3. CONOZCO A IVAR FORKBEARD Y ME EMBARCO EN SU NAVÍO

El griterío me perforaba los oídos.

Los cuerpos a la desbandada, profiriendo chillidos, casi me hicieron perder el equilibrio.

Agucé los ojos para ver a través de las nubes de incienso que saturaban el templo.

Olía a sangre.

Gritó una muchacha.

Las gentes, mercaderes, ricos y pobres, pescadores y porteadores, huyeron hacia las grandes puertas, para que allí los derribaran a hachazos. Recularon hasta el centro del templo, se apretujaron unos contra otros. Las hachas comenzaron a cortar en medio de ellos. Oía los ásperos gritos de guerra de Torvaldsland. Oía cómo arrancaban las láminas de oro de las columnas cuadradas. El sagrario estaba sembrado de iniciados muertos, despedazados muchos de ellos. Otros, apiñándose, se arrodillaban junto a las paredes. Los cuatro muchachos que habían cantado durante la ceremonia se abrazaban entre ellos, lloriqueando como chiquillas. Desde el elevado altar, de pie sobre él, Ivar Forkbeard dirigía a sus hombres.

—¡De prisa! —vociferaba—. ¡Recoged lo que podáis!

—¡De rodillas bajo el hacha! —gritó uno de los villanos de Kassau, que vestía de negro satén, con una cadena de plata en tomo al cuello. Supuse que sería el administrador del pueblo.

Todos, obedientemente, comenzaron a ponerse de rodillas en el inmundo suelo del templo, gachas las cabezas.

Vi dos hombres de Torvaldsland que cargaban sus mantos de láminas de oro y recipientes del sagrario, arrojándolos dentro de las pieles como hierro y hojalata.

Un pescador se agachó, aterrado, junto a mí. Uno de los hombres levantó el hacha para herirle. Yo frené el hacha mientras descendía y la sujeté. El guerrero de Torvaldsland me miró, sobrecogido. Sus ojos se abrieron desmesuradamente. En su garganta había la punta de la espada de Puerto Kar.

No está permitido llevar armas en el templo de los Reyes Sacerdotes, pero Kamchak de los Tuchuks me había enseñado, en un banquete en Turia hacía mucho tiempo, que allí donde no se puede llevar armas, es mejor llevarlas.

—Ponte de rodillas bajo el hacha —le dije al pescador.

Él lo hizo.

Solté el hacha del hombre de Torvaldsland y quité mi espada de su garganta.

—No le hieras —le dije.

Él retiró su hacha y retrocedió, sin dejar de mirarme, asustado, cauteloso.

—¡Recoge el botín! —gritó Forkbeard—. ¿Estás esperando la cosecha de Sa-Tarna?

El hombre se alejó y comenzó a arrancar las colgaduras de oro de las paredes.

Veía, a unos seis metros de mí, al gigante, quien, bramando, asestaba hachazos a la gente arrodillada, que gritaba y trataba de huir a rastras. La enorme espada se hundía y cortaba, se alzaba bruscamente y volvía a tajar. Veía los descomunales músculos de sus desnudos brazos, prominentes y nudosos. La saliva brotaba de su boca. Un hombre yacía casi partido en dos.

—¡Rollo! —gritó Forkbeard—. ¡La batalla ha terminado!

El gigante de la cara grisácea se quedó súbita y anormalmente quieto, la enorme y curvada hoja suspendida sobre un hombre que lloriqueaba. Levantó la cabeza lentamente y la giró, con idéntica lentitud, hacia el altar.

—¡La batalla ha terminado! —repitió Forkbeard.

Dos hombres de Torvaldsland cogieron entonces al gigante de los brazos, bajaron su hacha y, poco a poco, lo apartaron de la gente. Él se dio la vuelta y los miró de nuevo; ellos se encogieron, presos del terror. Mas él no parecía reconocerlos. De nuevo sus ojos semejaban ausentes. Se volvió y caminó despacio, llevando su hacha, hacia una de las puertas del templo.

—Los que quieran vivir —gritó Forkbeard—, que se tiendan boca abajo.

La gente del templo, muchos de ellos salpicados de la sangre de sus vecinos, algunos gravemente heridos, temblando, se echaron en el suelo boca abajo; quedaron tendidos entre muchos de sus propios muertos.

Yo no me tumbé con ellos. En otro tiempo había formado parte de los guerreros.

Seguí de pie.

Los hombres de Torvaldsland se volvieron hacia mí.

—¿Por qué no te tiendes bajo el hacha, forastero? —vociferó Forkbeard.

—No estoy fatigado —le dije.

Forkbeard se echó a reír.

—Es una buena razón —dijo—. ¿Eres de Torvaldsland?

—No.

—¿Eres de los guerreros?

—Quizá en otro tiempo.

—Veremos —dijo Forkbeard. Luego le dijo a uno de sus hombres—: Dame una lanza.

Le fue entregada una de las lanzas que habían formado la plataforma sobre la cual le transportaron.

De improviso oí tras de mí un grito de guerra de Torvaldsland.

Me volví y me puse en guardia bruscamente, midiendo al instante la distancia del hombre, y giré de nuevo para desviar de mi cuerpo, antes de que pudiera atravesarlo, la lanza que Ivar Forkbeard había arrojado. Debía de acertarse detrás de la punta con un veloz golpe de antebrazo. La lanza torció su trayectoria y se estrelló contra la pared del templo, a quince metros tras de mí. En el mismo momento ya había vuelto a girar, en la posición de guardia, para enfrentarme al hombre del hacha. Éste se detuvo en seco y miró a Ivar Forkbeard. Yo hice lo propio.

Él sonrió burlón.

—Sí —dijo—, en otro tiempo quizá fuiste de los guerreros.

Miré al hombre que estaba a mi espalda, y a los demás. Éstos alzaron sus hachas en la mano derecha. Era un saludo de Torvaldsland. Escuché sus vítores.

—Él sigue en pie —dijo Ivar Forkbeard.

Envainé mi espada.

—¡Deprisa! —gritó a sus hombres—. ¡Deprisa! ¡La gente del pueblo se reunirá!

Rápidamente, desclavando láminas de oro de las paredes, arrancando colgaduras e incluso lámparas de sus cadenas, llenando sus mantos de cálices y platos, los hombres de Torvaldsland despojaron el templo de todo cuanto pudieron desprender y llevar. Ivar Forkbeard saltó del altar y comenzó, airadamente, a arrojar recipientes de óleos consagrados contra las paredes de detrás del sagrario. Luego cogió un estante de cirios y lo lanzó contra la pared. El fuego pronto prendió en las maderas del sagrario.

Forkbeard saltó entonces la baranda del sagrario y caminó resueltamente por entre la gente tumbada, mientras la pared que miraba a las Sardar era devorada por las llamas, iluminando el interior del templo.

Aquí y allá se agachaba y tendía la mano para quitar un bolso de alguno de los ciudadanos más ricos. Se apoderó del bolso del villano que vestía de negro satén, y cogió de su cuello, asimismo, la cadena de plata de su cargo, la cual se ciñó en tomo a su propio pescuezo.

Luego dibujó, con el mango de su hacha, un círculo de unos seis metros de diámetro en el sucio suelo del templo.

Era un círculo de esclavas.

—¡Hembras! —gritó, señalando con la gran hacha la pared enfrente de las puertas—. ¡Pronto! ¡Contra la pared! ¡Poneos de espaldas a ella!

Amedrentadas, llorando, entre las quejas de los hombres, las hembras huyeron hacia la pared. Vi, en medio de ellas, a la muchacha rubia del chaleco escarlata, y también a la escultural joven de terciopelo negro, con las cintas de plata cruzadas sobre sus pechos. Ivar Forkbeard, a la luz del ardiente muro, inspeccionó rápidamente la hilera de mujeres. De algunas cogió joyas, pulseras, collares y anillos. A otras las privó de los bolsos que pendían de sus cintos. También arrancó el bolso de la alta muchacha rubia, y las cintas de plata que habían decorado el negro terciopelo de su vestido. Ella reculó hasta la pared. Sus pechos eran carnosos y firmes, con pezones amplios y bien definidos, de un color rosa intenso. Subían y bajaban al ritmo de su agitada respiración. A los hombres de Torvaldsland les agradan las mujeres así. A medida que recorría la fila, Forkbeard liberó a ciertas mujeres que se encontraban en ella, ordenándoles que retornaran con prontitud a sus sitios y se tendieran bajo el hacha. Agradecidas, ellas se apresuraron a hacerlo.

Así que quedaron diecinueve muchachas en la pared. Yo admiraba el gusto de Forkbeard. Eran bellezas. Mis preferencias habrían sido las mismas.

Entre ellas, desde luego, estaba la esbelta rubia del chaleco escarlata, y la más alta, ahora con su traje de terciopelo negro desgarrado.

Él arrancó la redecilla de hilo escarlata del pelo de la primera. Su melena, ahora suelta, cayó a lo largo de su espalda hasta la cintura. Luego arrancó la peineta del cabello de la otra. Su melena era aún más larga que la de su compañera. Le llegaba a la altura de las nalgas, que su vestido moldeaba con exquisita precisión.

Las diecinueve muchachas le observaban, aterradas, con ojos desorbitados, el costado derecho sus caras iluminado por las llamas.

—Id al círculo de las esclavas —dijo Ivar Forkbeard, señalándolo.

Las mujeres profirieron gritos de aflicción. El entrar en el círculo es, para una hembra, según las leyes de Torvaldsland, declararse a sí misma una esclava. Una mujer, claro está, no precisa entrar en él por voluntad propia. Puede, por ejemplo, ser arrojada a su interior, desnuda y atada. Como quiera que entre en el círculo, de él sale, según dichas leyes, como una esclava.

Diecisiete de las muchachas, gimiendo, se precipitaron en el círculo, y se apiñaron dentro de él.

Dos no lo hicieron: la esbelta rubia y la más alta.

—Soy Aelgifu —dijo esta última—. Soy la hija de Gurt de Kassau. Es administrador. Habrá dinero por mi rescate.

—¡Es cierto! —gritó un hombre, el villano que vestía de negro satén.

—Cien piezas de oro —le dijo Forkbeard, observando a la muchacha.

Ella se puso rígida.

—¡Sí! —vociferó el hombre—. Sí.

—Cinco noches a partir de esta noche —dijo Ivar Forkbeard— en el roquedal de Einar, junto a la piedra rúnica de la Torvaldsland.

Yo sabía de esta piedra. Muchos se sirven de ella para marcar la frontera entre Torvaldsland y el sur. La mayoría de habitantes de Torvaldsland, empero, supone que sus fronteras se extienden mucho más allá de la Torvaldsmark. Claro que algunos de los hombres de Torvaldsland consideran que Torvaldsland se halla dondequiera que varen sus navíos, en tanto que lleven su tierra y sus espadas con ellos.

—¡Sí! —repitió el hombre—. Llevaré el dinero a este lugar.

—Ve al círculo de las esclavas —le dijo Ivar Forkbeard a la muchacha alta—, pero no entres en él.

—Sí —repuso ella, corriendo hasta su borde.

—La pared del templo no resistirá mucho más —advirtió uno de los hombres de Forkbeard.

Éste miró entonces a la esbelta muchacha rubia. Ella levantó los ojos y le miró a él, descaradamente.

—Mi padre es más pobre que el de Aelgifu —dijo—, pero también para mí habrá rescate.

Él sonrió con lascivia.

—Tú eres demasiado bella para que pida un rescate —dijo.

Ella le miró con horror. En la multitud oí a un hombre y una mujer gritar de aflicción.

—Ve al círculo y entra en él —ordenó Forkbeard.

Ella irguió la cabeza.

—No. Yo soy libre. Jamás consentiré en ser una esclava. ¡Antes prefiero la muerte!

—Muy bien —rió Forkbeard—. Ponte de rodillas.

Sobrecogida, ella lo hizo, titubeando.

—Agacha la cabeza, échate el pelo hacia delante, descubriendo el cuello.

Ella obedeció. Él levantó la gran hacha.

Ella gritó de improviso, se lanzó a sus pies y le aferró los tobillos.

—¡Ten piedad de una esclava! —sollozó.

Ivar Forkbeard prorrumpió en carcajadas, se agachó, la alzó por el codo, su enorme puño cerrado en tomo a su brazo, y de un empujón la mandó, dando traspiés, al interior del círculo.

—La pared se desplomará en seguida —dijo uno de los hombres.

Yo podía ver el fuego propagándose también por el techo.

—¡Esclavas! —ordenó Ivar Forkbeard ásperamente—. ¡Desnudaos!

Sollozando, las muchachas se quitaron los vestidos. Vi que la llorosa y esbelta rubia era increíblemente bella. Sus piernas, sus muslos tersos y húmedos de sudor, su liso vientre, su pubis, cubierto de un fino vello rubio que insinuaba su sexo, y sus pechos, con erectos pezones, eran maravillosos. Y también su cara era hermosa, sensible e inteligente. Le envidié a Forkbeard su trofeo.

—Encadenadlas —ordenó.

—Oigo reunirse a los del pueblo —dijo uno de los hombres que estaba en la puerta.

Dos de los hombres de Torvaldsland llevaban, del hombro izquierdo hasta la cadera derecha, para que les estorbara menos el brazo de este lado, una cadena formada por manillas de esclavo; cada par de manillas se hallaba empalmado por cada extremo a una de las manillas del otro par, componiendo así, todas ellas, un círculo. Ahora deslabonaron esta cadena de manillas, y, uno por uno, deshicieron los pares, ciñéndolos en las estrechas muñecas, detrás de las espaldas, de las hembras cautivas, esclavas ya. Algunas de ellas gritaban de dolor cuando los grillos, al cerrarse, les laceraban las muñecas.

Ivar Forkbeard contemplaba a Aelgifu.

—Encadenadla también a ella —dijo. La encadenaron.

El fuego ya se había extendido ampliamente por el techo y había hecho presa en otra pared, cerca de la baranda, en la que antes habían estado las mujeres.

Cada vez era más difícil respirar en el templo.

—Ensogad a las hembras —dijo Forkbeard.

Con un largo rollo de soga las diecinueve muchachas fueron rápidamente atadas, cuello contra cuello.

Aelgifu, vestida, encabezaba el hatajo. Ella era libre. Las demás sólo eran esclavas.

Los travesaños que atrancaban las puertas fueron desalojados, pero éstas no se abrieron.

Los hombres de Torvaldsland se esforzaban por sostener sus cargas. El oro no es liviano.

—Utilizad a las esclavas —dijo Forkbeard, colérico. Con rapidez, se ataron ristras de copas, ciriales y sacos de láminas, improvisados con mantos. Al poco, también ellas fueron abundantemente cargadas. Varias se tambaleaban bajo el peso de las riquezas que acarreaban.

—En el norte, mis preciosas muchachas —les aseguró Ivar Forkbeard—, las cargas que llevaréis serán más prosaicas: haces de madera para las hogueras, cubos de agua para la casa, cestos de estiércol para los campos.

Ellas le miraron horrorizadas, comprendiendo entonces cuál sería la índole de sus vidas.

Y, por la noche, claro está, servirían en los banquetes de sus dueños, acarreando y llenando los grandes cuernos, y deleitándoles con la suavidad de sus cuerpos entre las pieles.

—Estamos listos para partir —dijo uno de los hombres.

Yo podía oír a las furiosas gentes del pueblo, afuera.

—Nunca nos llevarás al barco —afirmó la esbelta muchacha.

—Cállate, esclava —repuso Ivar Forkbeard.

—Mi esclavitud no durará mucho —replicó ella, riendo.

—Veremos —concluyó Forkbeard, riendo también.

Entonces echó a correr, casi a través de las llamas, hasta el elevado altar del templo de Kassau. De un solo salto alcanzó su cima. Entonces, con la bota y el hombro, hizo bambolearse el enorme círculo de oro que la coronaba. Éste se movió inestablemente, balanceándose de un lado a otro, y luego se desplomó del altar, golpeó los escalones y se rompió en pedazos.

No era más que un revestimiento de oro en una rueda de arcilla.

La gente de Kassau, dentro del ardiente templo, prorrumpió en sobrecogidas exclamaciones. Creían que el círculo era de oro macizo.

De pie sobre los rotos fragmentos del círculo, Ivar Forkbeard gritó, con el hacha en alto, al igual que su mano izquierda:

—¡Loado sea Odín! —Y después, echándose el hacha al hombro, sujetándola allí con la mano izquierda, volvió la cara hacia Sardar y levantó el puño. No era solamente un signo de desafío a los Reyes Sacerdotes, sino el puño, el signo del martillo. Era el signo de Thor.

—¡No podemos cargar con más! —gritó uno de sus hombres.

—Ni queremos —repuso Ivar, riendo.

—¿El círculo?

—Déjalo para que la gente lo vea. ¡No es más que oro sobre una rueda de arcilla!

Se volvió hacia mí.

—Quiero embarcarme para Torvaldsland —dije—. Cazo bestias.

—¿Kurii? —preguntó.

—Sí.

—Estás loco.

—Menos loco, supongo, que Ivar Forkbeard.

—El mío no es un barco de pasajeros.

—Yo juego a Kaissa.

—El viaje al norte será largo.

—Soy hábil en el juego —repliqué—. A menos que seas bastante bueno, te venceré.

Oíamos a la gente gritar en el exterior. Oí crujir una de las vigas del techo. El crepitar de las llamas era ensordecedor.

—Moriremos en el templo si no lo abandonamos pronto —dijo uno de los hombres. De todos los que nos hallábamos en el templo, creo que sólo yo, Ivar Forkbeard y el gigante que había luchado con tanto frenesí, no parecíamos preocupados.

Él ni siquiera parecía darse cuenta de las llamas.

—Yo también soy hábil en el juego —dijo Ivar Forkbeard—. ¿Eres verdaderamente bueno?

—Soy bueno —dije—. Si lo soy tanto como tú, no lo sabremos hasta que juguemos.

—Cierto —admitió Forkbeard.

—Me reuniré contigo en tu barco.

—De acuerdo.

Luego se volvió hacia uno de sus hombres.

—Mantén cerca de mí las monedas traídas por los pobres al templo como ofrendas —le dijo. Ahora éstas habían sido colocadas en un grande y sencillo tazón.

—Sí, capitán —dijo el hombre.

La pared trasera del templo también fue pasto de las llamas. Oí crujir otra viga del techo.

Había chispas en el aire. Me quemaban la cara. Las esclavas, cuyos cuerpos estaban expuestos a ellas, gritaban de dolor.

—¡Abrid la otra puerta! —vociferó Ivar Forkbeard. Dos de sus hombres la abrieron de un golpe. Histéricamente, en tropel, los vecinos de Kassau que, aterrados y llorosos, habían estado tumbados boca abajo huyeron por la puerta.

Ivar les permitió abandonar del templo.

—¡Están saliendo! —gritó una voz desde el exterior. Oímos a hombres enfurecidos correr hasta la puerta, gente volviéndose, movimientos de cadenas, mayales y rastrillos.

—¡Salgamos ahora! —exclamó Ivar Forkbeard.

—Jamás nos llevaréis hasta el barco —presumió la muchacha esbelta.

—Ahora os daréis prisa, preciosas esclavitas, y tú también, mi encantadora pechugona —dijo Ivar, señalando a Aelgifu—, u os separaré del hatajo cortándoos la cabeza. Abrid la puerta —ordenó.

Abrieron la puerta de par en par.

—¡Al navío! ¡Deprisa, preciosas! —dijo riéndose, pegando fuertemente a la esbelta rubia, y a otras, con la palma de la mano, en las nalgas y los muslos. También sus hombres, con las muchachas en medio de ellos, se abrieron camino a empujones a través de la puerta.

—¡Están saliendo! —gritó una voz, un campesino, al vemos.

Pero muchos de los que se hallaban entre la multitud abrazaban a sus parientes y amigos a medida que éstos se escabullían por la otra puerta. Rápidamente, por la enfangada calle que conducía al muelle, a grandes zancadas pero sin correr, avanzaban Ivar Forkbeard y sus hombres, con su botín, tanto de carne de hembra como de oro. Muchos de los campesinos, pescadores y otros menesterosos, que no habían encontrado lugar en el templo, se dieron la vuelta. Varios de ellos comenzaron a perseguimos, blandiendo mayales y grandes guadañas. Algunos llevaban cadenas, otros azadas.

Carecían de mando.

Como lobos, gritando y bramando, los puños en alto, corrieron detrás nuestro. Entonces una piedra cayó entre nosotros, y otra.

A ninguno de ellos le importaba abalanzarse sobre las hachas de los hombres de Torvaldsland.

—¡Salvadnos! —chillaba la esbelta rubia—. ¡Vosotros sois los hombres! ¡Salvadnos!

Ante los gritos, muchos de los hombres semejaron envalentonarse, y nos ganaron terreno, pero no hubo más que blandir las hachas para mantenerles atrás.

—¡Juntaos! —oímos—. ¡Atacad! —Vimos a Gurt, de negro satén, alentándolos.

Habían carecido de jefe. Ahora disponían de uno.

Ivar Forkbeard agarró entonces a Aelgifu del pelo y la hizo volverse, de manera que nuestros perseguidores pudieran verla.

—¡Alto! —les gritó Gurt.

El filo del hacha estaba en la garganta de Aelgifu; la cabeza de la joven estaba torcida hacia atrás, bajo la presa de Forkbeard. Éste sonrió amenazador a Gurt.

—¡Alto! —dijo Gurt, gimiendo, confundido—. ¡No luchéis con ellos! ¡Dejadles marchar!

Ivar Forkbeard soltó a Aelgifu, y de un violento empujón la mandó dando traspiés delante de él.

—¡Deprisa! —gritó a sus hombres; y luego a las encadenadas esclavas—: ¡Deprisa, macizas!

Tras de nosotros oíamos desplomarse el tejado del templo. Miré hacia atrás. El humo manchaba el cielo.

A unos cien metros del muelle vimos a una turba enfurecida, acaso doscientos hombres, que bloqueaban el paso. Llevaban garfios, arpones, incluso palos afilados. Algunos tenían ganchos para cajas, escoplos y palancas de hierro.

—¡Lo veis! —chilló la rubia, encantada—. ¡Mi esclavitud es corta!

—¡Vecinos de Kassau! —vociferó Forkbeard, jovialmente—. ¡Saludos de Ivar Forkbeard!

Los hombres le miraron, furiosos, con las armas dispuestas.

Entonces, sonriente, se colgó el hacha del hombro, asegurándola mediante la gruesa presilla que los hombres de Torvaldsland llevan en sus indumentarias para tal menester. Hecho esto, cogió de uno de sus hombres el tazón repleto de monedas ofrendadas por los pobres. Sonriendo siempre, comenzó a arrojar puñados de ellas a izquierda y a derecha.

Tensos, los hombres le observaban. Una de tales monedas, por escaso que fuera su valor, era el jornal de un día en el puerto de Kassau.

Más monedas sembraron la calle, a los lados de los hombres.

—¡Luchad! —chilló la rubia—. ¡Luchad!

Luego, con un amplio movimiento, Forkbeard vació el tazón de monedas, desparramándolas en una lluvia de hierro y cobre encima de los hombres.

Dos de ellos se agacharon para coger una moneda.

—¡Venga, luchad! —repitió la joven.

El primer hombre, escarbando en la suciedad, recogió otra, y luego otra.

A continuación, el segundo y el tercero se hicieron cada uno con sendas monedas.

Y al fin los demás, angustiados, incapaces ya de resistir, se abrieron hacia los lados, tirando las armas, y cayeron de rodillas, cogiendo monedas.

—¡Cobardes! ¡Eslines! —gimoteó la rubia. Luego gritó de aflicción, medio sofocada por el lazo en su garganta, al verse empujada, junto con las demás, a través de los trabajadores de Kassau.

Pasamos aprisa por entre ellos y vimos en el muelle, ante nosotros, el barco llamado la serpiente de Ivar Forkbeard en el amarradero. Diez hombres se habían quedado en el navío. Ocho llevaban arcos, con flechas en el bordón; nadie había osado acercarse allí.

Los hombres de Forkbeard arrojaron sus abultados mantos, llenos de oro y plata, dentro del barco.

Ivar Forkbeard miró hacia atrás.

Oímos, a lo lejos, un sordo estruendo. Un muro del templo había caído. Entonces, un minuto después, oímos el desplome de otro muro.

El humo, en furiosas volutas negras, saturaba el cielo de Kassau.

—Iré a buscar un par de bártulos —dije—, y me reuniré con vosotros en seguida.

—No te demores demasiado —sugirió Forkbeard.

Fui a toda prisa hasta el corral de una taberna próxima al muelle. Allí desensillé, desembridé y puse en libertad al tarn con el que había viajado al norte.

—¡Vuela! —le ordené. El tarn hendió el aire con sus alas y se abrió camino por los humosos cielos de Kassau. Lo vi desviarse al sureste. Sonreí. Sabía que en tal dirección estaban situadas las montañas de Thentis. En éstas se habían criado los antepasados del pájaro. Pensé en las arañas y tortugas que emigran hacia el mar. Cuán fantástica y extraña, pensé, es la sangre de las bestias, y comprendí que yo era también una bestia, y me pregunté cuáles serían los fundamentos de estos instintos que deben de ser los míos propios.

Arrojé al suelo un tarn de oro, para pagar por mi hospedaje en Kassau, y la manutención del ave.

Prescindiría de la silla de montar.

Pero de ella tomé las alforjas, que contenían algunos bártulos, algo de oro, el saco de dormir de piel de bosko; asimismo cogí el gran arco en su funda impermeable, con un haz de cuarenta flechas.

No lamentaba la partida del tarn.

Me había embarcado para Torvaldsland, lo cual era mejor.

Retorné apresuradamente al muelle.

Ocho arcos me apuntaban, con ocho flechas preparadas en el tenso bordón.

—No disparéis —ordenó Ivar Forkbeard a sus arqueros. Sonrió burlón—. Juega a Kaissa.

Arrojé mis pertrechos en el navío, y arco en mano, me encaramé al mismo.

—Soltad amarras —dijo Forkbeard.

Las dos amarras fueron soltadas del muelle. Los arqueros ocuparon sus puestos en los bancos.

La serpiente retrocedió del embarcadero, y en el puerto efectuó un viraje.

La vela a rayas rojiblancas, chasqueando, desplegándose, fue arriada de la verga.

Las esclavas, desnudas, se hallaban sentadas en medio del barco, entre los bancos, rodeadas de pilas de botín, con las manos encadenadas a la espalda. Les habían cruzado y amarrado fuertemente los tobillos. Advertí que a Aelgifu le habían quitado los zapatos y las medias de lana, para atarla con mayor seguridad. Ahora, por voluntad de Forkbeard, iría descalza como una campesina o una esclava, hasta que pagaran su rescate.

Ivar Forkbeard se acercó a las esclavas. Miró a la rubia y esbelta joven.

—Me parece que tu esclavitud, bonita muchacha, no será tan breve como habías esperado.

Ella bajó la vista.

—No hay escapatoria —le dijo el hombre.

Ella sollozó.

Los hombres de Torvaldsland comenzaron a cantar a los remos.

Ivar Forkbeard se agachó sobre la tablazón de la cubierta, recogió los zapatos y medias de Aelgifu y los arrojó por la borda.

Luego se reunió conmigo en la popa. Distinguíamos a hombres en el muelle. Algunos incluso trataban de aparejar un barco costanero para dar caza a Forkbeard. Mas no conseguirían su propósito.

Tras de nosotros vislumbrábamos el humo del templo en llamas. Parecía que los fuegos se habían propagado por toda Kassau, llevados sin duda por el viento.

Se escuchaba claramente, por encima del agua, el repicar de la gran barra del templo.

La serpiente, el así llamado barco de Forkbeard, iba rumbo al norte.