19. LA NOTA
El Kur apareció aquella noche, la noche de la batalla, a la luz de las antorchas, rodeado de hombres con lanzas. Sostenía sobre su testa, en señal de tregua, los dos trozos de un hacha partida.
Había numerosos hombres alrededor, varios de ellos con antorchas. El Kur venía en medio de ellos, por el campo.
Se detuvo delante de Svein Diente Azul e Ivar Forkbeard, quienes, en asientos de piedra, le esperaban. Ivar, que masticaba un ala de vulo, les indicó con la mano a Gunnhild, Budín y Pastel de Miel que se apartaran. Ellas, que desnudas y con sus collares se arrodillaban en torno suyo, retrocedieron sigilosamente hasta ponerse a sus espaldas. Sus cuerpos quedaron en las sombras.
El Kur depositó los trozos del hacha a los pies de los dos jefes.
Luego inspeccionó el grupo con la vista.
Para el asombro de todos, la bestia no se dirigió a los dos jefes.
Se acercó y se detuvo ante mí.
Con una mano aparté bruscamente a Leah. Me puse en pie. Los belfos de la bestia se retrajeron de sus dientes. Su imponente mole destacaba sobre mí.
No dijo palabra. Buscó en un zurrón que le colgaba del hombro y me tendió un papel enrollado y, absurdamente, atado con una cinta.
Luego la bestia se acercó a Svein Diente Azul y a Ivar Forkbeard y, tras recogerlos del suelo, volvió a alzar los dos trozos del hacha.
Los hombres profirieron gritos de enojo. Se blandieron lanzas.
Pero Svein Diente Azul, regio, se puso en pie.
—La paz del campamento le ampara —dijo.
Nuevamente los belfos del Kur se retrajeron de sus dientes.
Entonces, sosteniendo los trozos de hacha encima de su testa, partió, escoltado por hombres armados hasta las afueras del campamento.
Los ojos de los hombres del campamento, a la luz de las antorchas, estaban puestos en mí. Me levanté, con el papel en la mano.
Miré a Leah, que estaba a unos pasos de mí, la luz de las antorchas oportuna y provocativa en su carne. Tenía los ojos aterrados. Temblaba. Sus pechos, que se cubría con las manos, subían y bajaban por obra de su nerviosismo. Sonreí. Las mujeres temen terriblemente a los Kurii. Me alegraba de no haberle dado ropa. Volvió los ojos hacia mí. Su collar se convirtió en ella.
—De rodillas, esclava —le mandé. Con presteza, Leah, la esclava, obedeció la orden de un hombre libre.
Rompí la cinta y desenrollé la nota.
—¿Dónde está el Roquedal de Vars? —pregunté.
—A cinco pasangs hacia el norte —dijo Ivar Forkbeard—, y a dos pasangs de la costa.
—Llévame allí —le pedí.
—Muy bien —accedió.
Estrujé la nota y la tiré. Pero dentro de ella, arrollado, había un mechón de pelo, largo y rubio. Era el cabello de Telima. Lo puse en mi talega.