MUERTE EN TOWER GREEN
De manera que Jane Shore era ahora la querida de Hastings. El hecho era comentado en toda la ciudad. Jane era querida por los ciudadanos; al igual que Hastings.
Gloucester oyó la novedad con desagrado. Siempre había lamentado el estilo de vida de Eduardo, y había dicho más de una vez a su hermano que un rey no debía vivir de esta manera. Eduardo se le había reído en la cara, lo había llamado monje, y dijo que no podía esperar que todos fueran como él. Hastings era otro libertino; era algo que Gloucester siempre había tenido en contra de él. Tenía motivos de estar agradecido a Hastings porque le había informado lo que estaba pasando en Londres, y de hecho había sido el primero en comunicarle la muerte de Eduardo. Pero, ahora que Buckingham se le había unido y había demostrado estar entera y decididamente con él, Gloucester se estaba apartando de Hastings.
Los principales consejeros de su hermano habían sido: lord Hastings, Thomas Rotherham, arzobispo de York y Canciller; John Morton, obispo de Ely, y lord Stanley. Rotherham se había mostrado débil al entregar el Gran Sello a Isabel cuando ella empaquetaba sus tesoros para ir al Santuario. No era la clase de hombre que Gloucester necesitaba a su alrededor. Morton era un buen hombre, pero había sido un convencido lancasteriano, y sólo se había convertido en ministro de Eduardo cuando ya no tuvo esperanzas de que Enrique volviera a recuperar el trono. Se trataba de capacidad, de utilidad, y a Gloucester no le gustaban aquellos hombres. Stanley no tenía reputación de ser leal y había mostrado predisposición a precipitarse hacia lo que fuera mejor para él; y había otro motivo para el que Gloucester no confiaba en él. Acababa de casarse con Margaret Beaufort, aquella mujer decidida, descendiente de John de Gaunt y madre de Henry Tudor. Aquel arribista, de parentesco bastante cuestionable, había empezado a sugerir últimamente que tenía derecho al trono, como nieto de la reina Catalina, viuda de Enrique V y por una aventura —los Tudor decían que era un casamiento— con Owen Tudor. Realeza por los dos lados, decía Tudor, que contaba como abuela a Catalina de Francia y a John de Gaunt como su antepasado materno.
Aquellos habían sido los hombres de Eduardo. Sucede con frecuencia que, cuando hay cambio de gobierno, se produce una gran barrida. Gloucester no quería saber nada con ninguno, exceptuando, tal vez, a Hastings. Buckingham era su mano derecha. Buckingham era leal y el segundo par del reino después de él. Luego, en escala más humilde, estaban Richard Ratcliffe, Francis Lovell, William Catesby... amigos sinceros y que lo habían sido durante años.
Iba a necesitar amigos firmes y de confianza. La situación era peligrosa. Si era derrotado por los Woodville, éstos no tendrían reparo en destruirlo. Luchaba no sólo por lo que creía justo, sino por su vida.
Le iba a hacer bien ver a Anne, que iría al sur para la coronación, fijada el 24 de junio.
La esperó en las afueras de Londres y, en cuanto la vio, quedó asustado ante su aspecto frágil. Siempre, tras una ausencia, le parecía más delicada. Él había esperado que llevara a su hijo, aunque sabía que la salud del niñito le impedía viajar.
Anne sonrió cuando él le tomó la mano; había tristeza en la sonrisa, porque notó que él miraba ansioso en busca de su hijo y vio la desilusión en la cara del duque al ver que no estaba con ella.
—Bienvenida a Londres, querida —le dijo.
—No pude traer a Edward —dijo ella—. No me atreví. Su tos ha empeorado y pensé que el viaje iba a fatigarlo demasiado.
—Al crecer se fortalecerá —dijo él, queriendo poner una nota de firmeza en la voz, aunque añadió—: Si Dios quiere.
—Oh, sí. Estaba mejor en primavera. —Sonreía y procuraba parecer animada, pero lo único que sentía era cansancio. Estar últimamente con Ricardo era una prueba dura, porque tenía que fingir que su salud mejoraba y, como distaba mucho de ser el caso, la cosa no era fácil.
Mientras cabalgaban en la ciudad, uno junto al otro, él le dijo que el rey estaba en el palacio de la Torre, y que la coronación tendría lugar el 24 de junio. Ya era el 5 de junio, de manera que no les quedaba mucho tiempo.
Tenía muchas cosas que contar a Anne, pero no quería abrumarla con el detalle de los hechos, ni alarmarla. Vio que se inquietaba al enterarse de que la reina estaba en Santuario.
La condujo a Crosby Place, su residencia en Londres y, en cuanto llegaron, insistió en que descansara. Él se sentó junto a la cama y le habló, explicando que los Woodville habían querido controlar al rey, que sus ambiciones debían ser frenadas y que era por este motivo que había puesto presos a lord Rivers y lord Richard Grey. El rey no estaba contento con esto.
—¿Comprendes, Anne? Lo han educado para que sea un Woodville. Mi hermano era demasiado blando. Dejó que la reina rodeara a su hijo con sus parientes. Le han enseñado que los Woodville son maravillosos, sabios y buenos.
—¿Significa esto que el rey se aparta de ti?
Ricardo asintió, tristemente.
—Pero cambiaré eso. Él aprenderá con el tiempo.
—Desearía que no existiera este conflicto —dijo Anne— y desearía que pudieras volver a Middleham.
—Pasará cierto tiempo antes de que pueda hacerlo, no cabe duda. Mi hermano me encargó esta tarea, y debo cumplirla.
Después, para tranquilizarla, habló de Middleham y preguntó si su hijo progresaba en los estudios, porque era inteligente, y sus triunfos académicos eran un tema más grato que el de su salud.
Anne se durmió finalmente y, en el momento en que Ricardo salía del cuarto, se presentó uno de los asistentes para decirle que Robert Stillington, obispo de Bath y de Wells, estaba abajo y deseaba urgentemente hablar con él.
Ricardo ordenó que hicieran subir en seguida al obispo. Le ofreció un asiento y le pidió que le explicara el motivo de la visita.
Stillington cruzó las manos y pareció pensativo. Tras tanta prisa, parecía ahora no tener ganas de explicar la causa de su visita.
Ricardo sabía que el obispo era uno de esos hombres ambiciosos que entran en la Iglesia para prosperar por medio de ella. Había muchos. Stillington había sido un firme yorkista y, en 1467, había sido nombrado Canciller, cargo del que lo habían privado cuando la restauración de la Casa de Lancaster; pero había recobrado el cargo con la vuelta de Eduardo. Renunció unos años después, y, cuando Eduardo se había sentido algo perturbado por los reclamos bombásticos de Henry Tudor, Stillington fue enviado a Bretaña para convencer al duque de que lo entregara a Eduardo.
Había fracasado, y más tarde, en la época de la muerte de Clarence, lo había llevado a la Torre, por un asunto que había permanecido en secreto y que Gloucester ignoraba. En aquel tiempo había parecido algo trivial para averiguarlo, y Eduardo lo había dejado pasar, En todo caso Stillington había recobrado la libertad.
Ahora iba allí con noticias urgentes, que afirmaba eran sólo para los oídos del duque de Gloucester, porque él personalmente no sabía cómo manejarlas.
Impaciente, Ricardo le rogó que se explicara, y Stillington estalló:
—Señor: el difunto rey no estaba casado con Isabel Woodville.
Ricardo le clavó los ojos, atónito.
—Ah, milord —prosiguió Stillington—, es verdad. Lo sé muy bien. Yo oficié cuando el rey dio su mano a otra dama. Es verdad que ella, ingresó a un convento, pero todavía vivía cuando el rey hizo un pretendido casamiento con Isabel Woodville.
—Señor obispo, ¿os dais cuenta de lo que estáis diciendo?
—En verdad que sí, señor. He meditado mucho sobre el asunto. Sólo lo mencioné en otra ocasión, y lo dije a la persona a quien juzgue que le importaba más: el duque de Clarence.
—¿Dijisteis eso a mi hermano? —exclamó Ricardo, mirando con horror al obispo—. ¿Cuándo... cuándo?
—Poco antes de su muerte.
Todo estaba claro ahora. Los hechos iban ocupando su lugar. Stillington en la Torre. Clarence ahogado en un tonel de Malmsey. Si Clarence sabía aquello, tenía que morir.
¡Y concernía profundamente a Clarence, porque esto significaba que él, y no el hijo de Eduardo era el heredero del trono!
Y Clarence había muerto. Eduardo lo había hecho. Al mismo tiempo había detenido a Stillington y, de pronto, el obispo se había encontrado en la Torre.
Pero, ¿por qué lo había dejado Eduardo en libertad? Era típico de él. Siempre creía lo mejor de la gente. Quería estar en buenas relaciones con ellos. Lo imaginaba diciéndole a Stillington: “Dadme vuestra palabra de que no lo diréis a nadie más y quedaréis libre tras pagar un rescate trivial.” Y Stillington había dado su palabra a Eduardo, palabra que había guardado hasta este momento. Naturalmente, al morir Eduardo, quedaba exonerado del juramento.
Habló lentamente.
—¿Decís que mi hermano se casó... antes de hacer un fingido casamiento con la reina?
—Lo digo enfáticamente, milord, porque fui yo quien lo casó.
—Mi hermano tenía muchas queridas...
—La reina fue una más, señor.
—Sin duda se trataba de algún amorcillo pasajero.
—No, no, señor. La dama era lady Eleanor Butler, hija del conde de Shrewsbury. Era viuda cuando el rey la vio.
—Parece que lo atraían las viudas o las casadas —murmuró Ricardo—. Seguid. La hija del viejo Talbot.
—Su marido había sido Thomas Butler, heredero de lord Sudeley. Era unos años mayor que el rey.
—Le gustaban las mujeres mayores —musitó Ricardo.
—Él contrajo matrimonio con ella. Y estaba casado con ella cuando se casó de nuevo con Isabel Woodville. Lady Eleanor se había refugiado en un convento, y yo descubrí que murió en 1468.
—De manera que murió después del pretendido casamiento con Isabel Woodville.
—Exactamente, señor. ¿Entendéis lo que esto significa?
—Significa que Isabel Woodville era querida del rey y que el príncipe que vive ahora en el palacio de la Torre, es un bastardo.
—Exactamente, milord.
—Señor obispo, me habéis sacudido profundamente. Os ruego que no habléis de esto con nadie... sea quien sea, ¿entendéis?
—Guardaré silencio, milord, hasta que me deis permiso para decir la verdad.
—Os agradezco que hayáis venido.
—Pensé que era algo que debía deciros.
—Debe ser un secreto. Pensaré en esto. Decidiré cómo y cuándo deberé hacer algo.
—Entiendo, señor, y os doy mi palabra.
—Gracias, obispo. Habéis hecho bien en informarme.
Cuando el obispo partió, Ricardo miró al frente, visualizando las perspectivas que se abrían ante él.
Jane Shore era feliz como nunca desde la muerte del rey. Era para ella una revelación el hecho de que empezaba a tomar cariño al hombre al que había pensado engañar, y contra quien había guardado resentimiento por años. Pero Hastings era ahora muy distinto al audaz joven que había querido violarla. Con los años ella se había convertido en una obsesión para él, cuando Jane era querida del rey y Hastings se había dado cuenta de sus cualidades. Ahora él descubría que aquella amabilidad, aquel ingenio gentil, toda su notable belleza eran para él.
Sus amigos reían. Decían que Hastings se había apaciguado al fin.
Su mujer, Katherine Neville, hija del conde de Salisbury, se mostraba indiferente desde hacía tiempo a las aventuras amorosas de su marido. Tenían tres hijos y una hija, de manera que, en cierto modo, el matrimonio había sido exitoso. Uno no intervenía en la vida del otro, y Hastings había estado más cerca del rey que de nadie. Eduardo incluso había dicho que, cuando murieran, quería que los enterraran uno junto al otro, para que, siendo tan buenos amigos como habían sido en vida —fuera de aquella ocasión en que los Woodville habían querido sembrar cizaña entre ellos para descubrir que era inútil —no estuvieran separados en la muerte.
Jane hablaba con él acerca de la reina. Estaba un poco apenada por ella. Hastings creía que la conciencia la atormentaba. ¿Acaso había hecho mal a la reina al quitarle a su marido? Hastings reía al pensar en esto. Eduardo había tenido muchas queridas y el hecho de que Jane fuera su favorita no había dañado en modo alguno a la reina.
El rey estaba en el palacio de la Torre, y no se impedía que lo viera quien quisiera verlo, excepto su madre, su hermano y sus hermanas, que estaban en Santuario. Nadie les impedía ir a visitarlo, pero lo que podía pasarles si lo hacían era incierto.
El rey quedó encantado al ver a Hastings, porque sabía que era el mejor amigo de su padre. Sabía que su madre no simpatizaba con Hastings, y tenía una vaga idea de que esto se debía al hecho de que los dos habían salido mucho juntos de francachela y andado en aventuras con mujeres. Era comprensible. Pero de todos modos, Eduardo se sentía atraído por Hastings.
Hastings poseía un encanto similar al del difunto rey. Era apuesto, de palabra fácil y hacía que un joven rey, que no se sentía muy seguro de sí, estuviera totalmente cómodo en su presencia. Era muy distinto a su tío Gloucester, siempre tan serio, que lo hacía sentirse molesto. También lo visitaba la señora Jane Shore. Nadie se lo impedía, y él siempre había simpatizado con ella. Era muy alegre y, al mismo tiempo, parecía entender que él se cansaba rápidamente y que, cuando le sangraban las encías y le dolían los dientes, se mostraba algo irritable.
Jane decía:
—¿De nuevo esas encías, eh? No es en verdad nuestro rey quien me frunce el ceño.
Ella entendía que él no quería sufrir, pero no podía evitarlo; y esto hacía que él se sintiera mucho mejor.
—Desearía ver a mi madre —decía él—. Quiero que venga aquí. ¿Por qué tiene que ocultarse?
—Puedo ir al Santuario y decirle que queréis verla.
—¿Lo haréis, Jane?
—Naturalmente. Nada me impide visitarla.
—Soy el rey. Yo debo decidir quién va allí.
—Lo haréis a su debido tiempo.
—Todos podrían pensar que el rey es mi tío Ricardo. Quisiera que mi hermano, Richard, viniera aquí. Podríamos jugar juntos y no me sentiría tan solo.
—Iré al Santuario y le diré lo que decís —le prometió Jane.
Más tarde habló a Hastings de la tristeza del pequeño rey.
—¡Pobre niño, porque no es otra cosa, estar allí en la Torre, en medio de tanta ceremonia! No creo que le guste mucho su pariente. Prefiere a su familia. Sé que no te gustan los Woodville, William, pero se adoran entre sí.
Hastings quedó pensativo. No quería a los Woodville. Siempre habían sido sus enemigos, especialmente desde que Eduardo le había otorgado la gobernación de Calais. De poder hacerlo, lo hubieran destruido. Había apoyado a Gloucester porque estaba tan en contra de los Woodville, y había pensado ser el brazo derecho de Gloucester, como lo había sido de Eduardo. Pero había llegado Buckingham... Buckingham, que nunca había hecho nada hasta el momento. Y ahora estaba firmemente asentado junto al Protector, de manera que todos los demás quedaban relegados a segundo término.
Hastings sentía que sus sentimientos cambiaban día a día en contra de Gloucester. Tal vez Jane tuviera algo que ver en esto. Ella simpatizaba con los Woodville. Tenía la ridícula noción de que debía algo a la reina por haberle quitado el marido. Los Woodville eran poderosos, aunque Rivers y Richard Grey estuvieran presos, Dorset desterrado y la reina y su familia en Santuario.
Entonces Hastings empezó a pensar —con un poquito de impulso dado por Jane— que, de la misma manera que uniéndose a Gloucester contra los Woodville él había promovido a Gloucester, quizás fuera posible relegar a Gloucester a un plano secundario apoyando a los Woodville. Las visitas al joven rey le habían mostrado claramente dónde estaban las simpatías del muchacho. El rey quería estar con su familia, confiaba en su familia: había sido educado por los Woodville, creía en la grandeza de estos y en su bondad, y había aprendido bien la lección. Quien deseara ser amigo del rey, tenía que ser amigo de los Woodville.
Esto último decidió a Hastings. Había terminado con Gloucester, que se había aficionado tanto a Buckingham, que casi no dejaba lugar para nadie más, pese a que, de no haber sitio por Hastings, el rey hubiera sido coronado antes de que Gloucester estuviera siquiera enterado de la muerte de su hermano. Bien, se uniría a los Woodville. Tantearía el camino con ellos y lo primero era hacer saber a la reina que su corazón había cambiado.
—Si voy al Santuario mi presencia sería notada —en seguida— dijo Hastings—. Gloucester se enteraría y me haría arrestar sin pérdida de tiempo.
—He prometido al rey que visitaré a su madre —dijo Jane—. Podría llevar un mensaje de tu parte.
De manera que así quedó arreglado y Jane Shore empezó a visitar con frecuencia el Santuario.
Isabel estaba encantada de verla, de recibir noticias del rey. Y de recibir los informes de que Hastings se apartaba de Gloucester y estaba dispuesto a ponerse de parte de ella y de su familia. Esto la llenó de esperanza.
William Catesby, hablaba seriamente con el duque de Gloucester. Ricardo confiaba en Catesby; había en el hombre una sinceridad que había percibido desde el primer momento. Era versado en leyes y podía dar consejos útiles sobre el asunto. Eran hombres como Catesby y Ratcliffe los que Gloucester quería tener a su alrededor.
Estaba inquieto por Hastings. El hecho de que hubiera tomado a Jane Shore como amante era chocante para Ricardo. Aunque siempre le había desagradado el estilo de vida de su hermano y, aunque aquel lado de su carácter era una mancha en el ídolo, lo había aceptado en Eduardo, pero no podía hacer lo mismo con Hastings. Él personalmente había llevado una vida comparativamente virtuosa: había sido fiel desde su casamiento, y sólo antes había tenido una querida y dos hijos ilegítimos.
Sabía que debía hacer concesiones, pero Hastings había sido licencioso y disfrutaba siéndolo: era él, según decía la reina, quien había arrastrado al rey a locas aventuras sexuales. Y ahora Hastings estaba con Jane Shore, que ya había pasado por las manos de Dorset. Ricardo se sentía bastante asqueado.
Esto le había hecho apartarse de Hastings En verdad no quería que el hombre formara parte de su grupo de consejeros. Personalmente simpatizaba con él. Hastings era un hombre que sabía encantar: era influyente y había que tratarlo con cuidado.
Y ahora se presentaba Catesby, con una historia perturbadora.
Catesby había trabajado muy cerca de Hastings. Hastings había sido para él una especie de protector, que lo había ayudado en su carrera: lo había hecho progresar notablemente en los condados de Northampton y Leicestershire, y era Hastings quien lo había nombrado por primera vez a Ricardo.
Ricardo había simpatizado en seguida con el hombre y le había dado un lugar entre sus consejeros. Ahora era muy inquietante que Catesby hablara de aquella manera de Hastings.
Hastings confiaba en Catesby. Hastings era un poco como el difunto rey, en el sentido de que aceptaba lo que quería aceptar, y miraba para el otro lado si algo le desagradaba.
Hastings no debía ser tan confiado.
Catesby decía que no podía creer que fuera cierto, pero que temía que lo fuera. Hastings estaba en comunicación con la reina.
—¿Cómo? —preguntó Ricardo.
—Por medio de Jane Shore. Ella visita a la reina en el Santuario. La he vigilado. He pagado a gente en el Santuario para que escuchen lo que hablan la reina y la señora Shore.
—¿Y Hastings?
—Señor: está dispuesto a traicionaros, a ponerse del lado de los Woodville, sacar a la reina del Santuario y levantar al pueblo para que se ponga a favor del rey. El rey cree que su madre y su tío no pueden hacer ningún mal.
—Lo sé de sobra —dijo Ricardo—. Me lo ha mostrado claramente.
—Hastings me ha sugerido lo que hay en su mente —dijo Catesby—. Confía en mí. Cree que soy hombre suyo. Pero os debo lealtad a vos, señor, no a Hastings. Por eso he tomado a mi cargo la penosa tarea de deciros lo que él piensa y lo que he descubierto acerca de él.
—Es una penosa sorpresa para mí —dijo Ricardo—. Confiaba en Hastings. Era el mejor amigo de mi hermano.
—Señor: no debéis confiar en él.
—Quedad tranquilo: no confiaré, y si descubro que en verdad hay un complot, sabré cómo actuar.
Catesby dijo:
—Entonces he cumplido con mi deber.
—Os lo agradezco. Hay que ocuparse de esto. Entretanto, vigilad. Hacedme saber si hay más comunicaciones entre ellos. Averiguad todo lo que podáis acerca de la conducta de Hastings.
Catesby juró hacerlo.
Cuando se fue, Buckingham visitó a Ricardo, y fue informado de lo que había revelado Catesby.
Buckingham escuchó atentamente.
—Hastings siempre ha sido un tonto —dijo— y sólo hay una manera de tratar a los traidores, por tontos que sean.
—Eso pienso —dijo Ricardo—. Pero todavía hay cosas por descubrir. Buckingham, hay otro asunto de gran importancia que debo deciros. Stillington vino a verme con una extraña revelación. Dice que mi hermano no estaba casado con Isabel Woodville.
—¿Es posible?
—Es lo que él dice. Stillington casó antes a mi hermano con lady Eleanor Butler.
—¡Dios me valga! ¡La hija del viejo Shrewsbury! Eleanor era mi sobrina... hija de mi hermana. Por cierto más adecuada para ser reina de Inglaterra que esa mujer Woodville.
—Sí, tenéis razón. Eleanor Butler se metió en un convento y murió allí, pero eso pasó muchos años después de lo que mi hermano llamaba su casamiento con Isabel Woodville.
—Entonces, Ricardo, vos sois el rey de Inglaterra.
—Así parece... si Stillington ha dicho la verdad.
—¿Por qué no iba a decirla?
—Son cosas de mucho peso. Hay que probarlas.
—Dios, claro que sí. Y cuando se prueben... Es una buena noticia. Tendremos un rey maduro, un rey que sabe gobernar. No habrá regencia... ni protectorado... ni niño rey. Es una respuesta del cielo.
—No tan rápido, milord. Primero hay que probarlo. Hay mucho que hacer. Lo que más temo es sumergir a este país en la guerra civil. Estamos hartos de eso. No queremos más guerras.
—Pero debéis ser proclamado rey.
—Todavía no. Esperemos. Hay que probar primero. Veamos cuál es el estado de ánimo del pueblo.
—El pueblo aclamará a su rey verdadero.
—Primero hay que asegurarse de que están dispuestos a hacerlo.
Ricardo miró fijamente al frente. Había revelado el secreto. No dudaba de que las consecuencias serían tremendas.
Fue un descubrimiento devastador. Los hombres como Buckingham pueden actuar precipitadamente. La idea de Buckingham era que Ricardo debía reclamar en seguida el trono. Era lo que Buckingham hubiera hecho de estar en su posición. Lo cierto es que Buckingham creía que él también tenía derecho al trono; un derecho muy débil es verdad, pero a veces demostraba claramente que era consciente de esto.
Ricardo se encontraba en un dilema. Quería mandar, porque sabía que era capaz de hacerlo. Lo había demostrado pacificando el norte. Quería que el país siguiera próspero y en paz, y lo que menos deseaba era la guerra civil.
El joven rey le cobraba día a día más antipatía, y uno de los motivos era que Ricardo tenía presos a lord Rivers y a Richard Grey y el hecho de que su madre estuviera en Santuario. El joven Eduardo culpaba de esto a Gloucester, lo que era bastante lógico; pero el rey no entendía que su madre y sus parientes maternos iban a arruinar el país si alguna vez lograban el poder total. Lord Rivers era en verdad un hombre encantador: campeón de los torneos, bien parecido como todos los Woodville; era como un santo cuando recordaba que debía serlo, pero tan ávido como el resto de la familia, y quería dominar al rey. Era lo que querían todos los Woodville. Y también Ricardo, esa era la verdad. La diferencia era que Eduardo IV había nombrado a su hermano como Protector y tutor del rey, porque sabía —como sabía Ricardo— que sólo Gloucester era capaz de gobernar el país sabia y tranquilamente como lo había hecho el difunto rey.
Pero al rey no le gustaba su tío. La única forma en la que Ricardo podía conquistarlo era liberando a los Woodville y, si lo hacía, tendría que convertirse en uno de ellos. Ya había muchos y habían conquistado tanto poder y riqueza durante la vida de Eduardo, que Ricardo iba a quedar absorbido por ellos. Se convertiría en una figura menor. De hecho sería un seguidor de los Woodville. Significaba también que tendría que sacrificar a sus amigos Buckingham, Northumberland, Catesby, Ratcliffe... Era imposible. Él, un Plantagenet, convertido en apéndice de los Woodville. La alternativa era tomar personalmente el poder. Y tenía todo el derecho para hacerlo En primer lugar había sido nombrado por su hermano como Protector del reino y del joven rey, Y ahora Stillington había venido con aquella revelación. Si era verdad que su hermano no estaba legalmente casado, con Isabel Woodville, él, Ricardo de Gloucester, era el legítimo rey de Inglaterra.
Podía tomar el poder con la conciencia limpia. Si la gente lo aceptaba como rey, él impediría la guerra civil. Gobernaría en paz, como lo había hecho su hermano Era su deber tomar la corona. También se estaba conviniendo en su mayor deseo.
Pero debía actuar con cautela. Rara vez se precipitaba. Le gustaba pesar una situación, decidir cómo actuar, considerar luego las consecuencias… las buenas y las malas, porque siempre hay lo bueno y lo malo en todos los asuntos.
Había que probar que existía el casamiento con Eleanor Butler. Las consecuencias serían tan abrumadoras que no había que precipitar una decisión. Necesitaba tiempo para pensarlo.
Entretanto, había otros asuntos urgentes. Hastings, por ejemplo, Hastings tenía gran poder. Él lo había creído leal. Hastings le había avisado la muerte del rey y la necesidad de ir preparado a Londres. Esto lo había puesto alerta en verdad. Sin aquel aviso no se hubiera enterado de la muerte de su hermano hasta después de la coronación del joven Eduardo, y entonces hubiera sido demasiado tarde. Debía algo a Hastings.
Pero Hastings estaba en contacto con Isabel Woodville; había visto al rey. Jane Shore llevaba mensajes al Santuario. Complotaban contra él. Ricardo detestaba, sobre todo, la deslealtad. Su divisa era “La lealtad me obliga”, porque representaba tanto para él.
Si Hastings lo engañaba merecía morir, y debía morir, porque iba a ser el vínculo entre el rey y los Woodville y, si la conspiración seguía adelante, sería el fin de Ricardo. Sabía qué no iban a tener escrúpulos en cortarle la cabeza. Lo odiaban y lo temían, y el rey daría rápidamente su consentimiento.
Debía actuar rápido. Mandó buscar a Richard Ratcliffe, un hombre de confianza. Ratcliffe había sido Controlador de la Casa de Eduardo y su hábil manejo de los negocios había despertado el interés de Ricardo. Provenía de Lancashire y Ricardo conocía a su familia en el norte. Era un hombre de confianza.
—Quiero que vayáis a toda prisa a York. Tomad esta carta mía, que debe ser depositada en manos del alcalde. Quiero que junte hombres y venga al sur para apoyarme, y que lo haga en seguida.
Había escrito que necesitaba hombres y armas para que lo apoyaran contra la reina y sus parientes, grupo que, estaba seguro, intentaba destruirlos a él y a su primo, el duque de Buckingham; como los miembros más antiguos de sangre real en el reino.
—Esto —dijo Ricardo— es de máxima importancia. La demora puede costarme la vida. Recalcadlo a mis buenos amigos del norte.
—Lo haré, milord, y parto en seguida.
Richard Ratcliffe tomó las cartas y partió.
Pero Ricardo de Gloucester sabía que no podía esperar recibir ayuda del norte.
El viernes. 13 de junio, dos días después de la partida de Ratcliffe para el norte, El Protector había convocado al Consejo para una asamblea en la Torre. No había nada raro en esto, porque las asambleas ocurrían con frecuencia, y generalmente se elegía la Torre para que tuvieran lugar.
Entre los que debían participar estaba el arzobispo Rotherham, Morton, obispo de Ely, lord Stanley y lord Hastings.
Ricardo sabía exactamente lo que debía hacer.
Iba a ser muy desagradable, pero había que hacerlo. Era eso o su propia cabeza y el desastre para Inglaterra, tal como lo veía. De manera que no debía retroceder ante su deber. Su hermano no lo había hecho cuando era necesario. Clarence había firmado su sentencia de muerte cuando había provocado a Eduardo con la ilegitimidad de sus hijos.
Eduardo había sido fuerte, como iba a serlo Ricardo.
Era una hermosa mañana. El sol ponía reflejos centelleantes en las aguas del Támesis, mientras avanzaba la barca que lo conducía. Bajó y miró a lo largo del río, y después enfrentó la Torre. El rey estaba allí... en el palacio. Debía seguir allí hasta que el Protector decidiera cuál era la mejor manera de actuar.
Cuando iba a entrar en la cámara del Consejo encontró al obispo Morton. Se mostró afable, aunque, en el fondo de su corazón desconfiaba del obispo. Un firme lancasteriano que había cambiado de bando y servido a Eduardo de York cuando le había convenido hacerlo. Ricardo no simpatizaba con esta clase de hombres; hubiera sentido más respeto por el obispo si se hubiera negado a servir a Eduardo y se hubiera exiliado. Pero no iba a hacer esto el ambicioso obispo. Estaba muy cómodo en su casa en Ely, rodeado por magníficos jardines.
—He oído que vuestras fresas son especialmente buenas este año, obispo —dijo Ricardo.
—Así es, milord. El tiempo les ha sentado.
—Espero que me daréis oportunidad para probarlas.
—Será un honor, señor. Os las enviaré a Crosby Place. No dudo de que le gustarán a lady Anne.
—Gracias, obispo.
Stanley, Rotherham y, Hastings habían arribado. Todos parecían aliviados. Era evidente que no tenían noción de lo que iba a suceder.
Ricardo ocultó el desagrado que sentía al ver a Hastings. Sin duda venía de estar con Jane Shore. Estaba animado, más joven últimamente. Era evidente que disfrutaba de la compañía de la favorita del difunto rey.
La asamblea se desarrollaba y, tras un rato, Ricardo dijo:
—Señores, os ruego que prosigáis sin mi presencia. Debo asistir a algo. No tardaré.
Fue la primera sugerencia que tuvieron los miembros del Consejo de que algo raro sucedía aquella mañana. Que Ricardo los dejara de este modo era desusado. Era como si se estuviera preparando para alguna prueba y quisiera fortalecerse antes de intentarlo.
Hastings pensaba que, aunque Gloucester se mostraba frío, estaba preocupado. Por ejemplo, no había mirado ni una sola vez a Hastings. ¡Y aquella charla sobre las fresas de Morton! Era natural. Hastings pensó: lo imaginaba. Es a causa de Jane. Ella estaba preocupada, porque él se estaba metiendo profundamente en la conspiración de la reina.
Ricardo volvió. Parecía otro hombre, no el que había dejado la cámara del Consejo. Su cara estaba pálida; había una amarga decisión en sus ojos.
Habló tranquilo, pero con firmeza.
—Señores, sabéis muy bien a quién mi hermano estableció como custodio de su hijo, ¿verdad?
—En verdad que sí, señor. Fuisteis vos... su hermano.
—Es verdad. Pero hay traidores que quieren privarme de mis derechos... que quieren destruirme. ¿Qué castigo merecen los culpables de esto?
Nadie habló. Todos estaban atónitos, tomados desprevenidos.
—No me contestáis. ¿Qué pensáis vos, lord Hastings?
—Bueno, milord, si han hecho esto, merecen ser castigados.
—¿Sean quienes sean, lord Hastings, sean quienes sean? Y os diré quiénes han querido traicionarme. Nombraré a los traidores. Han conspirado contra mí... la reina en primer término... y Jane Shore, la querida de mi hermano. Las dos han trabajado juntas., en contra de mí.
Hastings sintió que se le aflojaban las rodillas de miedo, al oír el nombre de Jane. Supo lo que se venía. Sabía que las visitas de Jane al Santuario habían sido notadas. Gloucester sabía...
Todo era tan rápido que no podía pensar claramente. Sólo pudo mirar los feroces ojos del Protector, que brillaban en su cara pálida.
—Si esas mujeres han conspirado contra mí, son traidoras... ¿Cuál es el destino de los traidores?
Se produjo un silencio alrededor de la mesa. Todos los ojos estaban fijados en Gloucester. Él se volvió hacia Hastings.
—Os calláis, milord. Decidnos cuál debe ser el destino de esas... traidoras.
Hastings hizo un esfuerzo y habló.
—Si han hecho eso y se les puede probar... —empezó.
Ricardo se volvió hacia él.
—Me contestáis diciendo “si lo han hecho”, “si se puede probar” Os digo una cosa: lo han hecho. Y vos habéis participado con ellas en la traición. —Dio un puñetazo en la mesa con tal violencia que algunos de los presentes retrocedieron en sus sillas—. Pagaréis con vuestro cuerpo, lord Hastings.
Se produjo un momento de silencio. Por medio segundo Ricardo vaciló. Miraba a Hastings. Había querido a este hombre, el mejor amigo de Eduardo. Eduardo había disfrutado mucho en su compañía. Pero esto hacía que el remedio fuera más necesario. Hastings sabía que Eduardo lo había nombrado Protector, pero estaba dispuesto a traicionar, no sólo a Ricardo, sino también a Eduardo.
No podía ablandarse: tenía que ser duro. Todo dependía de cómo actuara en este momento.
Miró fijamente a Hastings.
—Juro no comer hasta que vuestra cabeza quede separada del cuerpo. Sois un traidor, Hastings, y la recompensa de los traidores es la muerte.
Golpeó la mesa. Era la señal que esperaban sus guardias. Entraron gritando:
—¡Traición!
Ricardo miró a los guardias y las caras de los hombres alrededor de la mesa, que eran cenicientas.
—Arrestad a estos hombres —gritó Gloucester, señalando a Rotherham, Morton y Stanley—. Llevadlos. Pero no a lord Hastings. No... a Hastings. Tú, traidor, morirás ahora.
Era la señal. Los guardias se apoderaron de los cuatro hombres. Rotherham y Morton fueron llevados a los calabozos de la Torre; Stanley fue a su casa, bajo custodia; pero Hastings fue llevado en seguida al Green, y se encontró un sacerdote para que lo asistiera, para que pudiera ser ejecutado inmediatamente.
Hastings, todavía atónito, estaba de pie en el Green. Era tan súbito aquello. Aquella mañana se había despedido de Jane, ahora su adorada querida, como él siempre había deseado que fuera, diciéndole que pronto volvería a su lado.
Había sido feliz. Es verdad que estaba metiéndose en una conspiración, pero esto daba cierto color a su vida. Había sido atolondrado, tonto; nunca había simpatizado con los Woodville. Ahora veía lo loco que había sido al unirse a ellos. Gloucester era un hombre fuerte. Eduardo lo había comprendido al nombrarlo Protector.
Y esta era la recompensa de su locura. Este era el fin.
No había tajo, pero los hombres habían ido a la Torre, y habían encontrado un trozo de madera que podía servir.
El aire suave y embalsamado le acariciaba la cara cuando Hastings apoyó la cabeza en el tajo improvisado y murió.
Los gritos de “Traición” habían resonado en la ciudad y los aprendices se habían precipitado a la calle, blandiendo cualquier arma que pudieron encontrar, mientras los comerciantes se preparaban a defender sus tiendas, y el alcalde estaba disponiéndose a reunir fuerzas. Había traición en el aire. Si iba a haber batallas, Londres debía protegerse.
Ricardo mandó en seguida un heraldo a las calles, que cabalgó resonando una trompeta y pidiendo al pueblo que escuchara lo que tenía que decir. No había motivo de alarma. Lo único que sucedía es que había sido descubierta una conspiración, y los responsables habían recibido su merecido. Lord Hastings había conspirado para destruir al Protector y al duque de Buckingham, y se había hecho decapitar al hacer esto. Todos sabían que Hastings había arrastrado al rey a una vida licenciosa, y Hastings era ahora amante de Jane Shore, la querida del difunto rey, una puta y una bruja. Había estado la noche antes con Jane Shore, ya se había revelado que la mujer estaba implicada en la conspiración.
—Dejad vuestras armas, buenos ciudadanos —gritaba el pregonero—. El peligro ha pasado gracias a la rápida actuación del Protector.
Los londinenses quedaron encantados de hacer esto. No querían revueltas. Pero la multitud siguió en las calles, preguntándose qué pasaría ahora. Era una situación inquieta. Un rey menor de edad era siempre fuente de dificultades. La reina estaba en Santuario y los Woodville declinaban. Esto era bueno. Los londinenses nunca habían querido a los voraces Woodville. Y allí estaba el lord Protector, que había demostrado ser un digno dirigente en el norte, para cuidar del país.
—Si el lord Protector tomara la corona —decían —no estaría tan mal.
—Está el pequeño rey —replicaban algunas mujeres.
—Los reyes pequeños crean dificultades —les contestaban.
Pero todos estaban encantados de que no hubiera lucha en las calles.
Ricardo convocó en seguida al Consejo para explicar los motivos de su rápida actuación. Siempre era peligroso ejecutar hombres sin haberlos juzgado antes.
No hubo nadie, entre los presentes, que no entendiera la necesidad de una acción rápida. Muchos sabían que Hastings ya no era leal a Ricardo. También conocían su relación con Jane Shore y era un hecho que la esposa del orfebre visitaba al rey y a la reina. Todo era muy plausible. Gloucester había hecho lo que hace cualquier hombre fuerte.
Ricardo estaba ansioso por mostrar que no guardaba rencor personal a Hastings. El difunto rey había pedido que Hastings fuera enterrado a su lado, de manera que Ricardo ofreció que el cuerpo fuera llevado a Windsor y enterrado allí en la capilla de St. George, que Eduardo había empezado a construir y que todavía estaba incompleta. La viuda de Hastings, Katherine, no sería privada de sus riquezas, Ricardo la lomaba bajo su protección.
Afirmó que Jane Shore, privada de sus protectores, era de escasa importancia, era una ramera y, como tal, debía cumplir una penitencia y ser privada de sus posesiones. La entregaría a la Iglesia, que decidiría cuál iba a ser esa penitencia y, una vez que la cumpliera, la mujer sería olvidada. Él no haría nada contra ella. Su hermano la había amado y él lo recordaba. La penitencia y la pérdida de los bienes que su hermano y otros le habían dado, eran castigo suficiente.
Ahora, a asuntos más importantes.
Había que convencer a Isabel Woodville para que saliera del Santuario. Si lo hacía, podía ir a vivir con el rey, y él y el duque de York estarían juntos, como deseaban: lo mismo se aplicaba a las hijas del rey.
Pero, si la reina se negaba a dejar el Santuario y no se la podía obligar a hacerlo, entonces le quitarían al duque de York.
El Consejo estuvo de acuerdo en que se le debía dar la elección.
Corrían muchos rumores, no sólo en Londres sino en todo el país.
Primero estuvo el espectáculo de Jane Shore, caminando descalza por las calles, vistiendo un cilicio de arpillera, con un cirio encendido en la mano.
Era la última degradación. Habían querido humillarla y en verdad lo habían logrado.
Estaba destrozada por el dolor. Se echaba la culpa de la muerte de Hastings. Ella lo había metido en la conspiración con la reina. De no ser por ella, él estaría ahora vivo.
Podía ver la gente mientras caminaba; la rodeaban, los ojos llenos de curiosidad, con malicia, con placer. La habían envidiado una vez, cuando era la querida adorada del rey. La habían aplaudido con frecuencia. Y ella siempre había procurado hacer lo que podía por la gente. Ellos lo sabían y la querían por eso. Pero, en ocasiones como esta, no era aquélla gente la que venía a regodearse: eran los malignos, los envidiosos, los que se consideraban virtuosos.
¡Puta! le gritaban. Bueno, tal vez lo fuera. Una ramera no dejaba de serlo por ser la ramera del rey.
No Ella había amado al rey, había amado a Hastings. El orfebre... no. nunca lo había amado, pero había sido un matrimonio forzado por su padre. La relación con Dorset no había sido buena. Estaba avergonzada de esto. Pero, ¿dónde estaba ahora Dorset?... Conspirando en alguna parte contra el Protector.
El Protector la despreciaba. Ella creía que siempre había sido así. Sabía que había lamentado que el rey la quisiera. El Protector era frío, altivo pero justo, creía ella. Podía haberla condenado a muerte, en lugar de entregarla al obispo de Londres.
Estaba segura de que, recordando cuánto la había querido el rey su hermano, el Protector se había mostrado compasivo.
Aquel horror pasaría.
Le sangraban los pies por las duras piedras; sentía los ojos clavados en ella, siguiéndola. Entró en la catedral con su cirio, para confesarse una vez más ante la cruz de San Pablo.
Todos los ojos la miraban. Todos se maravillaban: ella, que estaba tan alto, había caído ahora tan bajo...
Jane estaba desolada. Eduardo había muerto. Hastings había muerto.
¿Qué le quedaba ahora?