RUMORES
La sublevación había terminado. Henry Tudor no había desembarcado. De los quince navíos que le había dado el duque de Bretaña, todos habían sido destruidos por la tempestad, excepto dos. Se había acercado a la costa con esos dos barcos, pero, al ver los soldados apostados en tierra, opinó que era mejor volver atrás y esperar el momento oportuno.
Ricardo era el triunfador, pero había recibido un aviso.
Otro rumor que lo perturbaba profundamente era el de la muerte de los príncipes, y que lo señalaran como su asesino. ¿Para qué le iba a servir a él la muerte de los niños? No eran una amenaza. Él era el rey legítimo. Los hijos bastardos de su hermano no amenazaban su posición.
Sólo podían constituir un peligro en caso de ser hijos legítimos de su hermano. Y, de haberlo sido, a él jamás se le hubiera ocurrido tomar el trono. Hubiera seguido como Protector del Reino y tutor del pequeño rey hasta que este estuviera en edad de gobernar.
Era un rumor inquietante. ¿Significaba acaso que estaba en marcha un complot para asesinar a los príncipes y echarle a él la culpa? Era un plan realizable, cuya lógica se hizo clara para él al enterarse de que, en la catedral de Rennes, Henry Tudor había jurado casarse con Isabel de York uniendo así las casas de York y de Lancaster.
Pensó mucho en el asunto y, cuanto más lo hacía, más evidente le parecía que se planeaba algún daño contra los príncipes. Por el momento estaban en la Torre, donde era Condestable su buen amigo Sir Robert Brackenbury.
Decidió prevenirlo para que vigilara bien a los príncipes, y convocó a su Jefe de Sicarios, Sir James Tyrell. Le dijo que quería que llevara una carta al Condestable de la Torre, y que debía prepararse para partir en seguida.
Ricardo escribió entonces una carta en la que pedía a Sir Robert que vigilara bien a los príncipes. Temía por la seguridad de los niños. Creía que sería una buena idea sacarlos de su residencia actual y ponerlos en otra secreta, hasta que llegara el momento en que pudieran volver a emerger, en seguridad.
Ya explicaría sus temores a Sir Robert en el momento oportuno, cuando estuvieran juntos. Por el momento sabía que Sir Robert era un buen amigo y que podía confiar en él.
El año transcurrió inquieto. Ricardo sabía que el obispo de Ely era uno de sus mayores enemigos, y se arrepentía de haberlo puesto bajo el cuidado de Buckingham. Después de la derrota, Morton había huido a Flandes y probablemente ya se había unido a Henry Tudor.
Era difícil gobernar como hubiera querido hacerlo, con tantas cosas en contra. Eduardo había sido muy dichoso al contar con la gente. Después de la deserción de Buckingham, Ricardo sentía que no podían confiar en nadie.
Hubiera deseado que todos olvidaran las ofensas, que procuraran trabajar con él en un Estado próspero. Lamentaba que Isabel Woodville siguiera en el Santuario. Quería que saliera... ella y sus hijas.
Le mandó un mensaje diciendo que, si salía, no tenía que temer daño alguno.
Isabel se mostró muy cautelosa. No podía olvidar que su hermano Anthony y su hijo Richard habían sido decapitados por orden de Ricardo. Él había contestado que ellos habían merecido su destino, y que todavía tendrían la cabeza sobre los hombros de haberse portado de otro modo. Pero era inútil pensar en el pasado. Aquello estaba terminado. Ella tenía cinco hijas: debía pensar en su futuro.
Ricardo no le recordó que tenía otro hijo, el marqués de Dorset, que estaba ahora en el continente con Henry Tudor.
Llevaron al Santuario una carta escrita de puño y letra de Ricardo.
“Juro”, escribía, “que si las hijas de Isabel Grey, que se titulaba reina de Inglaterra, salen del Santuario y se dejan guiar y dirigir por mí, me encargo de que sus vidas estén a salvo y, como son mis parientas, ya que son indudablemente hijas de mi hermano, arreglaré para ellas casamientos dignos...”
También ofrecía una pensión anual a Isabel.
Isabel consideró la oferta. Pensaba que era difícil que él no la cumpliera. Y también estaba preocupada por sus hijas.
Un sombrío día de marzo salió del Santuario, decidida a aceptar la oferta y confiar en la merced del rey.
Durante aquel mes, Ricardo dejó Londres y fue a Northampton. Era ahora claro que Henry Tudor intentaría otro ataque, con la llegada del buen tiempo. Ricardo debía estar preparado. Comprendía que, hasta que Henry Tudor estuviera muerto, no habría paz para él. Henry Tudor quería el trono, e iba a hacer todo lo posible para conquistarlo. Además, muchos iban a ayudarlo en la empresa. Ricardo estaba rodeado por gente de la cual el sentido común le aconsejaba dudar.
Norfolk, Lovell, Ratcliffe, Catesby, Brackenbury... a estos podía confiar su vida. Pero otros lo llenaban de duda. La conducta de Buckingham y de Hastings lo había vuelto desconfiado, sospechaba de todo el mundo. Anhelaba la paz. Era un administrador nato. Quería alentar el comercio, como lo había hecho Eduardo. Era el camino seguro para la prosperidad. Un país desperdicia su substancia en la guerra.
Había otros motivos de ansiedad. La salud de Anne fallaba. Se cansaba muy fácilmente. También estaba preocupado por su hijo. Anne lo había vuelto a mandar a Middleham, porque pensaba que era mejor para él estar allí. Pero sus pensamientos estaban en el niño y, aunque hacía un gran esfuerzo para acompañar a Ricardo, sonreír a la gente y parecer contenta, él sabía que se esforzaba y que ella se sentía muy cansada.
Estaban a mediados de abril cuando llegó un mensajero del norte. Lo llevaron inmediatamente ante el rey y, al verlo, Ricardo comprendió que traía malas noticias.
—No temas —dijo—. Dime rápidamente de que se trata.
—El príncipe, milord...
—¿Está enfermo?
El hombre lo miró en silencio.
Ricardo se volvió para ocultar su emoción.
—Está muerto —dijo lentamente—. Mi hijo ha muerto.
—Milord... temo... que así sea.
—Le diré a la reina —dijo el rey; agitó la mano despidiendo al mensajero quien, contento de escapar, salió a toda prisa.
Anne procuró con valor reprimir su desolación. Era imposible. Por un tiempo abandonó todo fingimiento de que estaba bien. Se dejó caer de rodillas y se cubrió la cara con las manos.
Él procuró consolarla, pero no había consuelo. El delicado niño, a quien había amado más tiernamente a causa del constante miedo que les inspiraba, estaba perdido para ellos.
Había padecido la misma enfermedad sufrida por las dos hijas de Warwick, y que significaba para todos ellos que sólo podían vivir brevemente.
Lo habían mimado... el príncipe de Gales, el heredero de Inglaterra.... y ahora ya no estaba.
Al mirar a Anne, tan desolada en su dolor, Ricardo se preguntó en cuánto tiempo tendría que llorar también la muerte de su esposa.
El futuro era sombrío. Los escoceses creaban dificultades en la frontera, ahora que Ricardo ya no estaba allí para contenerlos. El rey de Francia se mostraba amigo de Henry Tudor. Ricardo sabía que debía echar mano a aquel hombre. Si lograba capturarlo y llevarlo a Inglaterra, librarse de él, entonces podrían establecer una paz. Envió hombres a Bretaña con orden de capturar a Henry Tudor, pero Morton tenía espías en Inglaterra. Entre estos estaba Rotherham, que pudo informar a Morton lo que se estaba planeando. Morton previno a tiempo a Henry Tudor, de manera que Tudor pasó de Bretaña a Francia. Morton era un enemigo peligroso. Ricardo lo sabía ahora y se maldecía por no haberlo destruido cuando estuvo en sus manos. Era mucho más peligroso que lo que jamás había sido Hastings.
En verdad era todavía más peligroso de lo que Ricardo suponía. Estaba enterado de las instrucciones de Ricardo a Brackenbury, y pensó que, si todo marchaba de acuerdo a lo planeado, aquel acto podía ser de considerable utilidad para él.
Morton había jugado su futuro a la victoria de Henry Tudor y, si lograba el casamiento entre Isabel de York y Henry Tudor, sus planes iban a marchar en verdad. Pero, si se realizaba el matrimonio y para que fuera efectivo, había que hacer desaparecer a los pequeños príncipes. Ahora estaban alejados por orden de Ricardo. Bueno, podía ser útil. Daría crédito a la historia de que ya estaban muertos. Lamentaba que Isabel Woodville hubiera salido del Santuario con sus hijas. Esto era lamentable por dos cosas. Primero: si ella hubiera creído que Ricardo había asesinado a los príncipes —sus hijos varones, a los que tanto quería, porque, fuera lo que fuera, era una buena madre— nunca hubiera puesto a sus hijas en manos del rey. Otro motivo de temor —quizás más grande— era que Ricardo encontrara marido para las niñas. En ese caso no podría realizarse el casamiento entre Isabel de York y Henry Tudor. La gente aceptaría a Henry Tudor si, con su casamiento, unía las Casas de York y de Lancaster, pero no de otro modo, al parecer.
“Tenemos que movernos rápidamente”, pensaba Morton. Pero, ¿cómo hacerlo? Debían estar absolutamente seguros del éxito cuando salieran a la palestra.
El pesado año avanzaba. Henry Tudor no había intentado desembarcar. Era evidente que no estaba preparado todavía.
Ricardo adivinaba que estaba rodeado de traidores. Una mañana se descubrió en la puerta de la catedral de St. Paul una frase que era una prueba evidente de traición.
Decía:
El gato, la rata y el perro Lovell
gobiernan Inglaterra bajo un jabalí.
El gato era Catesby, la rata Ratcliffe y Lovell —nombre que se daba con frecuencia a los perros— Francis Lovell, todos fieles amigos del rey. Y el jabalí era el mismo Ricardo, tomado del símbolo del Jabalí en su bastón.
Se suponía que el autor había sido William Colynbourne, que había sido oficial en la Casa de la duquesa de York. Ricardo quedó profundamente herido, no sólo por la crítica a su gobierno, sino porque el hombre había sido uno de los servidores de su familia. Pero Colynbourne había cometido un pecado más grave que escribir ditirambos. Se descubrió que era culpable de enviar mensajes a Henry Tudor, comunicándole el estado de las defensas en Inglaterra.
Se le condenó a la muerte de los traidores, que padeció cruelmente en Tower Hill.
Una necesidad urgente miraba de frente a Ricardo: la necesidad de tener un heredero. Siempre había habido preocupaciones por la salud de Edward, y él y Anne anhelaban otro hijo. Pero ella era tan delicada que él había empezado a pensar que nunca tendrían otro. Mientras tenían al pequeño príncipe, ponían en él sus esperanzas. Pero ahora había muerto. Además, la salud de Anne se había deteriorado rápidamente desde la muerte de Edward. Era evidente que le habían arrebatado un gran interés en la vida y Anne enfermó tanto que ya no pudo ocultarlo.
Ricardo llamó a los médicos.
¿No podían hacer algo? Seguramente sus capacidades les permitirían ayudar a la reina.
Ellos menearon las cabezas.
—Es una enfermedad de los pulmones, señor. La reina no puede recuperarse. Irá empeorando paulatinamente.
Los médicos estaban inquietos, y Ricardo comprendió que querían decirle algo más. Todos vacilaban, esperando que otro tomara la palabra.
Finalmente uno dijo:
—Milord: la enfermedad de la reina, en este estadio, es contagiosa. No debéis compartir una cámara con ella.
La implicación era obvia. Él y Anne no podrían tener más hijos.
Le explicó todo dulcemente a Anne. Ella entendió. Dijo:
—No me queda mucho tiempo, Ricardo. Sopórtame unas semanas. Después, cuando yo no esté, cásate de nuevo... cásate con una mujer joven y fuerte, capaz de darte hijos.
Él meneó la cabeza.
—Nunca amaré a nadie como te amo a ti. Oh, sé que no te lo he dicho con bastante frecuencia, ni te lo he demostrado. Pero así soy.
—Lo sé, lo sé y no querría que fueses de otra manera. Siempre has sido bueno conmigo... y yo siempre te he querido. ¿Recuerdas, Ricardo, cuando estábamos juntos hace años, en Middleham?
—Nunca lo he olvidado. Por eso siempre me ha gustado Middleham. Ojalá pudiéramos estar ahora allí... juntos... con nuestro hijo...
—El tiempo pasa, Ricardo. Hemos tenido momentos malos... Nunca olvidaré los días que pasé en aquella cocina caliente y maloliente... A veces lo recuerdo... sueño... y despierto y doy las gracias de que todo haya pasado. Pero debemos pensar en el futuro. Cuando ya no esté... quiero que seas feliz, Ricardo.
—No podré serlo.
—Lo serás. Triunfarás. Serás un gran rey... incluso más grande que tu hermano. Oh, Ricardo, quiero que seas feliz. Si lo eres, valdrá la pena todo lo que ha pasado.
—Te curarás —dijo él con firmeza— y cuando te cures tendremos hijos varones... e hijas.
—Sí —dijo ella para consolarlo—. Ah, sí —y fingió que creía que aquello era posible.
Llegó la Navidad. La pasaron en Westminster y, para cumplir su promesa de ocuparse de las hijas de su hermano, Ricardo las invitó para los festejos. Ordenó que se les dieran ropas de acuerdo a su rango, e Isabel de York se presentó tan magníficamente ataviada como la reina.
Estaba hermosa y era evidente que la estadía en Santuario no le había hecho daño. Chispeante, alegre, demostraba que estaba encantada de verse al fin en libertad.
Se mostró marcadamente amable con el rey, que la trató muy graciosamente. Estaba muy bella con el largo pelo rubio cayéndole sobre los hombros en marcado contraste con la reina que, aunque hacía un valiente esfuerzo, daba la impresión de apagarse por momentos.
Los espías de Morton en la corte notaron la deferencia de Isabel hacia el rey y que él la honraba como correspondía. Enviaron la noticia a Morton, que quedó horrorizado ante la idea de que Isabel estuviera en la corte, disfrutando claramente, y ante el relato de la amabilidad del rey hacia ella y la disposición de ella de agradarle.
Cualquier matrimonio de Isabel de York con otro que con Henry Tudor volvía imposible el plan de hacer rey a Tudor. Isabel no debía casarse... hasta que Henry Tudor la reclamara.
A Morton no le gustaron nada todos los comentarios sobre la amabilidad del rey con ella. Su tarea era ganar el trono para Henry Tudor y él como hábil conspirador que era, sabía que las calumnias contra Ricardo eran tan importantes como ganar una batalla. Isabel no debía casarse.
Entretanto se presentó la ocasión de difamar más a Ricardo.
¿Por qué no hacer correr el rumor de que pensaba casarse con su sobrina? Es verdad que estaba casado con Anne, pero una pequeña dosis de veneno podía sacarla del medio, y entonces él estaría libre.
Según los informes, Anne iba a morir pronto. Se debilitaba de día en día. De manera que la historia podía ser plausible.
Ricardo no entendía por qué la gente lo odiaba de aquel modo, por qué seguían corriendo aquellos malignos rumores.
Catesby y Ratcliffe decían que era porque Henry Tudor tenía gente que trabajaba para él en secreto, y la calumnia era una de las armas que usaban.
Los acontecimientos pesaban sobre el rey. Debía prepararse para la llegada de Henry Tudor y cada día veía que Anne se debilitaba más y más.
El 16 de mayo Ricardo fue llamado ante el lecho de ella. Se sentó y le tomó la mano, mientras la oscuridad iba invadiendo la cámara.
Afuera la gente esperaba en las calles, mirando el cielo, porque la cara del sol se oscurecía lentamente.
Era el mayor eclipse de sol que se había visto en Inglaterra y todos pensaron que tenía algo que ver con la agonía de la reina.
Anne no era consciente de esto. Sabía sólo que Ricardo estaba con ella, teniéndola de la mano, y que lentamente ella lo iba dejando.
—Ricardo... —Procuró articular el nombre de él.
Él se inclinó sobre ella.
—Descansa, querida —dijo—. Así es mejor.
—Pronto descansaré —murmuró ella—. Pronto veré a nuestro hijo. Oh, Ricardo, estaré contigo... siempre.
Las mejillas de él estaban mojadas. Se sorprendió: hacía mucho tiempo que no derramaba una lágrima.
Una desolación total se apoderó de él.
Anne se había ido... la compañera de su juventud, su fiel esposa: la persona a quien había amado más profundamente que a su hermano.
Nunca habría otra. Él no cambiaba. La lealtad lo ligaba.
Los rumores estaban en su apogeo. El rey iba a casarse con su sobrina.
Isabel de York no se oponía, e Isabel Woodville daba la bienvenida al casamiento. Arreglaría las diferencias. Los Woodville no podían oponerse a un rey que fuera marido de una de sus hijas.
¡Casarse con su sobrina! ¡Era un incesto!
Típico de él, decían. Era hombre sin escrúpulos.
Ricardo sabía que debía volver a casarse.
Rotherham había señalado que, un rey sin heredero, era fuente de dificultades. Debía casarse. La gente decía que su sobrina era una mujer joven y saludable.
—Lo es en verdad —replicó Ricardo—. Y no dudo de que dará a luz niños fuertes cuando llegue el momento.
Rotherham informó a Morton que el rey pensaba casarse con su sobrina.
Sir William Catesby y Sir Richard Ratcliffe aprovecharon la primera oportunidad para hablar con el rey.
No debía casarse con Isabel de York. Ellos estaban muy ansiosos por alejar la influencia de los Woodville, porque temían pasarla mal si la familia aquella volvía al poder. Se habían colocado de parte de Ricardo, claramente en contra de los Woodville. Pero eso no era todo. Habían servido lealmente a Ricardo y temían que el casamiento con una sobrina dañara aún más la reputación del rey. No dudaban de que el Papa daría una dispensa. Pero sería un error y, si Ricardo necesitaba una novia, debía buscarla en otra parte.
—Mis queridos amigos —dijo Ricardo— no necesitáis prevenirme. No tengo intenciones de casarme con mi sobrina. Es otro de esos malditos rumores que súbitamente han empezado a circular acerca de mí.
Catesby y Ratcliffe se sintieron muy aliviados.
Ricardo les sonrió.
—¡No podéis haber creído que iba a casarme con mi sobrina! Os digo que no estoy en estado de ánimo para casarme. Lloro aún a la reina y hay asuntos más importantes. Viene la primavera. Es seguro que Tudor hará una tentativa en esta época del año.
—Así es —dijo Catesby—, pero de todos modos me gustaría averiguar el origen de esos rumores.
Ricardo suspiró.
—Mis buenos amigos —dijo— estoy de acuerdo con vosotros. Es el insidioso enemigo que puede dañarnos más que el que nos enfrenta en la batalla. Anhelo el día de poder enfrentar a Tudor en una batalla. Ruego a Dios que la tarea de apoderarse de él caiga sobre mí.
—Entretanto, milord —dijo Ratcliffe— debemos poner fin a esos rumores.
—Alejaré a Isabel de la corte —dijo Ricardo—. No conviene que esté aquí... en vista de los rumores... ahora que la reina ha muerto.
—¿Dónde la mandaréis, milord?
—A Sheriff Hutton. Allí estará lejos de la corte. Una o dos de sus hermanas pueden acompañarla. Que ellas decidan. Mis sobrinos Clarence están allí, Warwick y Lincoln. Ella los acompañará y ellos a ella. Sí, la mandaré a Sheriff Hutton.
Catesby y Ratcliffe quedaron muy satisfechos. Esperaban haber cortado los rumores que corrían acerca de Ricardo e Isabel.