4. FORKBEARD Y YO VOLVEMOS A NUESTRA PARTIDA
Ivar Forkbeard, inclinado sobre el costado de su serpiente, estudiaba la coloración del agua. Luego alargó la mano y sacó un poco en la palma, verificando su temperatura.
—Estamos a un día de remo —dijo— del roquedal de Einar y la piedra rúnica de la Torvaldsmark.
—¿Cómo lo sabes? —pregunté.
No habíamos avistado tierra durante dos días, y la noche precedente un viento recio nos había llevado, con la vela acortada, en dirección este.
—Hay plancton aquí —dijo Ivar—, el de los bancos al sur del roquedal de Einar, y la temperatura del agua me indica que ahora nos encontramos en la corriente de Torvald, que corre hacia el este, hasta la costa, y luego al norte.
La corriente de Torvald es tan amplia como un río en el mar, de pasangs de ancho, cuya temperatura es superior a la del agua circundante. Sin ella, una gran parte de Torvaldsland, yerma como es ya, no sería otra cosa que un desierto congelado. Torvaldsland es una región escabrosa, cruel e inhóspita. Encierra numerosos acantilados, ensenadas y montañas. Su tierra de labranza es escasa, y se da en pequeñas extensiones, las cuales se cotizan mucho. Las granjas no abundan, y la comunicación entre ellas suele ser por mar, en barquitas. Sin la corriente de Torvald, probablemente sería imposible recolectar cereales en cantidad suficiente para alimentar siquiera a su poco densa población. A menudo no hay bastante comida bajo circunstancia alguna, particularmente en Torvaldsland del norte, y el hambre no es rara. En tales casos, los hombres se alimentan de cortezas, líquenes y algas marinas. No es extraño que los jóvenes de Torvaldsland suelan hacerse a la mar en busca de fortuna.
Ivar Forkbeard fue hasta el mástil. Aelgifu estaba sentada enfrente, encadenada a él por el cuello. Sus muñecas, en los grilletes de negro hierro del norte, estaban ahora atadas delante de su cuerpo, de manera que pudiese comer por sí misma. Seguía llevando su vestido de terciopelo negro, pero estaba ya arrugado y sucio. Iba descalza.
—Mañana por la noche —le dijo Ivar Forkbeard—, tendré el dinero de tu rescate.
Ella no se dignó a hablarle, pero apartó la mirada. Al igual que las esclavas, la habían alimentado únicamente de gachas de Sa-Tarna frías y de trozos de parsit secos.
Yo estudiaba, el tablero colocado ante mí, dentro de un cofre cuadrado. Estaba construido para jugar en el mar. Las piezas, colocadas sobre cuadros rojos y amarillos, encajaban en diminutas clavijas. El Kaissa de Torvaldsland es harto similar al del sur, si bien algunas piezas difieren. Por ejemplo, no hay un Ubar sino un Jarl, que es la pieza más poderosa. Además, no hay Ubara. La sustituye una figura llamada La Mujer del Jarl. En vez de Tarnsmanes posee dos piezas: Las Hachas. El tablero carece de Iniciados, pero dispone de sus equivalentes, denominados Los Sacerdotes Rúnicos.
No me costó mucho adaptarme al Kaissa de Torvaldsland. Por otra parte, antes de que me familiarizara con él, había perdido las dos primeras partidas contra Forkbeard. Éste me daba consejos y explicaciones, deseoso de que adquiriera soltura en el juego. Al derrotarle en la tercera partida, Forkbeard había dejado entonces de instruirme y ambos, cada uno a su estilo de guerrero, habíamos jugado a Kaissa.
El juego de Forkbeard era mucho más variado y táctico. Hacía un gran uso de tretas y dobles estrategias. Yo jugaba cautelosamente, aprendiendo su técnica. En cuanto creí conocerla mejor, jugué más abiertamente. Yo sabía que reservaba sus astucias para las partidas de mayor importancia, o tal vez para los jugadores de Torvaldsland. Entre ellos, aún más que en el sur, el Kaissa es una pasión. En los largos inviernos, cuando la nieve y la oscuridad cubren la tierra, cuando las serpientes se ocultan en sus nidos, los hombres de Torvaldsland, bajo oscilantes lámparas de esteatita, se entregan al Kaissa. En tales momentos, incluso las esclavas, revolviéndose inquietas, desnudas, en los lechos de sus dueños, con los tobillos encadenados a una argolla cercana, deben esperar.
—Tú juegas —dijo Forkbeard.
—Ya he jugado —repuse—. He arrojado el hacha al Jarl seis.
—¡Ah! —exclamó Forkbeard, riendo. Entonces se sentó y miró de nuevo el tablero. Ya no podía colocar impunemente su Jarl en el Hacha cuatro.
El sol, para Torvaldsland, calentaba fuerte. Forkbeard y yo nos sentábamos a la sombra, bajo una toldilla de pieles de bosko. Las esclavas estaban detrás de nosotros. Ya no llevaban atados los tobillos; ahora, sin embargo, se les había ceñido al cuello una soga del norte, de cuero trenzado, con alma de alambre, de unos diez milímetros de espesor. Por la noche dormían con las manos atadas a la espalda, algunas aovilladas sobre las colgaduras del templo; otras sentadas o de rodillas, con la cabeza baja. Cuatro de las muchachas, aunque amarradas todavía al hatajo, ya no llevaban grilletes. Estaban de hinojos, con paños suaves y ceras, limpiando y sacando brillo —el cual debía de satisfacer a Forkbeard—, a los tesoros del templo de Kassau.
Los hombres de Forkbeard se divertían a su antojo. Algunos dormitaban en medio de los bancos o encima de ellos, otros charlaban en parejas o en grupos. Otros jugaban a Las Piedras, un juego de adivinación. El gigante, que había provocado aquella carnicería en el templo, estaba ahora sentado, casi soñoliento, en un banco de remo, afilando, con movimientos lentos y deliberados, la hoja de su hacha. Había dos que se ocupaban de la pesca del parsit, echando las redes por la borda; y un tercero, junto a la popa, cebaba un anzuelo con hígado de vulo, para atrapar al gruñí de vientre blanco, un gran pez cazador que ronda los bancos de plancton para alimentarse de parsit. Tan sólo dos de los hombres de Forkbeard no descansaban: el timonel y el vigía.
—No tendrías que haber entregado tu Hacha —comentó Forkbeard.
—De no haberlo hecho —dije—, habría perdido el ritmo y la posición. Igualmente, el Hacha se considera menos valiosa en la partida final.
—Tú mueves bien el Hacha —concedió Forkbeard—. Lo que es cierto para muchos hombres, puede no serlo para ti. Quizá debieras conservar las armas con las que eres más diestro.
Pensé en lo que había dicho. Quienes juegan a Kaissa no son títeres, sino hombres con ideas propias, con fuerzas y flaquezas particulares. Recordaba que, muchas veces, avanzado el juego, había lamentado la entrega del Hacha, o su equivalente en el sur, el Tarnsman, cuando, como pensaba razonablemente, me había limitado a jugar de acuerdo con los que se decía eran los principios de la estrategia ortodoxa. Sabía, claro está, que el contexto del juego era una cuestión decisiva en tales consideraciones, pero sólo ahora, jugando contra Forkbeard, sospeché que había otro contexto implicado, el de las tendencias, capacidades y temperamento del propio jugador.
Entonces advertí con inquietud que Forkbeard movía su Jarl hacia Hacha cuatro, ya liberada.
Los hombres de la red levantaron ésta. En ella se retorcían más de seis kilos de parsit, el pez plateado y a rayas pardas. Tiraron la red en la cubierta y, con sus cuchillos, comenzaron a cortar las cabezas y las colas de los pescados.
—Gorm —dijo Forkbeard—, suelta a la primera esclava del hatajo. La perezosa ha descansado demasiado tiempo; haz que venga con un achicador.
Gorm iba desnudo de cintura para arriba y descalzo. Llevaba pantalones de piel de eslín marino y, en el cuello, una cadena de oro con un medallón, sin duda arrebatada, tiempo atrás, a una mujer libre del sur.
Cuando se acercó a las esclavas, éstas retrocedieron, temerosas de él, como toda esclava lo estaría de cualquiera de los hombres de Torvaldsland. Miré los ojos de la primera muchacha del hatajo, que era la rubia y esbelta. Recordaba cuál había sido su decepción al ver a los hombres de Torvaldsland, cuando, cabizbajos, acompañaran a Forkbeard al templo de Kassau. En aquel momento ella, divertida, los había contemplado con desdén. Pero no había regocijo ni desprecio en sus ojos ahora que ella, reculando, miraba a Gorm. Ahora veía a los hombres de Torvaldsland en todo su poderío, en toda su libertad y su fuerza, y ella, una desnuda y encadenada esclava, les temía. Sabía que pertenecía a esas salvajes y vigorosas bestias, y que ella y su belleza estaban a su merced, podían utilizarlas como mejor les placiera. Brutalmente, Gorm desató la soga de su cuello. Después le indicó con un gesto que, arrodillándose, le tendiera las engrilletadas muñecas; ella así lo hizo; el hombre, con una llave de su cinturón, abrió los grilletes que sostenía la joven, los metió en su cinturón, y luego, tras auparla tirando violentamente de su brazo, la arrojó hacia Forkbeard. Ella recorrió tropezando la movible tablazón de la cubierta, y, con el pelo sobre la cara, se paró ante nosotros. Se echó el pelo hacia atrás con la mano derecha, y se irguió. Le pusieron un achicador en las manos. Estos achicadores están construidos con madera, tienen alrededor de un metro veinte de ancho alrededor, y un asa redondeada.
Gorm hizo a un lado ocho angostas tablas de la cubierta movible. Debajo, a pocos centímetros, oscuras y salobres, se movían las aguas del pantoque, que, sorprendentemente, no eran muy abundantes. Esto confirmaba la extraordinaria hermeticidad del navío de Forkbeard.
—Achica —le ordenó éste.
La muchacha fue hasta la abierta tablazón y cayó de rodillas junto a ella, con el achicador en las manos.
—Vuelve aquí —dijo Forkbeard ásperamente.
Sobrecogida, la muchacha lo hizo.
—Ahora date la vuelta —dijo él— y camina hasta allí como una esclava.
Ella palideció.
Entonces se volvió y caminó hasta la abierta tablazón como una esclava.
Las demás esclavas profirieron gritos sofocados. Los hombres que la contemplaban silbaron de placer. Yo sonreí con lascivia. La deseaba.
—¡Esclava! —la escarneció Aelgifu, desde donde estaba encadenada al mástil. Yo supuse que las dos, en Kassau, habían sido bellezas rivales.
Luego, sollozando, la joven rubia cayó de rodillas junto a la abierta tablazón. Vomitó una vez por la borda. Pero en general lo hizo bien.
Forkbeard la enseñó a inspeccionar el achicador con la mano izquierda, por si había caracoles en él y no los echara por la borda.
Al volver conmigo traía en la mano uno de los caracoles, cuya concha aplastó entre los dedos, y sorbió el cuerpo del animal, masticándolo y tragándolo. Luego arrojó por la borda los fragmentos de la concha.
—Son comestibles —explicó—. Y los usamos como cebos de pesca.
Entonces volvimos a nuestro juego.
En una ocasión la muchacha rubia gritó, con el achicador en la mano.
—¡Mirad! —exclamó, señalando por encima de la regala de babor.
A un centenar de metros, dando vueltas y jugueteando, había una familia de ballenas: un macho, dos hembras y cuatro crías.
Luego siguió achicando.
—Tu casa está tomada —dijo Forkbeard. Su Jarl había jugado de manera decisiva.
La toma de la casa, en el Kaissa del norte, equivale a la conquista de la Piedra del Hogar en el sur.
—No tendrías que haber entregado tu Hacha —dijo Forkbeard.
—Parece que no —admití. Ni siquiera se había llegado a la partida final. La casa había sido tomada en la partida intermedia. En el futuro me lo pensaría dos veces antes de entregar el Hacha.
—Ya he terminado —dijo la muchacha esbelta, volviendo a donde nos sentábamos, y arrodillándose en la cubierta.
Había cumplido su primera labor para su dueño, Forkbeard, secando, como se decía, el vientre de su serpiente.
—Devuélvele el achicador a Gorm —dijo Forkbeard—, y luego llévales agua a mis hombres.
—Sí —dijo ella.
Forkbeard la miró.
—Sí —repitió ella—, mi Jarl. —Para la esclava, el más vil de los hombres libres del norte es su Jarl.
Oímos a Aelgifu reír desde el mástil.
La joven rubia se puso en pie y le entregó el achicador a Gorm, quien lo dejó a un lado y luego cerró la tablazón de la cubierta. Ella se acercó entonces a uno de los grandes cubos de agua tapados, amarrados a la cubierta, y sumergió en él una bota. Oí el burbujeo a medida que el cuero se llenaba.
Los hombres de Torvaldsland no habían buscado las ballenas. Tenían carne de sobra. Apenas se habían fijado en ellas.
La tarde estaba ya avanzada.
Observé a la chica rubia, ahora con la bota al hombro, húmeda y pesada, que se acercaba a los hombres de Forkbeard, para ofrecerles bebida.
Soltaron entonces a otra de las jóvenes para que preparase las gachas de la esclava, mezclando agua fresca con comida de Sa-Tarna, y añadiendo luego pescado crudo.
—Juguemos otra partida —sugirió Forkbeard.
Yo coloqué las piezas.
Él fue hasta Aelgifu, que se hallaba sentada frente al mástil, con el cuello encadenado a él y las muñecas atadas delante de su cuerpo.
—Mañana por la noche —le dijo—, tendré el dinero de tu rescate.
—Sí —admitió ella.
Con sus manazas le agarró el tobillo derecho. Ella no podía apartarlo.
—Soy libre —susurró.
Sujetándole el tobillo con la mano izquierda, le acarició el empeine con los dedos de la derecha, suavemente. Ella se estremeció.
—Soy libre —repitió—. ¡Libre!
—¿No te gustaría, mi pechugona belleza —preguntó él—, pasar la noche conmigo en mi saco de piel de eslín marino?
—¡No! —gritó ella—. ¡No! —Y luego advirtió—: ¡Si soy violada, él no pagará el rescate! ¡Además, traerá consigo a una mujer a fin de que esta cuestión pueda precisarse! ¡Seguramente deseas mi rescate!
—Sí —admitió Forkbeard, soltándole el tobillo—, desde luego que lo deseo, y lo tendré.
—¡En ese caso no me toques. Bestia! —exclamó.
—No te estoy tocando —replicó él, y se levantó.
Ella volvió la cara, negándose a mirarle. Pero le dijo:
—Dame una manta para la noche, para que pueda protegerme del frío y la humedad.
—Ve a echarte con las esclavas —repuso él.
—¡Nunca!
—Pues quédate donde estás.
Ella alzó la vista y le miró, con el pelo ensuciado y los ojos llameantes.
—Muy bien. ¡Resistiré la noche con alegría! ¡Será la última en tu cautiverio!
La muchacha que había preparado las gachas de la esclava había sido nuevamente encadenada y devuelta al hatajo.
A la joven rubia se le encomendó ahora llenar pequeños tazones de agua para las esclavas. A éstas no les apetecía mucho aquella comida sin endulzar, con aspecto de barro, de Sa-Tarna. Aun así la comieron. Una muchacha que no quería alimentarse recibió dos golpes de cuerda nudosa en la espalda, administrados por Gorm. Entonces se apresuró a comer, y bien. Las jóvenes, incluyendo a la esbelta rubia, vaciaron sus tazones e incluso los lamieron y rebañaron con los dedos humedecidos de saliva, para que no quedase ni un grano, por miedo a que Gorm, su guardián en el navío, no quedara satisfecho. Al terminar, se miraron entre ellas, temerosas, y dejaron los tazones en el suelo.
—Ven acá, moza —llamó Forkbeard.
La esbelta rubia se le acercó con presteza, e hincó las rodillas ante él.
—Dale de comer —dijo Forkbeard, señalando por encima de su hombro.
La muchacha se puso en pie y fue a llenar uno de los pequeños tazones para Aelgifu. En seguida se lo llevó.
Mientras se acercaba a Aelgifu, ésta le gritó:
—Caminas bien, Thyri. Caminas como una esclava.
La otra, llamada Thyri —aunque, en realidad, carecía de nombre, pues Forkbeard no le había dado uno—, no replicó al sarcasmo de Aelgifu.
—De rodillas —ordenó ésta.
La muchacha obedeció.
—¿Qué tienes ahí? —preguntó Aelgifu.
—Gachas —respondió la joven.
—Pruébalas.
Obedeciendo, furiosa, la muchacha lo hizo.
—¿Son gachas de la esclava, verdad? —inquirió Aelgifu.
—Sí —repuso la otra.
—¿Pues por qué me las has traído?
La muchacha bajó la cabeza.
—Soy libre —le recordó Aelgifu—. Llévatelas. Son para las de tu clase.
La otra no replicó.
—Cuando hayan pagado mi rescate y yo vuelva, ya no habrá más discusiones sobre quién es la más bella de Kassau.
—No —dijo la muchacha.
—Pero yo siempre fui la más bella.
Los ojos de la rubia llamearon.
—Llévate estas gachas —dijo Aelgifu—. Son para las esclavas como tú.
La joven rubia se puso en pie y dejó a Aelgifu. Forkbeard alzó la vista de su juego. Alargó la mano y cogió el tazón de la muchacha. Le dijo a Gorm:
—Devuélvela al hatajo.
Él así lo hizo, encadenándola de nuevo.
Forkbeard estaba utilizando el gambito del Hacha del Jarl, una poderosa apertura.
Estudié cuidadosamente el tablero.
Ivar Forkbeard se aproximó a Aelgifu, con el pequeño tazón de comida. Se agachó junto a ella.
—Cuando tu padre te vea mañana por la noche —dijo—, no debes de estar débil, sino con las mejillas sonrosadas y los ojos brillantes. ¿Qué pensaría, si no, de la hospitalidad que les ofrezco a mis prisioneros?
—No tomaré las gachas de las esclavas —dijo Aelgifu.
—Las tomarás —replicó Forkbeard— o serás desnudada y puesta en el remo.
Ella le miró con horror.
—Eso no te violará, preciosa —dijo Forkbeard.
En este castigo, a la muchacha, vestida o no, se la ata firmemente a un remo, cabeza abajo, hacia la pala del mismo, con las manos a la espalda. Cuando el remo emerge del agua ella lucha por respirar, sólo para que, al poco, se sumerja otra vez. A una muchacha obstinada se la puede mantener en el remo durante horas. Sin embargo, ello comporta ciertos peligros, por cuanto el eslín marino y los tiburones blancos del norte tratan a veces de arrancar a una muchacha en tales condiciones del remo. Cuando la comida escasea, no es raro para los hombres de Torvaldsland el usar a una esclava, si se dispone de alguna en el navío, como cebo de dicha manera.
Siempre se usa a la muchacha menos agradable. Esta costumbre, claro está, anima a las esclavas a rivalizar enérgicamente para complacer a sus dueños. Un ahn en el remo es por lo común más que suficiente para hacer de la más fría y arrogante de las hembras una esclava obediente y solícita. Este castigo se considera el segundo después del látigo de cinco colas, utilizado también en el sur, en el cual el dueño instruye a la esclava con su cuerpo, de forma incontrovertible, en su esclavitud.
—Abre la boca, mi pechugona belleza —dijo Forkbeard.
Con ojos desorbitados, ella obedeció. Él echó el contenido del tazón dentro de su boca. Atragantándose, la altiva Aelgifu engulló las espesas gachas de las esclavas.
Él arrojó la taza por la popa del barco, y regresó para sentarse conmigo.
Oímos gemir a las esclavas. Miramos y vimos llorar a la esbelta rubia, su cuerpo sacudido por el llanto, cabizbaja.
—¡Cállate! —dijo una de las otras—. ¡Nos pegarán!
Gorm se acercó entonces a ella y la azotó cinco veces con su cuerda nudosa.
La muchacha ahogó sus sollozos.
—¡Sí, mi Jarl! —gimió.
Después agachó la cabeza y guardó silencio, aunque su cuerpo temblaba todavía.
Forkbeard y yo volvimos a nuestro juego.