EL REY RICARDO III

Buckingham se impacientaba. Hombre volátil, impulsivo, siempre en busca de excitación, quería apurar los acontecimientos y, si se demoraban, siempre estaba dispuesto a actuar para apresurarlos.

Ricardo le había hablado de la revelación de Stillington, y Buckingham sugería ahora que la verdad fuera comunicada al pueblo y que Ricardo tomara la corona.

Era un gran paso, que Gloucester meditaba desde hacía un tiempo. Pero vacilaba. En primer lugar le parecía desleal para el hermano al que había reverenciado, porque, declarar que sus hijos eran ilegítimos, era algo que hubiera enfurecido al difunto rey. Por otra parte Eduardo IV debía saber la verdad... ¿quién si no? Y había liquidado a Clarence cuando a Stillington se le escapó la verdad; y Stillington también había estado preso en la Torre.

Era la verdad y Eduardo V no tenía derecho al trono.

Lo malo en el país era que existían facciones rivales que conspiraban entre sí, debido a la minoría de edad del rey. Pero, si se mostraba que el rey legítimo era un hombre maduro, un hombre con capacidad para gobernar, ¡qué gran salto hacia adelante para el país!

Buckingham tenía razón. Debía afirmar la verdad y declararla al pueblo; entonces sería proclamado como Ricardo III.

El país se salvaría de una posible guerra civil... y el país estaba harto de guerras.

Discutió el asunto con Buckingham; meditó profundamente la situación. Era justo que se conociera la verdad. Era lo mejor para Inglaterra.

¿Cuál era la mejor manera de revelar el secreto? Que el alcalde de Londres haga el anuncio desde la cruz de San Pablosugirió Buckingham. Los londinenses escucharán al alcalde como a nadie, y Sir Edmund Shaa es buen hombre para la tarea.

Mi hermano lo conocía y tenía una elevada opinión de él.

Así es en verdad. Shaa es un próspero orfebre, y ya sabéis cómo gustaba a vuestro hermano este tipo de gente. ¿Acaso no descubrió a Jane en la tienda de un orfebre? Shaa es miembro de la Compañía de Orfebres, y ahora alcalde, de manera que vayamos a verlo y digámosle lo que queremos de él.

dijo Ricardo—, mandad llamarlo.

Sir Edmund Shaa se presentó en el castillo de Baynard, porque el Protector se había trasladado allí desde Crosby Place, cuando el joven rey Eduardo había sido llevado a la Torre.

Shaa escuchó. Había conocido al difunto rey en la época de su obsesión con Eleanor Butler, y le pareció muy posible que se hubiera realizado un matrimonio. Sí, comprendía que, en caso de ser así, el verdadero rey era Ricardo, y esto sería muy bueno en verdad para el país, como generalmente se suponía.

Hay otro asuntodijo. He oído que vuestros hermanos, el rey Eduardo IV y George, duque de Clarence, no eran hijos del duque de York, y que la duquesa de York estaba tan furiosa cuando Eduardo se casó con Isabel Woodville, que dijo que iba a revelar el secreto, diciendo que había tenido un amante cuando el duque estaba ocupado en sus numerosas campañas, y que Eduardo y George eran el resultado de ese amorío.

Ricardo meneó la cabeza, pero Buckingham pareció excitado.

Esto fortalece el casodijo—. ¡Tanto el difunto rey como su hijo son bastardos! Señor, debemos pensar en el país. Queremos probar bien el caso. Hay que terminar con esta lucha que, si se prolonga puede terminar en una guerra civil.

Eso —dijo Ricardohay que impedirlo a toda costa. Inglaterra es más importante que todo. Un rey niño es el peor peligro que nos amenaza.

Buckingham asintió, apoyando a Sir Edmund. Aquello equivalía a que el Protector diera su consentimiento para que todo fuera revelado en detalle ante la cruz de San Pablo.

Buckingham exultaba. El complot daría resultado. En unos días Gloucester sería proclamado rey de Inglaterra.

No lo deseo sin el consentimiento del pueblodijo Ricardo.

Milord: todos os suplicarán que toméis la corona.

 

 

 

Desde la cruz de San Pablo el alcalde habló al pueblo. Tenía graves noticias. Se había hecho un gran descubrimiento. El pequeño rey, todavía no coronado como Eduardo V, no era después de todo el verdadero rey. El rey Eduardo IV ya estaba casado cuando realizó un falso matrimonio con Isabel Woodville.

Esto estaba probado, y la verdadera esposa del rey Eduardo IV había sido nada menos que lady Eleanor Butler, hija del conde de Shrewsbury, dama de más alcurnia que Isabel Woodville, cuando se hizo el falso casamiento. Todos sabían cómo los Woodville se habían elevado desde entonces, pero el pueblo tenía que enterarse de que debían esa elevación a una ceremonia no válida, y que no debió realizarse jamás. Lo cierto era que el muchacho a quien llamaban Eduardo V era un bastardo y, por lo tanto, no podía ser rey.

Sólo había un verdadero rey de Inglaterra. Lo conocían bien. Había servido en el norte y contenido a los escoceses. Había servido al país y a su hermano con absoluta lealtad y devoción. Y era el verdadero rey de Inglaterra.

Había también otro asunto. El mismo Eduardo IV había sido bastardo. La duquesa de York había tenido amantes ocasionales durante las frecuentes ausencias de su marido. Tanto Eduardo IV, el rey difunto, como su hermano George, duque de Clarence, eran bastardos. La misma duquesa había amenazado con revelar esto cuando el rey Eduardo IV había realizado un falso casamiento con Isabel Woodville, hasta tal punto había quedado chocada de que alguien de cuna tan baja pudiera casarse con su hijo. No lo hizo porque hubiera sido revelar su propio deshonor. Pero ahora que el rey —y no había que equivocarse, había sido un rey bueno y grande— estaba muerto, no debían desesperar. El pasado era el pasado. Tenían un nuevo rey, uno que había demostrado su capacidad de servirlos bien.

Tenían al rey Ricardo III.

Se produjo un silencio en la multitud que rodeaba la cruz de San Pablo. Era una revelación sorprendente y, si alguien la hubiera hecho en lugar del alcalde, lo habrían tomado por loco.

¡El rey ya había estado casado! ¡El pequeño rey era un bastardo! ¡Y las calumnias que se decían acerca de la duquesa de York!

Querían irse para comentar. Era sorprendente. No lo creían.

Sir Edmund Shaa los vio alejarse, murmurando entre sí.

 

 

 

En el castillo de Baynard, Buckingham y Ricardo discutían las reacciones de la gente.

—¿Qué significaba el silencio? —preguntó Ricardo.

—Que estaban chocados, naturalmente. Aunque nosotros habíamos oído rumores, son nuevos para ellos. Tardarán cierto tiempo en acostumbrarse a la idea.

—No me gusta —dijo Ricardo—. Nunca debió hacerse el anuncio. No me gusta que se calumnie a mi madre. Juro que lo que han dicho de ella es mentira.

—Lo importante es el rey niño, nacido fuera del matrimonio, estaréis de acuerdo con esto.

—Lo estoy.

—Stillington debe ser obligado a presentar las pruebas.

—No hay más prueba que la palabra de Stillington.

—¿Por qué iba a mentir?

—Tal vez crea que puede ayudarle a progresar en un nuevo reinado.

—Nunca se atrevería a mentir en un asunto de esta índole. Debemos otra vez golpear con rapidez. Llevaré algunos de mis hombres con los nobles y caballeros el martes al Ayuntamiento. Allí haré una declaración. La gente llenará el recinto y se reunirá afuera también. Volveré a contar los hechos.

—Os prohíbo que mencionéis a mi madre.

—No es necesario. Lo único que cuenta es que el niño es un bastardo, y que vos sois el rey legítimo.

Buckingham fue al Ayuntamiento como había dicho. Allí habló con suma elocuencia sobre la situación surgida por la revelación del obispo Stillington, y cuando afirmó el derecho de Ricardo al trono, gritó:

—¿Aceptáis a Ricardo de Gloucester como a Ricardo III de Inglaterra?

Hubo una pesada pausa entre la multitud que, como había previsto Buckingham, llenaba el Ayuntamiento y las calles adyacentes.

Entonces algunos de los hombres de Buckingham gritaron desde el fondo del salón:

—¡Viva el rey Ricardo III!

Buckingham pareció satisfecho.

Al día siguiente se reunió el Parlamento. Se presentaron los hechos. Se discutió el matrimonio, al igual que la ilegitimidad de Eduardo V y de Eduardo IV y el duque de Clarence. Buckingham recordó a los pares que Eduardo IV había nacido en Rouen y Clarence en Dublín. Ricardo era un inglés verdadero, porque había visto la luz en el castillo de Fotheringay en Northamptonshire. ¿Estaban de acuerdo en enviar una diputación al castillo de Baynard y pedir a Ricardo que tomara la corona? Estuvieron de acuerdo y, al día siguiente, Buckingham encabezó la diputación al castillo, donde Ricardo, demostrando cierta mala gana, aceptó la corona. Había terminado el reinado de Eduardo V. Empezaba el de Ricardo III.

 

 

 

Anne había llegado a Londres con su hijo Edward. Estaba inquieta, porque tenía la certeza de que Edward no estaba en condiciones de viajar. De todos modos, dada la ocasión, ella debía estar presente, al igual que su hijo, porque ahora ella era reina... reina de Inglaterra. En el viaje desde Middleham sus temores se acrecentaron. Se había acostumbrado a la tranquila vida de Middleham: naturalmente había deseado que Ricardo estuviera con ellos, pero, desde la muerte de su hermano, ella apenas lo había visto. Había sido para ella un choque enterarse de que le habían ofrecido a su marido la corona y el motivo de esto.

Pensaba con frecuencia en la reina Isabel Woodville e imaginaba su furor con el giro que tomaban los acontecimientos. Y ahora ella ocupaba el lugar de Isabel. Se preguntaba qué pensarían los muertos si pudieran volver y ver lo que estaba pasando. Podía imaginar el deleite de su padre. ¡Su hija, reina!

Querido padre, que había sido tan bueno con la familia cuando tenía tiempo para ellos, pero había buscado las deslumbrantes conquistas de la vida y, con el tiempo, había encontrado la muerte. ¿De qué valían ahora todas las conquistas? Pero sonreía al pensar que le hubiera gustado ver a su hija como reina. Hubiera pensado que todo había valido la pena, y ella hubiera querido compartir esos sentimientos. Ay, la perspectiva solo la llenaba de temores.

Sabía que Ricardo también iba a estar inquieto. Sería un rey digno; tenía el don para gobernar bien; pero pensar que había llegado al poder por el deshonor de su hermano y de su joven sobrino, iba a perturbarlo mucho.

Él la llevó a Londres en barca, pero, en cuanto le dio la bienvenida, ella notó las nuevas arrugas en su frente. Estaba encantado de verlos a ella y a su hijo naturalmente, aunque el aspecto de ambos acrecentó sus ansiedades.

Ella había pedido a sus mujeres que le arreglaran el rostro, para que Ricardo no se alarmara al ver su palidez. Pero no pudo hacer nada para ocultar el cutis macilento del niño.

De maneradijo ellaque ahora eres el rey. Eras un mero duque cuando nos vimos la última vez.

—Todo ha pasado muy rápido, Anne. Quiero que hablemos de eso.

La gente los aclamaba mientras iban río arriba, hacia el castillo de Baynard. Ricardo explicó que tenían poco tiempo, porque la coronación estaba fijada para el 6 de julio.

—¿Tan pronto? —exclamó Anne.

—Nunca hay que demorar las coronaciones —afirmó Ricardo.

Habló con su hijo y quedó contento por la inteligencia del niño. Ayudaba a compensar por su frágil salud.

Buscó cuanto antes la oportunidad de estar a solas con Anne, porque veía que ella estaba trastornada por el sorprendente cambio de los acontecimientos.

—Ya has oído la historia. El joven Eduardo era un bastardo, debido al casamiento previo de mi hermano.

—Todo el país habla de eso.

—Todos los que tienen sensatez desean un país estable, y esto no se logra con un rey demasiado joven para gobernar. Seguramente iban a surgir rivalidades... personas ávidas de tener al rey bajo su control. Si el niño hubiera sido mayor, yo habría dejado de lado el hecho de su bastardía por amor a mi hermano.

—Sí, Ricardo, creo que lo hubieras hecho.

No es que desee la corona... por los arduos deberes de un soberano. El poder atrae, pero acarrea cosas muy pesadas, Anne. Éramos felices en Middleham, ¿verdad?

—Muy felices —dijo ella—. Pero esa felicidad no dura.

—¿Estás preocupada por el niño?

No tiene buena salud.

—Lo haremos príncipe de Gales.

No creo que eso mejore su salud.

—Anne, él tiene que curarse.

—Ojalá pudiéramos tener más hijos. Temo no ser una buena esposa para ti, Ricardo. Deberías tener una esposa vital, fecunda... alguien como Isabel Woodville.

—Dios no lo permita. Detesto a esa mujer tanto como ella me detesta. Creo que Eduardo se rebajó al casarse... o más bien fingir que se casaba con ella. De ahí partieron todas nuestras dificultades. Los Woodville... los malditos Woodville... pusieron a tu padre en contra de mi hermano.

Ella le puso la mano en el brazo.

—Ricardo, todo ha pasado ya. No meditemos sobre el pasado.

—Tienes razón. Pero deja que te diga una cosa, Anne: los nobles me suplicaron que aceptara la corona. Vacilé, pero vi cuál era mi deber, aunque, si la gente hubiera levantado una sola voz contra mí, hubiera rehusado.

—Claro que la gente no iba a levantar la voz. Te quieren, Ricardo. Desean lo que tú puedes darles... un país estable, próspero... el tipo de país que tenían cuando gobernaba Eduardo IV. No pueden conseguirlo sin ti. Seguramente de no estar tú, ahora gobernarían los Woodville. Todos conocen su avidez por el dinero. No han hecho más que enriquecerse desde que Eduardo convirtió a Isabel en reina. Te necesitan, Ricardo. Están decididos a que seas su rey. Y no olvides que, dado el casamiento previo de Eduardo, eres el rey legítimo.

—Lo sé, Anne. Por eso he aceptado la corona.

—Entonces pensemos en la coronación, porque tenemos poco tiempo.

 

 

 

El día antes del fijado para la ceremonia de la coronación el pueblo se amontonó en las riberas del río para ver al nuevo rey, a la reina y a su hijo dirigirse en barca del Palacio de la Torre.

Eduardo V y su hermano Richard, duque de York, habían sido sacados de los apartamentos reales en cuanto se declaró su ilegitimidad, y habían sido alojados en otra parte de la Torre. Naturalmente no asistieron a la coronación de su tío.

Allí, en los precintos de la Torre, el hijo de Ricardo y Anne fue solemnemente nombrado príncipe de Gales, y al día siguiente se celebró la coronación.

El tiempo había sido escaso, pero, como había habido preparativos para la coronación de Eduardo V, estos preparativos pudieron usarse. Una coronación y los festejos no tenían por qué cambiar aunque el rey que iba a ser coronado no fuera el mismo para quien se había creado tanta pompa.

El duque de Buckingham llevó la cola del manto de Ricardo, y el duque de Norfolk los precedía con la corona. Después venía la reina con el conde de Huntingdon llevando su cetro y el vizconde Lisle con la vara con la paloma, en tanto que el honor de llevar la corona de la reina estuvo a cargo del conde de Wiltshire.

Anne, espléndidamente vestida, recargada de joyas, se sintió fatigada antes de que empezara la ceremonia. Caminando bajo un dosel, en cada uno de cuyos extremos habían prendido un cascabel de oro que se agitaba con el movimiento, ella esperó que nadie notara hasta qué punto deseaba que terminara la ceremonia. Pero acababa de empezar. Primero debían ser ungidos, después coronados.

—¡Dios salve al rey, Dios salve a la reina!

Los gritos resonaban claramente y Ricardo aguzaba los oídos para percibir alguna voz en disensión. No hubo ninguna.

Después comieron en el salón de Westminster, Anne y Ricardo sentados en una tarima por encima de los demás invitados, y el alcalde en persona sirvió al rey y a la reina un vino dulce, como signo del deseo de la capital de rendirles homenaje.

Cuando el campeón de Inglaterra cabalgó en el salón, provocando a combate a cualquiera que afirmara que Ricardo no era el rey legal, Anne fue consciente de la tensión de su marido; y cuando ninguna voz se levantó en contra, ella vio que él se dejaba relajar en el asiento, con tremendo alivio; y ella esperó que los temores de él se hubieran acallado para siempre. El pueblo lo había elegido. Era el rey legítimo, y debía dejar de pensar en aquellos niños presos en la Torre. Su derecho al trono era nulo y vacío. El rey legítimo había sido al fin coronado.

Llegó la oscuridad y se trajeron las antorchas y uno a uno los nobles y las damas pasaron ante la tarima, para rendir homenaje al rey y a la reina.

Y cuando la ceremonia terminó, pudieron retirarse a sus apartamentos y hacer preparativos para marchar a Windsor, donde irían cuando terminaran los festejos.

Ricardo ya estaba planeando hacer una gira por el país. Irían al norte. No temía a la recepción allí. El norte era su patria. Lo había servido bien y estaban con él enteramente.