9. FORKBEARD ASISTIRÁ A LA ASAMBLEA
—¡Mi Jarl! —exclamó Thyri, lanzándose a mis brazos. La levanté y la hice girar. Llevaba el vestido de lana blanca y el collar remachado.
Bebí largamente de sus labios de esclava.
En derredor oía los alegres gritos de los hombres de la granja de Ivar Forkbeard, y los entusiasmados gritos de las esclavas.
Ivar estrechó contra el cuero de su indumentaria a Budín y a Gunnhild, besando primero a una y luego a la otra, mientras las dos buscaban ansiosamente sus labios, y le palpaban anhelantes el cuerpo.
Otras esclavas pasaron junto a mí alborotadamente para dar la bienvenida a sus favoritos entre los remeros de la serpiente de Forkbeard.
Detrás de él, a su izquierda, erguida la cabeza, desdeñosa, hallábase Hilda la Altiva, hija de Thorgard de Scagnar.
Los hombres y las esclavas, unos en los brazos de las otras, retrocedieron para contemplarla.
No iba encadenada. Aún llevaba su vestido de terciopelo verde, pero mugriento y rasgado, lo cual revelaba la blancura de su cuello e insinuaba las delicias de sus senos; asimismo, un gran desgarrón hasta la cadera, originado cuando la pusieron en el remo durante el viaje, le descubría el muslo, la pantorrilla y el tobillo. Estaba erguida con arrogancia. Ella era lo que Forkbeard había ido a buscar; ella era su presa.
—¡Así que ésta es Hilda la Altiva! —exclamó Ottar, las manos en su pesado cinto.
—¡Gunnhild es mejor! —vociferó Morritos.
—¿Quién es Gunnhild? —inquirió Hilda con frialdad.
—Yo soy Gunnhild —dijo la aludida. Tiesa y arrogante, tenía por el brazo a Ivar Forkbeard, su blanca falda abierta hasta el vientre, el negro hierro ceñido a su cuello.
—¡Una esclava! —repuso Hilda, riendo con desprecio.
Gunnhild la miró de hito en hito, furiosa.
—¡Gunnhild es mejor! —repitió Morritos.
—Desnudémoslas y veámoslo —dijo Ottar.
Hilda palideció.
Forkbeard dio la vuelta y, rodeando con un brazo a Gunnhild y con el otro a Morritos, empezó a caminar por el muelle.
Hilda le siguió, a su izquierda.
—Acompaña con gran finura —comentó Ottar. Los hombres y las esclavas se echaron a reír. Forkbeard se detuvo. La cara de Hilda se encendió de rabia, pero mantuvo la cabeza erguida.
A los eslines domesticados se les enseña a acompañar, y a veces también a las esclavas. Naturalmente, yo estaba familiarizado con ello. Era muy corriente para las esclavas del sur, en diversos estilos según la ciudad, el acompañar a sus dueños.
Hilda, claro está, era una mujer libre. El acompañar suponía para ella una increíble humillación.
Forkbeard reemprendió la marcha, y luego volvió a detenerse. Nuevamente, Hilda le siguió como antes.
—¡Le está acompañando! —exclamó Ottar riendo.
Había lágrimas de cólera en los ojos de Hilda. Lo que él acababa de decir era del todo cierto. En su barco Forkbeard la había enseñado, aun y siendo una mujer libre, a acompañar.
No había sido un viaje agradable para la hija de Thorgard de Scagnar. Desde el principio había estado engrilletada de cara al mástil. Había pasado un día entero, además, con el manto atado a la cabeza. El segundo día se lo habían retirado sólo para meterle entre los dientes el brocal de una bota de agua, cubriéndola luego otra vez. El tercer día le quitaron el manto y la bufanda y los arrojaron por la borda; fue entonces cuando Ivar Forkbeard la abrevó y, con una cuchara le dio un poco de gachas de la esclava para comer.
Famélica, las había engullido vorazmente.
—Con qué voracidad come las gachas de las esclavas —había comentado él.
Después había rehusado comer más. Pero, al día siguiente, para la diversión de Forkbeard, había alargado la boca impaciente por recibir el alimento.
El quinto día y en los sucesivos, Forkbeard le amarraba los tobillos y la soltaba del mástil para que pudiera comer por sí misma, con las manos engrilletadas delante de su cuerpo.
Después del quinto día la alimentó con caldos y algunas carnes, para que así adquiriese buen color.
Con la mejora de su dieta, tal y como él esperaba, la muchacha recobró algo de su altivez y mal genio.
El octavo día la soltó del mástil para que pudiera caminar por el barco.
Luego de que ella hubiera dado una vuelta, le había dicho:
—¿Estás lista para acompañar?
—¡No soy un eslín domesticado! —había exclamado ella.
—Ponedla en el remo —ordenó Forkbeard.
La habían atado de espaldas, cabeza abajo, vestida, a uno de los remos de casi seis metros.
—¡No puedes hacerme eso a mí! —gritaba Hilda.
Entonces, para su congoja, sintió moverse el remo.
—¡Soy una mujer libre! —vociferaba.
Luego, como cualquier esclava, se encontró sumergida bajo la verde y fría superficie de Thassa.
El remo ascendió.
—¡Soy la hija de Thorgard de Scagnar! —gritaba, escupiendo agua, medio cegada.
El remo volvió a hundirse. En cuanto la sacó la próxima vez estaba visiblemente aterrorizada. Había tragado agua. Había descubierto lo que toda esclava aprende de inmediato: que una debe aplicarse a ser razonable si desea salir con vida del remo. Se ha de seguir su ritmo, y tan pronto como rompe la superficie, expeler el aire e inspirar profundamente.
Forkbeard la vigiló un rato, pero luego le dijo a Gorm que lo hiciera él, armado de una lanza. Por dos veces tuvo éste que ahuyentar aquella tarde al eslín marino del cuerpo de la muchacha, y una vez al tiburón blanco de las aguas norteñas. El segundo eslín le había desgarrado el vestido con sus afilados dientes; una larga tira del mismo quedó enganchada en ellos al huir presuroso el animal.
No había estado ni medio ahn en el remo cuando comenzó a implorar que la soltasen; unos cuantos ahns más tarde comenzó a pedir que la dejasen acompañar a Forkbeard.
Pero no fue hasta la noche cuando levantaron el remo y la soltaron. Le dieron caldo caliente y volvieron a encadenarla al mástil.
Forkbeard no le dijo nada, pero, al día siguiente, cuando daba una vuelta por la cubierta bajo el calor del sol, ella, aun y siendo una mujer libre, le acompañaba perfectamente. La tripulación había prorrumpido en carcajadas. Yo sonreí también. A Hilda la Altiva la habían enseñado a acompañar.
Ivar Forkbeard abandonó el muelle, rodeando con los brazos a Budín y a Gunnhild, que se arrimaban a él.
Hilda, erguida la cabeza, le seguía.
Morritos corrió tras de ella.
—¡Gunnhild es mejor! —gritó.
Hilda no le hizo caso.
—¡Tobillos gruesos! —exclamó Lindos Tobillos.
—Tiene un banco de remo bajo el vestido —dijo Olga.
—¡Culona! —exclamó otra muchacha.
De improviso, en un arranque de furia, Hilda se abalanzó sobre ellas. Forkbeard se volvió.
—¿Qué pasa aquí? —preguntó.
—Le estábamos diciendo lo fea que es —repuso Morritos.
—¡Yo no soy fea! —gritó Hilda.
—Quítate la ropa —ordenó Forkbeard.
Sus ojos se desencajaron de horror.
—¡Nunca! —gritó—. ¡Nunca!
Los hombres y las esclavas se echaron a reír.
—¡Me has enseñado a acompañar, Ivar Forkbeard —dijo—, pero no me has enseñado a obedecer!
—Desnudadla —mandó Ivar a las esclavas. Ellas saltaron ansiosas sobre Hilda la Altiva.
En un santiamén la arrogante muchacha, desnuda, estuvo sujeta delante de Ivar. Olga la tenía por un brazo y Lindos Tobillos por el otro. Ella se debatía en vano.
—Gunnhild es mejor —repitió Morritos.
Era cierto. Pero Hilda la Altiva era un magnífico pedazo de carne de hembra. En casi cualquier mercado habría obtenido, con toda seguridad, un elevado precio.
Poseía un hermoso cuello y unos buenos hombros; sus senos eran una preciosidad; su talle era tan estrecho que se podría ceñir bien con las manos; tal vez fuera un tanto culona, pero yo nada tenía que objetar a eso; en el norte se lo llama «la cuna del amor». Cumple muy bien con la finalidad de amortiguar las embestidas del placer de un remero. En el sur habrían dicho que tenía suaves caderas. Si Forkbeard quisiera hacerla procrear, ella pariría criaturas fuertes y saludables para sus esclavos, enriqueciendo su granja; también sus muslos y sus pantorrillas eran encantadores; sus tobillos, aunque no gruesos, como Lindos Tobillos afirmara, lo eran más que los suyos o los de Thyri.
Hilda dejó de debatirse y contempló a Forkbeard.
Éste la examinó con gran atención, como lo hiciera con sus animales cuando había inspeccionado la granja.
Se puso en pie, tras haber estado palpando la firmeza de sus pantorrillas.
Luego les dijo a las esclavas:
—Llevadla al poste de castigo.
Las esclavas, riendo, arrastraron a Hilda hasta el poste. Entonces Ottar le cruzó las muñecas por delante del cuerpo, se las ató sin contemplaciones con un pedazo de cuerda y luego las amarró a la argolla en lo alto del poste. Sus pechos tocaban la madera; no podía apoyar los talones en el suelo.
—¿Cómo te atreves a ponerme en esta posición, Ivar Forkbeard? —exclamó—. ¡Soy una mujer libre!
—Tráeme el látigo de cinco colas —dijo Ivar a Gunnhild.
—Sí, mi Jarl —repuso ella sonriendo. Corrió a buscarlo.
—Soy la hija de Thorgard de Scagnar —advirtió Hilda—. Suéltame inmediatamente.
Gunnhild puso el látigo en la mano de Forkbeard.
Ottar le recogió a la muchacha la melena y la dejó caer por delante de sus hombros.
—¡No! —exclamó Hilda.
Forkbeard le tocó la espalda con el látigo. Y luego le dio un par de golpecitos suaves.
—¡No! —gritó ella—. ¡No, por favor!
Retrocedimos para hacerle sitio a Forkbeard; él desenredó las colas de una sacudida y echó el brazo hacia atrás.
El primer azote la tiró contra el poste; vi la sorpresa en sus ojos, luego el dolor; la hija de Thorgard parecía aturdida; entonces profirió un chillido de aflicción; sólo en aquel instante se dio cuenta de lo que el látigo puede hacerle a una muchacha.
—¡Os obedeceré! ¡Os obedeceré! —gritó. Ivar Forkbeard, experto en disciplinar mujeres, dejó pasar un ehn completo antes de administrar el segundo azote. Es este tiempo ella no dejó de gritar: «¡Te obedeceré!». Al fin volvió a golpear, y de nuevo su cuerpo dio contra el poste; sus manos se retorcieron en la cuerda; su cuerpo dolorido se apretaba contra la madera; las lágrimas brotaron de sus ojos; estaba de puntillas, con los muslos a ambos lados del poste. Forkbeard le aplicó el tercer azote. Ella se debatió, chillando, retorciéndose. «¡Sólo permitidme obedeceros!» gritó. «¡Os ruego me permitáis obedeceros!». Cuando él volvió a golpear, ella no pudo sino cerrar los ojos de dolor. Apenas podía respirar. Resollaba. Era ya incapaz de gritar; Se tensó, los dientes apretados, su cuerpo un silencioso grito de angustia. Mas el golpe no llegaba. ¿Había concluido el castigo? Entonces recibió un nuevo golpe. Cuando Forkbeard le aplicó los últimos cinco azotes ella colgaba exhausta de la cuerda, su cuerpo reclinado en el poste, su cara a un lado. Entonces la soltaron y cayó sobre las manos y rodillas. El castigo había sido bastante leve: sólo veinte azotes. Con todo, yo diría que a la hija de Thorgard de Scagnar le habían pasado por mucho tiempo las ganas de volver al poste. El castigo, aunque ligero, había sido harto adecuado para lo que se pretendía, que era instruir a una cautiva en el látigo.
No hay hembra que lo olvide.
Ella miró a Forkbeard apesadumbrada.
—Traed sus ropas —ordenó Forkbeard.
Las trajeron.
—Vístete —dijo.
Penosamente, esforzándose por tenerse en pie, con lágrimas en los ojos, la muchacha se puso despacio sus prendas.
Luego se quedó en medio de nosotros, encorvada, las mejillas sucias de lágrimas. Miró a Forkbeard.
—Quítate la ropa —le ordenó éste.
Ella se desnudó.
—Recógela —dijo.
Ella lo hizo.
—Ahora ve a la cocina de la casa —ordenó—. Y allí, en el fuego, quémala completamente.
—Sí, Ivar Forkbeard —repuso ella.
—Gunnhild te acompañará. Cuando hayas quemado tus prendas, ruégale a Gunnhild que te ponga al tanto de tus obligaciones.
—¿Qué obligaciones, mi Jarl? —preguntó Gunnhild.
—Esta noche celebraremos un banquete —dijo Ivar Forkbeard—. Y éste debe de prepararse.
—¿Ella ayudará a preparar el banquete?
—Y a servirlo.
—Entonces ya comprendo la índole de sus obligaciones —dijo Gunnhild sonriendo.
—Sí —repuso Ivar Forkbeard. Miró a Hilda—. Le rogarás a Gunnhild que te ponga al tanto de las obligaciones de una esclava.
Sollozando, cargada con su ropa, corrió hacia la casa. Los hombres y las esclavas se rieron largamente. Yo también prorrumpí en carcajadas. A Hilda la Altiva, hija de Thorgard de Scagnar, la habían enseñado a obedecer.
Los chillidos de Morritos, que pataleaba tendida en el lecho, sometida a Gorm, resonaban por la humosa estancia.
Rechacé a Thyri de mi regazo, y aferré a Olga por la muñeca cuando pasaba junto a mí corriendo, echándola atravesada en mis rodillas. La chiquilla, riéndose, huía de Ottar, que la perseguía, bebido, dando traspiés. Atraje la cara de Olga hacia la mía; nuestras bocas se encontraron y yo le hundí los labios para besar sus dientes. La chiquilla, desnuda, reaccionó de pronto a mi contacto y enardecida trató de manosearme. «¡Mi Jarl!», susurró. Pero yo la alcé de golpe, sujetándola por los brazos, y la entregué a Ottar, quien se la cargó sin esfuerzo al hombro y, riendo, dio la vuelta. La chiquilla, con todo su cuerpecillo expuesto a mis ojos, aporreaba en vano la espalda de Gorm con sus diminutos puños. Él la llevó a la oscuridad y la arrojó sobre el lecho. «Mi Jarl», gimió Thyri, acurrucándose a mi lado, tocándome. Yo me eché a reír y tomé en mis brazos a la joven de Kassau, que daba gritos de placer.
Lindos Tobillos pasó rauda junto a mí, portando un gran tajadero de carne asada sobre sus estrechas espaldas.
—¡Hidromiel! —vociferó Ivar Forkbeard, desde el otro lado de la mesa—. ¡Hidromiel! —Alargó el gran cuerno con filigrana de oro en su borde.
Budín y Gunnhild estaban de rodillas en su banco, arrimadas a él, una a cada lado. Mas ellas no se apresuraron a traerle su hidromiel. Esta noche la tarea le concernía a otra.
Hilda la Altiva, tan desnuda como cualquier esclava, le sirvió hidromiel a Ivar Forkbeard de un gran recipiente de bronce.
Los hombres rieron.
Qué enorme insulto había recaído sobre Thorgard de Scagnar, enemigo de Ivar Forkbeard. Su hija, desnuda, servía hidromiel en la casa de sus enemigos.
Forkbeard alargó la mano para tocarla.
Ella reculó, aterrada.
Forkbeard la miró, divertido.
—¿No te apetece jugar en el lecho? —le preguntó.
—No —repuso ella estremeciéndose.
—Dejadme jugar, dejadme jugar —gimoteó Budín.
—Dejadme jugar —susurró Gunnhild.
—No me malinterpretéis, Ivar Forkbeard —musitó Hilda—. Si me ordenáis que vaya al lecho, yo os obedeceré, y con presteza. Acataré vuestro más insignificante deseo, con exactitud y rapidez. Haré todo cuanto me mandéis.
Budín y Gunnhild se echaron a reír.
Ottar se levantó tambaleándose, poniendo la mano sobre uno de los postes. Con un trozo de amarra había atado a Olga a su cinto. Ella me miraba con los ojos brillantes y los labios entreabiertos; tendió la mano hacia mí, pero no le hice caso. Ella bajó la vista, los puños crispados, y gimoteó. Yo sonreí. La utilizaría antes de que la noche tocara a su fin.
—Se dice —entonó Ottar— que Hilda la Altiva es la más fría de las mujeres.
—¿Te interesan los hombres? —preguntó Forkbeard a Hilda.
—No —respondió ella—. No me interesan.
Ottar se echó a reír.
—¿No tienes ganas de saber qué sentiría tu cuerpo bajo sus manos y sus bocas?
—¡Los hombres son bestias! —exclamó.
—¿Y sus dientes? —preguntó Forkbeard.
—Los hombres son repugnantes —gimió—. ¡Son bestias terribles que tratan a las muchachas como sus presas! —Miró en derredor, a las esclavas—. ¡Resistíos a ellos! ¡Resistíos!
Budín echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada.
—La resistencia no está permitida —dijo.
—Arrojadla al lecho —gritó Lindos Tobillos—. Entonces descubrirá si sabe o no de qué habla.
—Arrojadla al lecho —vociferó otra esclava. Las demás la corearon.
Hilda se estremeció, aterrada.
—¡Silencio! —exclamó Ivar Forkbeard.
Hubo silencio.
—¿Y si te ordenara que fueras al lecho? —le preguntó a Hilda.
—Os obedecería inmediatamente —repuso ella—. He experimentado el látigo —explicó.
—Pero por tu propia voluntad, ¿no estarías dispuesta a meterte en el lecho?
—Claro que no.
Gorm, que ya se había desenredado de Morritos, se unió al círculo que rodeaba la mesa.
—¡Es Hilda la Altiva! —exclamó Ottar riendo—. ¡La más fría de las mujeres!
Hilda se irguió en toda su estatura.
—Ottar, Gorm —llamó Forkbeard—. Llevadla al almacén de hielo. Dejadla allí, atada de pies y manos.
Las esclavas chillaron de placer.
Ottar tardó lo justo para desatar a Olga de su cinto. Dejó la amarra ceñida a su abdomen, pero con su cabo suelto le ató las manos a uno de los postes del tejado.
Luego salió, siguiendo a Gorm, que ya había sacado a Hilda de la casa llevándola a rastras.
Olga trataba inútilmente de soltarse. Me miraba angustiada.
—Desatadme —imploró.
La miré.
—Mi cuerpo os desea, Tarl Pelirrojo —gimoteó—. ¡Mi cuerpo os necesita!
Aparté la vista de ella, dejando de prestarle atención. Oía sus gemidos, el roce de su cuerpo contra el poste.
—Os necesito, Tarl Pelirrojo —sollozó.
La dejaría consumirse durante un ahn o dos. Para entonces su cuerpo estaría a punto. El más leve contacto haría que la chiquilla saltara, indefensa, contorneándose, a mis brazos. La usaría dos veces, la segunda de ellas a la manera del dueño goreano, es decir, prolongadamente y sin piedad.
—¡Hidromiel! —exigí. Lindos Tobillos se apresuró a servirme. De nuevo me incliné para besar los labios de Thyri.
Llevábamos largo tiempo entregados al banquete, cuando un muchacho esclavo tiró de la manga de Ivar Forkbeard y le dijo:
—Mi Jarl, la muchacha que está en el hielo suplica que la liberéis.
—¿Cuánto tiempo ha suplicado? —preguntó Forkbeard.
—Más de dos ahns —repuso el muchacho, sonriendo burlón.
—Buen chico —dijo Forkbeard, y le tiró un pedazo de carne.
—Gracias, mi Jarl —dijo el muchacho. Éste, a diferencia de los esclavos adultos, no pasaba la noche en el establo de los boskos, sino que dormía encadenado en la cocina. Ivar le tenía cariño.
—Pelirrojo, Gorm —dijo Forkbeard—. Id a buscar a la pequeña Ubara de Scagnar.
Sonreímos.
—Gorm —dijo Forkbeard—. Antes de soltarla ocúpate de saciar su sed.
—Sí, capitán —repuso Gorm.
Llevamos una antorcha al almacén de hielo. A su luz vimos a Hilda. Nos aproximamos a ella.
Estaba tendida sobre el costado, dolorida, su cuerpo de través a grandes bloques de hielo; menos de quince centímetros era todo cuanto podía erguir la cabeza, y otro tanto acercar los tobillos al cuerpo; pequeñas astillas de la madera con que se empaqueta el hielo la cubrían por entero; estaba atada de pies y manos, con las muñecas a la espalda y los tobillos cruzados. Dos sogas le impedían esforzarse por adoptar cualquier otra posición, tanto reclinada como de rodillas; la primera partía de su tobillo derecho e iba hasta una argolla en un lado del almacén, y la otra seguía idéntico recorrido en dirección opuesta partiendo de su cuello.
—Por favor —gimió.
Le castañeteaban los dientes; sus labios estaban azules.
—Por favor —gimió lastimosamente—. Ruego se me permita ir en seguida al lecho de Ivar Forkbeard.
La miramos.
—¡Lo ruego! —exclamó—. ¡Ruego se me permita ir en seguida a su lecho!
Gorm la libró de las cuerdas que la sostenían en alto, pero no le desató las muñecas y los tobillos. Luego la enderezó para hacerla sentar. Ella temblaba de frío, lloriqueando.
—Te he traído una bebida —dijo Gorm—. Tómala ansiosamente, Hilda la Altiva.
—¡Sí! ¡Sí! —musitó tiritando.
Entonces, echando la cabeza hacia atrás y llevándose la copa a los labios, Hilda la Altiva bebió ansiosamente el vino de los esclavos.
Gorm la desató y se la puso al hombro; estaba tan rígida por el frío y las cuerdas, que no se tenía en píe.
Le toqué el cuerpo: era como de hielo.
Yo iluminaba el camino con la antorcha; la llevamos a la casa de Ivar Forkbeard.
Éste se hallaba sentado a los pies de su lecho, las botas en el suelo.
Gorm la hizo arrodillarse delante de él. Ella agachó la cabeza, sin dejar de temblar, y su pelo se extendió sobre las botas.
Los hombres y las esclavas se congregaron alrededor.
Las brasas del hogar iluminaban con un brillo rojizo y tenue la mitad izquierda del cuerpo de Hilda. Su mitad derecha quedaba a oscuras.
—¿Quién eres? —conminó Forkbeard.
—Hilda —contestó llorosa—, hija de Thorgard de Scagnar.
—¿Hilda la Altiva? —inquirió.
—Sí, Hilda la Altiva.
—¿Qué quieres?
—Compartir vuestro lecho.
—¿No eres una mujer libre?
—Os ruego me permitáis compartir vuestro lecho —sollozó.
Él se puso en pie y retiró una larga mesa y un banco que estaba al otro lado del hogar. Con el talón dibujó en el suelo de tierra un círculo de la esclava.
Ella le miró.
Forkbeard le indicó entonces, con un gesto, que podía entrar en su lecho. Agradecida, avanzó a rastras hasta el mismo y, tiritando de frío, se envolvió con las pieles. Se arrebujó entre ellas, tembloroso su cuerpo. La oímos gemir.
—¡Hidromiel! —exigió Ivar Forkbeard, regresando a la mesa. Budín fue la primera que llegó, con un cuerno de néctar.
—¡Por favor, venid a mi lado, Ivar Forkbeard! —gimoteó Hilda—. ¡Estoy helada! ¡Abrazadme, por favor!
—Que esto os sirva como ejemplo de pasión, esclavas —dijo riendo Ivar Forkbeard.
Hubo grandes carcajadas, y muchas provinieron de las hermosas esclavas desnudas de los hombres de Torvaldsland, calientes y anhelantes entre sus musculosos brazos.
Forkbeard, risueño, apuró el cuerno. Gunnhild le sirvió otro.
Luego de su segundo cuerno de hidromiel, enjugándose la boca con el brazo, Forkbeard dio la vuelta y se dirigió a su lecho.
Ella chilló de angustia.
—¡Es la más fría de las mujeres! —exclamó Ottar, que se lo pasaba en grande.
—¡Abrazadme, Forkbeard! —imploró ella—. ¡Abrazadme, por favor!
—¿Me servirás bien? —preguntó Ivar.
—¡Sí! —gritó—. ¡Sí! ¡Sí! ¡Sí!
Pero Forkbeard no la usó entonces sino que abrazó firmemente su cuerpo de prisionera, dándole calor. Después de medio ahn la vi erguir delicadamente la cabeza, medrosa la mirada, y poner los labios en el hombro de Forkbeard; suave y tímidamente le besó, y luego le miró a los ojos. De pronto el hombre la tumbó de espaldas y su manaza, encallecida por el puño de la espada y el mango del hacha, cayó sobre su cuerpo.
—¡Oh, no! —gritó ella—. ¡No!
En la mesa se hicieron apuestas. Yo aposté por Ivar Forkbeard. En menos de un ahn, ante las mofas de los hombres y las pullas de las esclavas, Hilda la Altiva, con la cabeza baja y el pelo cayéndole en la cara, gateó sobre las manos y las rodillas hasta el círculo de la esclava que Forkbeard había dibujado en la tierra. Entró en él y se puso en pie, muy erguida.
—¡Soy vuestra, Ivar Forkbeard! —proclamó—. ¡Soy vuestra!
Ivar le hizo una seña y Hilda salió rauda del círculo para unirse a él, para arrojarse a su lado, para implorar sus caricias.
Me embolsé nueve discotarns y dos trozos de plata, procedentes del saqueo, dos años atrás, de una casa en el margen oriental de Skjem.
Gorm estaba con Gunnhild, que Forkbeard le había cedido para la noche. A mí me había ofrecido a Budín, pero yo, generosamente, pensando poseer a Thyri, se la había cedido a Ottar. Cuál fue mi enojo al ver que Thyri pasaba junto a mí, en manos de un remero que la aferraba por la muñeca. Ella me miró por encima del hombro, angustiada. Le lancé un beso al estilo goreano: besando y haciendo el ademán de lanzarle suavemente el beso con los dedos. No tenía un derecho especial sobre la bonita esclava, no más que cualquiera de los hombres de Torvaldsland. La deliciosa criaturilla, como los demás bienes de la casa era, a efectos prácticos, para el uso común.
Imaginé que esta noche dormiría solo.
—Tarl Pelirrojo —oí.
Seguí el sonido de la voz y, para mi deleite, tal cual Ottar la había dejado, olvidándose por lo visto de ella, reparé en Olga, que seguía atada al poste, de rodillas en la tierra.
—Os odio, Tarl Pelirrojo —declaró.
Me arrodillé a su lado.
—Me había olvidado de ti —le dije.
—Os odio, Tarl Pelirrojo —repitió.
Alargué la mano para tocarla. Ella retrocedió furiosa.
—¿Os importaría desatarme? —preguntó.
No quería dormir solo. Me pregunté si las llamas que antes consumieran tan profundamente a Olga se habrían extinguido de veras. Me pregunté si podrían reavivarse.
Me coloqué tras ella. Le levanté el collar a la altura de la barbilla y, con dos dedos de cada mano, le froté los costados del cuello.
—Desatadme, por favor —susurró.
Mis manos descendieron por su cuerpo, demorándose en algunos puntos que merecían más atención. Ella trataba de resistirse, pero yo no tenía prisa. Al fin la oí sollozar.
—Vos sois el dueño, Tarl Pelirrojo —dijo. La besé en el hombro. Ella echó la cabeza hacia atrás.
—Llevadme a vuestro lecho —imploró. La desaté, pero no le quité la soga que le ceñía la muñeca derecha a fin de conducirla por su cabo suelto. Pero no precisé conducirla. Ella me siguió impaciente, intentando apretar sus labios contra mi hombro.
De pie, inmóvil, miraba el lecho a sus pies.
—Forzadme —susurró.
Las esclavas saben que son objetos, y les gusta que las traten como tales. En lo más hondo de toda mujer existe un deseo, más antiguo que las cavernas, de que la obliguen a someterse al inexorable dominio de un macho magnífico e intransigente: un dueño. Todas ellas, en el fondo, desean rendirse, vulnerable y enteramente, a una bestia semejante. La cultura de la Tierra, claro está, da pocas posibilidades a esta recóndita urgencia de las bellezas de nuestra raza; de acuerdo con esto, tales urgencias, frustradas, tienden a expresarse en neurosis, histeria y hostilidad. Hemos construido nuestra propia jaula y la defendemos de los que quieren romper sus candados.
Le torcí el brazo a la espalda y hacia arriba. Ella gritó de dolor. La tumbé sobre el lecho y, sin dejarla mover siquiera, le ceñí el grillete al tobillo; encadenada, se volvió a mí, con lágrimas en los ojos y las rodillas dobladas. Con un movimiento de la cadena hincó las rodillas en el catre, la cabeza gacha.
—Ponte boca abajo —le ordené— y separa las piernas.
—Sí, mi Jarl —repuso. Entonces me dispuse a acariciarla; comencé por sus pies, en los que me entretuve largo rato; pasé luego a sus pantorrillas, rodeándolas con las manos, pellizcando su tensa carne; proseguí hacia los muslos, demorándome en ellos, anticipando mi próxima parada, que tuvo lugar en sus nalgas; inspeccioné ese doble y cálido refugio, revolviendo con los dedos su previsible contenido; me remonté hasta sus pechos, que abarqué con las manos en busca de los ocultos pezones; di con ellos y me explayé con su dureza y grosor. Por medio de la rigidez de sus músculos, las contorsiones de su cuerpo, sus grititos esporádicos, sus jadeos, me indicaba sus flaquezas que yo, como guerrero, podía entonces explotar. En cuanto quedé satisfecho la hice tenderse de espaldas.
—Tengo entendido —dije— que Olga es una de las mejores esclavas.
Ella se incorporó hacia mí, implorando mi contacto. La acaricié por entero, besando y lamiendo.
—¿Qué le has hecho a mi cuerpo? —susurró—. Jamás había gozado de esta forma, tan profundamente, tan plenamente.
—¿Qué te comunica tu cuerpo?
—Qué seré maravillosa con vos, Tarl Pelirrojo —susurró—. ¡Maravillosa!
—Dame gusto —le exigí.
—Sí, mi Jarl —repuso—. ¡Sí!
Y en cuanto me hubo proporcionado enorme placer, acabé con ella a la primera acometida.
—Abrazadme —imploró.
—Te abrazaré, esclava —le dije—, y luego, dentro de poco, te volveré a usar.
Me miró alarmada.
—Ésta —le expliqué— es la primera acometida. Su propósito es sólo entibiarte para la segunda.
Ella me asió, sin decir palabra.
Yo la abracé firmemente.
—¿Podré resistir tanto placer? —preguntó sobrecogida.
—Estás esclavizada. No tendrás otra alternativa.
—Mi Jarl, ¿os proponéis someterme a la segunda acometida del dueño goreano? —preguntó aterrada.
—Sí —le respondí.
—He oído hablar de ella —gimió—. ¡En ésta a la muchacha se la trata sin compasión alguna!
—Es cierto.
Permanecimos tendidos, en silencio, durante cosa de medio ahn. Entonces la toqué.
Ella irguió la cabeza.
—¿Empieza ya? —preguntó.
—Sí —le respondí.
—¿Puede una esclava pedirle un favor a su Jarl?
—Tal vez.
Ella se inclinó sobre mí. Sentí el roce de su pelo en mi cuerpo.
—Sed despiadado —imploró.
—Es ésa mi intención —le dije, y la tumbé de espaldas.
—Nunca me he sometido como ahora —gimió—. ¡No cambiaría mi collar por todas las joyas de Gor!
La abracé. Al cabo de un rato se durmió. Faltaban dos ahns para el alba.
La serpiente estaba lista para partir.
Ivar Forkbeard, acaso no muy prudentemente, estaba empeñado en asistir a la Asamblea. En su opinión, allí tenía que acudir a una cita con Svein Diente Azul, un ilustre Jarl de Torvaldsland que le había convertido en un proscrito.