La depresión consumía a El Viajero. Había perdido su ilusión. Había confiado en Aleco, el Niño Sabio, y éste se había convertido en un Tonto Emocional, en un Adolescente Vulgar, que regresaba a Galicia en medio de bastonazos. Aleco había empezado exhibiendo su sabiduría y había acabado exponiendo sus nalgas. ¡Duro contraste!

El viento silbaba con violencia entre las hendijas. Afuera volaba el polvo, y envolvía en una neblina terrosa a la muchedumbre que aguardaba.

El Viajero estaba desalentado. Llevaba siglos buscando la Luz, la Verdad en la Razón humana y no había logrado encontrarla. Hurgó en el Entendimiento y tampoco dio con ella. Exploró el Corazón del hombre en pos de ella, y de nuevo le fue esquiva. ¿Debía continuar buscando la Razón Última de la Razón? ¿Acaso la vida no tenía sentido? ¿Y cuál sería el sentido de que la vida no tuviera sentido?

Warton interrumpió su cavilación:

—Señor Viajero, queremos hablar con usted —le dijo—. Este joven deja un lugar vacío que tenemos que llenar, pues así lo exigen los objetivos de la empresa —mirándolo fijamente, apoyó una mano sobre un hombro del anciano—. Y ¿quién mejor dotado que usted para reemplazar a Aleco?

El Viajero se sorprendió. Con irritación no desprovista de dignidad le respondió:

—Señor, usted me ofende. He buscado la Verdad a lo largo de muchos siglos: oí lo que hablaba Zaratustra; me entrevisté con Buda, Tales, Pitágoras y Heráclito; dialogué con Parménides, Empédocles, Protágoras, Sócrates y Platón…

La indignación del anciano iba creciendo. Con el rostro casi arrebatado, continuó:

—Consulté a San Pedro y Judas, Tomás de Aquino, los aztecas, Hobbes y sus lobos, Descartes y sus dudas, el Dalai Lama y su sordera, Bhayasalamandra y su lecho de clavos… Y ahora ustedes me proponen tomar el lugar de un farsante, un mentiroso, un vulgar estafador: en fin, ¡un Tonto Emocional!

Warton, tranquilo, insistió:

—Observe, Viajero, esa multitud que se arremolina. Esas personas esperan una respuesta a sus desvelos, una palabra de alivio a sus fatigas, un abrigo para sus inquietudes. Llegan ansiosos de conocimientos y consuelo. Palpan a su alrededor la Eternidad. Esa gente tiene Hambre, esa gente tiene Sed, esa gente está a Oscuras, esa gente está a la Intemperie. Alguien tiene que atender sus quejas, alguien tiene que satisfacer sus Carencias… Llevan mucho tiempo ardiendo en las zarzas de la desazón y es hora de que se les ofrezca Alivio y Descanso…

Las palabras del galés emocionaban al anciano. Warton se daba cuenta.

—Sí, Viajero: esa muchedumbre está impulsada por una vocación ancestral del hombre, que busca siempre elevarse ¡esa muchedumbre persigue las estrellas! —agregó Warton en tono efectista.

El Viajero sintió que los ojos se le humedecían. El discurso le había llegado al corazón. Sin embargo, el anciano no daba su brazo a torcer, ni mucho menos su torso a bracear:

—Yo se lo agradezco, amigo Warton. Pero soy de una orgullosa humildad y me doy cuenta de que no tengo los conocimientos suficientes para calmar el Hambre de Eternidad, la Sed de Verdad, la Vocación de Estrellas que agobia a esa multitud. No soy yo quien pueda ofrecerles Luz a su oscuridad…

—Pero ¿de qué me habla, Viajero?

—Le hablo del Amor y la Inspiración que se necesitan para aliviar la más leve Carencia del Espíritu Humano…

—No, no se complique la vida, hombre. Yo le hablo de hambre de sopa y un buen pedazo de carne; de sed de agua o cerveza, e, incluso, de gaseosa; de esa luz que cuelga del techo y se enciende, plic, desde la pared; yo hablo de carencias de cama, de ducha, de teléfono, de fax… Esa gente tiene vocación de un buen hotel, Viajero, un hotel de muchas estrellas —cuatro o cinco—, y el más cercano está a varias horas de aquí… La gente siente que hay una eternidad hasta el hotel más próximo, y tiene razón.

El Viajero estaba estupefacto.

—¿Y yo qué tengo que ver con eso?

—Usted, y ella —dijo Warton señalando a Fátima—. Es inútil que trate de disimularlo. Resulta fácil entender que entre usted y ella se tiende algo más que un lazo de Inteligencia Emocional.

Tanto El Viajero como Fátima se sonrojaron hasta la raíz de los pelos. Ella se acercó a él y lo tomó de la mano.

—Así es mejor —dijo Warton—. Usted ha demostrado, Señor Viajero, ser un tipo paciente y discreto, las dos cualidades supremas del buen gerente de hotel.

Y mirando con entusiasmo a la joven, continuó:

—En cuanto a Fátima, seguramente no hay mejor cocinera en el Hemisferio Sur que ella. La fama de sus postres ha llegado a oídos de miles de personas, pero podría llegar a un número aún mayor de estómagos.

—¿Propone convertir este Santuario en hotel? —comentó sulfurado El Viajero.

—Bueno, sí y no: sería un hotel, pero se llamaría Hotel El Santuario.

—¡Ni pensarlo! —respondió El Viajero mirando con Amor e Inspiración a Fátima, en quien, evidentemente, había encontrado ya la Razón Última de la Razón.

—Hace bien en no pensarlo, porque el mundo es de los hombres de Acción —intervino otro de los Siete Peregrinos, de lánguido aspecto. Bajo el amplio sombrero, que oscurecía el rostro, El Viajero creyó observar unos rasgos aindiados—. Las posibilidades de expansión son infinitas. Tenemos los derechos exclusivos para abrir muy pronto una sucursal del hotel, el Santuario Patagónico Inn, en la Florida. La inversión sería mínima: unos pocos ñandúes y guanacos, algo de viento y muchos cojines y velas. Allá la gente compra cualquier cosa…

El anciano estaba seguro de haber escuchado esa voz antes. Sobre todo cuando se dio cuenta de que el Peregrino le había salpicado la camisa con trocitos de maní y galleta que no cesaba de masticar mientras hablaba. ¿Dónde había conocido a este personaje? Imposible recordarlo. «Cosas de los siglos», se dijo el viejo con resignación.

—¿Y bien? —inquirió Warton.

El Viajero se mostraba indeciso y mudo. Fátima también había adoptado una actitud de esfinge, según era costumbre en su tierra. Afuera, el viento patagónico soplaba con mayor intensidad que de costumbre. Los visitantes, que aún continuaban esperando, se cobijaban formando un apretado racimo.

En ese momento otro de los Siete Peregrinos, un hombre alto, calvo y de atlético aspecto, se acercó a él. Llevaba un libro bajo el brazo. Su afición a comer y beber de pie en los bares y fumar tabaco negro en los ascensores denunciaba su origen espáñol.

—Además, he traído este documento que espero acabará por convencerlos —les dijo.

Y desenrolló varios pliegos impresos en letra pequeñita.

—Se trata de un contrato para un libro de cocina de Fátima. Será un best seller seguro, lo que nos permite ofrecerle una buena suma inicial de adelanto. Ya tenemos el título: La mujer que hacía el amor a los postres. Es genial: reúne la gastronomía con el sexo. La venta está garantizada.

Esta vez fue Fátima la que protestó indignada.

—¿Qué van a decir en mi aldea de Bir Abraq? Allá ninguna chica hace el amor a ningún chico, y mucho menos a los postres.

Ahora fueron los Siete Peregrinos los que abrieron los Catorce Ojos con sorpresa.

—La razón es sencilla —explicó Fátima, ya más tranquila—: yo era la única chica, y me marché hace algún tiempo. Pero ya tengo chico —y al decir estas palabras miró arrobada al anciano, que sintió por primera vez en la vida que tenía piernas de mantequilla de puma.

Afuera ululaba el frío viento antártico; volaba la arena y secos arbustos rodaban aparatosamente.

—Está bien —dijo el Peregrino editor—. Cambiaremos el título. Pero, de todos modos, la idea es ofrecer los postres de su diario secreto. Para ello bastará con mezclarle una trama cualquiera sobre amor, misterios, sentido de la vida, inteligencia emocional, cosas así que ayudan a vender… Ubicado en este remoto y fascinante paraje patagónico, eso sí. De otra manera, nadie vendría al hotel, por supuesto.

—Por supuesto —repitió El Viajero, a quien la idea empezaba a parecerle interesante. Había encontrado en Fátima el verdadero Sentido de la Vida y su búsqueda milenaria estaba terminada. No sería malo dedicarse a ahorrar un dinerito con miras al futuro. A lo mejor podrían encargar un Bebé Normal que les hiciera olvidar a Aleco y les recordara a Domingo…

—¿Y cuál sería ese nuevo título? —preguntó Fátima, que también mostraba creciente entusiasmo con el proyecto.

—Mmmhhhh… Podríamos ponerle algo así como En un desierto el corazón te escucha. Algo medio poético, medio sugerente, un poco esotérico y raro, que diga mucho, pero no diga nada, y atraiga muchos Tontos Emocionales, Tontos Estomacales, Tontos Cerebrales y Tontos en General que lo compren.

—Me gusta, sí, me gusta mucho —dijo El Viajero—. ¿Dónde firmamos?

Pero la chica titubeó un poco.

—¿Y qué tal sería, más bien, En un desierto el corazón y el estómago te escuchan? —preguntó Fátima, inspirada quizás por el Espíritu de los Postres.

El hombre alto hizo a Warton un guiño de horror y complicidad.

—¡Magnífico! —mintió, a tiempo que extraía de su bolsillo un bolígrafo de oro.

Y en el momento mismo en que Fátima y El Viajero se disponían a estampar su rúbrica en el documento, un ramalazo inesperado e irresistible de viento antártico azotó a Culén Leufú. El huracán apagó la Luz, e hizo volar los papeles del contrato, el bolígrafo de oro y las instalaciones del antiguo Santuario. Después arrastró sin misericordia a los Siete Peregrinos, a Fátima y El Viajero —que se elevaron tomados de la mano— y siguió levantando y sorbiendo en su furia oscura a la multitud de visitantes y a toda suerte de hombres, mujeres, niños, ñandúes, pumas, armadillos, guanacos, garrapatas negras…

A través de la luna trasera del desvencijado taxi, Aleco, sonriendo tontamente, vio las figuras ascender y perderse entre las nubes para siempre.