1. LA ESTANCIA

Me hallaba sentado en la Silla de Capitán, en la oscuridad de la amplia estancia, sin compañía alguna.

Los muros de piedra, varios de ellos con un espesor de más de metro y medio, formados por voluminosos bloques, se vislumbraban en torno mío. Enfrente, por encima de la larga y pesada mesa tras la cual estaba yo sentado, distinguía las grandes baldosas del pavimento. La mesa estaba desprovista y oscura. Ya no la guarnecía el mantel amarillo escarlata de las celebraciones, tejido en la lejana Tor; ya no la cubría la profusión de bandejas de plata extraída de las minas de Tharna, ni las copas de oro, artificiosamente labradas por los orfebres de la fastuosa Turia, la Ar del sur. Hacía mucho que degustara el fortísimo paga de los campos de Sa-Tarna, al norte del Vosk. Ahora, aun los vinos de los viñedos de Ar me sabían amargos.

Levanté los ojos, hacia las angostas rendijas en el muro que se alzaba a mi diestra. A través de éstas columbré ciertas estrellas de Gor, en el firmamento de negrura de tarn.

Reinaba la oscuridad en la estancia. Ya no ardían, centelleantes, las embreadas antorchas en las argollas de hierro de la pared. Reinaba el silencio en la sala. No había músicos que tocaran, ni compañeros de jarana que rieran y bebiesen alzando sus copas; sobre las anchas y pulidas baldosas bajo las antorchas, descalzas, con sus collares ceñidos y sus sedas escarlata, con cascabeles en muñecas y tobillos, no había jóvenes esclavas que danzaran.

Rara vez mandaba retirar mi silla de la estancia. Largos ratos permanecía en aquel lugar.

Oí pasos que se aproximaban. No volví la cabeza. Me causaba dolor el hacerlo.

—Capitán —oí.

Era Luma, la escriba principal de mi casa, con su túnica azul y sus sandalias. Poseía una lacia melena rubia, sujeta detrás de la cabeza con una cinta de lana azul, procedente de los confines de Hurí, teñida con la sangre de sorp del Vosk. Era una muchacha escuálida poco agraciada, mas con intensos ojos azules; y era una magnífica escriba, veloz en sus cálculos, perspicaz, exacta y brillante; en otro tiempo había sido una esclava del paga, si bien una esclava indigente; yo la había salvado de Surbus, un capitán, quien la comprara con objeto de matarla al no haberle servido ella a su gusto en las alcobas de la taberna; él la habría arrojado, atada, a los sinuosos urts de los canales. Yo había aniquilado a Surbus de un mandoble mortal, pero antes de que expirase y a causa de los ruegos de la mujer, movida por la misericordia, le había subido al tejado de la taberna para que pudiera otear por vez postrera el mar, antes de cerrarse sus ojos. Fue un pirata y un asesino, pero no fue desgraciado en el morir. Había muerto por la espada, tal cual habría sido su elección, en una muerte que se designa como de la sangre y el mar, y de nuevo había contemplado el resplandeciente Thassa. Los hombres de Puerto Kar no quieren morir en sus lechos, languideciendo, a merced de diminutos enemigos invisibles. La violencia es a menudo su razón de ser y es su deseo el sucumbir por ella.

—Capitán —dijo la mujer, que permanecía atrás, a un lado de la silla.

Después de la muerte de Surbus, ella había sido mía. Se la había ganado por el derecho de la espada. Le puse mi collar, claro está, como ella esperaba, y la sometí a cautiverio. Para mi asombro, no obstante, según las leyes de Puerto Kar, los barcos, propiedades y enseres de Surbus, al ser éste derrotado en justo combate, pasaron a ser míos; sus hombres se aprestaron a obedecerme; sus barcos quedaron en mi dominio, y su estancia se convirtió en la mía, al igual que sus riquezas y sus esclavos. Era así como me había convertido en un capitán de Puerto Kar, joya del resplandeciente mar de Thassa.

—Traigo las cuentas para que las examinéis —dijo Luma.

Luma ya no llevaba el collar. Tras la victoria del 25 de Se’Kara sobre las flotas de Thyros y Cos, la había puesto en libertad. Ella había acrecentado en mucho mi fortuna. En su actual estado percibía un sueldo, pero no tan generoso, yo era consciente de ello, como justificaban sus servicios. Pocos escribas, imaginaba, eran tan diestros en la supervisión y gobierno de complicados asuntos como esta flaca joven, poco atractiva y brillante. Otros capitanes y mercaderes, al ver cómo crecía mi fortuna y comprendiendo las dificultades comerciales en juego, le habían ofrecido a la escriba considerables emolumentos para que entrara a su servicio. Ella, sin embargo, había rehusado siempre. Supongo que le complacía la autoridad, la confianza e independencia que le había concedido. Quizá, también, le había tomado cariño a la casa de Bosko.

—No deseo ver las cuentas —le dije.

—La Venna y la Tela han llegado de Scagnar —explicó ella—, con cargamentos completos de pieles de eslín marino. Mi información indica que los precios más altos por tales productos se pagan actualmente en Asperiche.

—Muy bien —dije—, da a los hombres ocho días de asueto y manda trasladar los cargamentos a uno de mis barcos mercantes, el que pueda armarse con mayor prontitud, y embárcalos con rumbo a Asperiche, con la Venna y la Tela de escolta.

—Sí, capitán.

—Ve, pues. No deseo ver las cuentas.

—Sí, capitán.

En la puerta se detuvo.

—¿Desea comida o bebida el capitán? —inquirió.

—No —le respondí.

—A Thurnock le agradaría que jugaseis con él una partida de Kaissa.

Sonreí. El enorme y rubio Thurnock, el de los campesinos, maestro del gran arco, deseaba jugar a Kaissa conmigo. Él sabía que en este juego no era rival para mí.

—Dale las gracias a Thurnock de parte mía —dije—, pero no me apetece jugar.

No había jugado a Kaissa desde mi regreso de los bosques del norte. Thurnock era un hombre bondadoso y amable. El gigante de rubia cabellera tenía buenas intenciones.

—Las cuentas —informó Luma— son excelentes. Vuestros negocios están prosperando. Sois mucho más rico.

—Vete, escriba —dije—. Vete, Luma.

Ella se marchó.

Deseaba estar solo, no quería que interrumpieran mis pensamientos.

Yo era rico. Luma estaba en lo cierto. Sonreí amargamente. Había pocos hombres tan desvalidos, tan menesterosos como yo. En verdad las posesiones de la casa de Bosko se habían acrecentado poderosamente. Supongo que existían contados mercaderes en la prestigiosa Gor cuyas casas fueran igual de ricas y prepotentes que la mía. Sin duda yo era la envidia de hombres que no me conocían; Bosko, el recluso, quien había vuelto tullido de los bosques del norte.

Mi riqueza no era más que miseria al fin y al cabo, ya que no podía mover el lado izquierdo de mi cuerpo.

Me habían herido en la playa de Thassa, allá en lo alto de la costa, al borde de los bosques, cuando una noche, en un cerco de enemigos acaudillados por Sarus de Tyros, resolví rememorar mi honor.

Nunca pude recobrar mi honor, pero sí rememorarlo. Y nunca lo había olvidado.

En otro tiempo había sido Tarl Cabot, llamado en los cantos Tarl de Bristol. Acordábame yo, o lo que otrora hubiera sido, de haber luchado en el sitio de Ar. Aquel joven de rojo cabello, risueño, inocente, lo veía ahora muy lejos de mí, de esta masa encogida, medio paralizada, afligida, como un larl mutilado, sentado a solas en una silla de capitán, en una amplia estancia oscurecida. Mi cabello ya no era el mismo. El mar, el viento y la sal, y, pienso, los cambios en mi cuerpo conforme yo maduraba y aprendía la amargura del mundo, la mía propia y de los hombres, lo habían transformado. Creo que ya no se diferenciaba mucho del de los demás, al igual que yo mismo, según había llegado a comprender. Se había tornado más claro, de un color pajizo. Tarl Cabot se había desvanecido. Había combatido en el sitio de Ar. Aún se oían los cantos. Había devuelto a Lara, Tatrix de Tharna, a su trono. Había entrado en Sardar y era uno de los privilegiados que conocían la verdadera naturaleza de los Reyes Sacerdotes, aquellos distantes y extraordinarios seres que controlaban el mundo de Gor. Había prestado mi cooperación en la Guerra del Nido, y ganado la amistad y gratitud del Rey Sacerdote Misk, el glorioso y benévolo Misk. «Hay entre nosotros la Confianza del Nido», me había dicho Misk. Recordaba haber sentido, en una ocasión, el delicado contacto de las antenas de aquella dorada criatura en las palmas de mis manos. «Sí, hay entre nosotros la Confianza del Nido», habíale respondido Tarl Cabot. Y había ido a la Tierra de los Pueblos del Carro, a los Llanos de Turia, y allí le habían entregado el último huevo de los Reyes Sacerdotes, el cual había restituido, intacto, a Sardar. Y había marchado asimismo a Ar, y frustrado allí los planes de Cernus y los horribles alienígenas, los Otros, empeñados en la conquista de Gor, y a continuación de la Tierra. Había servido adecuadamente a los Reyes Sacerdotes. Y luego me había aventurado en el delta del Vosk, para internarme en él y ponerme en contacto con Samos de Puerto Kar, agente de los Reyes Sacerdotes, a fin de continuar al servicio de éstos. Mas en el delta del Vosk había perdido el honor. Había traicionado mis códigos. Allí, simplemente para salvar su miserable vida, Tarl Cabot había preferido la vergonzosa esclavitud a la libertad de una muerte honorable. Había mancillado la espada, el honor, que consagrara a la Piedra del Hogar de Ko-ro-ba. Por incurrir en aquel acto se había desligado de sus códigos y de sus solemnes votos. No había expiación para un acto semejante, ni tan siquiera el dejarse caer sobre la propia espada. Fue en aquel momento de ceder ante su cobardía cuando Tarl Cabot se había desvanecido, dejando en su lugar a un esclavo arrodillado, llamado desdeñosamente Bosko, por una enorme y torpe criatura, parecida a un buey, de los llanos de Gor.

Pero Bosko, obligando a su amante, la hermosa Telima, a que le concediera la libertad, había llegado a Puerto Kar, llevándola consigo como esclava, y ahí, después de muchas aventuras, había adquirido riquezas y fama, e incluso el título de almirante de Puerto Kar. Ocupaba un alto puesto en el Concejo de Capitanes. Y, ¿acaso no había sido él el vencedor en el célebre combate de las flotas de Puerto Kar, Cos y Tyros? Había llegado a amar a Telima, y le había dado la libertad, mas al averiguar el paradero de su antigua Compañera Libre, Talena, hija de Marlenus de Ar, y decidido a librarla de la esclavitud, le había abandonado, con la furia de una hembra goreana y retornado a los pantanos de rence, su hogar en el inmenso delta del Vosk.

Él sabía que un auténtico goreano habría ido tras ella y la habría vuelto a traer, con manillas de esclava y collar. Pero él, en su flaqueza, había llorado y la había dejado marchar.

Sin duda, ahora ella le despreciaba, allá en los pantanos.

Y así, desaparecido Tarl Cabot, Bosko, mercader de Puerto Kar, se había dirigido a los bosques del norte, para liberar a Talena, su Compañera Libre en el pasado.

Allí se había encontrado con Marlenus de Ar, Ubar de Ubares. Él, pese a no ser más que un mercader, le había salvado de la degradación de la esclavitud. Una cosa tal como el haber ayudado al gran Marlenus de Ar equivalía, sin duda, a un insulto. Pero éste había sido liberado. Anteriormente había renegado de su hija, Talena, pues ella había reclamado la libertad, un acto de esclavo. Marlenus había preservado su honor. Tarl Cabot no podía recuperar el suyo.

Pero yo recordaba que, en el cerco de Sarus de Tyros, había rememorado la esencia del honor. Había penetrado en la empalizada, solo, sin esperanzas de sobrevivir. No era que fuese amigo de Marlenus, o su aliado. Era más bien que yo, como guerrero, o como integrante de tal casta, me había impuesto el cometido de su liberación.

Y lo había logrado. Y, por la noche, bajo las estrellas, había rememorado un honor que jamás olvidé.

Mas por este acto recibí heridas que mostrar, y un cuerpo entumecido por el dolor, cuyo lado izquierdo era incapaz de mover.

El honor sólo me había reportado una silla de tullido. En lo alto de la misma reposaba, a salvo, el casco tallado en madera, con cimera de piel de eslín, la enseña del capitán. Pero yo no podía levantarme de ese trono, que por muy orgulloso que fuera, solamente lo ocupaban los maltrechos restos de un hombre.

Samos de Puerto Kar había comprado a Talena a dos muchachas pantera, obteniéndola de esta suerte con toda facilidad, en tanto que yo había arriesgado mi vida en el bosque.

Me eché a reír.

El honor. Cuán poco me había servido. ¿Acaso el honor no era un fraude, una invención de los espabilados para manipular a sus hermanos menos astutos?

Cuánto me arrepentía ahora de mi bravura, de no haber dejado que Marlenus muriese como un esclavo, bajo los azotes de los capataces en las canteras de Tyros.

Meditaba, acerca de lo que nos distingue de bestias como urts y eslines; no es nuestra capacidad de multiplicar y restar, de mentir o fabricar cuchillos, sino, particularmente, el honor, el coraje y nuestra voluntad de mantenernos firmes.

Sin embargo, no tenía derecho a tales pensamientos, puesto que en el delta del Vosk me había portado como un animal, no como un hombre.

Empezaba a tener frío entre las mantas. Me había vuelto malhumorado, resentido, mezquino, tal como le ocurre a un inválido, frustrado y furioso ante su propia debilidad.

Pero al abandonar, medio tullido, la playa de Thassa, había dejado a mis espaldas una poderosa almenara, formada de los troncos de la empalizada de Sarus, y ésta había resplandecido tras de mí, visible a más de cincuenta pasangs mar adentro.

Yo ignoraba por qué había encendido la almenara, mas así lo hice.

Habría ardido, larga y furiosamente en la noche goreana, sobre las piedras de la playa, y luego, por la mañana, se habría reducido a cenizas, y los vientos y las lluvias las habrían esparcido dejando muy poco en ellas, excepto las piedras, la arena y las huellas de las patas de pájaros marinos, diminutas, como la marca del ladrón. Mas era un hecho que ardiera una vez, y esto era innegable; nada podía modificarlo, ni las eternidades del tiempo, ni la voluntad de los Reyes Sacerdotes, las maquinaciones de los Otros o la testarudez y el odio de los hombres.

Me preguntaba cómo deberían de vivir los hombres. En mi silla había pensado detenidamente en tales cuestiones.

Lo único que sabía era que ignoraba la respuesta, y sin embargo es una pregunta importante, ¿cierto? Muchos sabios dan prudentes respuestas a esta pregunta, pero, con todo, no coinciden entre ellos.

Sólo los ingenuos, los necios y los insensatos conocen la respuesta.

Acaso sea una pregunta demasiado profunda para ser contestada, si bien sabemos que existen falsas respuestas a la misma, lo cual sugiere que puede haber una verdadera, ya que ¿cómo puede existir la falsedad sin la veracidad?

Una cosa me parece clara: Que una moral que provoca culpabilidad y padecimientos al que la práctica, los cuales dan pie al desasosiego y la angustia, que a su vez acortan la duración de la vida, no puede ser la respuesta.

Muchas de las morales competitivas de la Tierra son, por lo tanto, erróneas.

¿Pero qué no lo es?

Las nociones de moral que poseen los goreanos distan mucho de las de los terrestres.

No obstante, ¿quién dará la razón a quién?

A veces envidio las simplezas de los terrestres y de los goreanos, criaturas a las que, en sus circunstancias, no les afectan tales asuntos; pero yo no sería como ninguno de ambos. Si unos u otros tuvieran razón, ello no sería más que una afortunada coincidencia. Habrían dado con la verdad, pero dejar ésta sobreentendida no es lo mismo que conocerla. No podemos poseer una verdad por la que no hemos luchado.

Pues, ¿no es viviendo como aprendemos a vivir, y a hablar, pintar y construir por medio de ejercitarnos en estas artes?

A veces se me ocurre que quienes mejor saben vivir son los menos apropiados para expresarse en tales técnicas. No es que no las hayan aprendido, sino que, tras aprenderlas, descubren que no pueden decir lo que saben, ya que sólo las palabras pueden ser dichas, y cuanto se aprende en la vida es más que palabras, trasciende las palabras. Podemos decir: «Esta construcción es bella», pero no descubrimos la belleza de la construcción a través de las palabras; es la construcción la que nos enseña su belleza; y así las cosas ¿cómo puede hablarse de la belleza de la construcción? Se comprende la belleza cuando se descubre que ésta no puede expresarse con palabras.

La Moral de la Tierra, desde el punto de vista goreano, se juzgaría más conveniente para esclavos que para hombres libres. Se valoraría en términos de envidia y resentimiento de los inferiores hacia sus superiores. Ésta insiste mucho en las igualdades, en ser humilde, afable, en evitar las desavenencias, y en ser zalamero e insignificante. Es una moral que beneficia en gran medida a los esclavos, quienes ansiarían muchísimo que se les considerase iguales a los demás. Todos somos lo mismo. Es ésta la esperanza de los esclavos; aquí reside su interés en convencer de ello a los otros. La goreana, por otra parte, es más una moral de desigualdades, basada en la presunción de que los individuos no son idénticos, sino harto diferentes en numerosos aspectos. Pudiera decirse, a pesar de la extrema simplicidad de tal aserto, que es una moral de señores. En ella, la culpabilidad es casi desconocida, aunque no la deshonra y la cólera. Muchas morales de la Tierra alientan la resignación y el conformismo; la moral goreana se inclina hacia la conquista y el desafío; son cuantiosas las morales de la Tierra que estimulan la ternura, la compasión y la cortesía; por el contrario, la moral goreana alienta el honor, la bravura, la dureza y la fuerza.

A veces he pensado que los goreanos harían bien aprendiendo algo de ternura, y quizá sería bueno que los terrestres aprendieran algo de dureza.

Pero yo no sé cómo vivir. He buscado las respuestas, mas no las he hallado. La moral de los esclavos dice: «Tú y yo somos lo mismo; hazte igual a mí; entonces seremos lo mismo». No sé de ninguna otra criatura más orgullosa, independiente y magnífica que el goreano libre, varón o hembra; suelen ofenderse por menudencias, y son crueles por naturaleza, pero raramente son mezquinos o humildes; son fieles a sus instintos, y los aceptan como una parte de sí mismos, como su oído o su pensamiento. Muchas morales de la Tierra empequeñecen a las personas; el objeto de la moral goreana, con todos sus defectos, es engrandecer a las personas y hacerlas libres.

Los goreanos tienen un dicho: «No preguntes a las piedras o a los árboles cómo vivir; no podrán decírtelo, pues carecen de lengua; no le preguntes al sabio cómo vivir, ya que, de saberlo, sabrá que no puede decírtelo. Si aprendieras cómo vivir, no formules la pregunta; su respuesta no se halla en la pregunta, sino en la respuesta, que no reside en las palabras; no preguntes cómo vivir: disponte a hacerlo».

Este refrán, que parecía ser un estímulo a la acción, me desvelaba.

¿Pero cómo podía vivir, un tullido como yo?

Yo era rico, pero envidiaba al más humilde de los pastores de verros, al más miserable campesino que esparcía estiércol en los surcos, porque ellos podían moverse a su antojo.

Traté de cerrar el puño izquierdo. Pero la mano no se movió.

En los códigos de los guerreros hay un dicho: «Sé fuerte, y haz lo que mejor te parezca. Las espadas de los otros te señalarán tus límites».

Yo había sido uno de los más diestros espadachines de Gor. Pero ahora no podía mover el lado izquierdo de mi cuerpo.

Pero aún podía disponer del acero de mis hombres, los goreanos, quienes, por ningún motivo comprensible, seguían siéndome fieles, leales a un tullido.

Les estaba agradecido, pero no se lo demostraría, puesto que yo era un capitán.

No debían de ser degradados.

«Dentro del círculo de la espada de todo hombre —dicen los códigos del guerrero— todo hombre es allí un Ubar».

«El acero es la moneda del guerrero —dicen los códigos—. Con él compra lo que desea».

Al regresar de los bosques del norte había decidido no mirar a Talena, antigua hija de Marlenus de Ar, a quien Samos había comprado a las muchachas pantera.

Pero habían llevado mi silla a la estancia de este último.

—¿La traigo a tu presencia —preguntó Samos—, desnuda y con manillas?

—No —había dicho yo—. Tráela con la más luciente vestimenta que puedas encontrar, como corresponde a una mujer de alto linaje de la gloriosa ciudad de Ar.

Y así fue Talena conducida a mi presencia.

—La esclava —anunció Samos.

—No te arrodilles —le dije.

—Descúbrete el rostro —le ordenó Samos.

Con elegancia se quitó el velo, aflojándolo, dejándolo caer en torno a sus hombros.

Una vez más nos miramos el uno al otro.

Nuevamente vi aquellos maravillosos ojos verdes, aquellos labios exquisitos, perfectos para hundirse bajo la boca y los dientes de un guerrero, su delicada tez olivácea. Se quitó un alfiler del pelo, y, con un leve movimiento de cabeza, liberó su abundante cabellera negra.

Nos observamos el uno al otro.

—¿Está satisfecho el amo? —preguntó.

—Ha pasado mucho tiempo, Talena —le dije.

—Ha pasado mucho tiempo, amo.

—Muchos años —repuse. Le sonreí—. Te vi por última vez la noche en que fuimos compañeros.

—Cuando me desperté, ya os habíais marchado. Fui abandonada.

—No te dejé por voluntad propia.

Vi en los ojos de Samos que no debía hablar de los Reyes Sacerdotes. Habían sido ellos quienes me devolvieran a la Tierra.

—No os creo —reconoció Talena.

—Cuida tu lengua, muchacha —dijo Samos.

—Si vos me ordenáis creeros —dijo—, os creeré, naturalmente, puesto que soy una esclava.

Sonreí.

—No —repuse—, no te lo ordeno.

—Me recibieron, con gran honor, en Ko-ro-ba —explicó—. Fui respetada y libre, pues había sido vuestra compañera, aun después de que el año del compañerismo expirase y no fuera renovado.

En aquel momento, según la ley goreana, el libre compañerismo se había disuelto. El compañerismo no había sido renovado a la hora vigésimo cuarta, en la medianoche goreana, o su aniversario.

—Cuando los Reyes Sacerdotes, por medio de señales de fuego, revelaron que Ko-ro-ba iba a ser destruida, yo abandoné la ciudad.

—Y fuiste esclavizada —dije.

—Al cabo de unos cinco días, mientras pretendía volver a Ar, fui recogida por un curtidor ambulante, que, naturalmente, no creyó que fuera la hija de Marlenus de Ar. La primera noche me trató bien, con amabilidad y respeto. Le estaba agradecida. Por la mañana su risa me despertó. Llevaba su collar en mi cuello. —Me miró, furiosa—. Entonces me utilizó a su capricho. ¿Lo comprendéis? Me forzó a entregarme a él, a mí, la hija de Marlenus de Ar, él, un simple curtidor. Después me azotó. Me enseñó a obedecer. Por la noche me encadenaba. Me vendió a un mercader de sal. —Me miró fijamente—. He tenido muchos dueños —dijo.

—Entre ellos, Rask de Treve.

Ella se puso rígida.

—Le serví correctamente —explicó—. No tuve elección. Fue él quien me marcó. —Sacudió la cabeza—. Hasta entonces muchos dueños me habían considerado demasiado hermosa para ser marcada.

—Eran necios —dijo Samos—. Una marca perfecciona al esclavo.

Ella irguió la cabeza. No me cabía la menor duda de que era una de las mujeres más bellas de Gor.

—Es por vuestra causa, creo, que me hayan permitido ataviarme para esta audiencia. Además, creo que debo agradecer el haber tenido ocasión de lavar de mi cuerpo el hedor de las mazmorras.

No dije nada.

—Los calabozos no son agradables —prosiguió—. El mío mide cuatro pasos por cuatro. Hay veinte muchachas en él. Se nos arroja la comida desde arriba. Bebemos de un abrevadero.

—¿Deseas que la azote? —inquirió Samos.

Ella palideció.

—No —contesté.

—Rask de Treve me entregó a una muchacha pantera en su campamento, una llamada Verna. Fui llevada a los bosques del norte. Mi actual dueño, el noble Samos de Puerto Kar, me compró en la playa de Thassa. Fui traída a Puerto Kar encadenada a una argolla en la bodega de su barco. Aquí, a pesar de mi origen, fui metida en una mazmorra con jóvenes ordinarias.

—No eres más que otra esclava —dijo Samos.

—Soy la hija de Marlenus de Ar —dijo ella orgullosamente.

—En el bosque —intervine—, tengo entendido que pediste la libertad, rogando en una misiva que tu padre te comprase.

—Sí —admitió ella—. Lo hice.

—¿Acaso no sabes que, oponiéndose a ti, sobre su espada y sobre el medallón de Ar, Marlenus juró repudiarte?

—No lo creo.

—Ya no eres su hija. Ahora eres una descastada, careces de Piedra del Hogar y de familia.

—¡Mentís!

—Arrodíllate ante el látigo —ordenó Samos.

Se arrodilló, lastimosamente, una joven esclava. Había cruzado las muñecas debajo de ella, como atada, y apoyado la cabeza en el suelo; la curva de su espalda quedaba expuesta.

Se estremeció. Yo tenía pocas dudas acerca de lo que esta esclava conocía bien y temía mucho: el beso disciplinante del azote goreano de los esclavos.

Samos sujetaba la espada, que había introducido bajo el cuello de la prenda de la joven, lista para alzarse y desgarrarlo, partiendo la tela y haciendo que la túnica cayera a sus costados, alrededor de su cuerpo ya desnudo.

—No la castigues —le dije.

Samos me miró, irritado. La esclava no se había portado satisfactoriamente.

—A su sandalia, esclava —ordenó.

Sentí los labios de Talena apretarse contra mi sandalia.

—Perdonadme, amo —susurró.

—Levántate —le mandé.

Ella se puso en pie y retrocedió. Advertí que temía a Samos.

—Fuiste repudiada —le dije—. Ahora tu condición, lo sepas o no, es inferior a la de la más humilde de las jóvenes campesinas, que cuentan con la seguridad conferida por los derechos de su casta.

—No os creo —repuso ella.

—¿Te importo yo, Talena? —le pregunté.

Ella se bajó la parte superior de su traje de ceremonia, descubriéndose el cuello.

—Llevo un collar —dijo. Vi el sencillo collar gris, de la casa de Samos, ceñido en torno a su cuello.

—¿Cuál es el precio? —le pregunté a Samos.

—Yo pagué por ella diez piezas de oro.

A la muchacha pareció alarmarle el que la hubieran vendido por una suma tan insignificante. Con todo, para una muchacha, a finales de la estación, en lo alto de la costa de Thassa, era un precio magnífico. Indudablemente lo había conseguido porque era tan hermosa. Aun así, sin embargo, era menos de lo que habría sacado si se hubiera exhibido expertamente en las calles de Turia, Ar, Ko-ro-ba, o Puerto Kar.

—Yo te daré quince —le ofrecí.

—Muy bien.

Con la mano derecha busqué en la bolsa de mi cinturón y extraje las monedas. Se las tendí a Samos.

—Ponla en libertad.

Samos, con una llave maestra, usada para la mayoría de los collares grises, abrió la banda de metal que rodeaba su adorable cuello.

—¿Soy verdaderamente libre? —preguntó.

—Sí —dije.

—Tendría que haber sacado mil piezas de oro —dijo ella—. Como la hija de Marlenus de Ar, mi precio de compañera podría ser de mil tarns, cinco mil tharlariones.

—Ya no eres la hija de Marlenus de Ar.

—Eres un embustero —replicó. Me miró, desdeñosa.

—Con tu permiso —dijo Samos— desearía retirarme.

—Quédate.

—Muy bien —accedió.

—Hace mucho, Talena, cuidábamos el uno del otro, Éramos compañeros.

—Era una muchacha estúpida la que cuidaba de ti —dijo Talena—. Ahora soy una mujer.

—¿He dejado de importarte?

Ella me miró.

—Soy libre —dijo—. Puedo decir lo que quiera. ¡Mírate! Ni siquiera puedes caminar. ¡Ni siquiera puedes mover el brazo izquierdo! ¡Eres un lisiado, un lisiado! ¡Me das asco! ¿Crees que a alguien como yo, la hija de Marlenus de Ar, podría importarle una cosa como tú? Fíjate en mí. Soy hermosa. Tú eres un tullido. ¿Importarme tú? ¡Eres un estúpido, un estúpido!

—Sí —dije, amargamente—. Soy un estúpido.

—¡Esclavo!

—No comprendo —dije.

—Me tomé la libertad —dijo Samos—, de ponerla al corriente de lo que ocurrió en el delta del Vosk, si bien cuando lo hice ignoraba lo de tus heridas, tu parálisis.

Mi mano derecha se crispó. Estaba furioso.

—Lo siento —se disculpó Samos.

—No es ningún secreto —dije—. Es sabido por muchos.

—¡Es asombroso que algún hombre acceda a seguirte! —gritó Talena—. ¡Traicionaste tus códigos! ¡Eres un cobarde! ¡Un necio! ¡No eres digno de mí! ¡Es insultante que oses preguntarme si podría importarme algo como tú, a mí, a una mujer libre! ¡Preferiste la esclavitud a la muerte!

—¿Por qué le contaste lo del delta del Vosk? —le pregunté a Samos.

—Así, si pudiera haber habido amor entre vosotros, dejaría entonces de existir —respondió él.

—Eres cruel.

—La verdad es cruel. Antes o después, ella lo habría sabido.

—¿Por qué se lo contaste?

—Para que ella no se preocupara por ti y te apartara del servicio de aquellos cuyos nombres no hemos de mencionar ahora.

—Nunca me preocuparía por un tullido —admitió Talena.

—Me quedaba aún la esperanza —dijo Samos— de hacerte acordar de un noble servicio, un servicio solemne y de extraña importancia.

Me eché a reír.

Samos se encogió de hombros.

—No supe, hasta demasiado tarde, las consecuencias de tus heridas. Lo lamento.

—Ahora, Samos, ni siquiera puedo servirme a mí mismo.

—Quiero ser devuelta a mi padre —exigió Talena.

Saqué cinco piezas de oro.

—Este dinero —le dije a Samos—, es para que esta mujer viaje sin riesgos a Ar, con escolta y tarn.

Talena se cubrió la cara con el velo, trabándolo de nuevo.

—Haré que te devuelvan este dinero —dijo.

—No —repuse—. Tómalo más bien como un regalo, como recuerdo de un antiguo afecto que tuviera por ti alguien que se sintió honrado de ser tu compañero.

—Es una hembra de eslín —dijo Samos—, perversa e innoble.

—Mi padre vengaría este insulto —replicó ella fríamente— con las caballerías de tarn de la ciudad de Ar.

—Has sido repudiada —dijo Samos; se volvió y se fue. Yo tenía aún las cinco monedas en la mano.

—Dame las monedas —dijo Talena.

Se acercó a mí y me las arrebató, como si le repugnara tocarme. Luego se enderezó y me miró de frente.

—Qué feo eres —dijo—. ¡Qué horrible resultas en tu silla!

No dije palabra.

Se dio la vuelta y se dirigió a grandes zancadas a la puerta de la sala. Allí se detuvo y se giró.

—En mis venas corre la sangre de Marlenus de Ar. Cuán repugnante e increíble que alguien como tú, un cobarde y traidor de códigos, hubiera anhelado tocarme. —Alzó las monedas en su mano. La llevaba enguantada—. Mi agradecimiento, amo —y se alejó.

—¡Talena! —grité.

Ella se volvió para mirarme otra vez.

—Nada —dije.

—Y dejarás que me vaya —dijo con desdén—. Nunca fuiste un hombre. Siempre fuiste un muchacho, un alfeñique —levantó otra vez las monedas—. Adiós, Alfeñique —dijo, y abandonó la estancia.

Ahora me sentaba en mi propia sala, en la oscuridad, pensando en infinidad de cosas.

Me preguntaba cómo vivir.

En estos momentos Talena se encontraría en Ar. Cuánto la habría desconcertado, confundido, el descubrir al final, incontrovertiblemente, que su repudio era verdadero. Yo sabía que Marlenus la tendría aislada en el cilindro central, que la deshonra de ella no desprestigiaría su gloria. Allí sería, en realidad, una prisionera. Un acto semejante se sometía a la disciplina pública; por ello podía ser suspendida, amarrada por las muñecas y desnuda, de una cuerda de unos doce metros, en uno de los puentes elevados, para ser azotada por tarnsmanes, que pasarían volando junto a ella.

La había dejado escapar, sin tratar de detenerla; lo mismo había ocurrido con Telima. Sonreí. Un auténtico goreano la habría vuelto a traer, con manillas y collar.

Entonces pensé en Vella, antiguamente Elizabeth Cardwell, a quien había encontrado en la ciudad de Lydius, en la desembocadura del río Laurius, bajo los márgenes de los bosques. En otro tiempo la había amado, y quería devolverla incólume a la Tierra. Mas ella no había respetado mi voluntad, sino que, aquella noche, había ensillado mi tarn, el gran Ubar de los Cielos, y volado a Sardar. Cuando el ave regresara, yo, furioso, lo había ahuyentado. Después había encontrado a la muchacha en una taberna de paga en Lydius; había sido esclavizada. Su vuelo había sido un acto de valentía. Yo la admiraba, pero no fue un acto sin consecuencias. Había jugado y había perdido. En una alcoba, luego de haberla utilizado, me había rogado que la comprase, que la pusiera en libertad. Era un acto de esclava, como el de Talena. La abandoné, como esclava, en la taberna de paga. Antes de hacerlo había informado a su dueño, Sarpedon de Lydius, de que era una esclava de placer exquisitamente capacitada, y una muy sugestiva ejecutante de las danzas de esclavas. Aquella noche no había regresado a fin de verla danzar en la arena para complacer a sus clientes. Tenía asuntos que atender. Ella no había respetado mi voluntad. Sólo era una hembra, y me había costado un tarn.

Vella me había dicho que me había vuelto más duro, más goreano. Me preguntaba si era cierto o no. Un auténtico goreano, especulaba, no la habría abandonado en la taberna de paga, sino que la habría adquirido y llevado consigo, para ponerla con sus otras mujeres, una nueva y deliciosa esclava para su casa. Sonreí para mí. La joven Elizabeth Cardwell, antiguamente secretaria en la ciudad de Nueva York, era una de las mozuelas más deliciosas que había visto nunca con la seda de las esclavas. Su muslo lucía la marca de las cuatro astas del bosko.

No, no la había tratado como lo habría hecho un auténtico goreano. Y por si fuera poco, en el delirio febril que precedió mis heridas, cuando yacía en el austero castillo del Tesephone, la llamé a gritos por su nombre.

Esto me había avergonzado, y era debilidad. Aunque me hallara medio paralizado, decidí que debía de erradicar de mí los vestigios de debilidad. Aún quedaba en mi interior mucho de la Tierra: frivolidad, compromiso, flaqueza. Mi voluntad no era todavía la de un verdadero goreano.

Asimismo me preguntaba la naturaleza de mi mal. Me habían atendido los más hábiles cirujanos de Gor. Poco pudieron decirme. A pesar de todo, me había enterado de que no existían lesiones en el cerebro, ni en la columna vertebral. Los hombres de la medicina se quedaron perplejos. Las heridas eran profundas, y graves, y sin duda me causarían dolor de cuando en cuando; pero la parálisis, dada la naturaleza de la lesión, les pareció inexplicable.

Entonces otro médico, sin ser requerido, acudió a mi puerta.

—Dejadle entrar —había dicho yo.

—Es un renegado de Turia, un perdido —había replicado Thurnock.

—Dejadle entrar —había repetido.

—Es Iskander —susurró Thurnock.

Conocía bien el nombre de Iskander de Turia. Sonreí. Él se acordaba bien de la ciudad que le había exiliado, y aún conservaba su nombre como una parte de sí mismo. Hacía mucho que viera sus altas murallas por última vez. En una ocasión, en el transcurso de su ejercicio como médico en Turia, había atendido extramuros a un joven guerrero Tuchuk llamado Kamchak. Por esta ayuda prestada a un enemigo, le habían exiliado. Como muchos había ido a Puerto Kar. En la ciudad había prosperado, siendo, durante años, el médico privado de Sullius Maximus, quien fuera uno de los cinco Ubares, gobernador de Puerto Kar hasta la toma del poder por el Concejo de Capitanes. Sullius Maximus era una autoridad en poesía, y muy ducho en el estudio de los venenos. Cuando éste huyera de la ciudad, Iskander se había quedado atrás. Incluso había participado en la batalla del 25 de Se’Kara. Poco después del convenio del 25 de Se’Kara, Sullius Maximus había buscado asilo en Tyros y se lo habían concedido.

—Saludos, Iskander —había dicho yo.

—Saludos, Bosko de Puerto Kar.

Los descubrimientos de Iskander de Turia concordaron con los de los otros médicos, pero, para mi asombro, en cuanto hubo devuelto su instrumental al zurrón que colgaba de su hombro, dijo:

—Las heridas fueron causadas por espadas de Tyros.

—Sí, en efecto.

—Hay un sutil contaminante en las heridas —explicó.

—¿Estás seguro?

—No lo he detectado, mas parece no existir ninguna explicación alternativa adecuada.

—¿Un contaminante? —pregunté.

—Acero envenenado —dijo.

No repliqué.

—Sullius Maximus —dijo— se encuentra en Tyros.

—No habría pensado que Sarus de Tyros utilizara acero envenenado —reconocí. Semejante recurso, como la flecha envenenada, no sólo iba contra los códigos de los guerreros, sino que, generalmente, se consideraba indigno de un hombre. El veneno se consideraba un arma de mujeres.

Iskander se encogió de hombros.

—Sullius Maximus —dijo—, inventó tal droga. La experimentó, por medio de alfilerazos, en los miembros de un enemigo capturado, paralizándole de cuello para abajo. Lo tuvo sentado a su diestra, como un invitado en vestiduras regias, durante más de una semana. Cuando se cansó de la diversión, hizo que lo mataran.

—¿Existe un antídoto? —pregunté.

—No.

—Entonces, no hay esperanza.

—No —convino Iskander—. No la hay.

—Tal vez no sea el veneno —aventuré.

—Tal vez.

—Thurnock —dije—, dale a este médico un doble tarn, de oro.

—No —dijo Iskander—. No quiero cobrar.

—¿Por qué no? —inquirí.

—Estaba contigo el 25 de Se’Kara.

—Te deseo ventura, Médico —dije.

—Y yo te deseo ventura también, Capitán —dijo, y se marchó.

Me preguntaba si lo que Iskander de Turia había conjeturado era correcto o no.

Me preguntaba si, de existir, semejante veneno podía ser vencido.

—¡Capitán! —oí—. ¡Capitán! —Era Thurnock. Oí correr de pies tras de él, la reunión de los integrantes de la casa.

—¿Qué pasa? —oí preguntar a Luma.

—¡Capitán! —gritó Thurnock.

—¡He de verle inmediatamente! —exclamó otra voz. Me alarmé. Era la voz de Samos, primer mercader de esclavos de Puerto Kar.

Entraron, portando antorchas.

—Poned las antorchas en las argollas —dijo Samos.

La sala quedó iluminada. Los miembros de la casa se adelantaron. Samos apareció ante la mesa. A su lado estaba Thurnock, todavía con una antorcha alzada en la mano. Luma estaba presente. Vi, asimismo, a Tab, que era el capitán de la Venna. Clitus también estaba allí, y el joven Henrius.

—¿Qué ocurre? —pregunté.

Entonces otro se adelantó. Era Ho-Hakak, el rencero de los pantanos. Su faz estaba pálida. Ya no llevaba ceñido en torno a su cuello el collar de esclavo de las galeras, con una breve y colgante cadena. Había sido un esclavo de raza, un exótico. Tenía grandes orejas; le habían criado así como un capricho de coleccionista. Pero había matado a su dueño, rompiéndole el cuello, y huido. Capturado nuevamente, fue condenado a las galeras; pero había vuelto a escapar, matando a seis hombres en la huida. Al final había logrado internarse en los pantanos, en el inmenso delta del Vosk, donde fuera acogido por renceros, quienes viven en islas trenzadas con juncos de rence, en el delta. Se había convertido en el jefe de uno de tales grupos, y era muy respetado en el delta. Había contribuido a introducir el gran arco entre los renceros, el cual los situó al mismo nivel militar que los portokarenses, quienes hasta entonces les habían perseguido y explotado. Ahora los arqueros renceros eran utilizados por ciertos capitanes de Puerto Kar como auxiliares.

Ho-Hakak no dijo palabra, pero arrojó en la mesa un brazal de oro.

Estaba ensangrentado.

Yo conocía bien el brazal. Había pertenecido a Telima, quien había huido a los pantanos cuando yo resolviera buscar a Talena en los bosques del norte.

—Telima —dijo Ho-Hakak.

—¿Cuándo ocurrió? —pregunté.

—Hará cosa de cuatro ahns —respondió Ho-Hakak. Luego se volvió hacia otro rencero, uno que estaba a su lado—. Habla —le dijo.

—Vi poco —dijo—. Había un tarn y una bestia. Oí el grito de la mujer. Impulsé con la pértiga mi embarcación de rence hacia allí, con el arco preparado. Oí otro grito. El tarn levantó el vuelo, a poca altura, por encima del rence, con la bestia sobre él, encorvada, peluda. Encontré la embarcación de rence de la muchacha, con la pértiga flotando cerca. Estaba completamente ensangrentada. También encontré el brazal.

—¿El cuerpo? —pregunté.

—El tharlarión rondaba por allí —dijo el rencero.

Asentí con la cabeza.

Me preguntaba si la bestia habría atacado por hambre. En la casa de Cernus una bestia semejante se había alimentado de carne humana. Para ellas, sin lugar a dudas, no era muy diferente de lo que la carne de venado sería para nosotros.

Igualmente, puede que el cuerpo no fuera recobrado. Habría sido medio devorado, hecho pedazos. Era probable, asimismo, que hubiera dado los restos al tharlarión.

—¿Por qué no mataste a la bestia, o heriste al tarn? —inquirí.

El gran arco era capaz de tales acciones.

—No tuve oportunidad.

—¿En qué dirección emprendió el vuelo el tarn?

—Hacia el noroeste.

Estaba convencido de que el tarn seguiría la costa. Es extremadamente difícil, si no imposible, hacer volar a un tarn desde donde se aviste tierra. Va contra su destino. En la batalla del 25 de Se’Kara habíamos empleado tarns en el mar, pero los habíamos mantenido bajo las cubiertas en buques de carga hasta que dejamos de ver tierra. Curiosamente, una vez los soltamos, no hubo dificultad en manejarlos. Habían cumplido eficazmente en la batalla.

Miré a Samos.

—¿Qué sabes tú de este asunto? —le pregunté.

—Sólo sé lo que me han contado.

—Describe a la bestia —le pedí al rencero.

—No la vi con claridad —admitió.

—Sólo pudo haber sido una de las Kurii —intervino Samos.

—¿Las Kurii? —pregunté.

—La palabra es una corrupción goreana del nombre para sí mismas, para su especie —explicó Samos.

—En Torvaldsland —dijo Tab— esta palabra significa «bestia».

—Es interesante —dije. Si Samos tenía razón, entonces no parecía inverosímil que tales animales no fueran desconocidos en Torvaldsland, por lo menos en ciertas áreas, tal vez remotas.

El tarn habría volado al noroeste. Cabe presumir que seguiría la costa norte, puede que por encima de los bosques, puede que hasta las mismas desoladas costas de la sombría Torvaldsland.

—¿Tú supones, Samos, que la bestia mató por hambre?

—Habla —le dijo Samos al rencero.

—La bestia —dijo éste—, había sido vista anteriormente, dos veces, en islas de rence abandonadas y medio podridas, al acecho.

—¿Se alimentó? —pregunté.

—No de quienes vivimos en los pantanos.

—¿Tuvo oportunidad?

—Más o menos como cuando efectuó su ataque.

—¿La bestia atacó una vez, y una vez tan sólo?

—Sí.

—¿Samos? —pregunté.

—El ataque —dijo Samos— parece deliberado. ¿Quién más llevaba un brazal de oro en los pantanos?

—¿Pero por qué? —pregunté—. ¿Por qué?

—Según parece los asuntos mundanos siguen afectándote.

—¡Está tullido! —exclamó Luma—. ¡Habláis de un modo extraño! ¡Él nada puede hacer! ¡Marchaos!

Yo agaché la cabeza.

Sentí mis puños cerrados en la mesa. De pronto experimenté un pavoroso júbilo.

—Id a buscar una copa —dije.

Me trajeron una copa. Era de pesado oro. La tomé en mi mano izquierda. Lentamente, la aplasté.

La arrojé lejos de mí.

Los de mi casa retrocedieron, aterrados.

—Voy a partir —dijo Samos—. Hay trabajo que hacer en el norte. Iré a buscar la venganza.

—No, Samos —dije—. Partiré yo.

Quienes me rodeaban profirieron exclamaciones de asombro.

—No podéis partir —susurró Luma.

—Telima fue mi mujer en otro tiempo. Me corresponde a mí buscar la venganza.

—¡Estáis tullido! ¡No podéis moveros!

—Hay dos espadas sobre mi lecho —le dije a Thurnock—. Una es sencilla, con la empuñadura desgastada; la otra es exquisita, con la empuñadura incrustada de joyas.

—Las conozco.

—Tráeme presto el acero de Puerto Kar, el dotado de joyas en la empuñadura.

Thurnock salió raudo de la estancia.

—Quisiera tomar paga —dije—. Y traedme la roja carne de bosko.

Henrius y Clitus abandonaron la mesa.

Me trajeron la espada. Era un arma imponente. La había llevado el 25 de Se’Kara. Tenía la hoja grabada.

Tomé la copa, llena de ardiente paga. No había tomado paga desde que retornara de los bosques norteños.

—Ta-Sardar–Gor —dije, derramando una libación sobre la mesa. Entonces me levanté.

—¡Se tiene en pie! —gritó Luma—. ¡Se tiene en pie!

Eché la cabeza atrás y apuré el paga de un trago. Trajeron la carne, roja y caliente, y la desgarré con los dientes; los jugos fluyeron por las comisuras de mi boca.

La sangre y el paga eran cálidos y oscuros dentro de mí. Arrojé la copa de oro. Desgarré la carne y la terminé.

Me ceñí en el hombro izquierdo la correa de la vaina.

—Ensilla un tarn —le dije a Thurnock.

—Sí, capitán —susurró.

—Más paga —ordené. Me trajeron otro recipiente—. Brindo por la sangre de las bestias.

Entonces apuré la copa y la arrojé lejos de mí.

Con un alarido de furia asesté un golpe a la mesa con el canto de los puños, destrozando las tablas. Arrojé a un lado la manta y la silla de capitán.

—No vayas —dijo Samos—. Puede ser un ardid para atraerte a una trampa.

Le sonreí.

—Claro —dije—. Para aquellos con quienes nos enfrentamos, Telima carece de importancia. —Le miré fijamente—. Es a mí al que quieren. No les privaré de su oportunidad.

Me volví y caminé a grandes pasos hacia la puerta de la sala. Luma retrocedió a mi paso, la mano ante la boca. Advertí que sus ojos eran intensos, y muy hermosos. Estaba aterrada.

—Sígueme hasta mi lecho —le ordené.

—Soy libre —musitó.

—Ponle el collar —le dije a Thurnock— y mándala a mi lecho.

Su mano se cerró en el brazo de la rubia y flaca escriba.

—Clitus —dije—, manda a Sandra, la bailarina, igualmente a mi lecho.

—La pusisteis en libertad, capitán —me recordó Clitus, sonriente.

—Ponle el collar —le dije.

—Sí, capitán —obedeció. Bien me acordaba de Sandra, con sus negros ojos, su piel tostada y altos pómulos. La deseaba.

Hacía mucho que tuviera a una mujer.

—Tab —llamé.

—Sí, capitán.

—Las dos hembras han sido liberadas hace poco. Así pues, tan pronto como lleven el collar, oblígalas a beber el vino de los esclavos.

—Sí, capitán —repuso Tab, con una sonrisa burlona.

El vino de los esclavos es amargo a propósito. Sus efectos se prolongan más de un mes goreano. No quería que las hembras quedasen preñadas. A una esclava sólo se la abstiene del vino de los esclavos cuando es intención de su dueño el que procree.

—¿El tarn, capitán? —preguntó Thurnock.

—Ensíllalo —le dije—. Partiré enseguida para el norte.

—Sí, capitán —dijo.