipe pareció reflexionar, y una vaga expresión asomó en sus ojos. Al fin, dijo:
—Milord, no dudo que vos podéis convencer a Suffolk para que regrese.
—Juraría que él desea volver. Vivir alejado del propio país... sin poder regresar... —Enrique hizo una pausa significativa—. Bien, vos estáis aquí... retenido por los lazos de la amistad, y podéis imaginar cómo os sentiríais si por alguna razón no pudierais volver a vuestro país.
Felipe se puso alerta de inmediato. Hacía tiempo que se había dado cuenta de que Enrique era un viejo zorro muy astuto. ¿Había una amenaza tras aquella expresión plácida? ¿Qué significaba aquella amistad? Felipe nunca se había hecho demasiadas ilusiones al respecto. Le había encantado aquel recibimiento porque sabía que significaba que Enrique lo veía como el representante de una gran potencia de Europa. Pero podía cambiar de idea. Felipe se imaginó retenido para pedir un rescate. ¿Cuánto estaría dispuesto a pagar su padre para rescatarlo? Mucho, sin duda, y Enrique tenía fama de amar el dinero más que a nada.
Felipe compuso una expresión reflexiva.
—Bien —dijo lentamente—, no me cabe la menor duda de que podría hacerse algo al respecto. Suffolk era huésped de mi padre. Le fue difícil negarle asilo... pero no dudo que en cualquier caso...
—Sería agradable resolver inmediatamente este asunto menor de una vez por todas. Siempre he aborrecido a los traidores.
Que es exactamente lo que el rey Ricardo os habría llamado a vos, pensó Felipe.
Pero aquello había sido mucho tiempo atrás. Enrique tenía el poder necesario para retenerle, y Felipe contaba con abandonar Inglaterra muy pronto. Sus barcos estaban siendo reparados. El agradable interludio estaba llegando a su fin, y el Tudor empezaba a mostrarse muy distinto al generoso anfitrión.
¿Qué importancia tenía Suffolk? Que asumiera sus riesgos. Felipe podía sentir un terror frío ante la perspectiva de convertirse en un prisionero.
Había accedido al matrimonio de su hermana, aunque podía imaginar que ella probablemente habría rechazado a su envejecido pretendiente. Pero eso no importaba; había dicho que se encargaría de la dote. No podía hacer otra cosa. Y ahora Suffolk.
—Juraría —dijo— que si prometierais perdonarle la vida, no intentaría escapar cuando le dijéramos que ya no es bien venido en Castilla.
Enrique sonrió. No deseaba ejecutar públicamente a Suffolk. Quería mantener a aquel hombre en Inglaterra bajo llave. Tenerlo encerrado en la Torre le iría muy bien, para empezar.
—Es una buena oferta para mí —dijo Enrique—. Prometo perdonarle la vida, pero quiero tenerlo en Inglaterra.
—Estoy seguro de que puede arreglarse —dijo Felipe.
—Mi buen amigo, sabía que podía confiar en vos.
Felipe dijo que la amistad mutua debía fortalecerse, y que le complacía afirmar que él y el príncipe de Gales estaban en óptimas relaciones desde el mismo día en que se conocieron. Le apenaría mucho alejarse de aquellas costas amigas, pero Enrique comprendería que un hombre de su posición no podía descuidar sus obligaciones, por muy grande que fuera la tentación de hacerlo.
Con la llegada del buen tiempo, Felipe inició los preparativos para su partida; Enrique le había dado promesa por escrito de perdonar la vida a Suffolk, y Felipe envió emisarios por delante para arreglar el asunto.
A finales de marzo, Suffolk volvió a Inglaterra y Enrique le hizo desfilar por las calles de Londres camino de la Torre. Quería dejar claro ante el pueblo que era un disparate intentar rebelarse contra un rey fuerte.
Cuando Suffolk estuvo seguro en la Torre, el rey mandó llamar al príncipe de Gales y habló con él a solas.
—Otro enemigo encerrado bajo llave —dijo—, con todo lo segura que puede ser una cerradura.
—Sólo cuando un hombre ha sido decapitado deja de suponer una amenaza —dijo el joven Enrique, frunciendo los labios con gran tensión. Le preocupaba mucho cualquiera que hubiese intentado hacerse con la corona.
—He prometido que respetaría su vida —dijo el rey—. Felipe insistió.
—Supongo que él prometió a Suffolk un salvoconducto.
Su hijo Enrique era un ingenuo, pensó el rey. Aún no era consciente de la perfidia de los hombres. Había encumbrado a Felipe como un héroe, y eso significaba que no podía sospechar que él actuaría de un modo deshonroso en ninguna circunstancia. En algunos aspectos era un rasgo agradable, pero aprendería y maduraría hasta suprimirlo. Por el momento era halagüeño y quizá debería permitir que lo conservara... durante un tiempo. Que el muchacho aprendiera las lecciones amargas por sí mismo.
—Di mi palabra —dijo el rey—. Lo prometí... pero tú no has hecho ninguna promesa.
El príncipe se quedó perplejo. El rey detestaba hacer referencia a su propia muerte, pero a veces era necesario, como cuando debía imbuir en el joven Enrique la noción de que un día tomaría él las riendas del gobierno.
—Nunca es prudente dejar vivos a quienes imaginan tener derecho al trono, especialmente cuando están emparentados con una casa real, como en el caso de Suffolk.
—¿Insinuáis...?
—He hecho una promesa. Tú no has hecho ninguna... Si fuera un asunto que debieras decidir tú... Enrique, hijo mío, procura librarte de cualquiera que pueda convertirse en un estorbo y obstaculizar el camino del buen gobierno.
Enrique asintió lentamente con la cabeza. Lo que su padre le estaba diciendo era: «Cuando yo haya muerto y tú seas rey, deshazte de Suffolk... y de cualquiera que crea que su sangre real le da derecho a la corona.»