EL CAMPO DE BATALLA DE BOSWORTH

Llegó agosto y Ricardo supo que del otro lado del Canal los planes llegaban al punto culminante. Era seguro que Henry Tudor iba a intentar un desembarco.

Ricardo estaba preparado. Su actitud era filosófica. Pronto llegaría la prueba y sabía que, para él, iba a ser la victoria o la muerte.

Miraba el futuro con una especie de desgano. Había perdido a su mujer y a su hijo. Sólo le quedaba luchar por la corona.

Si derrotaba a Henry Tudor planearía una nueva vida. Procuraría olvidar la antigua tristeza. Intentaría ser un buen rey, como lo había sido su hermano. Pero eso no podía ser hasta que librara al país de la maldita amenaza de la guerra.

Las guerras habían ensombrecido su vida. Aquella incesante Guerra de las Dos Rosas. Había creído que estaba terminada; todos lo habían creído cuando Eduardo surgió magnífico de los horrores de la guerra y tomó la corona. Si Eduardo hubiera vivido... Si su hijo hubiera sido algo mayor...

Pero no había sido así y ahora él debía tomar una gran decisión. Haría todo lo posible y emergería de la lucha muerto o como rey indiscutido de Inglaterra.

A fines de julio, Thomas, lord Stanley, fue a ver al rey y pidió permiso para retirarse a sus estados. Ricardo desconfiaba mucho de Stanley. Stanley era hombre de ocasión. Tenía genio para escapar de situaciones difíciles. Este tipo de hombres está hecho para sobrevivir. Viven en el momento. Cambian con el viento. Ricardo sentía escaso respeto por Stanley, pero necesitaba su ayuda.

Lo habían arrestado en la época de la ejecución de Hastings, pero lo habían liberado después, a tiempo para llevar el bastón en la coronación de Ricardo.

Se había casado con Margaret Beaufort, madre de Henry Tudor, aunque había continuado sirviendo a Ricardo.

Ricardo no confiaba en él, pero era demasiado importante para ser ignorado, y al rey le parecía que tenerlo a mano era mejor que aguijonearlo y mandarlo a las filas del enemigo.

Era innegable que la esposa de Stanley había representado un papel en la sublevación de Buckingham. Cuando le cortaron la cabeza, Stanley se manifestó de acuerdo en que el duque merecía su destino. Pero Ricardo sabía perfectamente que la historia hubiera sido muy distinta si Buckingham hubiese triunfado.

En el momento Stanley había prometido contener a su mujer. Dijo que iba a tenerla tranquila, lejos, en el campo.

Ahora Stanley quería ir a sus estados, que requerían su atención urgente.

Ratcliffe y Catesby manifestaron al rey que Stanley podía volverse contra ellos, y que lo más seguro era vigilarlo. Después de todo estaba casado con la madre de Henry Tudor.

—Sé —dijo Ricardo— que eso es posible, pero, si va a traicionarme, es mejor que lo haga ahora y no en el campo de batalla.

De manera que Stanley partió, pero Ricardo exigió que dejara a su hijo, como prenda de su lealtad.

A Stanley no le quedó más remedio que someterse.

Entretanto el 7 de agosto, Henry Tudor desembarcó en Milford Haven.

 

 

 

Ricardo estaba en Nottingham cuando llegó la noticia de que Henry Tudor estaba cerca de Shrewsbury.

Convocó a los hombres en que confiaba: Norfolk, Catesby, Brackenbury, Ratcliffe.

Stanley no había vuelto, pero se disculpó mandando decir que padecía una enfermedad aguda. Su hijo, lord Strange, había intentado escapar, pero fue capturado, y confesó entonces que él y su tío, Sir William Stanley, estaban en comunicación con los invasores.

Ricardo supo que los Stanley iban a traicionarlo, tal como lo había previsto.

No había tiempo que perder. Tenía que marchar ahora y, el 21 de agosto, ambos ejércitos llegaron a Bosworth Field.

Ricardo pasó la noche desvelado. Era fatalista. ¿Obtendría la victoria al día siguiente? No sentía mucha confianza ni exaltación. El pesar lo abrumaba. Este era el recodo en que podían darse vuelta las cosas. Si el destino le mostraba que debía seguir adelante y gobernar, sería un gran rey. Aprendería de los éxitos de su hermano, de sus errores, se dedicaría al país.

Allí estaban sus buenos amigos... Brackenbury su buena cara honesta brillante de lealtad, Catesby, Ratcliffe, Norfolk... los hombres en quienes podía confiar.

Y los Stanley... ¿dónde estaban?

Montó su gran caballo blanco. Nadie podía equivocarse. Era en verdad el caballo del rey. Y en el yelmo, llevaba una corona de oro.

—Hoy —dijo— se decide nuestro destino. Amigos y leales súbditos, recordad que la victoria puede ser nuestra si entramos en batalla con el corazón animoso y decididos a vencer. Al terminar el día os juro que seré rey indiscutido, o habré muerto.

Resonaron las trompetas. Había llegado el momento y Ricardo avanzó, a la cabeza de su ejército.

La batalla era indecisa. El sol calentaba y los lancasterianos tenían ventaja, porque lo recibían de espaldas. Los Stanley esperaban. Ya decidirían el bando al que iban a inclinarse cuando llegara el momento decisivo. Entretanto no tenían intenciones de pelear por Ricardo.

Eran hombres de Henry Tudor y habían luchado duramente para que tuviera éxito. Ahora estaban listos... esperando el mejor momento para actuar.

El momento llegó. Los Stanley salieron al galope, gritando:

—¡Tudor, Tudor!

Ricardo los oyó y sonrió sombríamente.

Catesby insistió en que huyera. Ricardo soltó la carcajada. Galopó al frente, blandiendo su hacha.

Vio caer a Ratcliffe y a Brackenbury.

Mis buenos amigos, pensó. Habéis dado la vida por mí... por la verdad... por la justicia... por la lealtad. ¡Maldición al traidor Tudor!

—¡Traición! —gritó tras los Stanley que huían abriéndose paso en dirección a las líneas de Henry Tudor.

Tenía que encontrar a Henry Tudor. Era su presa especial. Lo retaría a un combate singular. Era el destino de ambos lo que estaba en juego. Plantagenet contra Tudor. Si Ricardo fracasaba, no sólo iba a ser el fin de un rey, sino el fin de una dinastía. Los gloriosos Plantagenet, supremos durante generaciones, dejarían paso a la nueva Casa de Tudor, engendrada por bastardos... que no tenían más que un levísimo derecho al trono. Y el dominio de los orgullosos Plantagenet, que habían gobernado Inglaterra desde los días de Enrique II, habría terminado.

No podía ser. él debía impedirlo.

—¡Qué Dios me ayude! —gritó—. Debo encontrar a Henry Tudor. La lucha es entre nosotros dos.

Pese a su corta estatura, su figura era imponente cuando avanzaba, el sol resplandeciente en la corona de oro, el caballo blanco al galope.

Sus amigos lo llamaron, pero él no les prestó atención.

—¡Encontraré a Henry Tudor! —gritaba.

Con un escaso grupo de seguidores se metió en el medio de la caballería enemiga.

Ahora lo veía... el estandarte galés, mantenido en alto por William Brandon, portaestandarte de Henry Tudor. Allí estaba Tudor. Y estaba bien protegido, rodeado por sus hombres, en modo alguno en medio de la batalla. Se podía confiar para esto en Tudor.

—He venido a matarte, Tudor —murmuró Ricardo—. Uno de los dos debe morir.

Sabía que era una locura. Eran demasiados, pero él ya estaba allí. Había percibido a Henry Tudor... golpeó a William Brandon y el hombre cayó.

Vio que Ratcliffe intentaba protegerlo. Su caballo cayó, pero se puso en seguida de pie.

—Milord, milord... —Era Ratcliffe otra vez. Pero Ricardo no oía. Había visto a Henry Tudor. Se había acercado lo bastante como para golpear al portaestandarte. Iba a apoderarse de Henry Tudor.

Avanzó, enarbolando su hacha de combate.

—¡Traición! —gritó. — ¡Ven, Henry Tudor... ven a pelear!

Sus hombres caían a su alrededor. Ratcliffe estaba ahora en el suelo, pero Ricardo luchaba con valor, la corona en la cabeza. Estaba decidido a abrirse paso hasta Tudor. Si tenía que morir, se lo llevaría consigo.

Ahora lo atacaban. Los golpes eran más frecuentes, más fuertes. Después sintió que caía en la oscuridad. Estaba en el suelo y la corona rodó de su cabeza.

Era el fin. La batalla había terminado. Con la victoria de Henry Tudor. Los fieles amigos de Ricardo, Norfolk, Ratcliffe y Brackenbury, yacían muertos. Catesby fue capturado y ahorcado; Lovell escapó, para vivir bajo el nuevo reinado.

Fue lord Stanley —a cuya traición debía la victoria Henry Tudor— quien encontró la corona de oro en un cercado y la colocó sobre la cabeza de Henry Tudor.

Así terminó la batalla de Bosworth, la última de la Guerra de las Dos Rosas. Así terminó la dinastía de los Plantagenet. Una nueva familia regía ahora a Inglaterra: los Tudor.