SANTUARIO

Warwick se impacientaba. Ya había aguantado bastante. Había visto a los Woodville elevarse desde su humilde condición para convertirse en la familia más poderosa de Inglaterra. El rey lo había insultado al casarse con aquella viuda trepadora, mientras él, Warwick, estaba arreglando un casamiento para Eduardo en la familia del rey de Francia.

Nada hubiera podido herirlo más. Pero, con control sobrehumano, había ocultado sus sentimientos. Había prestado sumisión a la reina; no había reprochado nada al rey.

Pero lo que ya no podía tolerar era el poder de los Woodville.

Casi en seguida después del casamiento había tanteado a los hermanos del rey. Ricardo era un joven idealista, y Warwick pronto se dio cuenta de que su lealtad hacia el hermano era inconmovible. Con Clarence la cosa era distinta. Clarence era inquieto, envidioso, ávido y no iba a ser difícil hacer que su lealtad vacilara; por otra parte era un aliado en quien uno no se podía fiar, listo para cambiar de casaca según el lado del que soplara el viento. Pero incluso valía la pena una traición momentánea de Clarence hacia su hermano.

Lo había tentado ofreciéndole un casamiento con su hija mayor. Sus dos hijas, incluso dividiendo entre ambas las vastas propiedades de los Warwick, eran, personalmente y cada una, las dos herederas más ricas del reino.

Clarence pensó en lo que iba a representar el casamiento con Isabel, y le agradó lo que veía. Además, Isabel le gustaba. Ninguna de las jóvenes Warwick era tan fuerte como hubiera deseado su padre, pero eran atractivas. Anne y Ricardo de Gloucester eran muy amigos; y George e Isabel siempre se habían tenido cariño. Las muchachas eran dignas novias para los dos duques, y antes del casamiento con la Woodville, Eduardo hubiera estado de acuerdo con el conde. Ahora procuraba impedir que Isabel y George se casaran. Esto no podía ser. Warwick estaba decidido por el matrimonio.

Además el rey quería un casamiento entre su hermana Margaret y Charles, conde de Charolais, hijo mayor y heredero del duque de Borgoña. Naturalmente esto no lo quería Luis, rey de Francia, que no deseaba una alianza firme entre Inglaterra y Borgoña. Luis había sido amigo de Warwick y, si Warwick se ponía contra Eduardo sin duda iba a solicitar ayuda a Luis.

No hizo saber a Eduardo que estaba haciendo todo lo posible para impedir el casamiento borgoñón. La verdad es que había cesado de confiar en Eduardo, y aunque manifestaba una sombra de amistad, era sólo una fachada. Warwick había terminado con Eduardo. Nunca le perdonaría su ingratitud, y estaba decidido a que Eduardo lo lamentara un día; iba a comprender el gran error cometido al oponerse a Warwick, al humillarlo y levantar a la familia de Woodville como rival de la de Neville. Eduardo iba a enterarse de que Warwick seguía siendo una potencia en el reino.

Entretanto el gran duque de Borgoña había muerto, y Charles de Charoláis había heredado el ducado; Eduardo declaró que no había motivo para demorar el casamiento y que el conde de Warwick debía acompañar a su hermana en la primera parte del viaje a Francia.

Sin decir lo que pensaba, Warwick asintió y, un día de junio, partió para Flandes. Se realizó una ceremonia en la catedral de St. Paul y Margaret, montada en el mismo caballo con Warwick, atravesó la ciudad de Londres.

El pueblo estaba contento, creyendo que aquello era señal de que Warwick y el rey eran amigos como siempre. No sabían que, mientras marchaba hacia la costa con Margaret, en la cabeza de Warwick hervían planes para arrebatar a Eduardo la corona.

En Margate, Margaret se despidió de Warwick, y cruzó el mar en dirección a Sluys, donde fue recibida por la duquesa viuda de Borgoña y un espléndido séquito.

El duque salió a su encuentro y se casaron en un lugar llamado Damme. Después de la ceremonia se hicieron tales festejos que los que participaron en ellos afirmaron que sólo habían tenido rival en los realizados en la corte del rey Arturo. El novio y la novia parecieron satisfechos el uno con el otro, y el único incidente que manchó la ocasión fue cuando casi se quemaron vivos en el lecho marital en el castillo cerca de Brujas.

Por suerte escaparon a tiempo, y se demostró que el fuego había sido encendido por un loco.

Eduardo afirmó que el casamiento era un buen trabajo, porque fortalecía la alianza entre las casas de York y de Borgoña.

Warwick no estaba nada contento, aunque sabía que contaba con la amistad de alguien tan poderoso como el duque de Borgoña: el rey de Francia en persona. Luis iba a enojarse con el casamiento, y ya estaba favoreciendo a Margarita de Anjou, que estaba exiliada en Francia. Iba a ser un aliado útil para su viejo amigo el conde de Warwick.

Las ideas hervían en la cabeza de Warwick, porque se acercaba el momento de la acción.

 

 

 

El rey estaba en Westminster y Warwick se había instalado en su castillo en Middleham, donde se le unió su hermano, George Neville, arzobispo de York, y el duque de Clarence, dispuesto, en cuanto llegara la dispensa del Papa, a casarse con Isabel.

Warwick estaba decidido. Eduardo se le había escapado: quizás siempre iba a hacerlo, porque no era un títere. Era un hombre voluntarioso, que sabía gobernar y que iba a gobernar a su manera. Se había mostrado tal como de verdad era en el momento del casamiento, mostrando entonces claramente que no iban a dirigirlo. Eduardo era un jefe. No quería tener amos. Warwick se había engañado por el deseo del rey de evitar los conflictos —como no fueran en la batalla— y de tomar el camino fácil, cosa que Warwick tenía que reconocer que con frecuencia era lo más sensato. Eduardo amaba el placer, era fácil y amable por naturaleza; estas características eran engañosas, porque ocultaban al hombre fuerte que había por debajo.

Warwick hubiera aceptado eso. No quería un rey debilucho. Era el poder creciente de los Woodville en todos los lugares claves del reino lo que había que terminar.

Iba a hacerlo y, al mismo tiempo, iba a mostrar a Eduardo que, aunque él fuera fuerte, Warwick lo era más.

Desde Middleham podía tantear el norte. El norte siempre había sido partidario de Lancaster, lo que significaba que estaba contra York, y Warwick creía que, en caso de levantarse en armas contra el rey, era en el norte donde iba a encontrar apoyo.

Desde Middleham hasta su castillo de Sheriff Hutton, Warwick observó el efecto de sus bien elegidas palabras en aquellos hombres que, creía, iban a ponerse de parte de él contra el rey. No quedó defraudado.

Su poderoso hermano George, lo apoyaba. Guardaba un profundo rencor a Eduardo por haber dado su apoyo a Thomas Bourchier, arzobispo de Canterbury, para que fuera elevado el rango de cardenal, honor que George había esperado por largo tiempo para él; y cuando Bourchier fue elegido para el Colegio de Cardenales, Eduardo había hecho sangrar la llaga escribiendo personalmente a George para informarle el hecho como si no le importara nada de los Neville y quisiera recordarles que decididamente habían perdido el favor real.

Era demasiado, y Warwick se enfureció.

—Yo lo hice rey —recordaba a la gente—. No estaría en el trono de no ser por mí. Y cuando lo tuve allí, coronado, ungido, ¿qué pasó? Se casó con esa mujer y los Woodville están ahora en todas partes. Hay que parar esto.

Bueno, él iba a pararlo.

Desde Middleham envió mensajeros a la corte de Francia. Quería saber hasta qué punto podía contar con el apoyo de Luis XI si se levantaba en armas contra Eduardo.

Luis, alarmado por la unión de Eduardo con Borgoña tras el casamiento de Margarita de York con el duque, estaba ansioso por ver derrotado a Eduardo, y pensaba que podía confiar en Warwick. Clarence estaba con Warwick, y el conde casi había prometido al ambicioso joven que, en caso de que Eduardo fuera depuesto, Clarence se metería en sus zapatos, cosa que Clarence creía, porque Warwick quería que se casara con su hija Isabel. Sería para Warwick una brillante perspectiva que su hija fuera reina de Inglaterra.

Pero el conde estaba decidido a no dar el golpe hasta estar seguro de la victoria. Fue a Calais para inspeccionar las defensas, y mientras estaba allí, algunos de sus partidarios, que se impacientaban, iniciaron levantamientos.

Los jefes adoptaron el apodo de “Robin” lo que significaba que eran hombres del pueblo, ya que “Robin” era un apelativo cariñoso, derivado de Robin Hood. El primero de estos levantamientos era capitaneado por un hombre que se apodaba a sí mismo Robin de Holderness. Fue prematuro, desorganizado, y John Neville, a quien el rey había hecho conde de Northumberland, no tuvo dificultad en sofocarlo. Era raro que un Neville estuviera de parte de Eduardo, pero Warwick no había logrado convencer a este pariente. Robin de Holderness declaró que se había levantado para hacer justicia al pueblo, y no mencionaba que estuviera descontento con el rey, aunque hizo alusiones a la generosidad del rey con los predatorios parientes de la reina.

Robin de Holderness fue decapitado y la pequeña rebelión terminó. El levantamiento de Robin de Redesdale fue algo más serio. Se suponía que Robin de Redesdale era Sir John Conyers, pariente de Warwick, y este hecho daba a su insurrección un sentido más siniestro.

Robin de Redesdale protestaba por los elevados impuestos, se oponía a las levas en el ejército fuera de las áreas correspondientes alejando así a los hombres de sus familias; y protestaba contra las crueldades de los nobles. También había protestas contra los Woodville. Los nombres de lord Rivers y la duquesa Jacquetta se mencionaban juntos, unidos a los de todos aquellos que se habían vuelto importantes gracias a las alianzas contraídas entre las grandes familias.

Eduardo se encogió de hombros al enterarse de aquellos levantamientos.

—No hay nada que no podamos controlar —dijo.

Pero tras un tiempo, los rumores acerca de lo que complotaba Warwick y los continuos informes de levantamientos empezaron a alarmarlo.

Robin de Redesdale seguía suelto. No era un aficionado como lo había sido Robin de Holderness, lo que indicaba que Warwick podía estar metido en el complot. El rey decidió que, si en verdad Warwick estaba detrás de esto, era mejor reunir cuanto antes un ejército e ir personalmente a ver qué pasaba en el norte.

Entretanto, Warwick vigilaba los acontecimientos desde Calais. Insistía en que no debían moverse hasta estar listos. Es verdad que había descontento en el norte. Pero, ¿qué apoyo estarían dispuestos los norteños —que siempre habían sido lancasterianos— a dar a Warwick, uno de los grandes arquitectos del éxito yorkista, que ahora volvía la espalda a un rey fabricado por él?

El rey marchó pues hacia el norte, sin prisa, deteniéndose en peregrinación en Bury St. Edmunds y en Walsingham. Iba acompañado por su hermano Ricardo, a quien le gustaba tener cerca de él ahora que Clarence lo había abandonado. Se deleitaba con la abierta lealtad de Ricardo, la saboreaba. Estaba muy preocupado por el comportamiento de Clarence; no era que temiera a su hermano, a quien siempre había considerado incapaz y más bien estúpido, sino porque Clarence era su hermano, y la infidelidad de un hermano le parecía algo triste en verdad. Iba acompañado, además de Ricardo, por lord Rivers y lord Scales, padre y hermano de Isabel, cuya amistad el rey había cultivado primero para agradar a Isabel y a quienes había tomado luego cariño. Los Rivers no discutían, no querían dirigirlo como lo había hecho Warwick; ellos hacían lo que él quería que hicieran, y si eran generosamente recompensados por esto, era una cosa que no preocupaba a Eduardo.

Los acompañaban Isabel y las niñas. Tenían que descansar en alguna parte, porque no era conveniente que una niña tan pequeña como Cecily viajara con un ejército. Pero a él le gustaba que Isabel estuviera a su lado, y por lo tanto ella lo acompañaba; y como no insistió en que las niñas se quedaran, estas también los acompañaban.

El rey estaba en Bury St. Edmunds cuando llegaron mensajeros desde Kent. Traían noticias desde Calais. El hermano del rey, duque de Clarence, se había casado con Isabel, la hija de Warwick.

Eduardo quedó petrificado. Había expresado su desaprobación al casamiento; lo había prohibido. El hecho de que Warwick —y peor aun su propio hermano— lo hubieran desobedecido, era inaudito. Debía haber una explicación; no podía ser verdad. Se negaba a creer que Warwick lo despreciaba tanto que se atrevía a desafiarlo abiertamente. Warwick había sido su mejor amigo, su héroe, su mentor. George era su hermano. No podía ponerse contra él. Debía tratarse de un ridículo error.

Isabel hubiera querido decir que no se trataba de ningún error. Ya era hora de que el rey supiera dónde estaban sus enemigos. Pero se calló la boca.

Llegaron más noticias. El ejército enemigo era mayor de lo que se había dicho al principio: era evidente que se trataba de algo más que de una pequeña rebelión.

El rey miró a Isabel y pensó en las niñas.

—Quiero que te vayas en seguida —dijo—, que vuelvas a Londres. Si se producen escaramuzas no es este el lugar para ti.

Ella no protestó. Le alegraba terminar con las incomodidades del viaje. Se detendría en Grafton y Jacquetta volvería con ella a Londres.

 

 

 

Isabel estaba contenta de la presencia de su madre, pero Jacquetta estaba inquieta. Sentía que se avecinaban poderosos acontecimientos, que podían ser de mal augurio.

—No confío en Warwick —dijo—. Era demasiado poderoso antes de tu casamiento.

—La vida cambió para él desde entonces —señaló Isabel con una sonrisa.

—Un hombre como Warwick no deja que lo hagan a un lado.

—Si las fuerzas que lo empujan son bastante fuertes, no podrá evitarlo.

Jacquetta guardó silencio. A veces Isabel era demasiado complaciente. De todos modos se alegraba de que su hija estuviera a salvo si había un encuentro entre los ejércitos, y lo mismo pasaba con las niñas. Cecily, que todavía no tenía un año, era muy pequeña para andar dando vueltas por el país.

Warwick había desembarcado en Inglaterra y hubo gran alegría en Londres, donde le dieron una calurosa bienvenida. Había dificultades en el norte, se decía, y el rey había pedido a Warwick y a su hermano George que acudieran en su ayuda. Warwick había respondido en seguida. Todo estaba bien. Warwick y el rey eran amigos.

Estaba claro, dijo Jacquetta a su hija, a juzgar por lo que comentaba, que muchos habían creído que había una querella entre el rey y el conde. El pueblo de Londres estaba en verdad alarmado. Podía haber una guerra civil.

—¡Guerra civil! ¡Nunca! Warwick no se atrevería.

—Empiezo a creer —dijo Jacquetta— que Warwick se atreverá a mucho.

Los días eran tensos y pasaron esperando noticias. Llegaron con frustrante laconismo y no fue fácil unir los acontecimientos para ver claramente el cuadro.

Al parecer Warwick había mentido al decir que acudiría en ayuda del rey. No había tal cosa. Se unía a los rebeldes.

William Herbert, conde de Pembroke y Humphrey Stafford, conde de Devon, marchaban hacia Banbury. Tenían una poderosa fuerza proveniente de Gales y de la comarca occidental, y eran firmes partidarios del rey. Pronto pondrían en su lugar a los rebeldes.

Jacquetta y su hija esperaron las noticias de la batalla, seguras de que los rebeldes serían aplastados y la paz volvería al reino.

Pero no fue así, porque el ejército de Warwick se había unido a los rebeldes y los partidarios del rey fueron vencidos en Edgecot. Pembroke y su hermano fueron tomados prisioneros y, de acuerdo a la regla de destruir a los jefes, los decapitaron al día siguiente en Northampton.

—Warwick ha ido demasiado lejos esta vez —dijo la reina, pero empezaba a alarmarse. Se volvió hacia su madre—. ¿Qué va a pasar? —preguntó—. ¿Dónde terminará esto?

Pero esta vez el futuro no se develó para Jacquetta.

La situación era todavía peor de lo que sabían Jacquetta e Isabel en Londres, porque, cuando las noticias de la derrota de Pembroke en Edgecot llegaron a oídas del pequeño ejército de Eduardo, los hombres empezaron a desertar, el rey quedó con muy pocos partidarios y, con gran dolor, comprendió que había cometido un error vital. Se había demorado demasiado; se había negado a creer en lo obvio. Tercamente se había empecinado en no aceptar la perfidia de su hermano y la furiosa venganza del Hacedor de Reyes.

No le quedaba más que esperar en la pequeña ciudad de Olney. Ricardo estaba con él, y también Hastings.

—Bueno —dijo— estamos a merced de nuestros enemigos.

—No por mucho tiempo —dijo Ricardo—. Nos defenderemos como es debido.

—Necesitamos habilidad más que coraje, hermano. Tendremos que enfrentar con astucia cualquier cosa que venga contra nosotros. No creo que Warwick o George quieran hacerme daño.

Ricardo dijo:

—George siempre ha querido reemplazaros.

—George no duraría ni un día como rey.

—¿Y si lo manipula Warwick?

—George nunca tendría el buen sentido de dejar que Warwick lo hiciera. Ricardo, quizás sea mejor que escapes.

—¿Cómo? ¿Dejaros aquí? Voy donde vos vayáis. Si os quedáis, me quedo.

—Me hace bien oírte —dijo Eduardo—. Siempre has sido el mejor de los hermanos.

—Vos lo habéis sido para mí.

—No es momento de sentimentalismos. No dudo de que Clarence vendrá a hablar conmigo en un corto tiempo. Me pregunto si también vendrá Warwick.

—Lo mataré si lo hace.

Eduardo rió.

—No se te presentará la ocasión, y yo no lo permitiría si se presentara. Pese a todo, me gusta el viejo guerrero. Era un buen amigo... antes.

—Y se ha convertido en un mal enemigo.

—No, Ricardo, en uno bueno.

—No comprendo cómo podéis bromear con lo que está pasando.

—A veces creo que es por esta cualidad mía... o por este defecto... que he llegado a lo más alto. —Puso la cabeza junto a la de su hermano—. Y me quedaré en lo alto puedes estar seguro.

Cuando regresaron al castillo Baynard, se presentó un mensajero en el patio. Lentamente desmontó y avanzó hacia el castillo. Temía el momento de enfrentar a la reina y a su madre. Cada mensajero anhelaba ser portador de buenas noticias, porque con frecuencia eran recompensados, lo que nada tenía que ver con sus esfuerzos, y eran maltratados cuando eran malas. Era ilógico, pero comprensible.

Y este mensajero sabía que lo que debía comunicar no podía ser más penoso.

En cuanto Jacquetta se enteró de que había llegado un mensajero lo mandó llamar, y el hombre se presentó ante ella e Isabel.

Se inclinó profundamente, vacilando.

—Vamos —dijo la reina imperiosamente—, ¿qué noticias traes?

—Señora... señoras... yo...

—Habla —gritó Isabel, perentoria.

Jacquetta le puso la mano en el brazo.

—El hombre vacila porque teme que lo que debe deciros nos apene —dijo con suavidad—. Habla, por favor. Tómate tiempo. Sabemos que detestas ser portador de las noticias que traes.

—Perdonad, señoras... pero lord Rivers...

Jacquetta se llevó la mano al corazón. No habló. Sus ojos se clavaron en la cara del mensajero.

Él la miraba suplicante, como rogándole que no lo obligara a seguir.

—Ha muerto —dijo Jacquetta con voz hueca.

—Fue capturado con su hijo, Sir John, cuando volvían a Londres después de la derrota de Edgecot.

—¿Cómo...? —empezó Jacquetta.

—Fueron decapitados en Kenilworth, milady.

Jacquetta se cubrió la cara con las manos. Isabel miraba inmóvil al frente.

Fue Isabel quien habló primero.

—¿Quién ordenó... este asesinato?

—El conde de Warwick, milady.

—Ve a las cocinas y pide un refrigerio —dijo Isabel.

Cuando el hombre se fue, Jacquetta retiró las manos de la cara y miró a su hija. Esta pensó que nunca había visto una desolación igual.

Jacquetta no dijo nada. Pensaba en el día en que había conocido a su marido, en lo hermoso que era, en su encanto, en el amor que la había arrastrado a ella, una joven no carente de ambición, haciéndole perder la cabeza. Su matrimonio había sido un idilio. Él había sido todo lo que ella había deseado que fuera. Y ahora estaba muerto. Pensaba en aquella querida cabeza que tanto había amado, puesta en el cadalso, salvaje y cruelmente separada del cuerpo. Y también en John. ¡Su adorado hijo! Amaba profundamente a sus hijos, pese al gran cariño que sentía por su marido. Los Woodvilles eran un clan, el triunfo de uno era el triunfo de todos, como sucedió con el casamiento de su hermana. La reina de Inglaterra se había dedicado asiduamente a hacer subir a su familia desde el momento en que pudo hacerlo. Y aquel querido John, que había sido asesinado junto con su padre, acababa de casarse con la duquesa viuda de Norfolk, y se había convertido en uno de los hombres más ricos del país. Ahora todo era inútil. Todo el dinero, todas las posesiones de la vieja novia, no representaban nada.

Los pesares de uno eran los pesares de todos, al igual que las alegrías, y Jacquetta supo que Isabel, sentada tranquila a su lado, contenida, luchaba contra una emoción tan amarga como la suya.

Fue Isabel quien habló primero:

—Maldito Warwick —dijo—. No descansaré hasta que su cabeza haya sido separada del cuerpo. Pagará por esto. Cada vez que lo vea veré a mi adorado padre y a mi hermano, y recordaré lo que les hizo.

 

 

 

George Neville, arzobispo de York, llegó a Olney, cerca de Coventry, y se presentó ante el rey.

Fue muy respetuoso. Dijo que iba de parte de su hermano, el conde de Warwick, y que quería conducir al rey ante él. Con el conde estaba el duque de Clarence, ambos fieles súbditos del rey. Estaban preocupados por su seguridad y querían custodiarlo.

Eduardo soltó la carcajada.

—No hace mucho que estaban peleando contra mí.

—No, milord —dijo el suave arzobispo —estáis equivocado. La gran preocupación de mi hermano es que estéis a salvo. Dijo al pueblo de Londres que acudía en vuestra ayuda. Vuestro hermano, el duque de Clarence, está unido con él en esto.

Ricardo que estaba con el rey, dijo:

—Todos sois unos traidores.

Eduardo le puso la mano en el brazo.

—Veo —dijo —que estáis decidido a que sea vuestro prisionero.

Ricardo dio un paso hacia el arzobispo, y Eduardo volvió a contenerlo.

—¿Qué queréis de mí? — preguntó.

—Que me acompañéis donde está mi hermano.

Eduardo sabía que estaba en poder de aquellos hombres. Había sido un tonto, y la tontería puede ser desastrosa. Se había demorado; se había negado a ver el peligro que lo miraba a la cara. Bueno, ahora debía pagar por su locura. Era un retroceso temporario. Estaba seguro de esto. Warwick no era un gran general. Eduardo respetaba poco sus actuaciones en el campo de batalla. Era en la astuta estrategia en lo que el conde se destacaba. Tenía la habilidad para convertir la derrota en victoria, con alguna acción totalmente inesperada para el contrincante. Iba a imitar la estrategia de Warwick. Por lo tanto iría con él. Fingiría creer en su fidelidad, aunque la traición era obvia.

—Iré con vos —dijo—. Veré a Warwick.

El arzobispo inclinó la cabeza.

—Entonces partamos sin demora. —Se volvió hacia Ricardo y Hastings, que estaban a ambos lados del rey.

Ricardo era un muchacho de unos diecisiete años, y parecía más joven, por su delicada contextura. Warwick había dicho: “Dejad partir a Richard.” En cuanto a Hastings, bueno, era cuñado de Warwick. Siempre había pensado que, con un poco de persuasión, podría ganarlo para su lado. De manera que George Neville los dejó en libertad, para que fueran donde se les diera la gana. Él sólo quería a Eduardo.

Tristemente Ricardo se despidió de su hermano, que partió a caballo con Hastings, y Eduardo permitió que lo llevaran a Coventry, donde los esperaba Warwick.

Warwick, naturalmente, estaba triunfante.

—La situación es lamentable —dijo—. Sabéis, Eduardo que no deseo haceros daño.

—No —contestó Eduardo tranquilamente— sólo deseáis que sea vuestro prisionero.

—Nunca debimos dejar que hubiera una querella entre nosotros.

—Yo no la inicié, Richard.

—Oh, fueron los otros, os lo concedo. Los alegres Woodvilles. Es inútil, Eduardo. Ya sabéis lo que les sucede a los reyes que honran a sus favoritas en detrimento del reino.

—¿En qué ha sufrido el reino?

—El reino ha sufrido porque el poder ha sido puesto en manos de gente incapaz... y que sólo se interesa en las ganancias materiales.

—Como muchos de nosotros, Richard.

—Muchos amamos al país y lo servimos sin esperar recompensa.

—Mostradme un hombre semejante y lo haré mi canciller.

—No estáis en situación de nombrar un canciller, señor.

—Es verdad. Soy vuestro prisionero. ¿Qué haréis conmigo? ¿Cortarme la cabeza, como a mi suegro?

—Me hiere que penséis siquiera en una cosa semejante. Soy vuestro amigo. Os he puesto en el trono y me habéis dejado de lado por un grupo de codiciosos individuos que no sirven para nada.

—Me disteis el trono y me lo quitaréis, ¿es esto lo que queréis decir?

Warwick lo miró fijamente y no contestó.

Es una potencia, pensó Eduardo. No hubiera podido gobernar sin él en las primeras semanas. Era una lástima que existiera esta diferencia, pero se trataba de elegir entre él o Isabel. Warwick estaba a medias resentido, a medias admiraba su actitud. Eduardo no mostraba miedo. Podía llevarlo al cadalso y cortarle la cabeza, como había cortado las de Rivers y su hijo, y Eduardo lo sabía; pero seguía sonriendo amable, aceptaba una derrota, que podía ser sólo temporaria.

Y si se daban vuelta las cartas, ¿qué pasaría? ¿Cuál sería el destino de Warwick?

Sin duda sería perdonado. A Eduardo no le gustaba tener tratos con la muerte. Sólo los tenía cuando no quedaba otro remedio.

Había una sonrisa de triunfo en los labios de Warwick. Había mostrado a Eduardo que el rey no podía seguir siendo rey sin la ayuda del Hacedor de Reyes.

 

 

 

Por un breve tiempo pareció que Warwick gobernaba Inglaterra. Meditaba en lo que había pasado cuando reyes anteriores habían sido depuestos. En los casos de Eduardo II y Ricardo II se había convocado al Parlamento y el derrocamiento del rey había sido solemnemente declarado.

No estaba seguro de lo que había que hacer. Lo ideal sería mantener a Eduardo, pero convertido en títere bajo el gobierno de Warwick. Eduardo era hombre para ser rey... siempre que siguiera las órdenes de Warwick. Los Woodville serían despedidos. Este sería el principio.

Pero Warwick se había equivocado en algo. La historia no se repite necesariamente. Eduardo II y Ricardo II no eran reyes populares; Eduardo IV era todo lo contrario. Aunque lo que había hecho con los Woodville era similar a lo que hicieron los otros reyes con sus favoritos, Eduardo tenía una virilidad esencial, era notablemente bien parecido, sabía conquistar a sus más humildes súbditos.

A la gente podía no gustarles los Woodville, pero Eduardo les gustaba muchísimo.

Los acontecimientos no avanzaban según el cuadro trazado por Warwick. “¿Dónde está el rey?” preguntaba la gente. “El rey está prisionero” era la respuesta. Entonces, decidió la gente, ya no hay gobierno en el país. Estallaron revueltas en Londres y en algunas de las principales ciudades, y pronto se oyeron clamores en todo el país.

Warwick trasladó el rey a Middleham. La rebelión estallaba en el norte; los lancasterianos se levantaban por su cuenta. Aquello era un desastre. Warwick había esperado que los acontecimientos siguieran una línea, pero seguían una nueva que iban trazando.

Eduardo, enterado de lo que pasaba, afirmó que no guardaba rencor contra la casa de Neville. Sabía que su antiguo amigo y mentor, Warwick, amaba el país tanto como él, y que por lo tanto sus fines eran los mismos. Cuando este desdichado asunto terminara, los Neville no perderían nada. Conservarían, como siempre, el respeto del rey.

Fue trasladado a York, donde entró como rey, y se estableció en el castillo de Pontefract.

En cuanto el pueblo vio al rey y a Warwick juntos, los hombres empezaron a alistarse en cantidad bajo el estandarte regio para aplastar la rebelión lancasteriana. No querían guerra civil en el reino. Habían esperado que la Guerra de las Dos Rosas hubiera terminado con Eduardo IV bien asentado en el trono.

Warwick comprendió que Eduardo podía alistar hombres bajo su estandarte, cosa que él, Warwick, no podía hacer. Eduardo contaba con el corazón del pueblo. Era a Eduardo a quien la gente quería; y Warwick había aprendido que era finalmente el pueblo que decidía a quién quería tener como rey.

Los londinenses clamaban por él. Era inevitable. Eduardo debía estar libre para ir a Londres, mostrar al pueblo que no era prisionero de nadie, y que Warwick había tenido razón al decir que su fin era apoyar al rey y mantenerlo sano y salvo.

Con gran alegría el rey se unió a la reina. Warwick siguió en el norte, con Clarence. Había recibido una lección. Del mismo modo que él había convertido la derrota en triunfo en St. Albans, Eduardo lo había hecho en Edgecot.

Bueno, ¿acaso Eduardo no había sido su discípulo?

Pero habría otra ocasión, se prometió Warwick, y entonces sabría aprovecharla.

Esto no volvería a pasar.

 

 

 

Eduardo dominaba en Londres, pero Warwick seguía en el norte, acompañado por Clarence. Era una situación peligrosa.

El país estaba dividido, y no podía esperarse que durara la paz. Warwick había comprobado que no podía reunir hombres bajo su estandarte: podía ser el Hacedor de Reyes, pero no era el rey. Eduardo también comprendió que debía hacer la paz con Warwick si quería tranquilizar al país. Por el momento había inquietud y la gente estaba dispuesta a levantarse ante la menor provocación; había habido revueltas en varios lugares. Además, Warwick tenía a su lado a Clarence, y Clarence podía reclamar el trono.

Eduardo entendía el dolor de Jacquetta por la muerte de su marido; sabía hasta qué punto ella e Isabel debían odiar a Warwick, aunque Isabel nunca nombraba al conde.

Era grato volver a la paz de la compañía de ella; ella provocaba exactamente lo que él quería, y no molestaba; no pedía esto o aquello. Le agradó que él quitara honores a la facción de Warwick y los otorgara a los Woodville. Su hermano Anthony estaba ahora muy cerca del rey. A la muerte de su padre había heredado el título de lord Rivers.

Eduardo envió invitaciones a Warwick y Clarence para que asistieran al Consejo en Westminster. Al principio mostraron cautela, exigiendo garantías o un salvoconducto; finalmente se lo dieron y fueron a Londres, donde Eduardo los recibió con afecto.

Eduardo aseguró que no había una verdadera querella entre ellos.

—Olvidemos las diferencias, sigamos como antes.

 

 

 

En el castillo de Warwick las hijas del conde hablaban juntas en voz baja. De vez en cuando Anne miraba a su hermana Isabel. Isabel estaba pesadamente embarazada; parecía enferma y Anne estaba preocupada por su hermana. Lo mismo le pasaba a la condesa, su madre. Isabel nunca había sido fuerte ni tampoco Anne; desde que nacieron la salud de ambas había sido motivo constante de ansiedad para sus padres.

—Doy gracias a Dios —decía la condesa a su hija Anne— de que Isabel tenga su hijo aquí, en Warwick, y por poder estar yo aquí para atenderla. Juntas la cuidaremos, Anne.

—¡Pero qué dichosa será, milady, cuando nazca el niño!

—Ah, sí, y también el duque. Esperamos que sea un varón. Tu padre siempre ha lamentado no tener un hijo.

Anne puso el brazo sobre los hombros de su madre.

—Lo siento, querida señora; ambas somos mujeres.

La condesa rió.

—Mi querida niña: no os cambiaría a ninguna de las dos. Pero con frecuencia he deseado dar a tu padre el hijo que él quería. ¡Ay, ya nunca será!

Anne sabía que, tras su difícil nacimiento, habían dicho al conde que la condesa no podía tener más hijos, y ella imaginaba que aquel había sido un gran golpe para un hombre tan ambicioso; pero se había resignado. Y Anne creía que cuando su madre estaba con ellas alcanzaba toda la felicidad que le era dado tener. Para algunos no hubiera sido así. Su padre era un aventurero, un jefe natural, un dirigente de hombres. El rey le debía su corona. Warwick había coronado a Eduardo, tan ciertamente como había destronado a Enrique.

Como había dicho Anne a Isabel:

—Uno se siente inquieta de ser hija de semejante padre. Es como si se esperaran grandes cosas de nosotras.

—Todo lo que se espera de nosotras —había contestado Isabel— es que nos casemos donde se nos ordene. Y una vez casadas producir niños...

—Quizás también niñas —añadió Anne— porque las hijas también pueden ser útiles.

Y ciertamente lo eran, porque Isabel se había casado poco después con el duque de Clarence.

Al principio ella había estado algo asustada, pero George Plantagenet le había tomado cariño, y ella a él. Era fácil tenerle cariño a Isabel. Era bonita y muy gentil, y naturalmente poseía una vasta fortuna, o la tendría al morir su padre,... una fortuna que debía compartir con Anne.

Anne recordaba días que le parecían ahora muy lejanos, cuando ella y Ricardo habían cabalgado juntos por los bosques, o habían jugado a las charadas en el cuarto de estudios. ¿Dónde estaría ahora Ricardo? Con frecuencia se lo preguntaba. Había mucha inquietud en todo el país, porque su padre y el rey estaban en conflicto, y todo el tiempo debían fingir ante sí mismos y ante el pueblo que no era así. Pero naturalmente el conflicto existía; ella había oído muchos comentarios sobre el casamiento del rey, sabía hasta qué punto aquello había sido odioso para su padre, que detestaba a los Woodville e iba a vengarse de ellos por ocupar todos los cargos importantes y casarse con la gente más adinerada, de manera que ahora eran más importantes que él en Inglaterra.

Era una situación alarmante, porque Clarence era marido de Isabel, y estaba contra su propio hermano, y había dicho a Isabel en secreto que quizás iba a ser reina algún día, porque había un plan en marcha para ponerlo en el trono en lugar de su hermano.

Anne quedó súbitamente sorprendida por el sonido de cascos de caballos. Isabel levantó la vista del bordado que estaba haciendo.

—¿Visitantes? —preguntó inquieta. En esos días siempre era inquietante que llegaran visitas al castillo, porque nunca se sabía qué noticias podían llevar.

Anne se levantó y se acercó a la ventana, donde pudo ver a los jinetes a la distancia, y al portaestandarte con la divisa del Bastón Rústico.

—Es gente de nuestro padre —dijo.

Isabel murmuró:

—Dios mío, espero que no traigan malas noticias.

Anne guardó silencio. Después dijo:

—Es nuestro padre... y tu marido está con él, hermana. Iré en seguida a prevenir a nuestra madre.

Anne salió corriendo del cuarto, e Isabel se levantó, y fue a la ventana. Los jinetes hacían ya resonar los cascos en el patio de la entrada. Isabel vio a su joven marido. Había saltado del caballo y un paje se adelantó corriendo. Oyó la voz de su padre, gritando órdenes.

La condesa ya estaba en el patio, con Anne. Warwick abrazó primero a su mujer, después a su hija.

Anne supo, por la expresión grave de su cara, que algo andaba mal. El conde dijo:

—Entremos. Tengo mucho que deciros y tengo poco tiempo.

Palabras ominosas, pensó ella. Había sucedido algo nuevo. ¡Cómo deseaba que no hubieran existido estas dificultades! No estaba bien que hubiera una querella entre su padre y el rey. Siempre habían sido buenos amigos. Y el marido de Isabel era hermano del rey, lo que volvía la cosa más antinatural.

Pero ahora sucedía algo muy importante. Anne notó que su madre temblaba levemente, y no se debía sólo a la excitación por la inesperada llegada de su marido.

El conde no perdió tiempo en explicar la situación, porque debían partir en seguida, ya que no había un minuto que perder. Era perseguido por sus enemigos y, si lo atrapaban, sería su fin, el de todos ellos. Debían llegar a toda prisa a la costa y embarcarse para Francia, donde su buen amigo el rey Luis XI le daría asilo temporario, y los medios para regresar a Inglaterra.

—No podéis hablar en serio —exclamó la condesa—. ¿No sabéis que Isabel espera a su hijo dentro de un mes?

—Lo sé muy bien, mi querida señora, y sé también que, pese a eso, es peligroso para nosotros quedarnos aquí. Los hombres del rey marchan para prenderme. Mis planes han salido mal. Estaré a su merced, y ese será mi fin. No se contentará hasta cortarme la cabeza.

Anne dijo:

—Iré a preparar a Isabel. Tendremos que llevarla en una litera.

—¡Que Dios nos ayude! —exclamó la condesa.

—No perdamos tiempo —dijo el conde, y empezó a dar órdenes.

Mientras los mensajeros de Warwick partían para la costa de Devon y Dorset, para preparar los barcos, el grupo se puso en marcha. Tanto Anne como su madre estaban profundamente preocupadas por el estado de Isabel, porque era evidente que el viaje era abrumador y peligroso.

Warwick y su familia se embarcaron a salvo en uno de los navíos que había logrado reunir, y todos partieron para Southampton donde estaban algunos de los barcos más grandes del conde. Desgraciadamente para Warwick, el actual lord Rivers, que era más enérgico y astuto que su padre, los había interceptado, y se produjo una batalla naval.

Anne estaba con su hermana en una de las cabinas y procuraba distraerla hablando del niño, pero el ruido de los cañonazos sacudía la paz, y Anne temía mucho lo que podía pasarles a los barcos de su padre. Después de una batalla interminable, aunque el conde había perdido varios barcos, el navío en que viajaba con su familia logró escapar y, con algunos otros que habían sobrevivido, zarparon a alta mar.

Al acercarse a Calais, Warwick envió un mensaje a su amigo y aliado, lord Wenlock, para asegurarse la bienvenida en aquel puerto. Llegó la noticia de que la llegada iba a despertar hostilidad, y que el duque de Borgoña por un lado y los yorkistas por el otro, esperaban su llegada y estaban dispuestos a capturarlo. Por lo tanto era mejor que desembarcara en un puerto francés y que se entregara a la hospitalidad del rey de Francia.

Warwick, que en más de una ocasión había demostrado ser amo del mar, se alejó de Calais. Siempre daba lo mejor en circunstancias desesperadas, y siempre hacía planes... planes que a primera vista parecían locos e imposibles; pero, cuanto más increíbles eran, más estimulaban al conde.

Entretanto Isabel los había llenado de ansiedad, porque habían empezado los dolores, y era evidente que la criatura iba a nacer en alta mar.

—Tenemos que llegar en seguida a puerto —exclamó la condesa.

Warwick estaba lleno de ansiedad por su hija, pero sabía que era imposible ir a puerto, porque, si intentaban desembarcar, los harían prisioneros.

Anne estaba como loca.

—¡Necesitamos tantas cosas! ¡No hay hierbas, ni remedios calmantes, ni partera...!

La condesa dijo:

—Haremos lo que podamos.

Se había levantado tormenta, el viento aullaba y el barco se balanceaba; en medio de la tempestad nació el hijo de Isabel.

Fue un milagro que ella viviera, pero la criatura murió. Isabel yacía delirante en un camastro, mientras Anne y la condesa preparaban el cuerpito para el funeral. Era un varón y Anne no pudo menos de pensar que, en caso de vivir, tal vez hubiera llegado a ser rey de Inglaterra.

Hubo una triste ceremonia cuando el cuerpo del niño, cosido en una sábana, fue lanzado al mar. Anne pensó que a Dios gracias Isabel no había tenido que presenciarla.

Después ella y su madre volvieron junto a Isabel, que era la principal preocupación. Anne comprendió que su madre procuraba alejar de su mente imágenes de Isabel envuelta en una sábana antes de ser arrojada al mar.

—Bueno —dijo Warwick—, he perdido a mi nieto. Miremos hacia el futuro. Tendremos más.

Sus ojos se fijaban en Anne y había algo nuevo en la forma en que la examinaba, cosa que ella no percibió, tan sumergida estaba en la tragedia de su hermana. En caso de saberlo en verdad se hubiera inquietado mucho.

Isabel mejoró algo, y el tiempo se calmó. Pero seguían en el mar. Warwick se había convertido en un pirata: había capturado varios navíos borgoñones y sus hombres recordaban los grandes días en que había ganado reputación como gobernador de Calais, y ellos habían creído que Warwick era invencible.

La confianza de Warwick en sí mismo podía haber vacilado un poco, pero sólo un poco, y ahora volvía con toda su fuerza. Iba a recuperar todo lo que había perdido. Podía lograrlo con la ayuda de un rey, y ese rey era el de Francia. Era el destino de Warwick trabajar por intermedio de los reyes. Él no poseía los títulos necesarios para gobernar por su cuenta. Era el manipulador. Él establecía las reglas, pero otro debía hacer que se cumplieran.

Tenía ideas grandiosas cuando entró en la desembocadura del Sena y llegó al puerto de Harfleur.

La salud de Isabel mejoraba y, con la tierra a la vista, Anne y su madre se regocijaron. La pesadilla del viaje había pasado.

 

 

 

El grupo fue bienvenido en Francia. Eduardo era enemigo de Luis, y Luis era amigo de Warwick. El rey de Francia había halagado a Warwick mostrándole amistad, y los enemigos comunes eran Eduardo y Borgoña. Por lo tanto había esperanza para el conde en Francia, porque su buen amigo Luis estaba dispuesto a recibirlo y escuchar sus planes.

En el castillo de Amboise, Anne se enteró de hasta qué punto estaba ella involucrada en esos planes.

Llegaron en una hermosa tarde de mayo; el palacio, situado sobre una meseta, ofrecía una bella vista, con sus troneras y torres cilíndricas coronadas por capiteles puntiagudos.

Las mujeres siempre se alegraban de llegar a un hospitalario castillo, porque los días de viaje eran agotadores para ellas, para Isabel en particular.

En Amboise el grupo fue recibido con gran ceremonia por el rey de Francia, que parecía decidido a darles la bienvenida implicando que estaba dispuesto a ayudar.

El rey manifestó gran interés en las muchachas, especialmente en Anne, quien tuvo la impresión de ser tema de conversaciones entre su padre y Luis. Se preguntó también si planearían algún casamiento para ella, lo que era generalmente el caso cuando el interés se centraba en una muchacha joven.

Tenía quince años, por lo tanto estaba en edad de casarse, y la perspectiva le causaba cierto temor.

En días que ahora parecían muy lejanos, ella y Ricardo habían disfrutado juntos. Habían hablado de muchas cosas; les gustaban los libros, eran más serios que Isabel y George. Nunca habían hablado de casarse, pero Anne oyó una vez a los criados mencionar la idea. Decían que formaban una linda pareja, que se querían mucho y que sería muy grato para personas que habían pasado el principio de la vida unidos y que por lo tanto se conocían bien, estar juntos posteriormente.

Ella había entendido lo que querían decir, y de alguna manera en el fondo de su mente estaba la idea de que algún día iba a casarse con Ricardo.

Pero Ricardo estaba lejos, las circunstancias se habían dado vuelta, de manera que ahora estaban en bandos diferentes, y ella temía no volver a verlo. Anne adivinaba que él debía odiar al padre de ella, porque Ricardo siempre había creído que su hermano Eduardo era el ser más maravilloso de la tierra, y naturalmente detestaba a cualquiera que fuera enemigo de Eduardo. Oh, todo era tan difícil de entender, tan deprimente y alarmante pensar que podía haber una perspectiva de matrimonio en la que no estaba incluido su amigo de la infancia...

Poco tiempo después su padre partió, y ella, su madre y su hermana quedaron en Amboise, donde debían permanecer hasta que las llamaran.

El tiempo pasado allí pareció muy largo. Quizás era porque después de la partida del rey y el conde había una quietud en los días, y era como estar en su hogar en Warwick o en Middleham; Isabel seguía recobrándose de su parto, y con frecuencia estaba pálida e inquieta.

Una vez dijo a Anne:

—Sólo somos hijas y el destino de una hija es hacer un casamiento ventajoso para la familia.

—¿No amabas a George entonces?

Isabel quedó pensativa.

—Sí, en cierto modo quiero a George... Pero ya sabes por qué se casó conmigo. Fue contra su hermano y porque era el precio que pedía nuestro padre para ayudarlo a subir al trono. Eso es lo que George desea, ¿sabes? Siempre lo ha querido.

Anne sabía que esto era verdad.

—Isabel —dijo—, somos muy ricas, o lo seremos cuando muera nuestro padre. Ambas tendremos una gran fortuna que llevar a nuestros maridos. Quizás hubiese sido mejor ser hijas de un hombre pobre.

—Entonces no habríamos participado, ¿verdad?, en esta batalla por el trono —asintió Isabel.

—¡Pobre Isabel!

—Si mi hijito hubiera vivido pensaría que valía la pena.

—Supongo que tendrás otros niños. Estamos para eso, ¿no? Para tener hijos... preferiblemente varones... y dar riqueza a nuestros maridos.

—Te estás volviendo cínica, querida Anne. Yo siempre creí que estabas destinada a Ricardo.

—Sí, yo también lo pensaba.

—Y así habría sido, si no hubiese surgido esta disputa. Nuestro padre me casó con uno de los hermanos del rey, pero naturalmente fue un casamiento no querido por el rey.

—Siempre ha tenido que someterse a los deseos de nuestro padre.

—Incluso ahora...

—Incluso ahora la disputa ha surgido porque el rey se alejó de nuestro padre para acercarse a los Woodville. Me pregunto que saldrá de todo esto.

Dejaron de hablar por un rato. Ambas se preguntaban qué les aguardaría en el futuro.

Los mensajeros iban y venían al castillo, porque el conde mantenía a la condesa informada sobre los asuntos en los que suponía ella podía ayudarlo. Por eso dejó que fuera ella quien diera la noticia a Anne.

El conde amaba a sus hijas. Naturalmente esperaba que lo obedecieran, y que hicieran todo lo que estuviera en su poder para el adelanto de la Casa de Warwick, pero quería que fuera lo más fácil posible para ellas.

No quería que su amable hija Anne enfrentara una perspectiva para la que sin duda iba a necesitar cierto tiempo para acostumbrarse. Por eso pidió a la condesa que hiciera a la muchacha una sugerencia de lo que la aguardaba.

La condesa leyó varias veces la carta de su marido, preguntándose si había leído correctamente, porque lo que estaba escrito la dejaba atónita. Finalmente vio el razonamiento bajo los hechos y comprendió que aquello era exactamente lo que ella debía esperar de él. Si él no podía imponer su voluntad de una manera iba a hacerlo de otra. Ya debería estar acostumbrada a estas sorpresas.

Pobre Anne, pensó. ¿Qué pensará de esto? Pero Richard tiene razón en querer que esté preparada.

Mandó buscar a su hija.

Anne llegó con cierto temor, segura de que iba a ser víctima de alguna unión necesaria para los planes de su padre. De manera que estaba a medias preparada.

Su madre, tras besarla tiernamente, le dijo que se sentara.

—Como sabes, hace cierto tiempo que tu padre está ausente. Él y el rey han ido a Angers, donde han visitado a la reina.

—¿La reina? Yo creía...

—No, no, criatura, no me refiero a la reina de Francia sino a la reina de Inglaterra.

—Creía que la reina Isabel estaba en Inglaterra.

La condesa comprendió que, para ganar tiempo, Anne era deliberadamente obtusa. Decidió ir directo al punto.

—No, mi querida. Me refiero a la reina Margarita, que hace tiempo está exiliada en Francia.

—¡Mi padre... visitando a Margarita de Anjou! Seguramente no lo ha recibido...

—No tenía muchas ganas, pero ya conoces a tu padre. Es el hombre más persistente del mundo. Ahora ha logrado llegar a un acuerdo con ella, y vas a casarte con su hijo, el príncipe de Gales.

Anne miró sorprendida a su madre.

—Sí —dijo la condesa— comprendo que es difícil creerlo, pero es verdad. Tu padre está decidido a sacar a Eduardo del trono y volver a poner a Enrique. ¿Entiendes lo que esto significa, hija mía? Si triunfa, y tu padre siempre triunfa, serás reina de Inglaterra... cuando Enrique VI muera y su hijo ocupe el trono.

—Comprendo —dijo Anne— que mi padre está decidido a que sus dos hijas compitan por el trono.

Se miraron con cierta tristeza. Ambas estaban acostumbradas a colaborar en la grandeza de Richard Neville. Él había sido hijo del conde de Salisbury, pero sin mayores perspectivas hasta que se casó con la hija del conde de Warwick, adquiriendo por intermedio de ella el gran título y las vastas propiedades que lo acompañaban. La condesa había servido bien a su marido. Ahora le tocaba el turno a Anne.

—Tu padre no quiere que te apures... Quiere que te tomes tiempo... que te acostumbres a la idea del casamiento.

—Pero de todos modos me casaré con el príncipe.

—Querida hija, tu padre está decidido. El rey de Francia está de acuerdo en que es una unión ideal, y finalmente han persuadido a Margarita de Anjou de que es la única manera de recobrar su trono.

—Estoy segura de que no está de acuerdo en aliarse con mi padre. Siempre han sido los mayores enemigos.

—Ve la cosa como una manera de volver al trono. Oh, Anne, hijita, si esto sucede, si volvemos a nuestra patria... si volvemos a ser felices...

—Felices... ¿crees que seremos felices? Primero mi padre debe combatir. ¿Crees que Eduardo va a hacerse a un lado tranquilamente y dejar que vuelvan a poner a Enrique en el trono? ¿Acaso Ricardo...?

—Tu padre hace y deshace reyes. Eduardo jamás hubiera ocupado el trono de no ser por él. Pondrá de vuelta a Enrique, ya verás.

—Pero Enrique es casi un imbécil.

—Es el rey ungido.

—Eduardo también.

—Tu padre ha decidido que Eduardo debe irse.

—Y Eduardo sin duda ha decidido quedarse.

—Mi querida, nada sabemos nosotras de esas cosas. Debes prepararte a casarte con el príncipe de Gales.

—Un hombre al que me crié considerando como nuestro enemigo. El hijo del rey loco y de una madre que es...

—Silencio, niña. No debes decir esas cosas. Ahora son nuestros amigos.

—Me pregunto si alguna vez se nos permitirá elegir a nuestros amigos.

—Vamos, será un brillante casamiento. ¡Un príncipe! La mayoría de las muchachas estarían locas de alegría. Tu padre quiere que seas un día reina de Inglaterra.

—También se lo prometió a Isabel.

—Tu padre ya no confía en Clarence. Además, Enrique es el verdadero rey, y su hijo es, naturalmente, el heredero. Tu padre cree que el pueblo le dará la bienvenida si regresa, y que ese será el fin de Eduardo.

—Eduardo tiene muchos amigos. —Volvía a pensar en Ricardo, en su ferviente adoración por su hermano, su intensa y ardiente lealtad.

“Oh, Ricardo”, pensó, “estaremos en bandos distintos.”

—Tu padre cree que Enrique siempre ha contado con el afecto del pueblo.

—También Eduardo.

—Hablas de cosas que apenas conoces, mi querida. Tu tarea es ser encantadora, para que el príncipe se alegre de que seas su mujer. Puedes irte ahora. Debes empezar a prepararte, porque dentro de unos días saldremos para Angers... —Miró tristemente a su hija.

“Pobre niña”, pensó. “Está trastornada. Siempre creyó que estaba destinada para Ricardo de Gloucester, y todos lo creíamos también. Pero el destino de las mujeres se balancea al compás del destino de la guerra.”

 

 

 

Anne se arrodilló ante la altiva mujer cuyo rostro mostraba huellas de una gran belleza, devastada ahora por el pesar, la rabia, la frustración, emociones sentidas con tal intensidad que habían dejado su marca en ella.

Margarita de Anjou era una mujer muy desdichada. Había ido a Inglaterra con sueños de grandeza; había dominado al débil mental de su marido y lo había querido en cierto modo; y había padecido la gran desesperanza del destierro, yendo de un lugar a otro, confiando en otros incluso para poder vivir y, para una mujer de su carácter, esta falta de medios había sido lo más penoso de todo.

Ahora su peor enemigo, a quien consideraba responsable de sus padecimientos, venía a ofrecerle la rama de olivo. Había sido un gran esfuerzo aceptarla. Hubiera querido devolvérsela en la cara; y en verdad le había hecho padecer algunas humillaciones antes de aceptar. Warwick era un hombre ambicioso y estaba decidido a ponerse de rodillas si era necesario para lograr sus fines. Y lo había hecho, ya que finalmente ella había doblegado su orgullo, porque su única esperanza yacía en aquel hombre y en lo que él pudiera hacer por ella.

Le había hecho jurar ante la verdadera cruz en la catedral de Angers que Enrique VI era el único rey de Inglaterra, y que volvería a ponerlo en el trono. Iba a ser una figura decorativa, porque todos sabían que su imbecilidad era demasiado avanzada para poder gobernar. El príncipe de Gales sería regente. Y ella sabía quién iba a ser el poder detrás de la regencia. Era inevitable. De otro modo era imposible que Warwick se pusiera de su parte.

Y esto no era todo. Su hija iba a casarse con el príncipe. De manera que Anne Neville sería reina de Inglaterra.

Era un precio muy alto. Pero la recompensa sería enorme si tenían éxito. Valdría el precio. ¡Regresar, volver a ser reina! Naturalmente había que pagar caro por esto.

¡La de Warwick su nuera! Era irónico. Era cómico. Pero, se dijo ferozmente, el matrimonio no se realizará hasta que Warwick hubiera recobrado el trono para Enrique.

Naturalmente, habría un compromiso de esponsales. Pero ella consentía, y daría dichosamente su hijo a aquella muchacha, aunque él mereciera las más elevadas princesas, a cambio de la ayuda de Warwick para recobrar el trono. Y ahí estaba la muchacha.

Pálida, bonita, encantadora en cierto modo, muy joven. Tan joven como era Margarita cuando había ido a Inglaterra. Ella había estado entonces llena de esperanzas; hija de un hombre empobrecido, con el título de alguna manera vacío de rey, ella había comprendido la suerte que le caía encima. El destino de la muchacha era similar, pero eran las riquezas y el poder de su padre lo que la habían traído a esta situación.

—Levantaos, querida —dijo—, acercaos.

Miró la pálida cara ovalada, los ojos ensombrecidos de temor y el corazón de Margarita de Anjou, que oscilaba siendo a ratos duro como la piedra o blando como la manteca, se empezó a derretir.

—No debéis temer —dijo—. Estaréis conmigo hasta que podamos volver a Inglaterra. Seréis la novia del mejor muchacho del mundo. Vamos...

Se adelantó y la besó en la mejilla.

Podía odiar al padre —aunque ahora fuera su aliado— pero no podía odiar a esta niña pálida y temblorosa.

 

 

 

Hubo un encuentro formal entre Anne y su futuro esposo. Eduardo era hermoso, esbelto y casi tenía dieciocho años. Miró con curiosidad a Anne, le tomó la mano y se la besó, como se esperaba que lo hiciera.

Eduardo no tenía muchas ganas de casarse, pero sabía que el casamiento era necesario, y que debía realizarlo con esta muchacha, porque su padre era el gran Hacedor de Reyes, que podía sentarlos en el trono y arrebatárselos después. Lo habían educado odiándolo, porque su madre siempre decía que era Warwick quien había hecho rey a Eduardo IV. Era particularmente doloroso para ella porque, después de la segunda batalla de St. Albans, que ella había ganado, Warwick había marchado sobre Londres y reclamado el trono para Eduardo.

Todo esto era historia pasada y ahora se abría ante ellos un brillante futuro. Para que fuera posible había que cumplir con ciertas condiciones desagradables. Una era la amistad con Warwick; la otra el casamiento del príncipe con la hija del conde.

Eduardo al verla, quedó gratamente sorprendido. Ella parecía muy amable, ansiosa por agradar. Era pálida y de apariencia delicada, pero esto no le importaba. Aunque él también era hermoso, sus facciones eran algo femeninas. Sabía que esto había preocupado a su madre, que quería convertirlo en un guerrero. Por este motivo, siendo niño, hizo que presenciara una sangrienta ejecución. De hecho le había pedido que dictara sentencia contra dos hombres que suponía la habían traicionado. Vivamente recordaba haber dicho lo que se esperaba de él: “Que les corten la cabeza.”

Y los habían ejecutado ante sus ojos. Entonces había sabido que las cabezas no sólo eran separadas de cuerpo... había sangre, mucha sangre.

De todos modos lo había soportado y su madre había dicho que estaba orgullosa de él. Tenía que hacer estas cosas porque su bonita cara hubiera podido ser la de una mujer, y debía demostrar que compensaba en espíritu guerrero su carencia de rasgos fuertes y viriles.

Y allí estaba ahora Anne Neville, una muchacha silenciosa, que no llamaba la atención. Se alegraba de esto. Había esperado que la hija de Warwick fuera una mujer decidida, voluntariosa... alguien como su madre.

—De manera que van a casarnos —dijo.

Habló de manera amistosa, y ella sintió que estaba tan asustado como ella. Hubo un contacto inmediato entre ambos. Anne sonrió y la sonrisa embelleció su cara, borrando el miedo.

Pensaba: “Parece bueno, de manera que la idea no es tan mala... aunque no sea Ricardo.”

 

 

 

A fin de julio se realizó la ceremonia de esponsales en la catedral de Angers. El matrimonio se celebraría, declaró Margarita de Anjou, cuando su marido, el rey Enrique VI, estuviera a salvo en el trono.

La ceremonia unía de todos modos, y aunque todavía no era su esposa, Anne consideraba al joven príncipe como a su marido.

La condesa estaba encantada de que Margarita simpatizara con su hija, y a ella misma le resultaba más fácil de lo que había supuesto mostrarse amistosa con la reina.

Warwick había partido a Inglaterra para poner su plan en acción y todos esperaban ansiosamente el resultado. Como se trataba de un plan de Warwick, y Warwick se encargaba de llevarlo a cabo, por increíble que pareciera, les resultaba fácil creer que iba a tener éxito.

Entretanto el rey de Francia estaba decidido a mostrarles que era amigo de ellos. Esto, naturalmente, se debía a que el duque de Borgoña era aliado de Eduardo, y la amistad entre ambos se había fortalecido desde el casamiento de Margaret, la hermana de Eduardo, con el duque.

No pensaban quedarse en Angers y después de la partida de Warwick salieron para París. Luis había mandado una guardia de honor para escoltarlos, y Margarita entró en París como una reina. Con ella estaban su hijo, Anne y la condesa de Warwick. Margarita se sentía feliz como no lo había sido en años.

Todo lo que ahora quería saber era que el plan de Warwick había tenido éxito y que ella y el príncipe iban a volver a Inglaterra para ocupar la posición que justamente les correspondía.

Las calles de París estaban alegremente decoradas por orden del rey y se alojaron en el palacio St. Pol, donde vivieron en un lujo tanto más apreciado por las dificultades que habían sobrellevado recientemente.

El tiempo pasaba lentamente y día a día esperaban ansiosamente noticias.

Llegaron al fin.

El rey Enrique VI había sido liberado de la Torre y estaba en poder del reino. Una vez más Warwick había triunfado.

Margarita estaba loca de alegría; el príncipe exultaba.

—Ahora volveremos a Inglaterra y reclamaremos lo que es nuestro —afirmaba.

Anne se preguntaba qué habría sido de Eduardo y, sobre todo, de Ricardo.

 

 

 

Eduardo estaba en el norte cuando llegó la noticia de la llegada de Warwick. No podía creerlo. ¡Warwick unir sus fuerzas a las de Margarita de Anjou! ¡Anne Neville comprometida en matrimonio con el príncipe! Estaba atónito. Siempre se había negado a creer que Warwick pudiera de verdad convertirse en su enemigo.

Estaba preocupado por Isabel y las niñas, que estaban en Londres y, para empeorar las cosas, Isabel estaba avanzadamente encinta. Cecily tenía sólo un año y la mayor, Isabel, sólo contaba cinco. Era probable que el sudoeste se uniera a Warwick, porque el conde siempre había sido allí muy popular.

Eduardo se alegró de poder confiar en Montague para defender el norte. John Neville, lord Montague, era el único Neville que no apoyaba a su hermano, y seguía siendo fiel a Eduardo. Esta había sido una gran ayuda, porque Montague era uno de los capitanes más exitosos de Inglaterra. Era fuente de gran irritación para Warwick que un miembro de su familia no lo apoyara. Pero Montague había jurado fidelidad a la causa yorkista, como todos al principio, y no pensaba faltar a su palabra aunque su hermano lo hubiera hecho.

Al menos había sido así antes de que Eduardo devolviera al conde de Northumberland posesiones que Montague consideraba suyas. Por sus exitosas campañas había recibido el título de marqués de Montague, pero no servía de mucho con sólo “un nido de urracas” para mantenerlo, como decían.

Eduardo había olvidado esto y no se daba cuenta de que acababa de cometer otro error al juzgar el carácter de los hombres. Montague había luchado por él, había enfrentado a su propio hermano, y lo único que le habían dado era un título vacío. Y ahora Warwick había desembarcado en Inglaterra.

Eduardo quedó atónito al enterarse de que Montague había reunido a sus hombres, había proclamado su adhesión a Enrique y ahora marchaba a unirse con Warwick. Eduardo estaba abandonado y en tremendo peligro.

Estaba comiendo con su hermano Ricardo, Hastings y Rivers cuando llegó a todo galope un mensajero desde el campamento de Montague.

—Milord, milord —exclamó—, lord Montague se ha vuelto contra vos. Ya está en marcha. No hay un momento que perder. Proclama al rey Enrique VI y su hermano y su ejército están con él. Viene aquí a prenderos y llevaros ante el conde de Warwick.

De manera que Warwick avanzaba desde el sur y Montague, el traidor que súbitamente había decidido cambiar de bando, se acercaba desde el norte. Si seguía allí iba a ser atrapado en una pinza.

Ricardo lo miraba, esperando sus órdenes. El querido muchacho iba a hacer cualquier cosa que él le pidiera.

—Sólo podemos hacer una cosa —dijo—. Debemos huir. Vamos. Cada segundo es precioso. Reunid a los hombres. Debemos llegar a la costa. Iremos a unirnos con mi hermana, en Borgoña. Pero antes... hay que llegar al mar.

Ricardo pensaba que tal vez debían mantenerse y pelear.

—¡Somos un puñado contra un ejército! —exclamó Eduardo—. No somos más de ochocientos hombres. No, hermano, todo el coraje del mundo... y sé que lo tienes... no nos serviría de nada. Nos iremos... por un tiempo. Pero es sólo una tregua. Volveremos. ¡Y ay de Warwick entonces...!

Tuvieron suerte. Llegaron sanos y salvos a Lynn, y poco después partían para Holanda.

 

 

 

Isabel se preparaba para el nacimiento de su cuarto hijo con Eduardo. Estaba segura de que esta vez sería el anhelado varón. Daba gracias a Dios por poder tener hijos tan fácilmente, uno tras otro, lo que era una gran ventaja para una reina.

Decidió que la Torre era un buen lugar para el nacimiento e hizo preparar allí un apartamento para el parto. Era muy adornado, con damasco rojo y fino hilo de Inglaterra... una habitación digna del hijo de un rey.

La señora Cobbe, la partera que la había asistido antes y en cuya habilidad podía confiar, ya había llegado. Faltaban unas pocas semanas pero nunca se puede estar seguro con los bebés. Jacquetta estaba de acuerdo con ella en que debían tomar todas las precauciones. Eduardo estaba en el norte, y ella esperaba poder mandarle pronto alegres noticias.

Algo raro pasaba en las calles. Lo había percibido a lo largo del día. Se había acercado a la ventana y había visto cómo se formaban grupos del otro lado del río. La gente parecía muy excitada.

Se preguntó qué estaría pasando. ¿Acaso Eduardo volvía inesperadamente? Siempre le gustaba estar cerca cuando iban a nacer sus hijos.

Isabel estaba serenamente contenta. Mantenía su poder sobre Eduardo tras seis años de matrimonio; él se mostraba enamorado y cariñoso como siempre; es verdad que tenía aventuras con otras mujeres, pero, como esto le daba a ella cierto respiro ante aquel hombre incansable, era algo que más bien la alegraba en lugar de lamentarlo. Podía decir que el cariño de él le pertenecía; ella era para él la esposa ideal. Nada de recriminaciones: aceptaba la necesidad de él de tener queridas, estaba de acuerdo con él y sólo se afirmaba en asuntos que eran para ella de la mayor importancia, y que a él no lo afectaban grandemente. Si el rey sabía que ella había intervenido en los casamientos de su familia y en el caso de lord Desmond, no decía nada. Ella le toleraba las aventuras amorosas y esto significaba mucho para él. Claro que no las hubiera evitado en caso de que Isabel hubiese protestado, pero era, sobre todo, un hombre a quien le gustaba vivir en paz y esto era lo que ella le permitía hacer.

Además ella le había dado hijos... hijas hasta ahora, pero ya llegarían los varones.

Y esto, a juzgar por el porte de ella, según decía la señora Cobbe, era un varón; y la señora Cobbe no era mujer de engañarla para tenerla contenta por un tiempo. No estaba en su carácter hacerlo.

Su madre entró en el aposento e Isabel vio claramente que Jacquetta estaba perturbada.

—Hay muchos comentarios en las calles.

—¿Qué les pasa ahora?

—Corren rumores de que Warwick ha desembarcado.

—¿Warwick? Pero si lo echaron...

—Eso no le impide volver. Dicen que ha desembarcado con un ejército.

—Imposible.

—No, me temo que no. Te oculté las noticias los últimos días porque pensé que no te convenía preocuparte estando embarazada. Pero las cosas se han puesto serias. ¿Sabes lo que dicen? Que Warwick se ha unido a Margarita de Anjou y tiene el propósito de reponer a Enrique en el trono.

—¿Cómo? —exclamó Isabel y su rostro perdió su delicado colorido.

—No te inquietes, mi querida, pero creo que ha llegado el momento de hacer algo.

—¿Dónde está ahora Warwick?

—Dicen que en camino a Londres. Lo esperan.

—¡Warwick... en camino hacia aquí! ¿Qué será de nosotras?

—Creo que aquí no estamos seguras.

—No se atreverán a dañarnos... Eduardo llegará pronto...

—Mi querida hija: sabía que ibas a conservar la calma. Las noticias son peores de lo que te he dicho. Eduardo ha huido del país. Montague ha desertado y Eduardo, con Ricardo, Hastings y Anthony se escaparon de Lynn en un barco. Han ido a algún lugar en el continente.

—No lo creo. Estábamos tan... seguros...

—La vida cambia. ¿Pero qué vamos a hacer? Si te quedas aquí, Warwick te tomará prisionera.

—Y cuando pienso lo que hizo a nuestro padre y a John... lo mataría por eso.

—Yo también —dijo Jacquetta tranquilamente— pero ahora tenemos que pensar en nosotras; se trata de salvarse, no de vengarse... por ahora. Eduardo volverá, lo sé. Pero, entre tanto, tenemos que pensar en lo que nos conviene hacer.

La reina miró alrededor del aposento, tan cuidadosamente preparado. Estaba la nueva cama de plumas —la más lujosa que ella había visto jamás— y debía dejar todo esto y partir... ¿adónde?

—Quizás sea mejor salir de Londres —dijo.

—¡En tu estado! ¡Y con las niñas! No, tengo una idea. Iremos a Westminster y pediremos Santuario. No se atreverá a tocarnos allí.

Isabel guardó silencio un rato. Su madre tenía razón. Tenían que escapar cuanto antes de Warwick.

—Entonces... —dijo—... al Santuario. Llama a la señora Cobbe y dile que debemos partir.

La señora Cobbe, que nunca andaba muy lejos, llegó corriendo con aire alarmado en su honrada cara, porque creía que habían empezado los dolores de la reina.

Se sintió aliviada de que no fuera este el caso, porque aún faltaban unas semanas para el tiempo previsto, pero se perturbó al enterarse de los planes de huida.

—La reina no está en condiciones... —empezó a decir.

—La reina no está en condiciones de ser prisionera de Warwick, señora Cobbe. Debemos partir. No hay otro remedio. Pero no iremos lejos. Pediremos Santuario en Westminster.

—Entonces debemos ir con cuidado —dijo la señora Cobbe—. Este no debe ser un nacimiento prematuro. Será varón, no lo dudo.

La señora Cobbe recogió todo lo que pensaba que podía serles útil e Isabel con Jacquetta y lady Scrope, que estaba de turno, la señora Cobbe y las tres niñas salieron de la Torre y se dirigieron al río.

La señora Cobbe tomó en brazos a la pequeña Cecily y subió a la barca que las esperaba, lady Scrope ayudó a subir a la pequeña Isabel y a Mary, las otras dos niñas, mientras Jacquetta se ocupaba de su hija.

La barca partió por el río en dirección a Westminster.

—Ruego que lleguemos a tiempo —dijo lady Scrope.

Habían llegado a la alta garita cuadrada junto a la iglesia de St. Margaret, cerca del cementerio y la puerta occidental de la Abadía.

Parecía fría y poco hospitalaria, y Cecily empezó a gimotear.

—Silencio, preciosa —murmuró la señora Cobbe, e Isabel dijo con su vocecita aguda:

—Quiero volver. Aquí no me gusta.

—No me gusta —añadió Mary, que repetía todo lo que decía su hermana.

—Vamos, vamos, niñas —dijo Lady Scrope—, todas estamos muy contentas de venir aquí. Es lindo, seguro, el mejor lugar.

—No creo que sea el mejor lugar —dijo Isabel—. Es frío y no quiero seguir aquí.

—Silencio, niñas —dijo Jacquetta—. Haréis lo que se os diga y pronto deberéis dormir.

Las niñas le tenían un poco de miedo a la abuela, y no dijeron más.

Pero las adultas entendieron muy bien el rechazo de las niñas. El Santuario no era por cierto cómodo.

Había dos pisos en la torre. En el piso alto estaba la iglesia y la planta baja había sido convertida en morada para fugitivos que temían algún peligro. Se consideraba que era un lugar sagrado y nadie se atrevería a tocarlas mientras estuvieran allí. El lugar era oscuro y frío, y la única luz provenía de unas estrechas ventanas con arcadas, de las cuales sólo había dos tajeando los gruesos muros.

La señora Cobbe miró alrededor. Se preguntó si podría volver a la Torre y sacar algunos artículos que sin duda iban a necesitar. Había llevado algunos, pero iban a necesitar más.

Isabel no tenía ganas de que se fuera, pero la señora Cobbe rechazó sus protestas.

—¿Quién va a hacer daño a una pobre partera? —preguntó.

—Warwick... si se entera de que me atendéis.

—Confiad en mí, señora. Y Dios sabe que vuestros dolores pueden empezar en cualquier momento después de estos trastornos. Volveré pronto.

Volvió por cierto, e Isabel quedó agradecida, porque la buena mujer llevó varios objetos sin los cuales la estadía en el Santuario hubiera resultado muy incómoda. Y probablemente peligrosa. Además llevó también comida, porque en el camino había encontrado al buen carnicero proveedor de la Torre, un tal William Gould, con quien estaba especialmente en buenos términos. Él le dijo que el ejército de Warwick estaba en las afueras de Londres y que habían escapado a tiempo de la Torre. Iban a tener hambre en el Santuario, por eso le había dado carne de vaca, de cordero y algunos de sus especiales pasteles de carne de cerdo.

—Es un buen hombre, señora —dijo la señora Cobbe—. Me ha prometido que os atenderá mientras estemos aquí, se encargará de que no pasemos hambre.

—Y vos sois una buena persona, señora Cobbe —dijo la reina.

—No sé qué haríamos sin vos —dijo Jacquetta.

Probaron algo del excelente pastel de carne de cerdo, y sorprendidas comprobaron que podían comer, incluso estando llenas de ansiedad. Isabel se preguntaba qué iba a pasarle a Eduardo, si alguna vez volvería a verlo, y si habría terminado su breve gloria. Jacquetta guardaba silencio. Odiaba a Warwick. Había en su corazón un temor muy especial, porque él había intentado acusarla de brujería, y poco después de la muerte de su querido esposo y de su adorado hijo, había mostrado al rey una imagen, diciendo que era una representación que Jacquetta había hecho de él.

Warwick implicaba que Eduardo se había visto obligado a casarse con Isabel por medio de brujerías practicadas por la suegra del rey, que la imagen era del rey y que su suegra complotaba contra su vida.

Eduardo se había reído burlonamente de esto. Era ridículo. ¿Por qué iba Jacquetta a complotar contra su vida, cuando todos los beneficios de que disfrutaba la familia Woodville provenían de él? Pero el episodio mostraba hasta qué punto la odiaba Warwick. ¡Y cómo detestaba ella a todos los Neville! En verdad la querella entre Warwick y Eduardo era a causa de los Woodville. Era porque ellos habían desplazado a los Neville en el favor del rey. Por eso los detestaba Warwick... a ella, a sus hijos, a Isabel... sobre todo a Isabel... y a las niñas.

Había sido muy sensato alojarse en el Santuario. Debían seguir allí. Warwick no se atrevería a tocarlas. Pero qué vulnerables iban a ser... ¡refugiadas en Westminster mientras Warwick tomaba Londres!

“Debemos estar seguras”, pensó. “Isabel debe tener su hijo. Warwick no se atreverá a dañarnos.”

Pronto se hizo evidente que habían llegado justo a tiempo. Warwick llegó a Londres donde fue bien recibido, y la señora Cobbe, tras hacer otra visita al carnicero Gould, trajo la noticia de que habían sacado a Enrique VI de su prisión en la Torre.

—Dicen que estaba en un estado terrible —contó—. En modo alguno como debe estar un rey. Dicen que estaba sucio y terriblemente asustado, preguntaba qué pasaba y murmuraba plegarias y cosas de ese tipo. El conde hizo que lo lavaran, le dieran de comer y lo vistieran de púrpura y armiño. Lo llevaron a los apartamentos reales, señoras. Dicen que le dieron el aposento que estaba preparado para vuestro bebé, señora.

Isabel cerró los ojos. Estaba llena de furor al pensar en todo el cuidado que había puesto en el arreglo de aquel aposento: las colgaduras de damasco, la cama de plumas... ¡todo para Enrique de Lancaster! Era como para volverse loca de furia.

—Gould dice que habrá una procesión a St. Paul. Dicen que él será el nuevo rey, milady. Pero no os agitéis. Mi señor, el rey Eduardo, no estará mucho tiempo lejos de vos.

Jacquetta apretaba los labios, buscaba buenas señales, se negaba a aceptar las malas. Pero el futuro parecía en verdad sombrío, con Eduardo en el exilio y Warwick otra vez gobernando y poniendo otro rey en el trono.

Pero pronto cesaron de pensar en lo que pasaba afuera, porque el hijo de Isabel iba a nacer.

Pese a todo lo que había pasado fue un parto relativamente fácil y, para deleite de Isabel y de su madre, el niño era saludable y varón.

Era una ironía que este deseado acontecimiento hubiera ocurrido cuando Isabel estaba en el Santuario y Eduardo lejos.

—Lo llamaremos Eduardo —dijo Isabel.

Iba a recordar aquellos días como los más extraños de su vida. Quizás quien más sufría era Jacquetta. Envejecía y no estaba acostumbrada a vivir sin comodidades. Isabel las soportaba mejor. Su tranquilo carácter era una gran ventaja en tales circunstancias, y estaba firmemente convencida de que Eduardo volvería pronto, derrotaría al traidor Warwick y pondría al imbécil de Enrique VI donde se merecía. Las niñas se acostumbraron rápidamente a vivir en el Santuario y Mary en todo caso apenas recordaba otra cosa. En cuanto a Cecily, ignoraba totalmente el cambio a su alrededor. La pequeña Isabel preguntaba a veces cuándo volverían a casa, pero finalmente también aceptó la vida en el Santuario.

La reina declaró que nunca olvidaría los servicios de la señora Cobbe y del carnicero. Una, afirmaba, había salvado a su hijo; el otro les había impedido morir de hambre.

Warwick mostró rápidamente que no se preocupaba por ellas. Sería impopular atacar a una mujer y a sus hijitos. Ahora que Eduardo estaba en el exilio no atribuía importancia alguna a Isabel.

Podía seguir adelante con sus planes, lo que significaba que él iba a gobernar por intermedio de Enrique. Margarita llegaría en el momento oportuno a Inglaterra con su hijo, el príncipe de Gales y Anne; y, a su debido tiempo, la hija de Warwick sería reina de Inglaterra. Una conquista notable para un Hacedor de Reyes.

¿Para qué preocuparse pues por Isabel Woodville? Que siguiera en el Santuario con su prole. Ella no le interesaba.

No era difícil para los mensajeros llegar al Santuario. Isabel se sintió considerablemente reanimada al saber que Eduardo había llegado a Brujas, donde le había dado refugio su hermana Margaret, duquesa de Borgoña. Isabel debía sentirse alegre, porque él pronto volvería junto a ella, donde debía estar.

Fue una feliz noticia.

Warwick no puso objeciones a que el principito fuera bautizado en la Abadía. No hubo ceremonia especial, e Isabel comparó este bautismo con el de sus hijas. ¡Qué raro que este destino fuera el del tan ansiado hijo varón!

Pero las palabras de Eduardo la acompañaban. No tardaría mucho. Jacquetta aseguraba que las señales indicaban que Eduardo iba a volver en verdad.

Llegó la Navidad y pasó. El principito, nacido el 1 de noviembre, seguía creciendo. Procuraron celebrar la festividad lo mejor posible y, debido a la bondad del carnicero, no les faltó comida. La señora Cobbe y lady Scrope consiguieron algunas ropas de abrigo, y de este modo, siguieron adelante.

—Dios nos envía temprano la primavera este año —dijo Jacquetta. Sus ojos brillaban con extraña luz profética—. Con la primavera saldremos de este triste estado, lo sé.

Isabel le creía. Y esto la ayudaba a soportar los contratiempos.

 

 

 

Margaret de Borgoña dio la bienvenida a sus hermanos en la corte de Brujas. Estaba encantada de serles útil, aunque preocupada por el motivo de la visita. Margaret ya había puesto su marca en la corte de Borgoña. Había heredado el fuerte carácter de su madre, y cada vez se parecía más a la orgullosa Cis; pero había en su naturaleza una bondad de la que su madre carecía, y este rasgo la había hecho amar y respetar en la corte de su marido.

Charles, el duque, estaba contento con su mujer. Margaret era buena madrastra para su hijo y la hija que había tenido de un primer matrimonio. Margaret adoraba a su propia familia y se puso enteramente a la disposición de su hermano cuando este la necesitó. Era una suerte que Borgoña fuera aliado de Eduardo, y que las relaciones entre el duque y Luis de Francia fueran inamistosas. Luis, naturalmente, era amigo de Warwick, lo había ayudado a volver a Inglaterra, y era natural por lo tanto que Borgoña ayudara a Eduardo; y como la duquesa de Borgoña era hermana de Eduardo, la cosa era aun más fácil.

Curiosamente, lo que más preocupaba a la duquesa, casi tanto como que Eduardo hubiera perdido el trono —aunque ambos insistían en que era algo temporario— era la deserción de Clarence. Que un miembro de la familia se proclamara enemigo de otro, era para ella intolerable.

Secretamente decidió convencer a George para que abandonara aquella tontería. Siempre le había tenido cariño a George... más que a Ricardo. Sabía que Ricardo era más digno, que era bueno, estudioso y adoraba a Eduardo. Sabía de sobra que a George le gustaba mucho la buena mesa, la bebida —especialmente la bebida— y en general pasarla bien. Era vanidoso, porque no carecía de cierto encanto; era hermoso, aunque sufría si se lo comparaba con Eduardo; era inteligente en cierto sentido, agudo, hábil más que brillante. Pero, ¿cómo explicar las simpatías y las antipatías? George siempre había sido su favorito.

Debía comprender que era un deshonor unirse a Warwick contra su propio hermano.

Eduardo quedó atónito ante el esplendor de la corte de Brujas. Siempre había sabido que Borgoña no sólo era el hombre más poderoso de Francia, sino también el más rico, pero esto sobrepasaba de lejos la corte inglesa de Westminster y Windsor, donde él había sido considerado dispendioso por su amor a los adornos de buen gusto y los muebles.

Pero no era el momento de hacer comparaciones. Su finalidad era conseguir ayuda que le permitiera volver a Inglaterra, arrancar de allí a Warwick, y, cuando lo hiciera... ¿Qué? La idea de cortarle la cabeza a Warwick no lo entusiasmaba. Recordaba muchas cosas de Warwick. ¡Cómo lo había adorado en otros tiempos! Pensar que habían terminado en esto era perturbador. Una de las peores cosas de haber sido echado de su reino era que Warwick lo había hecho.

Aunque Margaret apoyaba apasionadamente la causa de su hermano, su marido no se mostró muy dispuesto a ayudarlo abiertamente.

—Luis espera la oportunidad para atacarme —dijo— y si él y los lancasterianos se unen contra mí... me veré en una situación difícil. Luis trata a Margarita de Anjou y a su hijo como huéspedes honorables... incluso amigos. Debo tener cuidado.

Estaba dispuesto a ayudar a Eduardo en secreto, pero no lo hacía abiertamente. Esto era frustrante, porque la ayuda directa del duque hubiera servido de mucho.

De todos modos, Eduardo era optimista. Cada semana conseguía una nueva ayuda. Los comerciantes que siempre habían sabido las cualidades superiores de Eduardo como gobernante, estaban dispuestos a apoyarlo y llegó dinero de las ciudades hanseáticas. A medida que pasaban los meses él veía acercarse el día en que sería posible desembarcar con un ejército y obtener una victoria sobre sus enemigos.

Durante estos meses se interesó mucho en un inglés que servía en la corte de Borgoña bajo el patronazgo de su hermana. Era un tal William Caxton, que había sido mercero de un rico comerciante llamado Large, antiguo alcalde de Londres. Caxton había ido a Brujas al morir el alcalde, y se había asociado con los aventureros comerciantes. Se convirtió en exitoso hombre de negocios, e hizo mucho para promover el comercio entre Inglaterra y los Países Bajos. Pero, al envejecer —debía tener unos cincuenta años cuando Eduardo llegó a la corte de su hermana— se interesó en la literatura, y cuando Margaret sugirió que se uniera a la corte y siguiera escribiendo, Caxton aceptó de buena gana la invitación.

Eduardo hablaba con él de los comerciantes aventureros con los que Caxton había tenido tratos, pero él estaba más interesado en su trabajo literario, especialmente en un libro que estaba traduciendo, llamado Le Recueil des Histoires de Troye.

Juntos discutieron el interés de esa obra para mucha gente y lo lamentable que era que pocos pudieran leerla, ya que sólo existía un volumen y se tardaba mucho tiempo en hacer otro.

Caxton había oído hablar de un procedimiento que se había inventado en Colonia, y que se llamaba la imprenta. La había visto y había quedado muy interesado. Eduardo escuchaba y estuvo de acuerdo en que sería bueno tenerla, y se preguntó si se podría llevar a Inglaterra. Caxton estaba seguro de que así sería y, al terminar la traducción, pensaba volver a Colonia y después probablemente establecer una imprenta en Brujas.

—Lo recordaré —dijo Eduardo— y espero que, cuando mi situación sea más dichosa en Inglaterra, me visitaréis allí.

Caxton dijo que sería un gran honor ir a la corte, porque aunque había vivido mucho tiempo en el extranjero y había sido bienvenido en la corte de la duquesa de Borgoña, con frecuencia sentía nostalgias de su tierra nativa.

Las semanas pasaban rápidamente y Eduardo trabajaba sin descanso formando ejércitos y preparando hombres para atravesar el Canal. En marzo había reunido una fuerza de unos doce mil hombres y, con Ricardo de Gloucester y el conde Rivers partió desde Flushing. El tiempo estaba contra él, y pasaron diez días antes de llegar a Cromer. Algunos de sus hombres desembarcaron para averiguar el estado de la opinión pública en aquella zona, y descubrieron que estaba sólidamente bajo el control de Warwick; siguieron pues navegando hacia el norte y finalmente desembarcaron en Ravenspur.

No fue tan fácil como él había pensado, porque lo que la gente más temía era la guerra civil. Hubieran estado de parte de Eduardo, pero Eduardo había sido expulsado del país. Es verdad que sabían que Enrique era débil, pero tenía a Warwick y Warwick tenía un aura de grandeza que todos respetaban.

Pero, cuando Eduardo llegó a York, descubrió que muchos querían ponerse bajo su estandarte, y empezó a avanzar hacia el sur. Cerca de Banbury se enteró de que Clarence estaba cerca y poco después Clarence mandó un mensajero diciendo a Eduardo que deseaba hablar con él.

Eduardo se sintió satisfecho, porque había una nota conciliatoria en el mensaje, y supuso que su hermano empezaba a lamentar haberse vuelto contra él.

Eduardo meditó. ¿Era posible que George buscara una reconciliación? Era demasiado bueno para ser verdad. De ser así él lo perdonaría de todo corazón. Pero nunca más volvería a confiar en él. Lo cierto es que, si lo pensaba bien, nunca había confiado en Clarence. Pero si él y su hermano volvían a ser amigos, si Clarence ofrecía a sus hombres para que combatieran junto con los del rey, esto sería un tremendo golpe para Warwick.

Sí, daría la bienvenida a Clarence. Debían reunirse sin demora.

Exteriormente fue un encuentro cariñoso. Clarence miró a la cara a Eduardo, y se hubiera arrodillado, pero Eduardo le puso la mano en el brazo y dijo:

—George, ¿de manera que quieres que volvamos a ser amigos?

—He sido muy desdichado —dijo Clarence—. Todo era tan antinatural... Estaba bajo la influencia de Warwick, y ahora quiero escapar de esa influencia.

—Ambos hemos estado bajo la influencia de ese hombre... tú hasta el punto de ponerte contra tu propio hermano y de casarte con su hija.

—Lamento todo lo que he hecho... fuera de mi casamiento con Isabel. Es una buena criatura y la quiero profundamente.

Eduardo cabeceó, pensando: “Es una gran heredera, y también amas profundamente sus tierras y su dinero.”

Clarence prosiguió:

—Ya no quiero estar con Warwick. Quiero volver donde pertenezco. Nuestra hermana Margaret me ha escrito muy cariñosamente. He sufrido mucho.

—Yo también sufrí cuando desertaste —le recordó Eduardo.

—¿Podréis perdonarme?

—Sí —dijo Eduardo.

—Dios, juntos combatiremos contra ese traidor de Warwick. Pondremos su cabeza donde el puso la de nuestro padre.

—No fue Warwick quien clavó la cabeza de nuestro padre sobre los muros de York, con una corona de papel, George. Fueron nuestros enemigos... nuestros enemigos mutuos. Pero sí, vamos a derrotar a Warwick.

—Os lo traeré encadenado.

—¡A tu suegro, que alguna vez fue tu amigo! Quiero que sea tratado con respeto, si tenemos la suerte de tomarlo prisionero. Nunca olvidaré la forma en que me ha enseñado, cómo me mostró la manera de luchar y de ganar una corona. A veces pienso que me siento más herido por haber perdido su amistad que por haber perdido la corona. Siempre lo trataré honorablemente. Tenía motivos, ¿sabes?, para hacer lo que ha hecho. Warwick siempre tiene algún motivo. Es ahora mi enemigo, pero lo respeto.

Clarence pensó que su hermano era un tonto. Sabía que Eduardo tenía un lado duro en su carácter; podía ser despiadado, pero se ablandaba cuando tocaban sus afectos. Se había casado con Isabel Woodville; estaba dispuesto a perdonar al hombre que le había quitado la corona, y a su hermano, que lo había engañado. ¡No era de extrañar que hubiera perdido el trono! Volvería a perderlo, y, si Enrique VI era destronado, había alguien listo para ocupar el trono: George, duque de Clarence.

Bueno, tal como Eduardo había adivinado, los hermanos se reconciliaron, y la deserción de Clarence produjo el deseado efecto: Eduardo marchó sin dificultades contra Londres.

Warwick estaba en Coventry cuando se enteró de la deserción de Clarence. Todavía lo esperaban más amarguras, porque Luis XI había firmado una tregua con el duque de Borgoña, entrando de este modo en tratativas con el enemigo de Warwick. Warwick despreciaba a Clarence. Nunca había confiado en él, pero su mayor esperanza había estado en el rey de Francia. Margarita de Anjou había salido de Francia y, con el príncipe de Gales, Anne y la condesa de Warwick estaban a punto de desembarcar en Inglaterra. Él, Warwick, marchaba hacia una crisis. Entretanto, Eduardo había llegado a Londres. Su ánimo se levantó al ver los muros grises de la Torre, y se dijo que Isabel no estaba lejos.

Primero quiso ir a la catedral de St. Paul para agradecer por su regreso. Después quiso ver a Enrique, que estaba en el palacio del obispo de Londres, muy cerca. Warwick había ordenado que lo llevara allí y que fuera puesto a cargo del arzobispo Neville, para que Neville lo acompañara luego en una cabalgata por las calles, esperando despertar el entusiasmo popular.

Esto era difícil, porque la gente no se sentía muy atraída por aquella pobre y patética criatura. No había nada regio en él. Y cuando el arzobispo pensó que Eduardo iba a llegar pronto —tan hermoso, con aquel encanto especial que arrasaba con la gente en su juventud primera, y que todavía mantenía— pensó que lo más cuerdo era volver a llevar a Enrique al palacio.

Cuando llegó Eduardo y trajeron a Enrique, Enrique parpadeó al verlo y dijo:

—Bienvenido, primo. Mi vida está a salvo en vuestras manos.

—No quiero dañaros —dijo Eduardo—. Volveréis a vuestros libros y a vuestras plegarias.

—Gracias, gracias. Es lo que siempre he querido.

—Y ahora —dijo Eduardo— al Santuario.

Isabel estaba allí con el hermoso pelo suelto sobre los hombros, como a él le gustaba. Se miraron unos segundos antes de abrazarse con ardor.

Era un momento emotivo y hasta Isabel sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas. Él había vuelto, como ella siempre había esperado.

—Has sido mi valerosa reina —murmuró él.

—¡Me alegro tanto de que hayas vuelto! Todo ha quedado atrás ahora. No importa, si vas a quedarte conmigo para siempre.

—Mientras Dios me lo permita —dijo él.

—Eduardo, hemos vivido en el Santuario todos estos meses. No hubiéramos podido sobrevivir de no ser por nuestros buenos amigos.

—Serán recompensados. Todo irá bien ahora. Saldré victorioso.

Se presentó Jacquetta y el rey la abrazó con cariño. No creía las historias de que su suegra era una bruja y que lo había hecho casar con su hija por medio de hechizos. Quería mucho a Jacquetta y sabía que había sido una gran ayuda y consuelo para Isabel durante su ausencia.

—Aún no has visto a tu hijo —exclamó Isabel.

—¿Mi hijo?... ¡El varón que siempre he deseado! Traedlo. Anhelo verlo.

—Se llama como tú.

—Es un buen nombre.

Miró maravillado al niño. Su adorado hijo... una criatura sana y perfecta, para deleite del corazón de su padre, y, sobre todo, un futuro rey que aseguraba la sucesión.

Lo tomó tiernamente en brazos y lo besó en la frente. El bebé abrió los ojos y lo miró solemnemente un instante antes de volver a cerrarlos, y las niñitas entre tanto lo rodearon. El rey entregó el niño a Isabel y abrazó a sus tres hijas, todas unidas, para que ninguna se creyera más favorecida que la otra.

—¿Vas a quedarte con nosotros? —preguntó la pequeña Isabel—. ¿Cuándo volveremos a casa?

—Esta es nuestra casa —dijo Mary.

—No, mi querida —dijo Eduardo—. Volveréis al sitio que os corresponde. Hemos terminado con este lugar. Os sorprenderéis al volver a nuestro verdadero hogar, queridas.

Las niñitas lo miraban con ojos desorbitados. Eran felices. Había vuelto con ellas... su hermoso y riente padre, y si bien Mary apenas lo reconocía, y para Cecily era un desconocido, todas sabían que lo mejor que podía pasarles era que él hubiera vuelto.

Eduardo dijo que habría que ir en seguida al castillo Baynard, y debían prepararse para partir. Se quedarían allí hasta que él arreglara todo lo que había que arreglar en Inglaterra.

De manera que fueron a Baynard, bordeando el río a caballo, mientras la gente aplaudía al ver a Eduardo con su hermosa reina y sus preciosos hijos. Isabel iba en litera con el niño en brazos, su precioso pelo rubio como un halo alrededor de sus perfectas facciones, y el pueblo aclamaba a Eduardo, al principito, las niñas y, sí, hasta aclamaba a Isabel, aunque era a causa de la avidez de la familia de ella que el conde de Warwick se había apartado del rey.

No importaba: ella era muy bella, había dado al rey todos aquellos hermosos niños, y era evidente que él la quería entrañablemente, aunque no fuera un marido fiel.

Aclamaron pues al regreso de Eduardo, el hombre fuerte, el rey que preferían al loco Enrique VI. Fervientemente deseaban que Eduardo y el conde de Warwick arreglaran su diferendo.

En el castillo de Baynard residía la duquesa de York. Al ver a su hijo las lágrimas corrieron por sus mejillas, y se precipitó hacia él y le besó la cara y las manos. Poco quedaba de la orgullosa Cis en aquel momento.

—Mi querido hijo —exclamó, olvidando el tratamiento de dignidad que correspondía al rey, aunque ella siempre había insistido tanto en el protocolo—. Ah, mil veces bienvenido... Hoy es el día más feliz de mi vida. Estás aquí con nosotros... y el pueblo te quiere...

Él la dejó hablar. Después la besó tiernamente y dijo:

—Isabel y los niños han venido a quedarse aquí. Los dejo a vuestro cuidado.

Por unos momentos las dos mujeres se miraron fijamente. La orgullosa Cis, a quien no le había gustado el casamiento de su hijo con una noble menor, e Isabel Woodville, sabiendo que la madre del rey hubiera hecho todo lo posible para impedir el casamiento.

Los ojos de la duquesa se ablandaron. Isabel Woodville era una mujer excepcionalmente bella, y no pudo menos de conmoverse al verla allí de pie, junto al hermoso Eduardo. Seguramente no podía encontrarse una pareja mejor parecida en toda Inglaterra.

E Isabel había cumplido con su deber. Eduardo quería seguir con ella después de tantos años, de manera que debía tener algo especial. Y había tenido aquellas preciosas niñas... y ahora un príncipe de Gales.

La duquesa se adelantó. No podía esperar que la reina se arrodillara ante ella, pero tendió la mano e Isabel la tomó.

—Bienvenida a Baynard, querida —dijo—. Me hace feliz teneros aquí... a vos y a mis nietos...

Eduardo la rodeó con un brazo, con el otro a la reina, y las apretó con fuerza contra él.

—A Dios gracias habéis vuelto —dijo la duquesa.

—Sí, he vuelto. Pero tengo mucho que hacer. No me quedaré aquí mucho tiempo. Pero al menos sé que estáis juntas. Cuidaos mutuamente, mis queridas.

Eduardo se quedó en el castillo de Baynard un día y una noche. Después, llevando consigo a Enrique, partió para Barnet.