HASTINGS EN PELIGRO

La reina había presenciado la controversia sobre Anne Neville con cierta diversión cínica. Comprendía muy bien el punto de vista de Clarence. Naturalmente él quería todas las propiedades de Warwick si lograba obtenerlas, y la manera en que había escondido a Anne era bastante ingeniosa, para no decir más. Ella y su madre rieron divertidas por el asunto.

Jacquetta la había acompañado mucho desde el último parto, que había sido un poco menos feliz que de costumbre, porque la criatura, una niña, era menos robusta que sus hermanos y hermanas. Preocupada por la criatura, la reina había mandado llamar a Jacquetta, que había ido a toda prisa y, juntas, se ocuparon de la niña, a quien bautizaron con el nombre de Margaret.

La niña se fortalecía, pero Isabel notó con temor que Jacquetta parecía fatigada y había perdido algo de la ruidosa energía que había sido una de sus características. Cuando le hizo algunas preguntas sobre su salud, Jacquetta las hizo a un lado, y dijo que el parto reciente la había vuelto fantasiosa, pero Isabel siguió con una leve inquietud. ¡Siempre había confiado tanto en Jacquetta! Había sido su madre quien había sugerido que suplicara al rey la devolución de sus propiedades, y así se había iniciado su sorprendente prosperidad. A veces se preguntaba si los rumores sobre los poderes especiales de Jacquetta no serían verdad. ¿Acaso su madre era una bruja? No, era absurdo. ¿Tenía comunicación con poderes superiores? No. Era simplemente una mujer sabia y, como adoraba a su familia, todo el tiempo estaba planeando la forma de hacerlos avanzar.

Había un tema que Isabel quería discutir con su madre: la gobernación de Calais. Warwick, con gran olfato, había tenido ese cargo, y habían sido sus audaces hazañas allí las que habían iniciado su sorprendente carrera. Pero ahora había muerto, y aquel puesto, el más lucrativo e importante, tenía que ser llenado.

Jacquetta escuchó atentamente cuando Isabel le expuso su plan. Quería el cargo para su hermano Anthony, que se había convertido en conde de Rivers a la muerte de su padre.

—Anthony prosperará allí. Sugeriré al rey...

Jacquetta cabeceó.

—Ten cuidado —dijo.

—¿Cuidado? ¿Qué quieres decir?

Jacquetta vaciló un momento. Después dijo:

—Bueno, querida, creo que el rey está muy interesado en la esposa de un comerciante.

—Querida madre: el rey siempre se ha interesado en las esposas de los comerciantes.

—Pero esta vez, creo, está más interesado que de costumbre.

—Siempre he pensado que la mejor manera de enfrentar las aventuras de Eduardo es ignorarlas.

—¡Sólo Dios sabe cuántas queridas ha tenido! —dijo Jacquetta.

—Entonces que Dios se guarde la información. No quiero saber. Querida madre: he mantenido mi ascendiente sobre el rey porque nunca le he reprochado nada, nunca lo he rechazado cuando vuelve a mí, he sido una esposa comprensiva y madre de sus hijos. Por eso ha seguido enamorado de su mujer, pese a las amantes que ha tenido.

—He oído que se trata de una mujer excepcionalmente encantadora, y que Hastings estaba interesado en ella, pero Eduardo se le adelantó.

—Bueno, no puede casarse con ella.

—No, ni siquiera en el caso de que le dijera: “No puedo ser vuestra querida y no soy bastante para ser vuestra reina.”

—Y ya hay una reina...

—Isabel, tratas muy ligeramente este asunto. Aunque tal vez tengas razón.

—¿Quién es esa mujer?

—Se llama Jane Shore. Se dice que tiene gran belleza física, un alegre ingenio, y que no se parece en nada a las otras esposas de comerciantes. Ha dejado al orfebre de su marido y se ha instalado en unos apartamentos que le ha puesto el rey.

—Espero que se divierta con ella. Ya lo pondré en el estado de ánimo necesario cuando le pida el puesto de Calais para Anthony.

—He oído que Hastings la descubrió, la elogió, se vanaglorió, e hizo que el rey quisiera verla.

—Me gustaría que Eduardo no fuera tan amigo de Hastings.

—Hastings es un licencioso entre los licenciosos, sólo cede ante el rey.

—Lo sé. Me gustaría sacar a Hastings del medio. Lo haré, algún día. Pero el rey cierra oídos ante la menor murmuración contra Hastings. Nunca impongo mis sentimientos a Eduardo... al menos no de manera que él los vea... por eso es duro decirle lo que pienso de Hastings.

—Hastings ha sido para él un buen amigo. Creo que para Eduardo es el mejor amigo que tiene. Tal vez se siente más cerca de su hermano Ricardo, pero de otra manera. Ricardo es un sicario leal. Hastings el compañero de orgías.

—No cabe duda. Creo que no tendría tantas aventuras con las mujeres de los comerciantes de no ser por Hastings. Hastings demuestra hasta qué punto tiene éxito con las mujeres, y Eduardo considera esto como una provocación. ¡Cómo me gustaría romper esa amistad!

—No necesito decirte que tengas cuidado —dijo Jacquetta— porque siempre lo tienes.

—Siempre —replicó Isabel—. Pero, cuando me decido, generalmente logro lo que quiero. Desmond se creía muy hábil... y ya ves lo que le pasó. Puse el sello en su sentencia de muerte mientras Eduardo dormía. Él debe haber sabido que alguien lo había hecho... pero no dijo nada, y sin embargo quería mucho a Desmond. Madre, ¿qué te pasa?

Jacquetta había caído hacia atrás en la silla, con la cara mortalmente pálida, los labios azulados.

Isabel se puso de pie horrorizada y llamó en seguida a sus mujeres.

Llevaron a Jacquetta a la cama, e Isabel mandó buscar a los médicos.

Dijeron a Isabel que su madre estaba muy enferma, que lo había estado desde hacía tiempo, y la forma en que hablaron alarmó a la reina. Jacquetta parecía muy debilitada ahora que la habían acostado y que no podía pretender que sólo tenía una indisposición ligera. Tomó la mano de Isabel y la miró suplicante, casi humilde. Pensaba: “Se lo debería haber dicho. Hubiera sido mejor prevenirla y no darle este golpe súbito.”

Pero Jacquetta sabía que hubiera hecho muy desdichada a su hija, y no soportaba perturbarla con una próxima tragedia. Había trabajado para Isabel, había vivido para ella, al igual que para todos sus hijos, y su único temor ahora era que Isabel iba a echarla de menos.

Le quedaba poco tiempo, pensó con temor. Pero había visto a su hija a salvo en el trono; había visto cómo sus demás hijos hacían brillantes casamientos y ocupaban cargos importantes. La familia más influyente en Inglaterra ya no era la de los Neville, sino la de los Woodville. No debía preocuparse por aquella Jane Shore. Isabel sabía cómo manejar al rey.

De manera que Jacquetta podía decir: “Señor, deja que tu sierva parta en paz.”

“Mi casa está en orden,” pensó. Y murió plácidamente en su lecho unos días después.

Isabel quedó sacudida por el dolor. Adoraba a su familia, y amaba intensamente a su madre. Veía en ella a una mujer sabia, la fundadora de sus fortunas.

Y ahora... Jacquetta estaba muerta.

 

 

 

Isabel había quedado profundamente afectada. Podía ser fría ante el mundo, pero adoraba a su familia, y siempre había estado muy cerca de su madre, pero sólo ahora se daba cuenta de lo mucho que había representado para ella. Eduardo se mostró comprensivo. Él también quería a Jacquetta, pero era una de sus características eludir lo desagradable. Prefería olvidar y no meditar.

A medida que pasaban las semanas, la reina empezó a verlo menos. Tal vez estaba muy entusiasmado con su nueva querida. Podía ser una buena o una mala señal. No estaba muy segura. A veces era mejor que un rey tuviera una querida y no varias; pero, por otro lado, si se aficionaba de más a aquella mujer, ¿no iba a desvanecerse un poco el amor que sentía por su esposa?

Isabel estaba decidida a que no fuera así. Pero comprendía que, bajo la amenaza de la esposa del orfebre, tendría que moverse con más cuidado.

Eduardo se mostró tan cariñoso como siempre cuando fue a informarle que Louis de Brujas, señor de Gruthuyse, que le había dado albergue cuando se había visto forzado a huir al continente, demostrando así ser un buen amigo, iría a visitar Inglaterra. Eduardo quería recibirlo con todo el esplendor de que era capaz la corte.

Isabel se precipitó a preparar las cosas. Esto la ayudaba a olvidar la pérdida de su madre, y la salud de la pequeña Margaret, que iba empeorando ahora; además, aquello mantenía al rey a su lado.

Cuando Gruthuyse llegó a Calais recibió la bienvenida de lord Howard, que era ahora el gobernador, y se quedó allí casi catorce días, recibiendo toda clase de honores y muestras de respeto. A su debido tiempo llegó a Windsor, donde lo esperaba el rey para saludarlo. Eduardo lo llevó a los aposentos de la reina, asegurándole que Isabel estaba impaciente por darle la bienvenida, y agradecerle personalmente sus bondades hacia el rey durante la forzada ausencia de este. Era en momentos como aquellos, comentó Eduardo, cuando un hombre descubría sus verdaderos amigos.

Isabel, preparada para la llegada del honorable huésped, lo esperaba, y estaba muy bella, con el dorado pelo suelto sobre los hombros y una diadema de piedras preciosas en la cabeza. Sintió la satisfacción de ver brillar los ojos de Eduardo al mirarla, y se dijo que no tenía nada que temer de la esposa de un comerciante. Había estado jugando al morteaulx, un juego de bolos, con sus damas mientras esperaba, y su hija mayor estaba presente. Como todos los niños reales, la pequeña Isabel, de seis años, era muy bonita, y no podía caber duda del orgullo de Eduardo al presentar su mujer y su hija al señor de Brujas.

Siguieron danzas y juegos, a los que se unió el rey y, durante una de las danzas, eligió como compañera a la pequeña Isabel, y todos aplaudieron.

A la mañana siguiente Gruthuyse debía ser presentado al príncipe de Gales. El pequeño Eduardo fue llevado por Thomas Vaugham, su canciller, y cuando Gruthuyse terminó de cumplimentar al rey por su encantadora familia, Eduardo le regaló una copa de oro incrustada en perlas y en cuya tapa había un enorme zafiro. Nada faltó en los festejos que se prolongaron varios días. Se hicieron cacerías en el parque de Windsor, y el rey insistió en que su honorable invitado cabalgara en su caballo favorito; cuando Gruthuyse estuvo montado, se le dijo que el caballo le pertenecía. No contento con dar a su amigo estos valiosos regalos, Eduardo también le dio una ballesta con hilos de seda y una funda de terciopelo en la que estaban bordadas las armas y las divisas del rey.

Gruthuyse admiró especialmente la rose-en-soleil, que combinaba la Rosa Blanca de York con el ardiente Sol y, como había ya hecho Hastings, comparó al rey con aquel sol.

—Sois el sol de vuestro pueblo —dijo—. Les habéis dado paz y prosperidad. Se refocilan bajo vuestros rayos.

Eduardo aceptó graciosamente el cumplido, porque en verdad pensaba que así era.

Allí, en Windsor, dieron aposentos a Gruthuyse, unos apartamentos llamados “cámaras placenteras”; las paredes tenían colgaduras de seda, y había alfombras en el suelo. Había tres cámaras y, en una de ellas, estaba el lecho que le habían preparado. El plumón era de lo mejor, las sábanas de lino y fino fustán, la colcha de tela de oro, bordeada de armiño. El dosel era de la misma tela dorada y los cortinados de sarsenet blanco. En la segunda cámara había otro hermoso lecho, y en la tercera dos baños, cubiertos por tela blanca en forma de tiendas.

Todos acompañaron al visitante a sus apartamentos y lo dejaron allí con lord Hastings, que iba a pasar la noche en los aposentos, para ocuparse de la comodidad del huésped en nombre del rey. Hastings, naturalmente, era conocido por Gruthuyse, y le estaba agradecido, porque había disfrutado en Brujas de la hospitalidad del caballero cuando compartió el destierro del rey.

Se bañaron juntos y, mientras lo hacían, les sirvieron refrescos de vino con especias, dulces y jengibre verde.

Una semana después todos fueron a Londres, donde invistieron a Gruthuyse con el título de conde de Winchester. El rey fue una figura magnífica con su corona y sus prendas de gran aparato, y una brillante asamblea asistió a la ceremonia. El duque de Clarence estaba encargado de llevar la cola del huésped, y después de la ceremonia el rey condujo al nuevo conde a Westminster, donde la reina esperaba para saludarlo. Estaba espléndida con sus magníficos vestidos y la corona sobre su pelo de oro, y raras veces se había sentido más confiada. Lo único que lamentaba era que Jacquetta no estaba allí para verla.

 

 

 

Pero otra tragedia acechaba a Isabel. Había llegado diciembre, la pequeña Margaret empeoraba, y, el once de ese mes, cuando la criatura contaba sólo ocho meses, murió.

La enterraron en la Capilla del Confesor en la Abadía. De manera que se habían producido dos muertes en un año. Isabel sintió profundamente la pérdida, pero se alegró al comprobar que estaba otra vez encinta.

Eduardo sufrió con ella, y también se alegró al saber que esperaban otro hijo. Aunque estaba satisfecho con los que tenían, anhelaba otro varón. El pequeño Eduardo era un deleite, pero a los reyes siempre les gusta contar con otro hijo, por si algo le pasa al primero.

A veces Isabel pensaba en Jane Shore. No sabía por qué la preocupaba una de las queridas del rey, como no fuera por el hecho de que su madre la había nombrado con algo de inquietud la última vez que habían conversado en serio.

Naturalmente no iba a mencionar la mujer a Eduardo, pero encontró el momento de hablar de la gobernación de Calais, que había oído discutir recientemente, con el comentario de que el rey no podía ya demorar por más tiempo nombrar al sucesor de Warwick.

Ella sabía por qué se demoraba. Era porque pensar en el cargo le recordaba a Warwick y, curiosamente, pese a todos los complots del conde, Eduardo seguía teniéndole cariño. Era algo que podía parecer raro a otros, pero que ella entendía. Isabel sabía que el rey quería a su familia; lo había demostrado con su debilidad —no podía encontrar otra palabra— al perdonar a Clarence, que sólo esperaba una ocasión para volver a traicionarlo. Entendía la fuerza de los lazos de familia —nadie podía entenderlos mejor— pero los Woodville se ayudaban mutuamente, en tanto que el hermano de Eduardo y algunos de sus parientes sólo ponían los ojos en lo que más podía convenirles.

—Tendrás que nombrar pronto un gobernador —le recordó.

Él guardó silencio. Sus pensamientos estaban en otra parte. ¿Acaso en la esposa del orfebre?

—Anthony te ha servido bien. Te quiere entrañablemente. Quizás podrías...

Eduardo sonreía, benigno. Va a estar de acuerdo, pensó ella.

Sus palabras la sacudieron:

—Ya he otorgado la gobernación —dijo.

Ella lo miró, petrificada. En caso de haber sido Anthony el favorecido, ella lo habría sabido en seguida. Lo había visto aquel mismo día.

—He querido recompensar a Hastings —prosiguió el rey—. Ha sido un buen amigo... y deseaba tenerla.

¡Hastings! ¡Su enemigo! Tuvo gran dificultad en ocultar su ira.

No miraba al rey en el momento, porque temía no poder contenerse: hubiera podido abofetear aquella cara dichosa, sonriente. ¡Calais... para Hastings, su enemigo! El hombre que acompañaba a Eduardo en sus aventuras y lo impulsaba a mayores licencias.

¡Hastings! El hombre que detestaba. A partir de ahora sería su mayor enemiga.

Cuando se volvió hacia el rey sonreía y todo el rencor había desaparecido de su cara.

Recordaba el aviso de Jacquetta. Quizás debía ser ahora doblemente cuidadosa.

 

 

 

Isabel discutió el nombramiento de Hastings como gobernador de Calais con su hermano Anthony. Era un año menor que ella y quizás el más inteligente de la familia. Se había casado bien y, por su mujer, había obtenido el título de barón de Scales. Como era el hijo mayor, también se había convertido en lord Rivers al morir su padre, y había avanzado rápidamente desde que su hermana era reina de Inglaterra. Por otra parte siempre estaba atento a aumentar su fortuna. El rey le había tomado mucho cariño; había heredado su parte de la belleza de los Woodville y se había distinguido en los torneos, donde era considerado un campeón.

Isabel sabía cuánto había anhelado Calais, y comprendía hasta qué punto debía haberlo frustrado la elección de Hastings.

—Naturalmente Hastings es tan licencioso como el rey —dijo Anthony, sabiendo que podía hablar libremente del tema con su hermana. Isabel nunca había negado las evidentes infidelidades de Eduardo dentro del círculo de su familia, y Jacquetta siempre la había felicitado por la forma en que las aceptaba.

—No hay en la historia reina más complaciente —decía Jacquetta—. ¡Oh, cuan sabia eres, hija! ¡Tu actitud hacia sus aventuras te hace irresistible para él!

Tenía razón. Eduardo no hubiera soportado una mujer celosa.

Siempre se había mostrado dispuesto a recompensarla por su actitud hacia su forma de vida, concediéndole lo que le pidiera, siempre que no interfiriera con sus intenciones. El asunto de Hastings en Calais había sido arreglado antes de que ella pudiera siquiera sugerir en manos de quien deseaba que cayera la gobernación.

—¿No hay manera de hacer que Hastings pierda el poder? —preguntó Isabel.

—Siempre han sido amigos. Juntos han recorrido de noche las calles de Londres; se han alentado para más y peores aventuras... y eso sucedió mucho antes de que tú aparecieras en la escena, hermana.

—Lo sé muy bien. Culpo a Hastings por muchas de las aventuras nocturnas del rey. Hastings es un licencioso, un libertino, un mujeriego.

—Bueno, Eduardo lo sabe tan bien como todo el mundo, y continúa dándole su amistad.

—Son iguales —exclamó Isabel con vehemencia.

Anthony se alarmó al ver la intensidad de su hermana, temiendo que delatara sus sentimientos ante el rey. Debían la prosperidad a la reacción de Isabel con el rey y esta no debía cambiar. No, era inútil recordárselo. Ella lo sabía tan bien como ellos.

—Bueno —dijo Anthony— no apartaremos al rey de Hastings quejándonos de su vida inmoral.

—¿Quieres decir... que habría otra manera?

Sus ojos brillaban decididos y otra vez Anthony sintió un estremecimiento de inquietud. Le puso la mano en el brazo.

—Puede haberla.

—¿Cómo?

—Hastings tiene una casa con muchos servidores. Hay muchos que sirven para...

—Aclara.

—Tal vez haya alguno que esté un poco descontento... envidioso de otro... alguien que crea no haber sido tratado con justicia.

—¿Y si lo descubrieran?

—Antes podría haber descubierto él algo contra Hastings... algún complot contra el rey.

—Eduardo nunca creerá eso de Hastings.

—No estaría mal recordarle que una vez creyó que era imposible que Warwick lo traicionara.

—Pero primero hay que descubrir algo contra Hastings.

—Lo haré —prometió Anthony.

Una vez que se demostrara que Hastings era un traidor iba a ser sencillo sugerir que la gobernación debía ser dada a alguien en quien se pudiera confiar. ¿Y en quien podía confiar más el rey que en su cuñado?

 

 

 

Hastings no podía creerlo. Corrían rumores acerca de él. ¿Qué había hecho? No encontraba respuesta. ¿Quién podía ser su enemigo? ¿Acaso el marido de alguna de las mujeres a quienes había seducido? Había demasiados para poder adivinar.

Era una sensación curiosa.

Clarence lo miraba artero, casi invitante. ¿Qué quería significar? Hastings siempre había sospechado que Clarence andaba detrás de la manera de destruir a su hermano. Hastings no quería saber nada de esto. Era amigo de Eduardo; siempre lo había sido y quería seguir siéndolo.

A veces reía ante aquella sombra, que se agrandaba. Era ridículo. ¿Quién había iniciado aquellos rumores?

Desconfiaba de la reina. Ella no simpatizaba con él, porque él compartía con frecuencia las parrandas nocturnas del rey. El pensaba que era natural que a una esposa no le agradara el compañero de libertinaje de su marido. Con frecuencia salían juntos, disfrazados, generalmente como comerciantes. Eduardo sentía un placer infantil en ocultar su identidad y revelarla de pronto. Era difícil para él mantener el incógnito. En primer lugar era muy alto; también era notablemente hermoso y, aunque hubiera engordado algo y las ojeras se hinchaban bajo sus magníficos ojos, seguía siendo muy bien parecido. Podía ser reconocido en ropas de comerciante como si llevara una de sus divisas favoritas, la rose-en-soleil, como blasón de su capa. Hastings había señalado una vez que era una divisa muy apropiada: “Sois como el sol en su esplendor, señor”, había dicho. “Os levantasteis en el oscuro mundo del país del pobre y loco Enrique VI, tomasteis la corona y nos habéis deslumbrado a todos. Y ahora estáis alto en el cielo... en todo vuestro esplendor.”

Eduardo había reído diciendo que Hastings era un poeta romántico. Pero le agradaba lo que había dicho; y Hastings notó que usaba la escarapela —una combinación del sol radiante y de la Rosa de York— más que cualquier otra divisa.

¿Cómo era posible que Eduardo creyera que él, William, lord Hastings, no era el más sincero de todos los amigos?

A veces se preguntaba qué le diría la reina por la noche en el lecho marital. ¿Qué veneno vertía en los oídos de Eduardo en contra de su fiel amigo? Se decía que la reina nunca se metía, nunca aconsejaba al rey, nunca mencionaba asuntos de Estado o discutía sus decisiones. Pero naturalmente, había maneras de hacerlo.

Una vez descubrió una mirada helada de Eduardo, como si estuviera analizándolo, como si sospechara de él, y sintió un frío estremecimiento de miedo. Eduardo ya no era el joven rubio que recorría sigilosamente las calles de Londres con su mejor amigo, en busca de aventuras; sus apetitos eran tan voraces como siempre; pero había cambiado. Warwick lo había engañado. Warwick había fingido ser su amigo para que no sospechara que planeaba levantarse contra él. Y entonces Eduardo había tenido que huir y desterrarse.

Nunca se había recuperado de esto. ¿Quién hubiera podido hacerlo? Aquello había convertido al confiado joven de corazón ligero en un hombre duro... y desconfiado. Clarence también lo había engañado. Aunque era probable que nunca hubiera tenido una alta opinión de Clarence. Lo cierto es que el hecho de que Warwick se hubiera vuelto contra él había hecho daño a Eduardo, y la marca quedaría para siempre.

Estaba dispuesto ahora a desconfiar de su mejor amigo. Warwick... se decía. ¡Y ahora Hastings!

De manera que, cuando Eduardo lo examinaba con aquella fría mirada, Hastings temblaba. Hacía cierto tiempo que notaba que Eduardo elegía otros compañeros, y Hastings nunca estaba ahora solo con el rey. Siempre lo acompañaba algún miembro de la familia Woodville, ya fuera un hermano de la reina o el joven Thomas Grey, hijo del primer matrimonio de Isabel. ¿Qué le habían dicho a Eduardo? ¿Quiénes eran los enemigos de Hastings?

No tenía que buscar muy lejos. Sabía que eran los Woodville. La reina en persona. Les desagradaba que alguien disfrutara del favor del rey; y súbitamente se le ocurrió a Hastings, que quizás estaban enojados porque le habían otorgado la gobernación de Calais. El cargo era de los más importantes que podía concederse a un hombre; ¡un centro comercial, el punto por el que pasaban tantas mercaderías! Cuero, lana, hojalata y plomo para exportar a Borgoña, graduado y con impuesto, y todo esto significaba prosperidad para el país, y nadie cosecharía más recompensas que el gobernador. Sí, debía ser por la gobernación de Calais. Al pensar se daba cuenta de que la desconfianza había empezado a partir de su nombramiento.

Meditaba; estaba inquieto; recorría las calles de Londres preguntándose qué debía hacer. Vagaba costeando el río y contemplaba la sombría fortaleza de la Torre, pensando cuántos hombres habían ingresado en ella y sólo habían salido para ir al cadalso. ¿Era este el destino que le aguardaba?

Cada día despertaba con una pesada nube pendiente sobre él. No podía disfrutar de la comida, del vino, ni siquiera de las mujeres. Empezaba a comprender que estaba muy solo en un mundo hostil.

Pensaba mucho en Eduardo. Su amistad databa de años. Eduardo siempre había sido alegre, de buen humor, fácil; un compañero perfecto para alguien con un carácter similar, aunque, Hastings era el primero en reconocerlo, ese compañero careciera de aquella aura de esplendor. “Soy como la luna” había dicho una vez, “que refleja la gloria del sol.”

Eduardo había soltado a carcajada ante aquella adulonería verbal, diciéndole que no iba a sacar nada por ello.

“Son los hechos, William”, había dicho. “Los hechos los que me impresionan.”

Lo había dicho en broma, pero era verdad. Pero, ¿de qué hechos habían acusado a Hastings?

Comprendió que no podía seguir de este modo. Se presentaría ante el rey y, apoyándose en su larga amistad, le preguntaría qué pasaba, por qué lo miraba tan fríamente, qué le habían dicho contra él.

Eduardo siempre había sido afable y manejable. ¿Por qué había cambiado? Pero había cambiado: la traición de Warwick lo había transformado. Ya no volvería a ser el confiado y amable muchacho de oro. El sol puede ser ferozmente peligroso, del mismo modo que es beneficioso.

Pero él no podía seguir así. Decidió hablar a Eduardo. Se dirigió a los apartamentos privados del rey y, gracias a su antigua amistad, no le cerraron el paso.

Quedó contento al encontrar solo a Eduardo. Eduardo lo miró sorprendido y dijo:

—¿Qué quieres, Hastings?

—Hablar con vos... a solas.

El rey vaciló y, por un momento, una tremenda desolación se apoderó de Hastings, porque pensó que su destino estaba sellado. Con falsas pruebas, claro está, pero: ¿cuántos hombres habían sido condenados así? Seguramente él no era el primero.

Se adelantó, se arrodilló en un impulso y levantó los ojos implorantes hacia Eduardo.

—Debo hablar con vos a solas. No aguanto más esto.

La expresión de Eduardo cambió. Soltó la carcajada.

—Levántate, William —dijo—, estáis ridículo en esa posición.

Hastings se puso de pie y rió junto con el rey, aunque la risa era un poco histérica.

—Bueno —dijo Eduardo—, ¿qué me querías decir?

—Quiero saber qué se interpone entre nosotros. Estoy acusado de algo... Os ruego que me digáis qué es.

Eduardo vaciló. Este William era un viejo amigo, y no creía que pudiera complotar contra él. Al menos debía darle ocasión de que se justificara.

—Milord... mi amigo... Eduardo... —exclamó Hastings—, entonces no me he equivocado. Hay algo...

Eduardo dijo:

—Has estado trabajando contra mí, Hastings.

—Nunca —dijo Hastings.

—Me resulta difícil creer que lo hayas hecho —empezó Eduardo.

Hastings se lanzó en un apasionado discurso.

—Mi señor, mi rey... ¿acaso no os he servido siempre bien? ¿No he estado a vuestro lado... siempre... tanto en el éxito como en el fracaso? Juntos hemos compartido el destierro... juntos nos hemos aventurado en los campos de batalla. Eduardo, no podéis creer seriamente que yo he planeado haceros algún mal.

—Debo decirte que no lo creí... por largo tiempo... me negué a...

—Decidme de qué se me acusa.

Eduardo dijo:

—Sabes que tengo enemigos. Mi propio hermano... Creo que estás en buenas relaciones con Clarence.

—Milord, estoy en buenos términos con vuestro hermano como vos lo estáis... porque es vuestro hermano. No hay otro motivo. Decidme quién ha presentado contra mí esas acusaciones.

—Alguien que os ha servido antes y que ya no está a vuestro servicio.

—¿Criados resentidos, milord?

—Sí, así es. Pero... —Eduardo miró a Hastings enangostando los ojos. Lo veía todo claramente. Sabía quién había acumulado las acusaciones contra Hastings. Eran lord Rivers y la reina. Debido a Calais. Rió interiormente, procurando recordar lo que Isabel decía de Hastings... nada definitivo en verdad. La reina era demasiado inteligente. Pero ella, con la ayuda de Rivers, había logrado sembrar semillas de desconfianza acerca de su mejor amigo.

Recordaba ahora todas las hazañas en las que habían participado juntos, las alocadas noches, los días de aventura. Y de pronto supo que la sospecha contra su viejo amigo era falsa y comprendió la angustia de Hastings en las últimas semanas.

Isabel no había dicho palabra contra Hastings, pero sutilmente, cuando se mencionaba su nombre, ella hablaba de la traición de Warwick y Clarence, sabiendo que, si los nombraba, él recordaría que ambos lo habían traicionado y lo atónito que había quedado de que pudieran hacerlo.

No era tonta su Isabel. Y se entendía muy bien con él, era muy conveniente. Tan tranquila, tan secreta, siempre tan fascinante... Y sabía que nunca debía intentar convencerlo o influir en sus decisiones... evidentemente. Aunque podía actuar de manera secreta. A veces él pensaba en Desmond, y los comentarios que había hecho acerca de un divorcio posible, comentarios que ella había oído imperturbable. Pero la habían enconado y, ¿por qué había sido Desmond ejecutado tan apresuradamente?

No quería pensar mucho en el incidente. Era desagradable. Y también lo era la idea de que Hastings pudiera traicionarlo. ¡Hastings traicionarlo! Nunca. Se había dejado convencer. Pero no volvería a suceder. Todos, Isabel, Rivers, todos los Woodville deberían enterarse de que era el rey quien tomaba las decisiones, el rey quien decía: “Esto será o no será.”

Que lo intentaran si querían; no tendrían éxito.

—William —dijo— te conozco bien. Siempre has sido un buen amigo. ¿Lo eres aún? Dime sólo eso.

—Majestad: juro por lo más sagrado que mi lealtad hacia vos jamás ha vacilado. Los comentarios que han sugerido otra cosa son calumnias, malignidades... cosas que no son reales.

El rey miró a su amigo y dijo:

—Te creo, William. Olvidemos esta calumnia. Unámonos como siempre hemos estado unidos y ruego a Dios que lo sigamos estando.

Hastings cayó de rodillas y besó la mano del rey.

Eduardo reía.

—Levántate, tonto —dijo—, ya te he dicho que estás en una posición ridícula.

Y así terminó el asunto. Hastings volvió junto al rey. Rieron juntos en la mesa; cabalgaron juntos. E Isabel comprendió que la tentativa de apartar al rey de su amigo había fracasado.