UN TONEL DE VINO DE MALMSEY
Isabel, duquesa de Clarence, se sentía muy mal. Temía el parto, que ya era inminente. Nunca olvidaría el primero, que había sucedido cuando estaba en alta mar, con su padre, su madre y su hermana Anne. Su padre se había visto forzado a abandonar Inglaterra con su familia y, aunque ella había estado encinta de ocho meses y no podía viajar, se había visto forzada a hacerlo.
La angustia de aquellos momentos, los sufrimientos que había padecido para dar a luz una criatura muerta, habían quedado grabados en ella y, aunque había tenido dos hijos sanos, Margaret y, dos años después, Edward, todavía tenía miedo.
Hubiera deseado estar en compañía de Anne o de su madre. Pero estaban en Middleham. La condesa ya era bastante vieja y Anne no gozaba de buena salud.
Procuraría no preocuparse, vencería la tremenda debilidad que la agobiaba, olvidaría las molestias de su estado y recordaría que, después de todo, eran normales.
Tenía una criada muy buena, que le había enviado la reina. La mujer no era joven y parecía muy experta. La reina se había mostrado muy amable, e Isabel suponía que Eduardo le había pedido que lo hiciera, porque el rey estaba ansioso por mostrar que no guardaba a George rencor por haberse unido al padre de Isabel y luchado contra él.
La mujer que Isabel había enviado era Ankarette Twynhoe, y hacía cierto tiempo que estaba al servicio de la reina. Isabel dio la bienvenida no sólo a la mujer, sino que agradeció la bondad de la reina por enviársela.
Isabel suspiraba por la paz. Con frecuencia recordaba los días en Middleham cuando ella, Anne, Ricardo y George cabalgaban juntos, jugaban y no pensaban en el futuro. O quizás George pensaba. Él siempre quería ganar en todo, galopar más rápido, lanzar más lejos sus flechas... George siempre había sido así. Le gustaba mostrar su superioridad sobre los otros, cosa que lograba fácilmente, ya que era mayor y decididamente más alto y más hermoso que Ricardo. George era vanidoso, exageraba sus éxitos, ignoraba sus fallas. Era muy distinto a Ricardo. Y la gente prefería a George. George era siempre la persona más hermosa, cuando no estaba junto a su hermano Eduardo, que sobrepasaba a todos. Isabel, que había llegado a conocer muy bien a George antes de casarse con él, se había dado cuenta de que George odiaba a su hermano. No a Ricardo... no tenía nada que odiar en él, ya que se consideraba superior en todo sentido, sino a Eduardo. Había visto que los ojos le cambiaban de color cuando se mentaba el nombre del primogénito; lo había visto apretar los puños, poner tensos los músculos, y se había dado cuenta de que el odio crecía en él, porque a veces, en la intimidad de sus apartamentos, se había entregado a toda su furia.
George nunca perdonaría al destino haber hecho que Eduardo fuera el mayor. De no ser por esto, George habría sido rey; y lo que más deseaba George en el mundo era ser rey. Por eso se había unido al padre de Isabel contra su hermano. Warwick debía haberle prometido que iba a hacerlo rey, pero ella sospechaba que su ingenioso padre nunca hubiera permitido esto. Ella se había sentido desconsolada cuando había surgido la querella entre el rey y su padre. Sabía que llamaban a Warwick el Hacedor de Reyes, y no era un título vacío; pero estaba segura de que había sido un gran error que se apartara de Eduardo.
¡Pobre George! Curiosamente ella lo amaba y, lo que era todavía más raro, él la amaba a ella. Tal vez la debilidad de ella lo atraía, porque él era muy fuerte, pero siempre se había mostrado tierno, y ella escuchaba sus grandiosos planes. Lo alentaba. Quería saber qué había en la mente de él. Él le hablaba a veces de los planes más locos, y en todos aparecía el odio a su hermano y la meta de todos los planes era siempre la misma: George ya no era duque de Clarence, sino que era coronado en la Abadía como rey de Inglaterra.
A veces ella pensaba cuál sería el resultado de todo esto y en los últimos días se preguntaba si estaría para verlo.
Esto estaba mal. Las mujeres a veces sentían estas cosas cuando un embarazo las asustaba. Su tos había empeorado y tenía dolores en el pecho. Ella y Anne se resfriaban con facilidad. En el castillo de Middleham su madre las había cuidado y, apenas había una tosecilla, las metía en cama, con fomentos en el pecho. Pero su madre estaba ahora con Anne, y vivían en el norte, y ella estaba en Gloucestershire, que era uno de sus condados favoritos. Le gustaba a George y, por eso, le gustaba también a ella.
Mandó llamar a Ankarette, que vino en seguida.
—¿No os sentís bien, milady?
—Es el pecho... me duele. No es nada. Lo he tenido antes... con frecuencia.
—Quizás sea mejor que os acostéis, milady. ¿Permitís que llame a vuestras mujeres?
Isabel cabeceó.
—Pienso, señora, que quizás convendría que fueseis a la nueva enfermería en la abadía de Tewkesbury. Allí os cuidarán bien.
—Sí, creo que esas enfermerías monásticas son muy buenas.
—Graciosa señora, la reina tiene mucha fe en ellas, como ya sabéis.
—En verdad así es —dijo Isabel—. Tal vez iré.
—¿Queréis que haga los preparativos, milady? —preguntó Ankarette.
La enfermería de la abadía de Tewkesbury era un lugar muy grato. Ankarette la acompañaba, porque Isabel había expresado el deseo de que la enviada de la reina la atendiera hasta el nacimiento de la criatura, y la reina había dicho que Ankarette se quedaría todo el tiempo que Isabel lo creyera necesario.
George fue a visitarla a Tewkesbury. Quedó alarmado al verla. Estaba muy pálida. Pronto iba a dar a luz, y nunca había sido muy fuerte, pero ahora parecía muy enferma. Él quería a Isabel, no sólo porque le había traído vastas propiedades sino porque lo apaciguaba; escuchaba sus locos sueños y los deslumbrantes premios que anhelaba; ella parecía creer siempre en él y él necesitaba un auditorio. No podía decir a nadie las cosas que decía a Isabel. Sería traición a la vista; pero, con su mujer, se sentía a salvo. Ella nunca iba a traicionarlo, siempre estaba de su parte. George la necesitaba.
Como estaba preocupado miró a su alrededor buscando echar a alguien la culpa por el estado en que encontraba a su mujer.
—¿Quién es esa nueva mujer que siempre te atiende? —preguntó.
—¿Te refieres a Ankarette? Me la ha mandado la reina. Es muy buena y hace tiempo que está al servicio de la reina.
George gruñó:
—No entiendo por qué los Woodville nos han mandado a esa mujer.
—Fue sólo la reina... de mujer a mujer. Sabe que no he estado bien y dice que Ankarette es una enfermera excelente. Insistió en que la recibiera.
George cabeceó y le preguntó por su salud. No estaba contento con el lugar. Era frío y un monasterio no era lugar para un parto, especialmente uno de tanta importancia.
George no podía mirar a sus hijos sin pensar en ellos como herederos del trono.
—Te llevaré de vuelta al castillo de Warwick —dijo—. Allí estarás atendida como se debe.
Isabel sonrió. No le importaba mucho el lugar.
Era noviembre cuando llegaron al castillo de Warwick. El niño debía nacer en las próximas semanas y todo estaba preparado. Pero, con el correr de las semanas, la tos de Isabel empeoró y Ankarette y las otras mujeres empezaron a preocuparse seriamente.
Tres días antes de Navidad nació la criatura, y quedó claro que no sólo le iba a ser difícil sobrevivir, sino que también Isabel estaba en grave peligro. No se recuperó del parto. Fue muy sombría aquella Navidad en el castillo de Warwick. En su cuna el bebé yacía, pequeño y arrugado, rechazando todo alimento, inmóvil.
El 1 de enero se unió a su madre.
George fue a Warwick y quedó abrumado de dolor.
¡Isabel muerta! Estaba desolado. Hubiera querido hablarle de sus planes; había anhelado dar la bienvenida al nuevo niño. ¡Muertos, ambos!
La vida era cruel con él. Le había negado una corona y ahora le arrebataba su mujer y su hijo.
Lloró lágrimas genuinas. Echaría de menos a Isabel. Nunca querría a nadie tanto como la había querido a ella.
Miró con ojos encapotados a las mujeres que había en la cámara. Estaba resentido contra ellas, porque estaban vivas e Isabel muerta.
Volvió a la corte. El lugar zumbaba con la noticia de la muerte del duque de Borgoña. Margaret, la hermana de George, era ahora viuda y el hijo del duque había muerto antes que su padre, pero el duque dejaba una hija, Marie, heredera de los vastos estados de Borgoña, siendo por esto la heredera más rica de Francia, o de Europa.
Era una situación interesante.
Nadie reemplazaría a Isabel en su corazón, claro está, pero un hombre en su situación debía casarse y, al hacerlo, lo haría de manera ventajosa no sólo para él sino para su país.
Tal vez era demasiado pronto para pensar en casarse de nuevo, estando Isabel todavía caliente en su tumba, pero asuntos de este tipo no podían esperar. La heredera de Borgoña podía ser arrebatada a toda velocidad. Era algo de lo que se podía estar seguro. Mencionó la posibilidad a Eduardo.
—Sería una ventaja para Inglaterra que los estados de Borgoña estuvieran en manos inglesas —dijo.
Eduardo quedó pensativo. Lo último que pensaba hacer era dar su consentimiento para un casamiento entre su hermano y Marie de Borgoña. Sabía que el duque de Borgoña creía tener derecho al trono inglés... un derecho muy frágil, es verdad. Su madre, Isabel de Portugal, era nieta de John de Gaunt. Esta prevención, por débil que fuera, fortalecería a Clarence. Y no debía haber un acuerdo entre Clarence y Borgoña.
Discutió el asunto con Hastings.
—Mi hermana Margaret, duquesa de Borgoña, siempre ha favorecido a George. Dios sabe por qué. Pero era un niño atractivo en el tiempo en que ella lo veía, y, en las familias, la gente tiene favoritos. Tal vez Margaret influya en Marie para que lo acepte.
—Nunca lo permitiréis —dijo Hastings.
—Por Dios, no. Quisiera sacarlo del país... pero no que fuera a Borgoña. Con ese supuesto derecho, ya podéis imaginar lo que planearía.
—Lo veo en verdad —dijo Hastings.
Mientras el rey pensaba en esto y se preparaba para rechazar a Clarence, Isabel le mencionó el asunto.
—Una unión entre Inglaterra y Borgoña sería una ventaja —dijo suavemente.
—Mucho dependerá, querida, de quién sea el novio.
—Es lo mismo que pienso. ¿Acaso...?
—¿Si lo he elegido? Es bastante difícil. Creo que Marie es una muchacha voluntariosa y querrá tener algo que decir en el asunto.
—No dudo de que se casará donde mejor le parezca, y tu hermana Margaret quizás tenga alguna intervención en el asunto. Creo que son buenas amigas. —Isabel vaciló y lanzó una mirada penetrante al rey. Sonreía levemente. Él supo lo que se veía. ¡Querida Isabel, siempre buscando algo en favor de su familia! ¿En quién pensaba ahora? Podía adivinar: Anthony. Porque recientemente, al igual que George, había perdido a su mujer y estaba disponible. Isabel no podía dejar que se le escapara aquella presa importante...
Tenía que admirarla. El conde de Rivers tenía en verdad pocas posibilidades de casarse con la heredera de Borgoña, pero, como Isabel se había casado con el rey de Inglaterra, creía que todo era posible.
—Parece —dijo, tomando una mecha de pelo dorado que pendía sobre el hombro de ella y retorciéndola entre los dedos— que mi reina tiene ya pensado un marido para esa criatura afortunada. No me atrevería a sugerir...
—Entonces dilo en un murmullo, amor.
—Bueno, Eduardo, creo que si Anthony se casara con ella sería un gran bien para el país.
—¿Anthony? ¿Estás enterada, de que mi hermano George desea casarse con ella?
—Nunca lo permitirás.
—No —dijo él—. Nunca.
—Entonces, Anthony...
Le sonreía. Él no contestó. ¿Hasta dónde podía llegar la ambición de ella para su familia? ¿En verdad suponía que la heredera más rica del mundo iba a casarse con un mero conde, que además debía sus títulos a la relación de su hermana con el rey?
¡Pero estaba tan atractiva! ¿Por qué no concederle el permiso? No se perdería nada en todo caso. La sugerencia provocaría risas y burlas en Borgoña y tal vez enseñara a Isabel a no pretender tanto para su familia en el futuro. El caso de ella era diferente: había conquistado el lugar que tenía gracias a su notable belleza y al hecho de no irritar jamás a su marido criticando sus acciones.
—Bueno —dijo el rey— dejemos que Anthony lo intente. Pero te aseguro que no obtendrá nada. Aunque probar no daña a nadie.
Ya estaba: no podía negarle nada. Le daba satisfacción, como siempre. Que otros hicieran las tareas desagradables, que eran, por otra parte, inevitables.
Con Clarence era otro asunto. Cuando se presentó y pidió autorización para cortejar a la heredera de Borgoña, tropezó con una seca negativa.
Tal como Eduardo esperaba, las propuestas de Anthony fueron recibidas con sarcasmo; pero, cuando George se dio cuenta de que habían autorizado a Rivers, en tanto que a él le habían negado el permiso, su furor no conoció límites.
Ya estaba harto. El rey y la reina eran ahora sus peores enemigos e iba a actuar de acuerdo a esto.
De mala gana, volvió al castillo de Warwick. Dijo que guardaba un profundo luto por la esposa tan amada.
Estaba solo. Había pensado en casarse de nuevo si el asunto de Borgoña marchaba como podía esperarse. No era que lo compensara por la pérdida de Isabel, pero sacaría su mente del estado de aislamiento desdichado en que se encontraba.
Eduardo le había rehusado aquel consuelo. Y, lo que era más, había autorizado a Anthony Woodville. ¡Lord Rivers! ¡Ese advenedizo! ¿Dónde estaría si su hermana no hubiera atraído al rey y tenido la habilidad de resistirse hasta que le propuso casamiento?
¡Maldición a los Woodville! ¡Y aquella mujer artera, la reina, había fingido ser amiga de Isabel mandándole una criada... Ankarette no sé cuánto! Malditos, malditos Woodville, y especialmente la reina, culpable de su elevación. Eduardo había sido un tonto en casarse con una mujer de cuna inferior. Siempre eran las peores cuando se trataba de apoderarse de títulos y de tierras.
Rechinó los dientes de rabia y deseó con toda el alma poder crear un ejército para destronar a Eduardo.
¿Cómo había osado la reina mandar una mujer para que sirviera a Isabel? ¿Y por qué lo había hecho? ¿Por qué?
Las imágenes pasaban y volvían a pasar por su mente afiebrada. Aquella mujer... enviada por la reina... ¿Con qué propósito? ¿Por qué tenía Isabel que mandar una mujer para que sirviera a su esposa?
Había algo detrás de esto. Cuanto más pensaba, más se excitaba. Gozaba con la excitación. Alejaba su mente de la frustración por la pérdida de Marie de Borgoña.
La mujer había llegado... mandada por la reina... e Isabel había muerto. No confiaba en la reina, de manera que tampoco confiaba en ninguna de sus mujeres.
Mandó llamar a uno de sus criados. Dijo al hombre:
—Mandadme a esa mujer, Ankarette. Quiero hablar con ella.
—Milord —fue la respuesta— se ha ido. Partió después de la muerte de la duquesa. Dijo que había venido a servirla y que, ahora que milady y el niño habían muerto, no había motivo para seguir aquí.
—Ah, se fue, ¿eh? Entiendo. Sí, me parece que entiendo muy bien. ¿Dónde ha ido? ¿Ha vuelto con su ama, la reina?
—Creo que no, milord. Tiene un hogar en Cayford.
—¿Y dónde queda Cayford?
—En Somerset creo, señor.
—Basta. La encontraré.
El criado pareció atónito, pero George lo despidió con un gesto de la mano. En su mente se forjaba un plan; y nunca se detenía a pensar en las consecuencias. Convocó a ochenta guardias y les dijo que debían ir a toda prisa a un lugar llamado Cayford, en Somerset. Allí tenían que buscar la casa de Ankarette Twynhoe, a quien debían arrestar y llevar en seguida al castillo de Warwick, donde él los esperaría.
El capitán de la guardia pareció algo trastornado: se sabía que nadie tenía poder para arrestar inmediatamente si no era el rey; y aunque Clarence era hermano del rey, no era igual.
—¿Por qué vaciláis? —preguntó Clarence.
—¿Vamos a detener a esa mujer... en nombre de...?
—Debéis arrestar a la mujer. ¿No os lo he dicho ya? Lo ordeno, lo ordeno...
Cuando Clarence estaba en aquel estado de ánimo era mejor obedecerle y el capitán señaló que partiría en seguida para Somerset.
Cuando llegaron los soldados, Ankarette estaba en casa con su hija y su yerno, que habían ido a visitarla porque ella había estado tanto tiempo alejada de su casa, sirviendo a la duquesa de Clarence. Comían pacíficamente cuando aparecieron los soldados de Clarence.
Cuando el capitán entró en el comedor, Ankarette se puso de pie, atónita.
—Estáis arrestada —le dijeron.
El yerno se levantó también.
—¿Qué significa esto? —exigió—. ¿Qué derecho tenéis a entrar de este modo en casa?
—Tenemos orden de llevarla al castillo de Warwick.
—¿Por qué motivo? —exclamó Ankarette—. Acabo de salir de Warwick.
—Bajo la acusación de haber envenenado a la duquesa de Clarence y a su hijo.
—Es una locura —dijo Ankarette.
—Debéis venir de todos modos para responder a la acusación.
El yerno de Ankarette le puso la mano en el brazo.
—No debéis ir. No tienen derecho. Sólo el rey puede arrestar a una persona en esta forma.... y estos hombres no han recibido órdenes del rey.
—Venimos por orden del duque de Clarence —contestó el capitán.
Ankarette dijo:
—Es una tontería. Podré probar sin dificultad mi inocencia. Iré.
—Querida madre —dijo la hija de Ankarette—, creo que debes negarte a ir hasta saber algo más de este ridículo asunto.
El capitán de la guardia llamó a sus hombres.
—Será mejor que no resistáis —dijo.
Todos vieron que esto era sensato. ¿Qué podían hacer tres personas contra ochenta?
Ankarette dijo:
—Iré pacíficamente y pediré una buena explicación por esta violación de mi casa, os lo prevengo.
—De acuerdo —dijo el capitán de la guardia.
—Iremos contigo, madre —dijo la hija de Ankarette.
De manera que los tres fueron llevados al castillo de Warwick donde los esperaba Clarence, en una fiebre de impaciencia. Se había entregado a un furor todavía más violento, logrando convencerse de que Isabel y su hijo habían sido asesinados por instigación de la reina. Era no tanto un acusación contra Ankarette Twynhoe como contra Isabel Woodville. Había pensado mucho. Este sería el primer paso en el camino al trono. Iba a denunciar a los Woodville como celosos asesinos y la gente vería hasta qué punto había sido tonto el rey en darles el poder que les había dado. Había bebido bastante de su vino favorito de Malmsey mientras esperaba la llegada del grupo que había mandado a Somerset, y estaba embriagado, no sólo por el vino, sino también por los sueños de gran triunfo que se le presentaban.
Primero tenía que arreglar el asunto con esta mujer... la mujer mandada por la reina, como suponía, la asesina de los Woodville.
Estaba ya en las puertas del castillo cuando llegó el grupo.
Notó con alegría que llevaban a la mujer. Parecía truculenta, muy segura de sí. ¿Y quién la acompañaba? Quiso saber.
Su hija. Su yerno. Pero él no deseaba verlos. No habían sido invitados. El hombre se mostraba obsecuente, como convenía delante del gran duque de Clarence.
—Mi suegra ya no es joven, milord. No quisimos que viajara sola.
Clarence rió.
—No es tan vieja como para no cumplir con las órdenes de sus amos, creo. Llevadla al castillo y despedid a los otros.
—Señor... —empezó a decir la hija.
—Llevaos a esa mujer —exclamó Clarence—, echadla fuera de mi castillo. Sólo quiero hacer justicia con Ankarette Twynhoe. Si esta gente quiere crear dificultades serán arrestados sin demora.
Ankarette empezaba a sentirse alarmada. Conocía el temperamento de Clarence. Era imposible haber vivido un tiempo en la casa sin descubrirlo. ¿Qué quería? ¿De qué la acusaba?
Se volvió hacia su hija.
—Vete en seguida —dijo—. Veo que está de mal talante. No me pasará nada. No puede acusarme de nada.
—Basta de murmullos —exclamó Clarence—. Llevad a esa mujer al castillo.
Ankarette se volvió para sonreír a su hija, demostrando que no estaba asustada, y la joven, tras vacilar un momento, partió con su marido. Tenían que encontrar el camino hasta la próxima aldea si querían dormir bajo techo aquella noche.
Entretanto llevaron a Ankarette al salón del castillo. Clarence se sentó ante una mesa e hizo seña a los guardias para que acercaran a la mujer. La miró muy enojado y dijo:
—Mañana serás juzgada.
—¿Juzgada, milord? ¿Por qué?
—Es inútil que finjas inocencia, asesina. Sé lo que has hecho y quién te lo ha ordenado.
—Señor: os ruego que me digáis lo que suponéis que he hecho.
—Ya lo sabes. Asesinaste a mi mujer, como te encomendó tu ama.
—¿Asesinar? ¿A la duquesa? Señor, ¿cómo podéis pensar una cosa semejante?
—Lo sé —dijo Clarence—. La reina te dio instrucciones. Estás a su servicio, ¿verdad?
—Sirvo a la reina.
—Con mucha eficacia, veo.
—Estáis equivocado, señor. La reina sólo quería el bien de la duquesa y me mandó para que la ayudara. Yo amaba a la señora.
—Veo tus mentiras, mujer. No creas que puedes engañarme.
—Milord, esto es monstruoso… es...
—Llevaos a esta mujer.
Ankarette estaba echada en un camastro en una pequeña habitación del castillo. Aquello era una pesadilla. ¿Qué podía significar? La pobre duquesa estaba debilitada antes del parto. Nunca había sido una mujer fuerte. Los médicos meneaban la cabeza al verla y Ankarette había comprendido que temían que no pudiera pasar el trance. ¡Y ahora la acusaban de haberla asesinado! Era una locura.
Y sin embargo... había algo salvaje en el duque de Clarence, la decisión de demostrar que ella era culpable. ¿Por qué? ¿Por qué la había elegido? ¿Qué daño le había hecho?
Se revolvía en el camastro. Era imposible dormir. Una luz de entendimiento llegaba a ella. Este ataque de Clarence no estaba dirigido contra ella... sino contra la reina.
Había que solucionar esto. Todo era sin sentido. El duque estaba ebrio. Con frecuencia lo estaba. Por la mañana tendría la cabeza despejada y comprendería lo ridículo de la acusación.
Al llegar el alba sintió alivio. Vinieron a buscarla los guardias. No perdían tiempo y la llevaron en seguida ante el tribunal.
Los procedimientos terminaron pronto. El duque de Clarence acusó a Ankarette Twynhoe de asesinato. Había llegado ostensiblemente para servir a la duquesa, pero en realidad para darle muerte. La duquesa se había enfermado desde el momento en que Ankarette había llegado a la casa y todos sabían que había muerto. La muerte había sido provocada por el veneno administrado por Ankarette Twynhoe.
Esta era la acusación de Clarence. Ordenó también al jurado que la encontraran culpable, y la encontraron.
—Esta mujer merece una muerte atroz —dijo Clarence— pero seremos misericordiosos y la haremos morir ahorcada.
Ankarette protestó su inocencia. Todavía estaba atónita por la rapidez de la acusación. Hacía dos días que había estado en su casa con su hija y su yerno, y ahora tenía que enfrentar la muerte.
Clarence dijo que no tenía sentido demorarse. Que la ahorcaran en seguida. Todo estaba pronto. Se haría en cuanto salieran del salón.
Se la llevaron. Por unos momentos contempló el azul cielo de abril. De pronto oyó el canto de un pájaro y comprendió que ya no lo volvería a oír.
Uno de los jurados que la había condenado estaba a su lado, mirándola.
—Perdonadme —dijo.
Ella inclinó la cabeza; le sorprendió que la mirada angustiada de los ojos del hombre pudiera conmoverla en aquel momento.
Él prosiguió:
—Sois inocente. Eso es malvado. No me atreví a decirlo. Me desprecio a mí mismo. Pero he temido al poderoso duque de Clarence. Quería este veredicto y tuvimos que dárselo.
—Entiendo —dijo ella.
Un hombre se puso a su lado.
—Os esperan —dijo. Y la condujo hacia el verdugo.
Era imposible que Eduardo no se enterara de lo que había pasado a Ankarette Twynhoe, una de las mujeres al servicio de Isabel.
No discutió el asunto con Isabel, aunque sabía que era un golpe contra ella, porque había recomendado Ankarette a la duquesa de Clarence. Pero habló del asunto con Hastings, porque lo tenía sobre la conciencia.
—¿Qué pensáis de la última hazaña de mi hermano? —preguntó a su amigo.
—Ha usurpado vuestros poderes al arrestar a esa mujer y al ahorcarla tras un juicio sumario.
—Y sabemos que el juicio no lo fue realmente. Los jurados dicen que creían que la mujer era inocente, pero que se vieron obligados a declararla culpable porque mi hermano lo exigía.
—Tendremos dificultades con Clarence, señor.
—Siempre ha habido dificultades con Clarence. Pero este es un abuso flagrante de derechos. Mata a la mujer sin motivo, pero... ¿por qué, William? ¿Por qué cometió esta acción tonta y perversa?
—Para desacreditar a la reina y quizás también a vos, señor.
—¿Hasta cuándo seguirá esto?
—Hasta que lo permitáis.
—Es mi hermano. Lo he perdonado una y otra vez, pero ha llegado el momento en que no tolero más, William. Empiezo a creer que es capaz de conspirar contra mi vida.
—¿Empezáis a sospecharlo, señor? No olvidéis que se unió a Warwick y peleó contra vos cuando creyó que había posibilidad de desplazaros y de apoderarse de la corona. Volverá a hacerlo... si se presenta la ocasión.
—¿Y este es el hermano al que he favorecido? Lo he perdonado una y otra vez; y siempre busca apuñalarme por la espalda.
—Al menos ahora os dais cuenta.
—Siempre lo he sabido, pero no quería enfrentarlo. Ya conocéis mi carácter. Quiero pensar bien de todo el mundo.
—¿Incluso cuando han demostrado ser vuestros enemigos? Os conozco, señor. Una vez dudasteis de mí... que siempre he sido vuestro leal amigo. Convendría ahora vigilar al duque de Clarence, porque tengo la sensación, milord, de que debemos ser cuidadosos en verdad.
Eduardo asintió. Hastings tenía razón.
Clarence iba rara vez a la corte. Quería dar la impresión de que, como su mujer y su hijo habían sido envenenados por instigación de los Woodville, era posible que ahora le prestaran atención a él.
Tomó la costumbre de no comer jamás cuando estaba en la corte. Daba complicadas excusas que eran tan claras como si hubiera dicho: “Temo ser envenenado.”
Eduardo empezaba a perder la paciencia; además la gente hablaba del fin de Ankarette, el hecho de que la hubieran matado con tanta prisa y muchos miembros del jurado habían declarado que se arrepentían profundamente de haberla declarado culpable, porque no lo era, y afirmaban haber dado el veredicto por miedo al duque de Clarence.
Rivers vigilaba atentamente a Clarence. Eduardo entendía esto. ¿Quién podía saber qué conspiraciones locas se formaban en este momento en la mente de Clarence? El caso de Ankarette Twynhoe era una indicación de hasta dónde podía llegar —por absurdo que fuera— en la búsqueda de supuestos enemigos. Clarence era un loco, pensaba Eduardo, pero los locos pueden crear muchas dificultades, y nunca se podía saber lo que estaba planeando Clarence y por dónde iban a tomar sus ideas. De algo estaba seguro: Clarence siempre había deseado el trono y guardaba rencor a Eduardo por ser el primogénito; mirara por donde mirara, siempre Clarence aparecía como una amenaza.
Debía haber hecho algo en el caso de Ankarette, porque era claro que la mujer había sido totalmente inocente y la acusación contra ella había sido maniobrada por Clarence. Si podía comportarse de esa manera, matando a una mujer inocente para probar que la reina era culpable, Clarence podía ser capaz de cualquier locura. Isabel dijo muy poco, como de costumbre, pero había quedado muy perturbada por la muerte de Ankarette y esto era comprensible.
Hastings se enteró por una mujer con la que tenía relaciones de que algunos adivinos y nigromantes hacían horóscopos del rey y del príncipe de Gales, procurando averiguar si les quedaba mucho tiempo de vida. Hastings pensó que era conveniente informar a Eduardo, porque, cuando los adivinos y gente de esa calaña actuaban de este modo, era generalmente por pedido de alguien interesado en la muerte de determinada persona.
Hastings siguió la pista de los horóscopos hasta un tal doctor John Stacey, del colegio de Merton, en Oxford, y sugirió que el rey examinara el asunto y averiguara por qué el hombre hacía aquellos horóscopos y por instigación de quién.
Se había establecido una ley prohibiendo que nadie hiciera horóscopos de la familia real sin pedir antes permiso al rey, y el doctor John Stacey fue detenido y llevado a la Torre.
El rey dio orden de que lo interrogaran y, si se negaba a revelar quiénes eran sus clientes, debía ser interrogado sin consideraciones delicadas. Eduardo esperó el resultado con un gran anhelo en su corazón: quería que no se descubriera nada contra su hermano.
Pero el riguroso interrogatorio sacó a luz una información interesante. Un tal Thomas Burdett había pedido a Stacey que hiciera los horóscopos, y Thomas Burdett era miembro de la Casa de Clarence.
Por lo tanto el rey había descubierto lo que sospechaba y esperaba no encontrar. Clarence esperaba ansiosamente la muerte del rey, y este conocía demasiado bien a su hermano como para saber que, si la muerte no llegaba, iba a impacientarse tanto que se apresuraría a adelantar la obra de la naturaleza.
Eduardo estaba en un dilema. Debía mostrar a Clarence adónde podían llevarlo las locas conspiraciones. Había dejado pasar por alto el asunto de Ankarette, aunque sabía que no debía haberlo hecho. Deseaba que Clarence actuara de manera fraterna, que fuera como Ricardo, que lo ayudara, que no lo amenazara constantemente.
Isabel estaba muy inquieta. Eduardo había vuelto de Francia con la pensión de Luis XI y, lo que más le agradaba a ella, la promesa de casar al delfín con su hija mayor. A la reina siempre le había deleitado hacer grandes casamientos en su familia, y ahora, para la hija de un rey, su ambición no tenía límites. Había anunciado que, en el futuro, la joven Isabel sería conocida como La Señora Delfina. Pero la muerte de Ankarette Twynhoe la había perturbado mucho. No sólo porque conocía bien a la mujer y simpatizaba con ella, sino por lo que esa muerte significaba. Clarence era su enemigo y, dado su rango, un enemigo mortal. Sabía que era un loco, pero poderoso; y hombres de esta clase siempre encuentran seguidores.
Llegaron a sus oídos rumores que circulaban, y comprendió que los hacían correr Clarence y sus servidores. Uno que la perturbó mucho fue la historia de que Eduardo era bastardo. Era, según el cuento, hijo de un arquero de gran estatura y excepcionalmente bien parecido, que había seducido a la duquesa de York durante una de las numerosas ausencias del duque. La historia era ridícula, naturalmente. Cualquiera que hubiera conocido a la orgullosa Cis se habría dado cuenta de esto: era absurdo acusarla de tener un arquero como amante; además, si alguien tenía los rasgos de la familia Plantagenet, este era precisamente Eduardo. Era muy parecido a Eduardo Piernas Largas, pero mucho más apuesto. No, era una historia ridícula y muchos se darían cuenta de que era el invento envidioso de un hermano lleno de ambición, ansioso por echar mano a la corona y dispuesto a inventar los más disparatados infundios. De todos modos era peligroso, e indicaba la forma en que estaba actuando Clarence.
Iba contra los principios de Isabel hablar con su marido de asuntos de Estado, y siempre sus sugerencias habían sido muy sutiles, pero ahora estaba de verdad alarmada. Se le ocurrió que, si algo le sucedía a Eduardo, su hijito iba a estar en una posición muy difícil en verdad.
Había que sacar a Clarence del medio.
El rey la notó deprimida y quiso saber qué le pasaba. Ella estalló y le dijo que estaba torturada por ansiedades. Temía por sus hijos, especialmente por el príncipe de Gales.
—Se trata de Clarence —dijo—. Oh, Eduardo, él es nuestro enemigo. Anda diciendo que no eres hijo de tu padre. Eso significa que no tienes derecho al trono.
—Nadie toma en cuenta los desvaríos de Clarence.
—Un jurado lo hizo, le costó la vida a una mujer inocente.
Eduardo guardó silencio y su esposa le tomó la mano y lo miró con ojos asustados.
—Temo por nuestro pequeño Eduardo. ¡Es tan niño!
—No le pasará nada. Yo me ocuparé de eso. Ni se dañará a ninguno de los niños. El país está conmigo, tan firmemente como nunca detrás de un rey. Es verdad que Clarence cuenta con partidarios, pero no son nada comparados con los que me apoyan.
—Lo sé, lo sé... Pero es peligroso, Eduardo. Y pienso en los niños, y también en ti. Temo por todos.
Eduardo quedó pensativo. Dijo:
—Hay que hacer algo, hay que hacer algo. Se hará.
Eduardo empezó mandando a juicio al doctor John Stacey, a Thomas Burdett y a Thomas Blake, capellán del colegio de Stacey. Los encontraron culpables de practicar la magia con siniestros propósito y los condenaron a ser ahorcados en Tyburn. Como de costumbre en estos casos la sentencia debía llevarse a cabo inmediatamente. Pero el obispo de Norwich intercedió por Blake, quien aseguró que sólo lo habían acusado por ser amigo de Stacey en el colegio, y no había sido demostrado que él estuviera enterado de lo que estaba pasando.
Blake fue perdonado. Los otros dos, que afirmaron su inocencia hasta el fin, fueron colgados. Estaba claro por lo que había sucedido, y por el hecho de que Burdett fuera miembro de la casa de Clarence, que el rey quería dar una lección a su hermano. Eduardo sospechaba el origen de los rumores que circulaban acerca de él. Si Clarence creía que, tras haber sido perdonado una vez, iba a serlo nuevamente, se equivocaba. Los sentimientos de Eduardo hacia él se endurecían de día en día.
Eduardo fue a Windsor después del juicio. Clarence se quedó en Londres y aprovechó la ausencia de Eduardo para buscar un predicador, el doctor John Goddard quien logró meterse en una asamblea del Consejo en Westminster para leer las declaraciones de inocencia hechas por Stacey y Burdett antes de sus muertes.
Fue una acción atolondrada y audaz, porque John Goddard era el franciscano que había declarado que Enrique VI era el verdadero rey en 1470, cuando Warwick y Clarence habían intentado derrocar a Eduardo.
Las protestas de inocencia fueron leídas ante una sorprendente cantidad de público y Clarence empezó a reunir hombres a su alrededor; declaró, no sólo que el rey era bastardo, sino que practicaba la magia y planeaba envenenarlo a él, Clarence, su hermano, porque sabía demasiado. Fue luego a Cambridgeshire y proclamó en la plaza de mercado que el rey no tenía derecho al trono y que, si los hombres se unían a él, pronto tendrían al verdadero rey en el trono, en reemplazo del impostor.
La gente lo escuchó con la boca abierta. ¿Por qué iban a levantarse contra un rey que había llevado al país a la prosperidad, una prosperidad que no habían disfrutado en mucho tiempo? Era excitante escuchar a Clarence; algunos entusiastas atolondrados se le unieron, pero ni siquiera estos se quedaron.
Entretanto, en Windsor, Eduardo recibió noticias de lo que estaba pasando. Volvió a Londres y convocó al Parlamento, con el propósito de acusar de alta traición a su hermano.
El rey habló con elocuencia y tristeza. Todos debían recordar que había sido notablemente generoso con sus enemigos, incluso aquellos acusados de la más sórdida traición. Su clemencia no había sido bien recompensada. Ahora una conspiración mucho más perversa y antinatural lo amenazaba.
—La mano de mi propio hermano se levanta contra mí. Él, que por encima de todos, me debe amor y lealtad. Lo he recompensado generosamente, con dones, mercaderías, posesiones, pero sigue conspirando para destruirme a mí y a mi familia. Ha enviado sus lacayos por todo el país para que digan que Burdett ha sido injustamente condenado; afirma que soy bastardo; tiene en su poder un acuerdo, hecho en el año 1470 donde se dice que, si Enrique VI muere sin herederos, él es el primero en la línea de sucesión. Señores —prosiguió el rey— ya veis el dilema en el que me encuentro. Muchas veces he perdonado al duque, mi hermano; y una y otra vez él ha rechazado mi amistad. Tomo ahora en cuenta la seguridad del reino y creo que mi hermano es un peligro para nosotros. Por lo tanto os pido que hagáis caer sobre él una sentencia de alta traición, privándolo de todas las propiedades y dominios que le han sido concedidos por la corona.
Nadie refutó las acusaciones del rey y, en consecuencia, Clarence fue arrestado. Vanagloriándose, Clarence ofreció arreglar el asunto en un combate singular, oferta que fue ignorada por el rey. Nadie se adelantó a defender al duque, o manifestó que no estaba de acuerdo con el pedido del rey.
El duque de Buckingham, como senescal de Inglaterra, pronunció la sentencia de muerte, y Clarence fue llevado a la Torre.
Ahora que Clarence estaba tras los cerrojos, a Eduardo le resultaba difícil terminar el episodio. Clarence había sido condenado a muerte; era culpable sin lugar a dudas; pero era su hermano. Tenía muchos recuerdos de aquel niñito tan inteligente. Había sido muy hermoso en la juventud, antes de que la disipación y la bebida hubieran estropeado su físico. También poseía cierto encanto. Era atolondrado, inquieto; decía lo que le pasaba por la cabeza sin pensar en las consecuencias. Eduardo había amado a aquel niño. Siempre había sido consciente de las firmes cualidades de Ricardo, pero era George quien tenía el hechizo, el poder de atraer a la gente, como lo tenía él.
Eduardo, en mayor escala. Claro que había querido más a Ricardo, porque este lo admiraba tanto, y Eduardo había comprendido en seguida que su hermano menor era leal y podían confiarse en él. Pero esto no significaba que no amara a George. Habían sido una familia unida. ¿Cómo dar entonces la orden para la ejecución de su hermano? Pero, no hacerlo, era provocar el desastre en el país. Mientras Eduardo viviera en todo su vigor, nada podía andar mal. Pero, ¿si casualmente moría? Y nadie sabía lo que podía pasar de un día para otro. Tenía un hijo pequeño... ¿Qué iba a ser de este niño si Clarence reclamaba el trono afirmando que Eduardo era un bastardo? No, Clarence tenía que morir. Debía endurecerse. Olvidar que era su hermano, recordar sólo que era un traidor.
Pero postergaba la orden.
Isabel estaba evidentemente satisfecha de que Clarence hubiera sido declarado culpable. Le habían sacado un gran peso del alma, decía; y ahora podía concentrar sus ideas en el compromiso matrimonial del segundo hijo que había tenido con Eduardo: Richard, duque de York. Richard tenía cinco años, muy joven para ser un novio; pero la novia sólo contaba un año más. Era Anne Mowbray, una de las herederas más ricas del reino, y por este motivo la reina quería casarla con el duque de York.
Isabel se sobrepasaba a sí misma en estas ocasiones. Estaba encantada con el casamiento; su hija mayor, la Delfina, como insistía en que la llamaran, estaba dichosamente destinada a ocupar el trono de Francia. El hijo mayor que había tenido con Eduardo sería rey, y el encantador y pequeño Richard iba a lograr una cantidad de títulos y propiedades con su adinerado matrimonio. Se había librado de Clarence. Se preguntaba qué debía hacer para que Eduardo dijera la palabra final. Era una locura esperar. ¿Qué pasaría si Clarence escapaba de la Torre? Pero era difícil convencer a Eduardo, o que pareciera que le sugería lo que debía hacer. Sólo recurría a esto en casos de grave necesidad, y ya había logrado convencer a Eduardo de la peligrosidad de Clarence.
Pero primero estaba la boda: después moriría Clarence.
La niñita estaba ahora en el palacio de Westminster, en los apartamentos privados de la reina, y sería llevada por lord Rivers a la capilla de St. Stephen. Isabel siempre anhelaba que miembros de su familia tuvieran una gran participación en este tipo de asuntos.
La hermosa capilla estaba adornada con colgaduras azules salpicadas de flores de lis doradas. El rey y la reina estaban rodeados por sus hijos, todos hermosos y de pelo de oro como su madre, y hubiera sido sorprendente que no lo fueran, teniendo unos padres tan bellos.
Isabel tomó de la mano a su hijito y lo condujo hasta el altar.
La niñita fue llevada allí por lord Rivers y el mismo rey la entregó en matrimonio a su hijo. Ricardo de Gloucester estaba presente, y cuando salieron de la capilla le tocó distribuir monedas de oro entre la multitud.
Los niños parecían un poco alarmados, porque todo aquel ruido y ceremonia era a causa de ellos. Se tenían de la mano como les había ordenado y se miraban mutuamente con alguna hostilidad. Richard no quería una novia y le molestaba que lo hubieran obligado a tenerla; Anne, que le llevaba uno o dos años, lo consideraba casi un bebé y, si debía tener un novio, hubiera preferido al hermano mayor, que no sólo era más maduro, sino también príncipe de Gales.
Pero lo que menos se tomaba en cuenta eran los sentimientos del novio y de la novia y, una vez terminada la ceremonia, empezaron los festejos. Durante días enteros se celebrarían torneos, y llegaban a Londres caballeros desde todo el país, y algunos del extranjero, para participar.
La reina estaba contenta de ver a los miembros de su familia competir distinguidamente. Anthony ya era un campeón, pero Dorset, su hijo primogénito por su primer matrimonio, empezaba ya a ser considerado un hombre a quien había que tener en cuenta en la corte.
Era libertino, es verdad, pero también lo eran el rey y su gran amigo, Hastings. Lo cierto es que los tres salían de juerga juntos, lo que ante los ojos de Isabel era algo desagradable. Le parecía mal que un hombre y su hijastro se divirtieran juntos, y se había alarmado algo al saber que Dorset había echado el ojo a la mujer del orfebre que era querida de Eduardo. Esto podía provocar dificultades. Tenía que hablar con Dorset.
Pero las preocupaciones podían archivarse por el momento, porque se iniciaban las gloriosas ceremonias, y sería muy bonito cuando la pequeña Anne Mowbray, nueva duquesa de York, entregara los premios. Isabel había dicho a la Señora Delfina que se sentara a su lado y que ayudara a la novia, porque era muy pequeña.
Era una ocasión grandiosa, deslumbrante, pero todo el tiempo el rey pensaba en su hermano.
¡Clarence estaba en la Torre! Lo habían condenado a muerte. Eduardo nunca había estado tan perturbado e indeciso en su vida.
Clarence era una amenaza, pero, de todos modos, no se decidía a dar la orden de ejecución de su hermano. Sabía que, si lo hacía, iba a tener remordimientos por el resto de su vida.
Él, que siempre había querido que la vida pasara gratamente, tenía ahora que enfrentar este tremendo problema. No podía matar a su hermano y, sin embargo, dejarlo con vida era un peligro. ¿Temía acaso al peligro? ¡No por él, no! Había luchado para llegar al trono; era fuerte; se había plantado ante Warwick y había ganado. Podía arreglárselas con Clarence. Pero estaba el peligro de no estar allí para siempre. ¿Qué pasaría si moría cuando su hijo era aún niño? ¿Quién lo protegería? ¿Acaso podría el niño enfrentar a Clarence?
Clarence tenía que morir por el príncipe. Isabel así lo quería. Pero era pícara y artera. Tenía sus propios motivos para sacar a Clarence del medio. Él era enemigo confeso de los Woodville, y los Woodville eran sagrados para ella.
¡Ah, si Clarence se arrepintiera! Había hablado del asunto con Ricardo, que había bajado al sur para la boda de Anne Mowbray. Ricardo le dijo que no podía matar a Clarence.
—Es nuestro hermano. Nunca os lo perdonaríais.
—¿Y la alternativa?
—Podéis tenerlo encerrado.
—¿Puedo? Si levanta contra mí un ejército puedo derrotarlo, es verdad. Pero se trata de esos sucios rumores. Anda diciendo que soy bastardo. ¿Qué opinas de eso? ¡Qué insulto para nuestra madre! ¡Eso sólo debería costarle la cabeza!
—Así es —dijo Ricardo— pero no podéis matarlo, Eduardo. El remordimiento os perseguiría toda la vida.
—No si logro convencerme de que es la única manera de salvar todo.
—Id a la Torre, Eduardo. Hablad con él. Hacedlo entrar en razón.
—¿Por qué no vas tú?
—No me escucharía. Nunca me ha perdonado por casarme con Anne. Pero tal vez vos podáis asustarlo, porque creo que es la única manera de que actúe razonablemente.
—Iré a verlo —dijo Eduardo—. Procuraré hacerlo entrar en razón. Le mostraré cuáles pueden ser las consecuencias si no lo hace.
—Es lo mejor —dijo Ricardo.
Eduardo se dirigió a la Torre. Traían en aquel momento un enorme tonel de vino de Malmsey.
Detuvo a los hombres y les preguntó para quién lo llevaban.
—Para el duque de Clarence, señor —le dijeron.
—Alguien va a emborracharse, me parece. Hay bastante vino como para que le dure a un hombre un año.
—No al duque de Clarence, milord. Le gusta bastante este vino.
—Bueno, a la salud de mi hermano —dijo el rey, y siguió su camino.
Clarence miró torvamente a Eduardo.
—¿De manera que Su Majestad ha decidido visitar a un pobre preso? —dijo.
—George, he venido a hablar contigo.
—Un honor que me abruma.
—¿Sabes que estás en peligro de perder la vida?
—Sé que me habéis condenado a muerte.
—Yo no. El Parlamento.
—Bajo vuestras órdenes. Me teméis, Eduardo. Por eso queréis sacarme del camino.
—Si te tuviera miedo, te habría sacado del camino, como dices, hace tiempo. Y no vacilo en decirte que mucha gente a la que hubiera sido sensato escuchar ya lo habría hecho.
—Ya lo sé. Tenéis vuestra camarilla. Tenéis el clan Woodville, creado por vos, hermano. Los habéis convertido en la familia más importante de Inglaterra, y todo porque deseabais a la viuda.
—Te ruego que no hables de la reina.
—¡Claro que no! ¡Santa Isabel! ¡Hábil Isabel! ¡Una bruja, si es que existen!
—No he venido a hablar tonterías, George. He venido a darte la última oportunidad. Termina con tus locuras. Sé mi buen hermano, como cuando eras niño. Es todo lo que pido; hazlo y serás libre. Pero te prevengo, George que, si una vez perdonado te descubro en otra traición, la sentencia de muerte se cumplirá en seguida.
—¡Oh, hermano magnánimo, amado por todo el pueblo! ¡El hombre más hermoso del reino! ¡Del mundo dicen algunos! Un poquito gastado ahora, ¿eh? Demasiadas noches de amor, demasiados jueguitos con las damas de la ciudad. ¿Habéis tenido últimamente ataques de fiebre, Eduardo? Es así como la llaman, ¿no? Deberíais cuidaros algo más de algunas de esas mujeres, hermano. Después de cada francachela parecéis algo menos espléndido.
—Silencio —dijo Eduardo—, veo que no te arrepientes de nada.
—¿Y de qué voy a arrepentirme? ¿De ser hijo legítimo de mi padre?
—Eso es imperdonable... una calumnia para nuestra madre.
—Ya conocéis a nuestra madre, Eduardo. Es una mujer de carácter. ¿Creéis que siempre fue fiel a un marido ausente? Él apenas estaba en casa. No sería sorprendente que hubiera dado a luz un hijo que no fue engendrado en ella por el duque de York.
—Sabes que mientes, George, mereces todo lo que te ha pasado.
—¿Y vos no, hermano? La corona debió ser mía... mía... Pero vos, como buen bastardo, me la quitasteis.
—Estás loco —dijo Eduardo—. Hablar contigo es perder el tiempo. Quédate aquí, pues... sufre la pena que te mereces. Ya no intentaré ayudarte.
George cerró los ojos. Se sentía algo confundido. Había terminado el Malmsey antes de mandar buscar otro tonel. El final había sido más abundante de lo previsto y estaba un poco borracho. Como buen bebedor podía absorber una buena cantidad de vino sin que le hiciera efecto, pero ahora había tomado más de la cuenta, y tenía los sentidos entumecidos.
Eduardo le prometía la libertad si juraba ser un buen hermano en el futuro. En caso de estar sobrio, sin duda hubiera aceptado la propuesta. Aunque no hubiera cumplido con lo pactado. George no tenía un fuerte sentido del honor. Pero hubiera quedado libre y hubiera podido ocuparse de su plan.
Había descubierto algo... unas horas antes de ser arrestado, y había meditado en ello durante todo el período de encarcelamiento. Era la mayor suerte que jamás se había cruzado en su camino.
Había guardado secreto, preguntándose cuál sería el mejor momento para utilizar lo que sabía.
Ahora, ebrio como estaba, con la mente confusa, al ver allí a Eduardo de pie, tan grande y hermoso, con todas las ventajas que siempre había tenido, no pudo guardar para sí aquel informe valioso. Quiso saber cómo iba a recibirlo Eduardo.
Se puso de pie, vacilante.
—Vos... —dijo señalando a Eduardo— no tenéis derecho al trono... ¡Bastardo!
—¡Silencio! Si vuelves a repetirlo te mataré con mis propias manos.
—Digo una cosa —exclamó Clarence—. Vuestro hijo, a quien llamáis príncipe de Gales, tampoco tiene derecho al trono. ¿Por qué? Os lo diré. Porque Isabel Woodville es vuestra querida... no vuestra esposa... no es la reina. Es una que vale tanto como Jane Shore y el resto de vuestras alegres conquistas. La reina es una más... vuestros hijos son bastardos... El príncipe de Gales es bastardo. El duque de York...
Eduardo dio un paso hacia su hermano y lo aferró de los hombros.
Clarence soltó la carcajada.
—Sacudidme. Matadme si queréis. Sois bastante fuerte, ¿no? El gran rey... el poderoso rey... ¿qué pasará cuando la gente sepa que su casamiento con la bruja Woodville no ha sido un casamiento?
—Fue un verdadero casamiento. Lo que dices es traición. Por Dios, George...
—Ah —dijo—, ¿recordáis acaso a Eleanor Butler, la muchacha de Shrwesbury?... ¿Recordáis aquellos esponsales? Estaba viva cuando os casasteis con la Woodville... Y esto convierte a la orgullosa reina en otra de vuestras mujeres, y a los principitos... ah, y a la orgullosa Delfina, en bastardos... todos ellos bastardos.
Eduardo se había puesto pálido. De haber estado menos borracho, Clarence hubiera visto la palidez bajo la piel tostada por la intemperie.
—Eduardo —siguió Clarence—, he visto al obispo Stillington... Antes de ser detenido. Fue demasiado tarde para actuar entonces. Pero soy hábil... guardé aquí la información. —Se golpeó el pecho—. Estoy enterado de todo. Bastardos... porque teníais un casamiento previo con Eleanor Butler y ella vivía en un convento cuando vuestro falso matrimonio con la Woodville.
Eduardo arrojó a su hermano sobre el camastro. Se alegró de que estuviera borracho, porque no quería que George viera hasta qué punto lo había perturbado.
Se volvió y atravesó la puerta. No vio a los guardias afuera. Salió directamente de la Torre, montó su caballo y costeó el río.
Su mente retrocedió en los años. Podía ver ahora a Eleanor. Había sido muy bella... casi como Isabel, y con el mismo carácter altivo. La hija del conde de Shrewsbury. Se habían conocido y él la había deseado tan desesperadamente como iba a desear más adelante a Isabel. Había muchas mujeres, siempre las había habido, pero de vez en cuando aparecía alguna totalmente irresistible, y él debía pagar el precio, fuera cual fuera. Así había sido con Eleanor y con Isabel.
Eleanor había ido después a un convento. Él creyó que nunca más iba a tener noticias de ella... y se había casado con Isabel.
Ya no cabía duda. Estaba decidido. George, duque de Clarence, había firmado su propia sentencia de muerte.
Había que ejecutarlo, pero el rey no quería una ejecución pública. Que lo mataran en la prisión, y que pareciera que había sido un accidente. El duque había estado bebiendo de más... más que de costumbre desde su ingreso en la Torre. No sería difícil que le ocurriera algún percance.
A la mañana siguiente encontraron muerto a Clarence. Estaba dentro el tonel de Malmsey que le habían llevado a la celda el día anterior.
Corrió la noticia. El duque de Clarence se había ahogado en un tonel de vino Malmsey.
Ese mismo día hubo otro arresto y el obispo Stillington fue alojado en la Torre.
Apenas había muerto Clarence cuando Eduardo fue presa del remordimiento. No podía rechazar de la mente los recuerdos de la infancia, cuando él entraba bamboleándose en el cuarto de los niños y los hermanos lo miraban como si fuera el varón más perfecto. Él los había querido mucho; los había visitado cuando estaban en Londres, siempre había encontrado tiempo para estar con ellos y contestar sus preguntas; había amado a su familia, y era él quien había dado la orden de matar a George.
Isabel se dio cuenta de que sufría; y también Jane Shore. Isabel lo vigilaba a hurtadillas; tenía motivos especiales para desear que Clarence estuviera fuera del camino, y aunque decía poco, no podía ocultar su alivio de que ya no estuviera allí para molestarla.
Con Jane la cosa era distinta. Él pensaba en Jane con frecuencia. Ahora era su consuelo. ¿Quién hubiera supuesto que iba a encontrar una mujer semejante entre los comerciantes de la ciudad? Jane era distinta a todas las demás. En primer lugar, aquella belleza incomparable y luego su tierna naturaleza. La gente se sorprendía de que él hubiera sido fiel a Jane por tanto tiempo... bueno, no exactamente fiel, porque había habido una cantidad de aventuras de paso. Lo que pasaba era que, desde hacía años, Jane había sabido mantener la fascinación que ejercía sobre él. La verdad era que amaba a Jane. Amaba a Isabel, a su manera. Era una reina de quien podía estar orgulloso, aunque la primera nobleza insistiera en decir que era de baja cuna. Era tan hermosa en su estilo como Jane en el suyo. Isabel era el frío, helado norte; Jane el cálido y deslumbrante sur. Isabel era altiva, reservada; Jane íntima e impulsiva. Jane nunca se callaba lo que pensaba; no tenía motivos ulteriores, no buscaba altos honores. No era por cierto este el caso de Isabel.
Él era un hombre que necesitaba muchas mujeres, y ninguna dejaba de recibir su parte. Necesitaba a Isabel, la fría y tranquila madre de sus hijos; y necesitaba a la cálida y cariñosa Jane; y, en momentos como este, era a Jane a quien acudía.
Jane supo en seguida qué lo atormentaba. No era tonta y se interesaba en los asuntos de Estado, porque lo preocupaban al rey. Sabía que George había sido un peso para él, y que había tenido que luchar consigo mismo antes de ordenar que lo mataran.
Le acariciaba el pelo, era maternal en esta ocasión, porque era lo que se necesitaba. Instintivamente sabía que esta era la parte de su relación que se requería. Debía calmarlo, repetirle que se había mostrado más que generoso, como era la verdad.
—¿Verdad que otros lo hubieran despachado hace tiempo? —preguntaba él, no por la primera vez.
Jane le aseguraba que pocos hubieran sido más compasivos. Había perdonado una y otra vez a Clarence. ¿Acaso su bullicioso hermano no se había unido a Warwick y se había levantado contra él? Entonces Eduardo había perdonado, lo que era en verdad magnánimo.
Jane afirmaba que había hecho lo que era necesario para su propia seguridad y la del país.
Oh, sí, lo apaciguaba estar junto a Jane. Tenía suerte de haber encontrado una mujer semejante. Sabía que otros la codiciaban. Ese libertino de su hijastro, Dorset, le había echado el ojo. A veces Eduardo sospechaba de ellos. Dorset era muy bien parecido... y joven. Era un joven cínico; inclinado a ser brutal, y el rey esperaba que Jane nunca tuviera que ver con él.
Hastings también le había echado el ojo. Bueno, Hastings era tan calavera como el mismo Eduardo. Habían sido compañeros de aventuras nocturnas, que repetían con el mismo gusto... o casi. Sí, no cabía duda de que Jane tenía un lugarcito en el corazón de Hastings. Curiosamente, creía que los sentimientos de Hastings eran similares a los suyos. Los dos se daban cuenta de que había algo especial en Jane.
¡Pobre Hastings! Tenía que alejarse. Eduardo había demostrado claramente que no pensaba compartir a Jane.
Después de estar un tiempo con ella se sintió algo mejor.
Pero, más adelante, los tormentos volvieron.
Pasaban las semanas. La gente ya no hablaba de la muerte del duque de Clarence, preguntándose si había caído en el tonel de Malmsey o si lo habían arrojado allí.
Con el tiempo se olvidaban incluso acontecimientos como aquel.
Eduardo ya no pensaba en su hermano todos los días al despertar. Sólo ocasionalmente ahora se le cortaba bruscamente el aliento al darse cuenta de que había condenado a muerte a su propio hermano. Clarence se lo merecía, seguía diciéndose. Tenía que morir. Se trataba de elegir entre Clarence o el desastre. El país no estaba a salvo mientras Clarence viviera.
Había otro asunto que lo perturbaba. Había arrestado a Robert Stillington en la Torre, y procuraba no pensar en él. Pero naturalmente no era posible. Tenía que hacer algo con aquel hombre.
Ya hacía tres meses que estaba preso.
Eduardo comprendió que no podía dejarlo allí eternamente. Se harían preguntas. Stillington no era una persona insignificante.
En un brillante día de junio, Eduardo cabalgó hasta la Torre y, entrando sin ceremonia, pidió que lo llevaran a la habitación donde estaba el obispo Stillington.
Cuando entró, el obispo se puso de pie en seguida y la esperanza brilló en sus ojos en el momento de inclinarse.
Robert Stillington era un hombre ambicioso; había elegido la Iglesia como profesión, no sólo porque convenía a su carácter, sino porque pensaba avanzar por medio de ella. Había demostrado ser un hombre capaz y había recibido títulos. Era ahora obispo de Bath y de Wells. Por un tiempo había sido Canciller, porque había sido un vigoroso partidario de York, pero, cuando volvieron los lancasterianos en 1470, le quitaron el cargo. Eduardo volvió a establecerlo, pero Stillington había renunciado hacía unos años. De todos modos él y Eduardo habían trabajado juntos con frecuencia. Eduardo estaba inquieto por los Tudor, que se habían destacado en la causa lancasteriana, y especialmente sospechaba que Jasper fomentaba planes subversivos desde Bretaña. Jasper estaba envejeciendo, pero tenía a su lado a su sobrino, Henry Tudor y, a juzgar por la forma en que educaba al muchacho, lo alimentaba y lo entrenaba, parecía que tenía grandes ambiciones para él.
Eduardo había pensado en Henry Tudor. Desgraciadamente su madre era Margaret Beaufort, descendiente de John de Gaunt y, naturalmente, los Tudor pretendían tener sangre regia por descender de Catalina de Valois, esposa de Enrique V. Era una relación misteriosa. Algunos aseguraban que había existido un casamiento entre la reina y Tudor, otros que no era así. De todos modos eran una vinculación muy tenue. Pero había fuerza en los Tudor y Eduardo decidió que iba a estar más tranquilo si Jasper y su sobrino Henry estaban a su cuidado. Había mandado a Stillington a discutir y sobornar al duque de Bretaña para sacarlos del país y llevarlos a Inglaterra, pero, cuando el viejo Jasper se enteró de lo que se tramaba, escapó con su precioso sobrino, y la cosa quedó en nada. De todos modos, no había sido culpa de Stillington.
Ahora los dos se enfrentaban y Eduardo examinó con intensidad al obispo.
—¿De manera, señor obispo —dijo—, que habéis pasado la primavera en este lugar?
—Así es, milord.
—Bien merecido — dijo Eduardo.
El obispo inclinó la cabeza, en silencio.
—Habéis dicho palabras muy mal escogidas, en un caso en el que era poco sensato hacerlo.
—Así es, milord.
—Mi hermano está ahora muerto.
Un estremecimiento casi imperceptible cruzó la cara de Stillington. Dios, pensó Eduardo, cree que vengo a asesinarlo.
—Soy hombre caritativo, obispo —dijo con rapidez—. ¿Estáis de acuerdo?
—Milord, nadie lo habría sido más con el duque.
—Por lo tanto, como soy bueno con los hombres, como entiendo sus debilidades y perdono a veces, están aquellos que creen que es divertido provocarme, ya que no serán castigados.
—Nunca he creído eso, señor.
—Sin embargo... sin embargo...
Los ojos de Eduardo empezaron a llamear. Rara vez se enojaba, pero, cuando lo hacía, podía ser feroz. Stillington lo sabía y temblaba. Se dejó caer de rodillas.
—Milord —dijo—, os pido perdón. Juro que nada volverá a salir de mis labios.
El rey quedó pensativo. Miró la cabeza del obispo y pensó en aquella ocasión... ya tan lejana. Pudo verlos a todos en el cuartito... Eleanor, tan deseable entonces. Virtuosa, bella... el tipo de mujer por el que un hombre debe sacrificarse. Y él no era entonces rey. El obispo lo había prevenido... este mismo obispo. Viejo tonto y pomposo, había pensado. ¿Qué saben los obispos del amor?
Y se había realizado aquella ceremonia... aquella fatídica ceremonia que, si salía a luz, podía provocar tanto daño. Su casamiento con Isabel no sería un casamiento. Su hijo, el pequeño Eduardo, será un bastardo, y lo mismo podía decirse de todos sus hijos. Oh, no: había que parar la cosa a toda costa. Clarence había pagado con su vida. El secreto nunca hubiera estado seguro en manos de Clarence. Clarence lo supo, cuando habló, su destino quedó sellado.
Y ahora el obispo... pero el obispo no era Clarence. El obispo era un hombre sensato. Había murmurado. Había cometido un error fatal. Y lo sabía. Había aprendido la lección por tres largos meses.
No volvería a cometer un error semejante.
—Levantaos —dijo Eduardo.
El obispo se levantó y Eduardo lo miró fijamente.
—Habéis actuado tontamente, obispo —dijo—. ¿Estáis de acuerdo?
—En verdad, milord.
—Vos y yo éramos buenos amigos.
—Milord, espero que lo sigamos siendo.
—¿Cuándo habéis querido dañarme?
—Milord, fue un descuido... murmuré... hablé... me cortaría con gusto la lengua.
—¿Y si tuvierais ahora la ocasión guardaríais silencio?... No hablaréis del asunto?
—Lo juro, señor.
Se produjo un silencio que al obispo le pareció eterno. Después el rey dijo:
—Os creo, Stillington. Habéis actuado tontamente, con descuido y sin pensar en lo que esto podía acarrear. ¿No volveréis a hacerlo?
—Lo prometo, señor.
—Entonces seré bueno con vos, Stillington. Pagaréis una multa y quedaréis libre. —Eduardo se acercó al obispo, lo tomó del hombro y lo miró desde su alta estatura.
—Os irá mal, amigo, si no cumplís, y sé que no haréis eso. Por eso os dejaré partir libre... tras pagar la multa, que en verdad merecéis pagar. Y espero, obispo, que me serviréis tan bien como antes de este infortunado incidente. Recordad que, con un amo menos caritativo, os hubiera costado la vida.
—Señor, sois bueno y grande y, como todos los hombres de verdad grandes, sois misericordioso.
—Así es. Y ahora os dejaré, obispo. Podéis prepararos a partir. Daré la orden.
Y con esto Eduardo se fue.
Salió al aire libre, sonriendo. Había arreglado el asunto. Ya no tendría nada que temer de Stillington. Podía sacarse de la cabeza aquel fastidioso asunto, porque ya estaba terminado.
Si igualmente pudiera sacar a George de sus pensamientos sería un hombre feliz.