EL MATRIMONIO SECRETO

Había una atmósfera de reprimida excitación en la casa de la duquesa de York. Llegaba el rey. Había prometido a su familia quedarse un tiempo con ellos, y él siempre cumplía sus promesas. Cecily, la duquesa, ahora madre del rey, era considerada la mujer más orgullosa de Inglaterra. Naturalmente hubiera sido más feliz si su marido hubiera vivido y hubiera tomado la corona, pero la tenía Eduardo y esto era lo mejor dadas las circunstancias. La mayor ambición de Cecily había sido ser reina y, cuando pensaba que lo había perdido por tan poco, se sentía llena de nostalgias.

Pero ahora disfrutaba de su nuevo estado. Nunca iba a olvidar que por sus venas corría sangre real, porque su madre había sido Joan Beaufort, hija de John de Gaunt y Catherine Swynford. Le había parecido justo que su marido tomara el trono, ya que descendía de dos ramas de la familia real, y había sido una gran tragedia que él muriera en Wakefield. No soportaba pensar en aquel día, cuando se enteró de que habían clavado la cabeza de él ante los muros de York, con una corona de papel encima. Ah, ahora todo era diferente y su hijo, su hermoso Eduardo, era rey.

El hermoso Eduardo era su favorito. Siempre había sido un niño grandote y ahora, que había alcanzado toda su estatura, sobresalía sobre todos los demás. No se parecía a su padre, que era moreno y más bien bajo. Eduardo era como un dorado Plantagenet renacido. Era maravilloso ver cómo se parecía a sus antepasados, los hijos de Eduardo III, Lionel y John de Gaunt. Eduardo era un perfecto Plantagenet. Era un rey popular. Tenía aspecto regio y, mientras tuviera buenos consejeros, como el conde de Warwick, que era sobrino de ella, iba a actuar bien y con sensatez.

Estaba orgullosa de su hijo. Las cosas se habían dado vuelta bien para él y su familia... si Richard no hubiera cometido la tontería de arriesgarse innecesariamente en Wakefield. No lo hubiera hecho si ella hubiese estado presente. Pero había perdido la batalla, la vida y la había desposeído a ella del título de reina. Claro que su glorioso hijo había tomado ese honor, y ella vivía ahora como una reina, aunque no hubiera conquistado el título. Todos debían tratarla con el máximo respeto. Sus mujeres debían arrodillarse ante ella, debían comportarse en todo sentido como si Cecily fuera una reina.

Sabía que, a escondidas, la apodaban la “Orgullosa Cis”. Que lo hicieran. Ella era orgullosa. Estaba orgullosa de sí misma, de su familia y, sobre todo, orgullosa de su hermoso hijo, que era el rey.

Tres de sus hijos estaban ahora con ella en Londres, pero se veían rara vez. Allí estaba Margaret, que ya tenía dieciocho años, y a quien había que encontrarle pronto un marido, cosa que no sería difícil, ya que era la hermana del rey. George estaba también con ellos; tenía quince años y era el hijo al que menos quería. George tenía tendencia a engordar, era complaciente consigo mismo y algo arrogante, aunque debía reconocer que también había heredado algo de la apariencia física de los Plantagenet; era más rubio y bastante alto aunque no tanto como Eduardo. Después de Eduardo su favorito era el joven Ricardo. Ricardo era más tranquilo que sus hermanos, un niño serio, entregado al estudio. Era más bajo y moreno, se parecía a su padre. Carecía de la alegría característica de Eduardo y George; carecía también de la impulsividad de estos. Era serio, atento, y ella siempre lo había considerado más inteligente que a los otros. Siempre vacilaba antes de dar una respuesta y uno se daba cuenta de que quería pesar todos los puntos de vista antes de hablar.

A veces Ricardo la preocupaba algo. Su contextura era delicada, y ahora que estaba creciendo —tenía doce años— le parecía que tenía un hombro más alto que otro, algo casi imperceptible, pero detectado por el ojo de una madre. Había hablado con Warwick de esto, porque temía que, en Middleham, Ricardo fuera sometido a agotadores ejercicios marciales, que resultaban demasiado violentos para él.

Como todos los muchachos de familia, Ricardo había sido mandado a otra casa noble para ser educado, y Eduardo había pensado que el castillo de Warwick en Middleham era el lugar que convenía. Eduardo adoraba a Warwick. Y no era de extrañar. Era Warwick quien lo había hecho rey. De manera que Ricardo había sido enviado a Middleham, para criarse en la casa de Warwick. El mismo Warwick siempre estaba lejos en alguna parte, pero había establecido las reglas de conducta para los nobles muchachos que iban al castillo. Cecily se alegraba de que allí estuviera la condesa de Warwick, que era una dama muy gentil. Era raro pensar que por intermedio de ella Warwick había recibido fortuna y títulos. Ricardo quería mucho a la condesa, y también a Elizabeth y Anne, las dos hijas de Warwick. De manera que no debía preocuparse demasiado por la salud de Ricardo. Cuando lo había mencionado a Eduardo, él se había reído de ella.

—Ricardo tiene que crecer como un hombre, mi querida señora —dijo—. Y puedo aseguraros que nadie está más calificado para darle educación que mi primo Warwick.

Incluso al pronunciar el nombre de Warwick ella percibía la reverencia en su hijo. Y se alegraba de que sintiera así. Ella también tenía una fe total en Warwick, porque Eduardo, ella lo sabía muy bien aunque lo amaba tanto, era demasiado aficionado al placer. Aquella continua persecución de las mujeres estaba bien cuando era muy joven, pero tendría que abandonar las aventuras al casarse, o llevarlas a cabo con más discreción.

Quizás fuera conveniente hablar con él del asunto. Iba a impacientarse algo, pero naturalmente no haría callar a su madre. Era demasiado bien educado para eso.

Margaret, George y Ricardo esperaban muy excitados la llegada del rey. Ricardo pensaba: “En cuanto oiga los caballos bajaré para saludarlo. Me plantaré, esperaré y quizás él notará mi presencia.”

Ricardo adoraba a Eduardo. Desde que era un niño pequeño su grande y glorioso hermano había sido como un dios para él. Ávidamente había seguido sus aventuras. Cuando Eduardo era derrotado, Ricardo se sumía en la melancolía; cuando Eduardo salía victorioso nadie se regocijaba más que él.

—Estás embobado con tu hermano —decía George con desdén.

—Nuestro hermano es el rey —replicaba Ricardo con dignidad.

George se encogía de hombros. Era sólo un accidente de nacimiento. De ser el mayor, él hubiera sido rey. Hubiera sido a él a quien todos aclamaban y las mujeres llamaban para meterlo en sus lechos. La vida era injusta, pensaba. George hubiera podido ser rey fácilmente...

Margaret también admiraba a Eduardo. Él era siempre amable y hacía que todo el mundo se sintiera levemente más importante de lo que era. Tal vez ese fuera el secreto de su encanto. Podía ser, pero, aunque no lo hiciera en serio, era agradable fingir por un rato que lo era.

Pronto él le encontraría marido. Era inevitable, ahora que era rey. Las dos hermanas mayores, Anne y Elizabeth, ya estaban casadas; Anne con Henry Holland, duque de Exeter, y Elizabeth con John de la Pole, duque de Suffolk. Si seguramente su turno llegaba y ahora que Eduardo era rey — sus hermanas se habían casado antes del feliz acontecimiento— el de ella podía ser en verdad un gran casamiento.

Pero lo que todos discutían ahora era el casamiento del rey. Su madre le había dicho que la novia sería probablemente Bona de Savoya, cuñada del rey de Francia. Sería un gran casamiento, y después vendría la coronación de la nueva reina.

Era poco probable que se dispusiera de tiempo para ocuparse del casamiento de la hermana del rey. De manera que habría un respiro.

Y pronto llegaría Eduardo. Margaret sonrió, preguntándose cómo se comportaría su madre con el rey. No podía esperar que él se arrodillara ante ella, como los demás.

Querida madre, tan ambiciosa para todos ellos... y para sí misma...

Había llegado el momento. El rey se acercaba. Ricardo se precipitó para unirse al séquito. Si se apresuraba podría eludir a su madre, que sin duda iba a insistir en algún tipo de ceremonia.

¡Ver de nuevo a aquel hermano maravilloso, que había dominado su vida! Había sido duro que lo mandaran a Middleham, tan lejos de él, y enterarse por intermedio de otros de lo que él hacía. Él hubiera sido en verdad desdichado en Middleham, de no haber sido por la bondadosa condesa y sus hijas, especialmente Anne. Había entre ellos una amistad muy especial. Eran caracteres similares: ambos algo temerosos del mundo, incapaces de mezclarse libremente con la gente y de expresarse con facilidad. Pero cuando estaban juntos era diferente. Oh, sí, él había estado muy agradecido a Anne y ella a él, creía.

La de él había sido una infancia incierta. Había nacido en la época en la que estaba en su apogeo la guerra civil entre las casas de York y de Lancaster. Había oído hablar de las rosas blanca y roja, y sabía que las rosas blancas eran las que llevaba la gente buena, mientras que los malos llevaban las rojas.

Recordaba muy bien el terror de Ludlow, cuando su padre tuvo que huir porque los lancasterianos estaban a las puertas del castillo. Recordaba a su orgullosa madre apretándolo junto a ella, con George del otro lado, cuando los soldados irrumpieron en el castillo. Había muerte en el aire, y él lo había sentido, a pesar de ser tan niño. Pero su madre era orgullosa y noble y a él le había parecido invencible después del incidente. Porque, cuando se precipitaron en la habitación donde ella estaba, con sus hijos al lado y ella les habló con aquel tono de mando, los hombres vacilaron. Él había notado sangre en las espadas... y también en los jubones. Pero a ellos no les hicieron daño. En lugar de esto los sacaron y los pusieron al cuidado de su tía, la duquesa de Buckingham quien, por raro que pareciera, no pertenecía al bando de ellos.

Después, naturalmente, se produjo la batalla de Northampton y volvieron a ser libres; fueron entonces llevados a Londres y alojados en la casa de John Paston. Debían haber permanecido allí menos de seis meses, pero Ricardo recordaba vivamente el terrible y oscuro día en que llegó la noticia de que se habían batido en Wakefield, y que su padre había perecido durante la batalla.

El dolor de su madre había sido terrible. Juró venganza contra sus enemigos. No dijeron a Ricardo que la cabeza de su padre había sido clavada en York, con una corona de papel encima, pero oyó murmurar sobre ello a los criados y lacayos, y él era bastante hábil para pescar chismes y comentarios.

De todos modos su madre se había recobrado algo después de la segunda batalla de St. Albans, que curiosamente fue ganada por los malos lancasterianos, pero Warwick —el gran conde que había decidido que él debía educarse en Middleham— marchó a Londres, tomó la ciudad y proclamó rey a Eduardo.

Entonces el destino había cambiado en verdad. Ricardo nunca iba a olvidar la coronación, una gran ocasión cuando él contaba nueve años. A esa edad, se vio hasta tal punto honrado por su poderoso hermano, que éste lo convirtió en duque de Gloucester. Al mismo tiempo hicieron a George duque de Clarence.

—Ahora sois duques —había dicho su madre— y esto significa que tenéis una gran responsabilidad, ante vosotros mismos, ante la familia y, sobre todo, ante vuestro hermano. Nunca olvidéis que vuestro hermano es el rey, y que debéis servirlo con la vida si es necesario.

Ricardo hubiera querido decir que estaba dispuesto a servir a su hermano con la vida, sin necesidad de que le dieran un ducado, pero no lo hizo. Había que tener cuidado con lo que se decía ante la señora Cecily.

Y luego lo llevaron al castillo de Middleham, para que fuera un gran soldado y estuviera listo, si era necesario, para defender la corona. Y había que pasar muchas horas llevando armas que eran demasiado pesadas para él y le hacían doler los hombros, para luego deslizarse en el castillo y tenderse en el lecho a descansar, donde seguramente nadie —con excepción de Anne— iba a saber que él necesitaba un descanso.

Ahora había llegado el rey. Era magnífico... más alto de lo que Ricardo lo recordaba. Su madre fue la primera en recibirlo. Estuvo a punto de arrodillarse, porque, como había insistido en que se arrodillaran ante ella, estaba dispuesta a pagar el mismo precio cuando lo consideraba conveniente. Pero Eduardo se opuso. La estrechó entre sus brazos y la besó en ambas mejillas.

—Milord... milord... —protestó ella.

Todos los que miraban lo amaron por sus maneras poco protocolares.

Cecily se había puesto pálida bajo el colorete al verlo. Era todavía más hermoso, siempre le parecía así después de una ausencia. Oh, estaba orgullosa de él. Todos lo estaban.

—Margaret, hermana...

La abrazó y después sus ojos se posaron en los varones y, Ricardo percibió, con un estremecimiento de deleite, que se demoraban en él.

—Ricardo... George...

Los ojos de Ricardo estaban llenos de adoración, cosa que Eduardo no dejó de percibir. George estaba un poco retraído. Eduardo entendió que había en esto una traza de envidia. Tomó mentalmente nota. Iba a tener que vigilar a George.

—Ricardo... ¿cómo estás, muchacho? —Le puso la mano en el hombro. Ricardo se sintió incómodo. ¿Su defecto era entonces visible? Lo era sin duda cuando estaba desprovisto de capa.

—Has crecido —dijo Eduardo—. Pardiez, ya eres casi un hombre.

Cuando entraron al palacio seguía apoyando la mano en el hombro de Ricardo.

Cecily anhelaba hablar a solas con su hijo. Quería saber si avanzaba el asunto del casamiento. Quería estar enterada con bastante anticipación para la ceremonia. Había mucho que planear, y pensaba meter bastante la mano en esos planes.

Vio a los libertinos amigos de su hijo en el séquito. Hastings entre otros. También vio a otro, una cara nueva. Tuvo la vaga idea de que se trataba de lord Rivers, el hombre a quien Eduardo favorecía, según los comentarios. Ella tenía en todas partes amigos que le llevaban noticias de Eduardo. La amistad con Rivers y con Scales, el hijo de Rivers, era más que extraña. No hacía mucho que habían estado combatiendo contra la Casa de York. Habían sido firmes lancasterianos. Bueno, sólo faltaba que se hiciera amigo de Margarita de Anjou, pensó Cecily. Era una tontería, teniendo en cuenta que Enrique de Lancaster, el hombre que para algunos era el verdadero rey, estaba libre y vagaba oculto en alguna parte, allá en el norte. ¿Cómo podía Eduardo tener la certeza de que Rivers y su hijo no eran traidores?

Tenía que hablar con él del asunto.

Buscó la primera oportunidad. Se dirigió al aposento de él e imperiosamente despidió a los cortesanos y lacayos.

—Eduardo, tenemos que hablar a solas.

—En verdad lo creo —dijo Eduardo que no deseaba en modo alguno someterse a las inquisidoras preguntas de ella, aunque no soñaba en decírselo.

—Estoy algo inquieta.

—¿Cuándo no lo habéis estado, querida madre?

—Los tiempos no son tan fáciles como para que podamos cerrar los ojos ante el peligro.

—Como de costumbre habláis con sabiduría.

—¿Qué pasa con esos hombres... Rivers y Scales?

—Ambos son hombres buenos.

—¡Hombres buenos que han combatido por la Rosa Roja!

Eduardo le puso la mano en los hombros y le sonrió. Su alta estatura le daba la ventaja que juzgaba necesaria cuando debía tratar con su voluntariosa madre.

—Son hombres buenos, milady. Me gustan. Confío en ellos.

—¿Por qué? ¡No hace tanto que eran vuestros enemigos!

—Apoyaban a Enrique porque se habían comprometido a ello. Enrique fue ungido y coronado como rey. Ahora se han dado cuenta de que no es capaz de gobernar y se han juramentado conmigo.

—Yo no confiaría en ellos.

—No es necesario —dijo Eduardo con dignidad—. Basta con que yo confíe.

Era un nuevo Eduardo: sonreía cariñoso al hablar, pero había firmeza en su voz.

Cecily decidió dejar el tema y hablar del futuro matrimonio.

—Me han dicho que Warwick está en excelentes relaciones con el rey de Francia.

—¿Es Warwick quien os lo ha dicho?

—Mi querido Eduardo, Warwick no habla conmigo. Pero yo me entero de esas cosas. Sé que los preparativos para la boda están muy avanzados.

—¿Boda? ¿Qué boda?

Ella le clavó los ojos, atónita.

—La más importante de todas... la vuestra.

—Ah, la mía... —dijo Eduardo, fingiendo vaguedad.

—Con la cuñada del rey de Francia. Está bastante bien. Creo que Bona de Savoya es una mujer atractiva.

—Puede ser —dijo Eduardo.

—Después de la boda será necesario que seáis más discreto. Nadie espera fidelidad de un hombre como vos... pero todos estos adulterios a la luz del día tienen que terminar.

Eduardo guardó silencio. Ella no notó que la expresión del rey se había endurecido.

Cecily prosiguió:

—El pueblo ríe de vuestras aventuras. Les gusta veros como a un libertino encantador. “Nuestras mujeres no están a salvo”, dicen los comerciantes, “cuando pasa el rey”. Y lo dicen riendo, contentos, creo, de que os parezca que vale la pena seducir a sus mujeres. Pero eso tendrá que cambiar.

—Cambiará —dijo él. Y súbitamente añadió—: Señora: estoy decidido a elegir yo a mi novia. ¿Por qué va a decidirlo Warwick?

—Warwick está negociando, cosa que sabe hacer tan bien. Podemos tener la certeza de que obtendrá de Luis las mejores condiciones.

—No me casaré con Bona de Savoya —dijo Eduardo.

—¿Cómo? Ya hemos ido demasiado lejos. ¿Hay acaso alguien de quien Warwick cree que traerá más beneficio para el país?

—He elegido yo a mi novia, y me casaré con ella si se me da la gana.

—Dime quién es —dijo Cecily.

—Es lady Grey, hija de lord Rivers.

Cecily quedó sin habla y Eduardo prosiguió:

—Es viuda y tiene dos hijos; tiene unos años más que yo. La amo entrañablemente. Es la única mujer con la que me casaré, y lo haré sin demora.

—Os gusta bromear, Eduardo.

—Sí —asintió él—, me gusta bromear. Pero esto no es broma. Es la realidad. Me casaré con Isabel Woodville.

—¡La hija de Rivers, habéis dicho! ¡Una mujer sin alcurnia!

—Su madre es de la noble Casa de Luxemburgo.

—E hizo un casamiento por debajo de su categoría. El padre de ella es hijo de un chambelán de Enrique V.

—¡Habéis descubierto eso! ¿Por qué?

—A causa de vuestra amistad con los Rivers, que no me agrada nada, y que no entendía, aunque ahora comprendo. Claro que estáis bromeando. Habéis visto a esa mujer y os sentís atraído por ella. Tal vez tiene un físico agradable.

—Es la mujer más hermosa que he visto.

—Todas lo son... por una o dos noches. Muchas veces os he visto afectado por el físico de algunas mujeres. Esta es una más. ¡Una viuda con dos hijos!

—Por Dios bendito, señora, yo soy soltero y también tengo algunos hijos. Debéis ver en esto una buena señal. Hemos demostrado ambos que no somos estériles.

—Bromeáis —insistió Cecily.

Eduardo se alarmó levemente. No había querido hablar del asunto con su madre: simplemente había surgido. Quizás porque ya se había decidido. Pero nadie sabía de qué era capaz Cecily. Se había precipitado al hablar.

No contestó y vio alivio en la cara de ella.

Ella le palmeó el brazo, como jugando.

—Siempre os ha gustado burlaros de vuestra madre —dijo.

 

 

 

Desde el norte llegaron noticias de Warwick. Los lancasterianos no habían sido en modo alguno derrotados allí y, hasta que capturara a Enrique, habría levantamientos.

Warwick estaba con lord Montague, y pensaba que Eduardo debía unirse a ellos.

En consecuencia Eduardo se despidió de su familia y partió. Cecily lo vio alejarse con orgullo. Había dejado de pensar en aquella rara conversación. Pensó simplemente que el último amorcillo era la tal Isabel Woodville. Pronto sería sustituida por otra. ¡Qué rara había sido aquella conversación acerca del matrimonio! Pero sospechaba que era debido a que ella había dicho que Warwick le había elegido la novia. A ningún hombre le gusta que otro haga eso, y por eso Eduardo había hecho aquella ridícula sugerencia.

No era más que eso. La posición de Eduardo era demasiado incierta para que corriera tales riesgos.

—Allá va —dijo a sus hijos—. ¿Estáis orgullosos de ser sus hermanos?

Ricardo declaró con fervor que en verdad así era, pero George guardó silencio. Deseaba estar en la piel de Eduardo.

—Nunca ha habido un hombre más adecuado para ser rey —dijo Cecily, y Ricardo asintió de todo corazón.

Eduardo salió de Londres. Estaba decidido. Iba a hacerlo. No podía esperar más para que Isabel fuera suya, y si sólo podía obtenerla con el matrimonio, se casaría.

Envió un mensajero a Grafton con la noticia de que deseaba ver especialmente a lady Rivers. Deseaba que ella lo arreglara todo. Ella entendería.

En cuanto Jacquetta recibió el mensaje fue a ver a Isabel, quien por suerte estaba en Grafton, ya que hubiera representado una demora tener que llamarla.

—Se casará contigo —dijo Jacquetta a su hija.

—No lo creo.

—Te digo que sí. Me ha mandado decir que haga los preparativos.

—Tendrá que ser un matrimonio en regla.

—¿Y crees que no me ocuparé de eso? Nunca soñé en un triunfo semejante. Esperaba, naturalmente... pero es difícil creer que finalmente ha cedido.

—¿No crees que puede haber una trampa en esto?

—Claro que no. Pero no se lo diré a tu padre.

—No, se alarmaría.

—Sí, vería toda clase de dificultades. Pero nosotras celebraremos el matrimonio, y después enfrentaremos las dificultades.

—Nunca me aceptarán... hombres como Warwick...

—Mi querida Isabel: tendrás a tu disposición al rey para que ordene lo que hay que hacer.

—¿Por cuánto tiempo? —preguntó cínicamente Isabel.

—Por toda la vida... si te portas juiciosamente.

—Habrá otras mujeres.

—Claro que habrá otras mujeres. Nuestro potro no puede ser fiel a una sola yegua. Sólo una tonta lo esperaría. Deja que tenga sus mujeres. Debes entender que las necesita, pero debes ser tú quien lo domine, no debes permitir que lo haga otra. Piensa en lo que significará para la familia.

—Temo que haya alguna falla.

—Te digo que no la habrá. Se celebrará la ceremonia y después irás con él a la cama. Debes quedar cuanto antes encinta.

—Es otro asunto que no controlo.

—Le darás muchos hijos. Un niño fuerte y robusto arreglará todo. Y cuando lo tengas, el pueblo te perdonará... si es que no te perdonan los poderosos nobles.

—¿Y Warwick? ¿Qué hará?

—Me parece que el poder de Warwick se está desvaneciendo. Este matrimonio lo demostrará... a Warwick entre otros.

—¿Y crees que se harán a un lado y abandonarán el poder? —No tendrán otra alternativa. Crearemos nuevos nobles para que rodeen al rey. Ellos tendrán el poder.

—¿Nuevos nobles?

—Los Woodville, mi querida hija. Nuestra familia es numerosa. Este matrimonio será bueno... no sólo para ti, sino para todos nosotros.

—No lo creeré hasta que no suceda.

—Será muy pronto. Ahora tenemos que estar listas para cuando llegue el rey.

Estaban a fines de abril. Los árboles jamás habían florecido con tanta profusión. Los nogales, los alisos, los abedules y los cerezos silvestres brillaban con primaverales pimpollos. Los pájaros parecían locos de alegría, como si supieran que era un tiempo de regocijo.

Esto era lo que pensaba Eduardo cuando dejó su séquito en Stony Stratford y se dirigió a Grafton, donde lo esperaba Jacquetta.

—¿Todo listo? —preguntó Eduardo.

—No he olvidado nada, querido señor.

—¿Dónde está Isabel? —preguntó él.

—Os espera.

—Llevadme ante ella.

Allí estaba ella, con un vestido azul, muy parecida a como se había presentado bajo el roble de Whittlebury, con el largo pelo cayendo sobre sus hombros.

Eduardo la estrechó con fuerza entre sus brazos.

—Mi amor —dijo—, ¡al fin! ¡Ha demorado en llegar este día!

—Mi querido esposo —dijo Isabel—, yo también he esperado este día.

—Quiero que la ceremonia se haga en seguida —dijo Eduardo—. No quiero más demoras.

Jacquetta se había, preparado bien. Los llevó a un aposento donde esperaba un sacerdote. También estaban presentes dos caballeros de la servidumbre de Jacquetta y un joven monaguillo.

Se realizó la ceremonia, y allí, en la casa solariega de Grafton, Isabel Woodville se convirtió en esposa de Eduardo IV.

En cuanto la ceremonia terminó, Jacquetta llevó a los recién casados a la cámara nupcial que les había preparado.

 

 

 

Maldiciendo por tener que dejar Grafton, Eduardo cabalgaba hacia Stony Stratford.

Hastings quedó sorprendido al verlo tan preocupado.

—Veo que habéis disfrutado de una buena cacería, milord —dijo.

—Sí, Hastings, sí —dijo Eduardo cortante, y se dirigió a su aposento.

Estaba casado. Isabel era suya. Habría consecuencias, pero no le importaba. Valía la pena. Era la única manera de hacer suya a una mujer virtuosa. Y era maravillosa; era hermosa; a él no le importaba un comino de Warwick ni de los otros. Dijo que iba a casarse con quien le diera la gana, y lo había hecho.

Al día siguiente dijo a Hastings:

—Antes de irnos enviaré un mensaje a Rivers y le diré que me agradaría quedarme un tiempo en Grafton, para disfrutar de la caza en Whittlebury.

—Un lugar agradable —replicó Hastings, y pensó: “De modo que la señora Isabel ha sido complaciente después de todo. Debe ser eso. Muchas se negaron al principio. Pensaron que la resistencia añadía algo al placer de la cacería.”

Por lo tanto fueron a Grafton.

Allí lo recibió lord Rivers, y hubo una especial cordialidad en el saludo de su mujer al rey.

Isabel no apareció. “Supongo que la virtuosa dama no está en casa”, pensó Hastings. “En cuyo caso es probable que a él le guste la caza. Parece en muy buenas relaciones con la señora Jacquetta, aunque debo recordar que ya es un poco madura para interesarle.”

Tan discreta fue Jacquetta que nadie adivinó que, cuando todos se retiraron, ella llevó al rey al aposento de su hija.

—Ruego para que quede embarazada antes de que estalle la tempestad —dijo Jacquetta a su marido—. La gente se mostrará más benévola con la perspectiva de un heredero.

El marido, menos aventurero que su mujer, quedó muy alarmado al enterarse de lo que habían hecho sin consultarlo.

Pero Jacquetta meneó la cabeza.

—Ya verás los beneficios que obtendrá la familia —le dijo.

Y de este modo Eduardo pasó cuatro días en Grafton, donde todas las noches Jacquetta lo llevaba al aposento de Isabel.

Se separó de ella de muy mala gana. Era necesario. Warwick lo esperaba en el norte.

No iba a contarle nada a nadie... ni siquiera a Hastings. Por el momento el matrimonio debía seguir en secreto; y aunque no pudiera seguir así mucho tiempo, él iba a elegir el momento apropiado para anunciarlo.

Entretanto podía pensar en Isabel, anhelar estar con ella y aprovechar todas las oportunidades para estar a su lado.

Estaba profundamente enamorado, como nunca lo había estado. No lamentaba nada.