16. LA FLECHA DE GUERRA
Siguiendo a Forkbeard, avancé a gatas por el angosto pasadizo, que en cierto punto se desviaba a la izquierda para internarse en una estrecha abertura. En el interior de ésta levanté las manos y, luego, cuidadosamente, tentando la oscuridad, me puse en pie. A un lado oí a Forkbeard que buscaba algo a tientas. Oí el entrechocar de dos trocitos de pirita de hierro, salidos de su cartera de cinto, y vi una difusión de chispas. Después quedamos de nuevo a oscuras.
—Hay musgo junto a la entrada —anunció Forkbeard. Hubo otra difusión de chispas, que esta vez cayeron sobre uno de varios montoncitos de encendajas de musgo. Éstas ardieron de inmediato. En ese instante vi que nos hallábamos en una extensa galería cuadrada. Distinguí una antorcha en una argolla; no era la única. Había tallas en la galería, inscripciones en caracteres rúnicos y pictografías, en cenefas lineales. Antes de que la pequeña pila de musgo llameante se convirtiera en un millón de puntitos rojos, Forkbeard cogió una de las antorchas y la introdujo en ella. Advertí que junto a algunos montoncitos había trozos de pedernal y acero, y junto a otros diminutos rimeros de piritas de hierro. Me estremecí.
Forkbeard levantó la antorcha. Yo también tomé una.
Nadie hizo comentario alguno.
La galería se prolongaba delante de nosotros y desaparecía en la oscuridad, más allá de la luz de nuestras antorchas. Tendría alrededor de tres metros de alto por tres de ancho. Estaba tallada en piedra viva. A lo largo de sus bordes, separadas cosa de cuatro metros una de otra, a ambos lados, se veían argollas con antorchas apagadas.
—Son runas antiguas —dijo Ivar.
—¿Sabes leerlas? —pregunté.
—No.
Se me erizó el vello del cogote. Miré una de las pictografías. Era un hombre a horcajadas sobre un cuadrúpedo.
—Fíjate —dije a Forkbeard.
—Interesante —repuso—. Es una representación de un hombre montado en una bestia mitológica, sin duda un grabado basado en alguna saga que desconozco.
Siguió adelante.
Me demoré ante la pictografía. Nunca había visto algo igual en Gor.
—Sígueme —dijo Forkbeard.
Abandoné la pictografía para seguirle. Era obra de alguien que había estado familiarizado con un mundo que Ivar Forkbeard ignoraba. El cuadrúpedo que montaba el jinete era inconfundible: se trataba de un caballo.
Ahora el pasadizo se ensanchaba. Nos sentíamos extraviados en él. Estaba mucho más adornado que antes, y no se había escatimado el color en la decoración.
—¿No sabes leer éstas runas? —volví a preguntarle a Ivar.
—No soy un sacerdote rúnico —replicó—. Pero aquí hay un signo que cualquier tonto podría leer.
Lo señaló.
Yo lo había visto escrito con frecuencia. Naturalmente, no sabía interpretarlo.
—¿Qué dice? —pregunté.
—¿De veras no lo sabes?
—No —repuse—. No lo sé.
Dio la vuelta y siguió caminando. Yo le seguí.
Renovamos nuestras antorchas.
Ahora pasamos junto a cofres abiertos, que contenían tesoros: monedas y joyas en confuso montón, anillos y pulseras.
Entonces llegamos a un gran arco, que delimitaba la entrada a una inmensa pieza, que se perdía en las tinieblas allí donde no alcanzaban las vacilantes esferas de nuestras antorchas.
Nos detuvimos.
Encima del arco, profundamente grabado en la piedra, veíase el único y poderoso signo, el que Forkbeard no me había explicado aún.
Permanecimos en silencio en aquel oscuro y grandioso umbral.
Forkbeard temblaba. Nunca le había visto así. Yo tenía el vello del cogote rígidamente erizado. Sentía frío. Por supuesto, conocía las leyendas.
Levantó la antorcha hacia el signo.
—¿No conoces este signo? —preguntó.
—Creo que sé cuál es —dije.
—¿Cuál es? —preguntó.
—El signo, el nombre-signo de Torvald.
—Sí —repuso.
Me estremecí.
—Torvald —le dije a Forkbeard—, es sólo una figura de leyenda. Cada país tiene sus héroes legendarios, sus fundadores, sus descubridores, sus gigantes míticos.
—Ésta —dijo Forkbeard, contemplando el signo—, es la cámara de Torvald. —Me miró—. La hemos descubierto.
—No hay ningún Torvald —afirmé—. Torvald no existe.
—Ésta es su cámara. —Le temblaba la voz—. Torvald duerme en el Torvaldsberg, y lo ha hecho durante mil años. Espera que le despierten. Cuando su tierra lo necesite, él despertará. Entonces nos acaudillará en la batalla. Nuevamente acaudillará a los hombres del norte.
—Torvald no existe —le repetí.
Él miró hacia dentro.
—Ha dormido —susurró— durante mil años. Hemos de despertarle.
Alzando la antorcha, penetró en la gran cámara.
Me sentí apenado. Su esperanza de encontrar a alguien lo bastante fuerte como para oponerse a los Kurii, alguien que pudiera infundir ánimo a los hombres del norte, se vería sin duda frustrada.
—¡Espera! —le dije.
Pero él ya había penetrado en la cámara. Le seguí apresuradamente, con lágrimas en los ojos.
Cuando sus ojos se posaran en los huesos y las frágiles vestiduras de lo que otrora fuera un héroe, cuando el mito se rompiera en pedazos, yo quería estar a su lado. No le diría una palabra, pero estaría con él.
Forkbeard quedóse junto al gran lecho de piedra, que estaba cubierto con piel negra.
A los pies del lecho había armas; a su cabecera, colgadas de la pared, veíanse dos lanzas cruzadas debajo de un gran escudo, y, a un lado, una poderosa espada en su vaina. Junto a la cabecera del lecho, a nuestra izquierda, había un gran casco astado sobre una plataforma de piedra.
Forkbeard me miró.
El lecho estaba vacío.
No dijo palabra. Se sentó en el borde, sobre la piel, y reclinó la cabeza entre las manos. Su antorcha reposaba en el suelo; al cabo de un rato se consumió. Forkbeard no se movía. Los hombres de Torvaldsland, a diferencia de la mayoría de goreanos, no se permiten la flaqueza de las lágrimas. Sin embargo, le oí sollozar una vez. Naturalmente, no se lo dije. No quería avergonzarle.
—Hemos perdido —dijo por fin—. Pelirrojo, hemos perdido.
Yo había encendido otra antorcha y estaba examinando la cámara. Imaginaba que el cuerpo de Torvald no había sido sepultado en este lugar. No me parecía probable que los ladrones se hubieran llevado el cuerpo y hubiesen prescindido de los diversos tesoros. Diríase que nada estaba en desorden.
Presuponía que Torvald, sin duda tan astuto y juicioso como lo pintaban las leyendas, habría decidido que no le enterrasen en su propio sepulcro.
—¿Dónde está Torvald? —gritó Forkbeard.
Me alcé de hombros.
—No hay ningún Torvald —dijo Forkbeard—. Torvald no existe.
No traté de responderle.
—Ni siquiera sus huesos están aquí —observó.
—Torvald fue un gran capitán —dije—. Tal vez fue quemado en su navío, el que me dijiste se llamaba Tiburón Negro. —Miré en derredor—. Sin embargo es extraño —comenté—. Si éste fuera el caso, ¿por qué construirían este sepulcro?
—Esto no es un sepulcro —afirmó Forkbeard.
Le miré fijamente.
—Es una alcoba —dijo—. Aquí no hay huesos de animales, o de esclavos, o urnas, y tampoco restos de comestibles, de ofrendas. —Miró alrededor—. ¿Para qué haría Torvald que tallasen una alcoba en el Torvaldsberg?
—Para que los hombres pudieran venir al Torvaldsberg a despertarle —respondí.
Ivar Forkbeard me miró.
De entre las armas a los pies del lecho, de una de las aljabas cilíndricas, todavía del tipo que se llevaba en Torvaldsland, extraje una larga flecha oscura. Mediría más de noventa centímetros de largo. Su astil tendría casi dos centímetros y medio de grueso; estaba armado de lengüetas de hierro y equilibrado con plumas de unos doce centímetros de longitud, dispuestas en tres de sus lados.
La levanté.
—¿Qué es esto? —pregunté a Forkbeard.
—Una flecha de guerra —contestó.
—¿Y qué signo es éste, el que está grabado en un lado?
—El signo de Torvald —susurró.
—¿Para qué crees que está aquí la flecha?
—¿Para que los hombres puedan encontrarla? —preguntó Forkbeard.
—Creo que sí —repuse.
Alargó el brazo y tocó la flecha. La cogió de mi mano.
—Arroja la flecha de la guerra —dije.
Forkbeard bajó los ojos y la miró.
—Creo —dije—, que empiezo a comprender el propósito de un hombre que vivió hace más de mil inviernos. Este hombre, llamémosle Torvald, construyó en el interior de una montaña una alcoba en la que no dormiría, pero a la que los hombres acudirían para despertarle. Aquí no hallarían a Torvald, sino a sí mismos, a sí mismos, Ivar, solos, y una flecha de guerra.
—No lo comprendo —admitió Ivar.
—Creo —continué—, que Torvald fue un hombre grande y sabio.
Ivar me miró.
—Al construir esta cámara —dije— no era la intención de Torvald despertar él en su interior, sino más bien aquellos que vinieran a buscarle.
—La cámara está vacía —observó Ivar.
—No —repliqué—, nosotros estamos en ella. —Le puse la mano en el hombro—. Así es como Torvald nos dice, desde mil años atrás, que sólo hemos de confiar en nosotros, y no esperar que otro haga un trabajo que nos corresponde hacer. Si la tierra tiene que salvarse, somos nosotros, y otros como nosotros, quienes hemos de salvarla. No hay hechizos, ni dioses, ni héroes para salvarnos. En esta cámara no es Torvald quien debe despertar, sino tú y yo. —Miré a Forkbeard sin alterarme—. Alza la flecha de la guerra —dije.
Me aparté del lecho, con la antorcha levantada. Despacio, con terrible semblante, Forkbeard alzó el brazo, con la flecha en el puño.
Ni siquiera soy de Torvaldsland, mas era yo quien estaba presente cuando la flecha de la guerra fue alzada, junto al lecho de Torvald, en lo más hondo de la piedra viva del Torvaldsberg.
Entonces Forkbeard se metió la flecha en el cinto. Se agachó a los pies del lecho de Torvald. Buscó entre las armas que allí reposaban. Escogió dos lanzas, y me entregó una.
—Hemos de matar a dos Kurii —dijo.