10. UN KUR SE DIRIGIRÁ A LA ASAMBLEA

Atados juntos por la cintura, nos agarrábamos el uno al otro. El combate tenía lugar en el césped de la feria de la asamblea.

Su cuerpo resbaló en mi mano. Hizo presa en mi muñeca, con ambas manos y me la torció. Dio un gruñido. Era Ketil, de la granja montañesa de Diente Azul, campeón de Torvaldsland, un hombre de gran fortaleza.

Mi espalda comenzó a doblarse hacia atrás; me apresté a resistir como mejor pude, cargando el peso en la pierna derecha, inclinándome, adelantando la pierna izquierda.

Los hombres en derredor vociferaban. Oí que apostaban e intercambiaban conjeturas.

Entonces mi muñeca derecha, ante los gritos asombro, comenzó a enderezarse; mi brazo se extendía ante mí; poco a poco lo fui bajando, hacia el suelo; si el otro mantenía su presa, se vería obligado a caer de rodillas. Me soltó la muñeca con un grito de ira. La soga que había entre nosotros, de un metro de longitud, se puso tirante. Él me observaba, asombrado, receloso, enfurecido.

Oí el golpear de lanzas en escudos, y de manos en hombros.

De pronto el campeón me asestó un puñetazo por debajo de la soga. Giré sobre los talones y lo paré en el costado del muslo.

Los espectadores profirieron gritos de cólera.

Entonces cogí el brazo derecho del campeón, una mano en cada extremo, lo puse a la larga, lo torcí de manera que la palma de la mano quedase vuelta hacia arriba y se lo partí de un rodillazo a la altura del codo.

Me desaté la soga de la cintura y la tiré al suelo. Él hincó las rodillas en el césped, lloriqueando, las lágrimas corriendo por su cara.

La gente me palmeó la espalda. Sus gritos de satisfacción me llegaban de todas partes.

Di la vuelta y vi a Forkbeard. Tenía el pelo mojado y se estaba secando el cuerpo con un manto. Sonreía.

—Saludos, Thorgeir del Glaciar del Hacha —dije.

—Saludos, Pelirrojo —repuso. El Glaciar del Hacha se hallaba muy lejos hacia el norte. Daba la casualidad de que él era el único de aquella región que se había desplazado a la feria de la asamblea.

—¿Cómo ha ido la natación? —le pregunté.

—¡He ganado el tálmit de piel de eslín marino! —exclamó riendo. El tálmit es una cinta para la cabeza que posee diversos significados, sobre todo jerárquicos; asimismo puede adjudicarse de premio.

Forkbeard, o Thorgeir del Glaciar del Hacha, como se le podría llamar, había participado en los diversos concursos de la feria: el de trepar al «mástil», el de natación, el de canto, el de composición poética y el de adivinación de acertijos; en total había ganado seis tálmits, obtenidos principalmente en las pruebas atléticas. En las restantes, sin embargo, no se había llevado premio alguno. A pesar de sus varias derrotas estaba de excelente humor.

—Dediquemos la tarde a pasear —propuso.

No me pareció una mala idea, aunque una mejor habría sido huir cuanto antes para salvar la vida.

Por la mañana podríamos encontrarnos encadenados al pie de calderos de aceite de tharlarión hirviente.

Pero pronto, siguiendo a Forkbeard junto con algunos de sus hombres, me abrí paso a través de la muchedumbre de la asamblea.

Yo llevaba mi espada, el gran arco y el carcaj de flechas. Forkbeard y sus hombres también iban armados, como siempre que abandonaban su casa.

La mayoría de los hombres de la asamblea eran granjeros libres, provistos de hachas, espadas y escudos. Vimos asimismo a capitanes, y Jarls de categoría inferior, así como a insolentes esclavas, traídas por capitanes y Jarls. No es raro que los hombres lleven a sus esclavas con ellos, aunque a éstas no se les permite acercarse a los tribunales o a las asambleas de debate. Había tres razones que explicaban su presencia allí: servían para el placer de los hombres; para indicar, como objetos de exposición, la riqueza de sus dueños; y podían comprarse y venderse.

Forkbeard también había traído algunas esclavas. A éstas, que eran esclavas rurales, les estimulaba sobremanera el ver grandes concentraciones de gente; a varias de ellas incluso se les había consentido que vieran algunos de los concursos. Se dice que tales diversiones perfeccionan a una esclava. A veces, en el sur, a las esclavas se las viste con los atavíos de las mujeres libres, y sus dueños las llevan a ver carreras de tarns, juegos o dramas musicales; muchos suponen que ella, regiamente sentada a su lado, es una compañera, o está siendo cortejada para convertirse en una de ellas. Solamente el dueño y la esclava saben cuál es su verdadera relación. Cuánto se habría escandalizado la mujer libre de haber sabido que, a su lado tal vez, se había sentado una muchacha que no era más que una esclava. Pero no había disfraces en Torvaldsland; la condición de las muchachas que precedían a Forkbeard no admitía malentendidos; eran cautivas. Para mejor exhibir a sus favoritas y despertar la envidia de los demás, Forkbeard las había hecho bajarse los vestidos hasta las caderas, de modo que su belleza quedara bien a la vista, desde sus collares hasta algunos centímetros por debajo del ombligo y, además, las había hecho ceñírselo a las piernas para que los contornos de sus pantorrillas y tobillos quedasen igualmente a la vista; yo había imaginado que podrían sentirse humilladas y tratar de esconderse entre nosotros, pero en cambio, aún Budín y Thyri caminaban como orgullosas e impúdicas esclavas; la exposición del ombligo de la hembra se conoce en Gor como el «vientre de esclava», ya que sólo las esclavas exponen sus ombligos.

Forkbeard les compró a sus chicas tarta de miel; ellas se la comieron glotonamente con los dedos, llenándose de migas las comisuras de la boca.

—¡Mirad! —exclamó Budín—. ¡Una chica de seda! —La expresión «chica de seda» se emplea con frecuencia entre las esclavas del norte para referirse a las del sur. La expresión refleja su creencia de que tales muchachas son excesivamente consentidas, favoritas de relamido aspecto que tienen poco que hacer salvo acicalarse con cosméticos y aguardar a sus dueños graciosamente acostadas sobre colchas de felpa escarlata con orla de oro. Presumo que existe una cierta envidia en esta acusación. Más literalmente, la expresión propende a basarse en el hecho de que la breve túnica de la esclava del sur, la única prenda que se permite llevar a la esclava, suele ser de seda. A las muchachas del sur, en mi opinión, aunque apenas se las explota como a sus hermanas de esclavitud del norte, se las hace trabajar duro, en particular si no han complacido a sus dueños. Sin embargo, creo que sus tareas son menores que las que realizan las esposas de la Tierra. Esto es una consecuencia de la mayor simplicidad de la cultura de Gor, en la que hay menos cosas que hacer, menos que limpiar, menos de que preocuparse, etcétera; e, igualmente, del hecho de que el dueño goreano, si le contenta la muchacha, pone cuidado en mantenerla vigorosa y dispuesta para el lecho. Una mujer fatigada por un exceso de trabajo es menos sensible al contacto de su dueño. El dueño goreano, al tratarla como el animal que es, la manipula y la trata de tal manera que las reacciones de su apasionada y excitante favorita llegan a aguzarse hasta la perfección. Algunos hombres saben hacerlo mejor que otros, naturalmente. En Gor existen libros acerca de la alimentación, los cuidados y el adiestramiento de las esclavas. Hay otros que afirman, como cabría esperarse, que el trato de una esclava a fin de sacarle el máximo partido es un don ingénito.

La chica de seda acompañaba a su dueño, un capitán de Torvaldsland. Llevaba, claro está, una breve túnica del sur, un collar de oro y, colgados de las orejas, un par de aros del mismo metal.

—¡Chicas de granja montañesa! —susurró al pasar junto a las esclavas de Ivar Forkbeard. Por lo común la esclava del sur tiene a las del norte por palurdas, por bobas de las granjas situadas en las montañas de Torvaldsland; piensa que no hacen más que dar de comer a los tarskos y estercolar los campos; las considera, esencialmente, poco menos que una forma de hembra de bosko, y para trabajar, para dar sencillo placer a los hombres rudos, y para engendrar esclavos.

—¡Frígida! —gritó Budín.

—¡Pavisosa! —gritó Morritos.

La chica de seda fingió que no las oía.

—¡Orejas perforadas! —chilló Morritos.

La chica de seda se volvió, herida. Se llevó las manos a las orejas. De pronto sus ojos se arrasaron de lágrimas. Entonces, sollozando, dio la vuelta y se alejó apresuradamente tras de su dueño, con la cabeza entre las manos.

Las esclavas de Ivar Forkbeard reían encantadas. Forkbeard asió a Budín por el cogote. La miró a ella y a Morritos, que reculó medrosa.

—Vosotras, mozuelas —dijo—, tendríais buen aspecto con las orejas perforadas.

—¡Oh, no, mi Jarl! —gimió Budín.

—¡No! —gimió Morritos—. ¡No, por favor, mi Jarl!

—Tal vez —comentó Forkbeard distraído— os lo haré a todo el lote en cuanto regresemos. Gautrek puede realizar este trabajito, supongo.

—¡No! —gimotearon las muchachas, apretadas unas contra otras. Entonces Forkbeard dio la vuelta y seguimos nuestro camino. Forkbeard se puso a silbar. Estaba de excelente humor. Al cabo las chicas volvían a reír y a bromear y a mostrarse mutuamente cosas de interés. Sólo una de ellas no se divertía. Se llamaba Dagmar. Llevaba una correa atada al collar; Thyri la conducía. Tenía las manos amarradas a la espalda. La habían traído a la asamblea para venderla.

Pasamos junto a un individuo al que vimos agarrar dos barras al rojo vivo con las manos, echar a correr unos seis metros y luego tirarlas a un lado.

—¿Qué hace? —pregunté.

—Probar que ha dicho la verdad —respondió Forkbeard.

—Oh —comenté.

Me di cuenta de que las esclavas de Ivar Forkbeard llamaban más la atención de lo que cabía esperar.

—Tus muchachas se mueven bien —le dije a Ivar.

—Son esclavas ante los ojos de extraños —repuso.

Sonreí. Las muchachas no sólo llevaban los vestidos de aquella guisa para suscitar la envidia de los demás, sino también por otro motivo. A la esclava la estimula el hallarse expuesta a la inspección de los desconocidos, preguntarse si les gusta su cuerpo, si lo desean; ella advierte sus miradas, su placer. Tales cosas, como que un hombre desee ser su dueño, por ejemplo, le son gratas. Es una hembra, orgullosa de su atractivo y de su belleza; además se siente estimulada al saber que alguno de esos desconocidos podría comprarla, ser su dueño, y que entonces ella habría de darle gusto. Los ojos de un seductor hombre libre y los de una esclava se encuentran; la chica percibe que él se pregunta cómo sería ella en el lecho; el hombre percibe que ella, furtivamente, se hace conjeturas acerca de qué le parecería el que fuera su dueño. Ella sonríe y, con su collar, echa a correr; los dos reciben placer.

—Cuando volvamos —dijo Forkbeard— se encontrarán mejor por haber mirado y haber sido miradas.

Un granjero de entre el gentío se adelantó. Su manaza recorrió el cuerpo de Thyri, de la cadera a los senos, en uno de los cuales se demoró un instante, acariciándolo. Ella se detuvo, alarmada, y luego retrocedió apresuradamente.

—¡Compradme, mi Jarl! —exclamó riendo—. ¡Compradme!

Forkbeard sonrió satisfecho. Sus muchachas eran excelentes. A pocos de quienes las contemplaban no les hubiera gustado poseerlas.

—¡Poned a ésa en el estrado! —gritó un granjero, señalando a Gunnhild.

—¡Al estrado! —rugió Ivar Forkbeard.

Le arrancó el vestido. A poco ella, subió la escalerilla de madera en dirección al estrado.

Éste es una pasarela de madera sobre la cual desfilan las esclavas de una parte a otra, sonriendo y contoneándose; sin embargo, no están en venta. El estrado ha sido instituido para el placer de los hombres libres. No dista mucho de las competiciones, si bien no se adjudica tálmit alguno. Hay jueces, por lo general Jarls de categoría inferior y traficantes de esclavos. Ningún juez, dicho sea de paso, es una hembra. A las mujeres no se las considera competentes para juzgar la belleza de una hembra; se dice que sólo un hombre puede hacerlo.

—¡Sonríe, hembra de eslín! —bramó Forkbeard.

Gunnhild sonrió y echó a andar.

A ninguna mujer libre, naturalmente, se le ocurriría siquiera participar en semejante concurso. Todas las que caminan por el estrado son esclavas.

Al final en el estrado sólo quedaron Gunnhild y la «chica de seda», la que llevaba los pendientes.

Y fue Gunnhild quien recibió el pastel, para el deleite de los espectadores, que bramaban y aporreaban sus escudos con las puntas de sus lanzas.

—¿Quién es su dueño? —exclamó el juez principal.

—¡Yo soy! —bramó Forkbeard.

Le entregaron un disco tarn de plata como premio.

Muchas fueron las ofertas que hicieron por Gunnhild los allí presentes, a gritos; pero Forkbeard, riendo, las rechazó todas. Estaba claro que el hombre quería a la moza para su propio lecho. Gunnhild se sentía muy orgullosa.

—Vístete, muchacha —le dijo Forkbeard, tirándole el vestido.

Forkbeard se detuvo al pie de la escalerilla e hizo una profunda reverencia. Yo le imité. Las esclavas cayeron de rodillas, cabizbajas, Gunnhild entre ellas.

—¡Qué vergüenza! —dijo una mujer libre severamente.

Ellas se arrastraron a sus pies. Las esclavas temen sobremanera a las mujeres libres. Es casi como si hubiera una guerra no expresada entre ellas, como si fueran enemigas mortales. En tal guerra, por supuesto, la esclava está completamente a merced de la persona libre. Uno de los grandes temores de una esclava es el de ser vendida a una mujer. Éstas las tratan con increíble odio y crueldad. Yo ignoro el motivo. Sostienen algunos que esto se debe a que las mujeres libres envidian el collar a las esclavas porque ellas también desearían llevarlo.

Las mujeres libres ven el estrado con severa desaprobación. Acaso les enfurece el no poder exhibir su propia belleza sobre él, o no ser tan agraciadas como las mujeres que la mirada lujuriosa de los hombres consideran aptas para la esclavitud. Es difícil saber la verdad de tan complicadas cuestiones, sobre todo en el norte, por la creencia entre las mujeres libres de que ellas están de vuelta de cosas como el sexo, asunto que sólo interesa a esclavas y a muchachas fáciles.

—¡Es vergonzoso! —exclamó la mujer libre—. Yo no apruebo el estrado.

Forkbeard no replicó, sino que la miró con gran respeto.

—Estas hembras —dijo, señalando a las muchachas— estarían mejor ocupadas en tu granja, estercolando campos y haciendo mantequilla.

Del cinto de la mujer colgaban unas tijeras y un anillo con muchas llaves, lo cual denotaba que su vivienda contenía numerosos cofres o puertas, es decir, que era la dueña y señora de una amplia casa. Llevaba el pelo recogido alrededor de una peineta, señal de que estaba en compañía.

—Pero yo soy del Glaciar del Hacha —repuso Forkbeard.

En esta región no hay granjas, ni ganado, debido a la escasez de pastos. De acuerdo con esto habría pocos campos que estercolar y apenas mantequilla que abastecer.

Noté que a la mujer libre no le satisfacía mucho la respuesta de Forkbeard.

—Thorgeir, ¿no es así?

—Thorgeir del Glaciar del Hacha —completó Forkbeard, con una inclinación de cabeza.

—¿Y para qué necesitaría uno del Glaciar del Hacha estas miserables esclavas? —preguntó.

—En la región del Glaciar del Hacha —repuso Forkbeard, con gran seriedad— la noche dura seis meses.

—Entiendo —dijo la mujer sonriendo—. Has ganado tálmits, ¿no, Thorgeir del Glaciar del Hacha?

—Seis, señora.

—Antes de reclamarlos, te aconsejo recuerdes tu verdadero nombre.

Él inclinó la cabeza.

Su consejo no me gustó demasiado.

Ella se recogió el borde del vestido, dio la vuelta y se alejó. Miró hacia atrás una sola vez.

—Cubríos las vergüenzas —dijo. Luego se alejó a grandes zancadas, precedida de varios hombres de armas.

—¡Cubríos las vergüenzas! —gritó Forkbeard.

Sus muchachas, asustadas, con lágrimas en los ojos, se apresuraron a taparse como mejor podían, avergonzadas por la mujer libre. Es una costumbre corriente de las mujeres libres el tratar de avergonzar a la esclava de su cuerpo.

—¿Quién era? —inquirí.

—Bera —contestó él—, la compañera de Svein Diente Azul.

Se me encogió el corazón.

—Tendría que ponerle un collar —comentó Forkbeard.

Sólo de pensarlo me escandalicé.

—Le hace falta el látigo —dijo. Luego miró a sus muchachas—. ¿Qué habéis hecho? —les preguntó—. ¡Bajaos los vestidos y atadlos bien arriba!

Ellas, riendo, nuevamente orgullosas de sus cuerpos, se apresuraron a obedecer, recogiendo y atándose los vestidos casi hasta la mitad de sus deliciosos muslos.

Luego seguimos nuestro camino. Gunnhild les dio a sus compañeras trozos del pastel que había recibido y le permitió a Dagmar, la que iba a ser vendida, lamer el azúcar cristalizado de sus dedos.

En el cobertizo de las esclavas hubo un crujir de cadenas cuando éstas levantaron la vista. La luz se filtraba por las elevadas ventanas que había en la pared izquierda. Las muchachas estaban sentadas, arrodilladas o echadas sobre paja a lo largo de dicha pared.

Un oficial de Svein Diente Azul, ayudado por dos esclavos, tasó rápidamente a Dagmar: desnudándola, palpando su cuerpo, la firmeza de sus senos, mirando en el interior de su boca.

—Un discotarn de plata —dijo.

Dagmar había robado, dos meses atrás, un trozo de queso a Lindos Tobillos; eso le valió que la azotaran. La misma Lindos Tobillos se encargó de infligirle el castigo; la había azotado hasta cansarse. Por añadidura, varios remeros de Forkbeard no la habían encontrado suficientemente agradable; por lo tanto, iba a ser vendida como una muchacha inferior.

—Trato hecho —convino Forkbeard.

Dagmar fue vendida.

Había sobre un centenar de esclavas en el cobertizo. El oficial encadenó a Dagmar junto a ellas.

Entretanto Forkbeard observaba a las esclavas, que naturalmente iban desnudas para el examen de los compradores.

Detrás de él estábamos nosotros y Tarsko, que nos había acompañado por si Forkbeard decidía hacer alguna compra abundante.

—Mi Jarl —dijo Thyri.

—Sí —repuso Forkbeard.

—¿Debería permitírsele a este esclavo —preguntó, señalando a Tarsko, en otro tiempo Wulfstan de Kassau— contemplar la belleza de las esclavas?

—¿Qué quieres decir? —inquirió Ivar Forkbeard.

—Después de todo —alegó Thyri—, no es más que un esclavo.

Me pregunté por qué querría denegarle este placer al joven.

Me acordé que había dicho que le odiaba. Personalmente, yo no tenía nada que objetar a su presencia en el cobertizo. Puede que hubiera transcurrido más de un año desde que se le permitió estar con una hembra.

El joven miró a Thyri con gran rencor.

Ella irguió la cabeza y se echó a reír.

—Creo —dijo Ivar—, que le mandaré de vuelta a la tienda.

—Excelente —repuso ella. Sonrió al esclavo.

—¡La cadena! —ordenó Forkbeard. Uno de sus hombres se descargó del hombro una cadena provista de grillos. Se la tendió a Forkbeard.

—La muñeca —ordenó éste.

El joven alargó las muñecas. Thyri miraba encantada.

Forkbeard cerró el grillo en torno a la muñeca izquierda de Tarsko.

Thyri se echó a reír.

Entonces Forkbeard cogió la muñeca derecha de Thyri y la ciñó con el otro grillo.

—¡Mi Jarl! —exclamó ella.

—Es tuya hasta la madrugada —dijo Forkbeard al joven esclavo—. Úsala detrás de la tienda.

—¡Gracias, mi Jarl! —exclamó.

—¡Mi Jarl! —gimió Thyri.

—¡De prisa, esclava! —ordenó. Dio la vuelta y, casi corriendo, tiró de la llorosa muchacha, arrastrándola tras de sí.

Todos soltamos la carcajada.

—Espero —comentó Forkbeard— que no la hará gritar durante toda la noche. Quiero dormir bien.

—Sería una lástima —aduje— estorbar su placer.

—Si hace falta simplemente la haré amordazar con el mismo vestido de la moza.

—Perfecto —convine.

Entonces Forkbeard volvió su atención a las esclavas encadenadas.

Algunas alargaban sus cuerpos hacia él; varias giraban sobre sí mismas provocativamente para exhibirse, ya que sin duda era un dueño atractivo; mas otras fingían no verle, si bien advertí que hacían maravillosa ostentación de sus cuerpos cuando él llegaba a su altura, en especial si se detenía para contemplarlas. Otras muchachas, cuyo collar era acaso más reciente, retrocedían temerosas y se arrimaban a las tablas, tratando de cubrirse; no faltaban las que le miraban con lágrimas en los ojos, con temor, franca hostilidad u hosco resentimiento; todas sabían que él, como cualquier hombre, podía ser su completo dueño.

Para mi sorpresa, se detuvo ante una muchacha morena que se sentaba con las piernas alzadas, los brazos alrededor de ellas y los tobillos cruzados; apoyaba la cabeza, de lado, sobre las rodillas; pareció alarmarle el que Forkbeard se fijara en ella. Levantó la vista y le miró asustada; luego volvió a recostar la cara como antes, pero había temor en sus ojos, y diríase que todo su cuerpo se había tensado. Parecía una muchacha tímida e introvertida, incapaz de sostener la mirada de Forkbeard; alguien que, antes de su captura, habría estado muy sola.

—Yo sería muy mala esclava, mi Jarl —susurró.

—¿Qué sabes de esta muchacha? —preguntó Forkbeard al oficial de Svein Diente Azul, que le acompañaba.

—Que habla poco y, en el redil de ejercicio, cuando no está encadenada y puede hacerlo, evita el contacto con las demás.

Forkbeard alargó la mano hacia su rodilla, pero, como ella le mirase aterrada, no la tocó.

La muchacha inspiró profundamente, cerró los ojos y volvió a abrirlos.

—¿Está sana? —preguntó Forkbeard.

—Sí —respondió el oficial.

Algunas veces había visto a tales mujeres en la Tierra. Solían ser muchachas estudiosas y reservadas, que eludían relacionarse con los demás; jóvenes solitarias y sin embargo de gran inteligencia, maravillosa imaginación y una fantástica sexualidad reprimida. Eran a menudo las más fabulosas gangas de los mercados de esclavos goreanos. Virginia Kent, a quien había conocido años atrás en Ar, que se había convertido en la compañera del guerrero Relius de Ar, había sido una de tales chicas. En la Tierra había enseñado historia antigua y lenguas clásicas en un pequeño colegio; en aquel tiempo algunos pudieran haberla considerado una muchacha harto severa e intelectual; los traficantes de esclavos goreanos, no obstante, quizá más perspicaces que sus colegas terrestres, habían comprendido su potencial. La habían secuestrado, como un artículo más de la carga, y la habían llevado a Gor; una vez allí, privada de cualquier otra alternativa, había sido adiestrada y se había convertido en la más exquisita de las esclavas que alguna vez hubiera visto.

—Arrodíllate —le ordenó Forkbeard—, separa las piernas, y pon las manos sobre los muslos.

Ella obedeció.

Él se agachó frente a ella.

—Tal vez quiera usarte para engendrar esclavos —comentó—. Debes de estar sana para la granja. Echa la cabeza atrás, cierra los ojos y abre la boca.

Ella lo hizo, para que Forkbeard pudiera examinar su dentadura. Mucho se podía inferir de la edad y el estado de una esclava, de una kaiila o un bosko a través de sus dientes.

Pero Forkbeard no miró en su boca. Su mano izquierda se deslizó por su espalda, sujetándola, y su mano derecha fue de improviso hasta su cuerpo. Ella gritó, esforzándose en vano por retroceder, y luego, con los ojos cerrados, lloriqueando, se echó hacia delante retorciéndose, y al fin, sollozando, se quedó quieta, los dientes apretados, tratando de no sentir. En cuanto las manos del hombre se retiraron de su cuerpo ella, gimoteando, intentó golpearle, pero él la asió por sus estrechas muñecas, sujetándola. Se debatió inútilmente. Entonces le ordenó abrir de nuevo la boca y esta vez sí le examinó los dientes. Luego se puso en pie.

—¿Qué quieres por ella? —le preguntó al oficial.

—Yo la conseguí por media moneda, la mitad de un discotarn de plata. Te la dejaré por la moneda entera.

Forkbeard le entregó al hombre el discotarn de plata que había recibido por Dagmar.

El oficial de Svein Diente Azul, con una llave de su cinto, abrió el candado que unía el collar de la muchacha a la cadena común.

La muchacha, arrodillándose, miró a Forkbeard.

—¿Por qué me ha comprado mi Jarl? —preguntó.

—Tienes una dentadura excelente —respondió Forkbeard.

—¿Para qué me usará mi Jarl?

—Sin duda puedes aprender a dar de comer a los tarskos.

—Sí, mi Jarl —repuso ella. Entonces, para nuestra sorpresa, apoyó la mejilla en el costado de la pierna de Ivar y, agachando la cabeza, sujetando su bota, la besó.

Lo hizo con gran ternura y delicadeza.

—¿Cómo te llamas? —preguntó.

—Peggie Stevens —contestó ella. Sonreí. Era un nombre terrestre.

—Eres una hembra de la Tierra —le dije.

—En otro tiempo —repuso—. Ahora sólo soy una hembra.

—¿Americana? —pregunté.

—Antes de mi esclavitud.

—¿De qué estado?

—De Connecticut.

Desde la Guerra del Nido los alienígenas, con sus naves, se habían vuelto más temerarios; les resultaba muy fácil el llevarse esclavas de la Tierra; el oro, canjeable por materiales imprescindibles para sus empresas, estaba allí muy vigilado; raras veces podía obtenerse en grandes cantidades sin llamar la atención de los agentes de los Reyes Sacerdotes; por otra parte, las mujeres de la Tierra, dispersas, abundantes y hermosas en su mayoría, una espléndida reserva de esclavas, carecían por lo general de protección; la Tierra pone más cuidado en vigilar su oro que sus hembras; de acuerdo con esto, las mujeres de la Tierra, desprotegidas y vulnerables, como suculentas frutas en árboles silvestres, estaban disponibles para las recolecciones de los traficantes goreanos; yo imaginaba que existía una red que se ocupaba de su selección y adquisición; la Tierra se veía impotente para evitar la rapiña de sus hermosas mujeres. Supongo que los gobiernos de la Tierra, o algunos de ellos, estaban enterados de la esclavitud; acaso se sospechaba de negociantes de los países del Oriente Medio; sin embargo, existían delicados convenios acerca del petróleo que respetar; no estaría bien pecar de excesiva osadía por perentorias acusaciones. ¿Qué eran un puñado de mujeres hermosas, llevadas como esclavas a los harenes de los potentados del Oriente Medio, ante la comodidad que sostenía la civilización y hacía girar las ruedas de la industria?

—¿Cómo llegaste al norte? —le pregunté a la esclava, la señorita Stevens.

—Fui vendida en Ar —explicó—, a un mercader de Cos. Me encadenaron en la bodega de un barco de esclavos, con muchas otras chicas. El barco se rindió ante cuatro buques corsarios. Según mis cálculos, llevó ocho meses en el norte.

—¿Qué nombre te puso tu último Jarl? —preguntó Forkbeard.

—Mantequera —dijo.

Forkbeard miró a Gunnhild.

—¿Cómo llamaremos a esta linda esclavita? —le preguntó.

—Pastel de Miel —sugirió Gunnhild.

—Eres Pastel de Miel —dijo Forkbeard.

—Sí, mi Jarl —aceptó la señorita Stevens.

Entonces Forkbeard salió del cobertizo. Todos le seguimos. No reprimió a Pastel de Miel en lo más mínimo. Ella le acompañó, desnuda, con la cabeza erguida. Las demás, encadenadas todavía, la miraban con envidia y hostilidad, pero ella no les hacía caso: la habían comprado.

Ese día pocos sospechaban que en la asamblea ocurriría algo sin precedentes.

Tras abandonar el cobertizo de las esclavas había dejado que Forkbeard y su comitiva regresaran a su tienda.

Me hallaba en el campo de tiro con arco cuando se dio el aviso.

No me proponía participar en la competición. Antes bien, se me había ocurrido comprar algún pequeño obsequio para Forkbeard. Largamente había yo disfrutado de su hospitalidad, y él me había regalado demasiadas cosas. No quería, dicho sea de paso, hacerle un regalo equivalente a lo que él me había ofrecido; en Torvaldsland es el huésped quien debiera hacer los mayores regalos, ya que, después de todo, el invitado se aloja en su casa y por ello corresponde al huésped el darle una buena acogida. En consecuencia, el invitado, al ofrecer un presente menos que los que ha recibido del huésped, honra a éste como tal y no traiciona su hospitalidad.

Me dirigía a los puestos portuarios, donde se encuentran las mejores mercancías, cuando me detuve para observar el certamen de tiro.

—¡Ganad a Leah! ¡Ganad a Leah, amo! —oí.

Me volví y la miré. Ella me devolvió la mirada.

Estaba sobre un bloque de piedra redondeado. Poseía una larga cabellera morena; su cuerpo era delicioso: pequeño y de gruesos tobillos; tenía las manos en las caderas.

—¡Ganad a Leah! —desafió. Iba desnuda, excepto por el collar de Torvaldsland y la pesada cadena ceñida con candado a su tobillo derecho, que la mantenía sujeta al bloque. Ella, junto con el tálmit de arquería, era el trofeo del certamen.

—¿No probaréis de ganar a Leah, amo? —se burló.

—¿Estás adiestrada? —le pregunté.

Ella pareció alarmarse.

—En Ar —susurró—. Pero seguramente mi adiestramiento no valdría en el norte.

La miré. Parecía la mejor solución a mi problema. El regalar una mujer es lo bastante trivial como para no poner en entredicho el honor de mi huésped; además, era una muchacha agraciada, cuyo tierno cuerpo de esclava haría las delicias de Forkbeard y sus hombres.

—Tú servirás —le dije.

—No lo entiendo —repuso, retrocediendo un paso.

—Tu nombre y tu acento denotan un origen terrestre.

—Sí —susurró.

—¿De dónde eres?

—De Canadá —musitó.

—En otro tiempo fuiste una terrestre.

—Sí.

—Pero ahora no eres más que una esclava goreana —le recordé.

—Lo sé muy bien, amo.

Me aparté de ella. El blanco del certamen tendría unos veinte centímetros de anchura, y estaba a una distancia de casi cien metros. Con el gran arco no es una diana difícil; numerosos tiradores, guerreros, renceros y campesinos podrían haber igualado mi tiro. Metí veinte flechas en el blanco, hasta que quedó erizado de astillas y plumas de gaviota del Vosk.

En cuanto recuperé mis flechas, ante el griterío de los hombres y el golpear de arcos en escudos, ya habían desencadenado a la muchacha del bloque.

Le di mi nombre al oficial que presidía el certamen, quien me dijo que los tálmits se entregarían oficialmente al día siguiente, y recibí sus felicitaciones.

Mi trofeo se arrodilló a mis pies.

—¿Qué eres? —le pregunté.

—Sólo una esclava goreana, amo —respondió.

—No lo olvides —le recomendé.

—No lo haré, amo.

—Levántate.

Ella se puso en pie y le até firmemente las manos a la espalda.

Fue entonces cuando se oyó el aviso. Se extendió como aceite inflamado al viento, a través de los concurrentes a la asamblea. Los hombres se miraron entre ellos. Muchos empuñaron con más fuerza sus armas.

—¡Un Kur —dijeron—, uno de los Kurii se dirigirá a los asistentes a la asamblea!

La muchacha me miró, tirando de la cuerda que trababa sus muñecas.

—Haced que la entreguen en la tienda de Thorgeir del Glaciar del Hacha —le dije al oficial—. Decidle que es un regalo para él de parte de Tarl Pelirrojo.

—Así lo haremos —repuso. Avisó a un par de esclavos y les repitió mi encargo. Ellos la aferraron por los brazos y se llevaron a la muchacha, que gemía y pataleaba.

—Vayamos raudos al lugar de la asamblea —dijo el oficial, mirándome. Juntos, nos encaminamos a toda prisa hacia allí.