Y el niño agregó:
—Aquí conocí la Sabiduría Emocional, la Emocionalidad Inteligente, las Razones del Corazón. ¿Te resultan familiares?
—No. Ni siquiera parientes lejanos. ¿Qué es eso? —preguntó El Viajero con cierta desconfianza, nacida de siglos de búsqueda infructuosa y amargas desilusiones.
—Te hablo de la Inteligencia del Corazón. Porque hasta hace poco tiempo se pensaba que la única inteligencia era la de la razón.
—Era razonable —comentó El Viajero, de todo corazón. Aleco lo miró con desprecio.
—La inteligencia es más que eso. La Verdadera Inteligencia consiste en saber, sin llegar a razonar, cómo son las cosas.
El Viajero lo observaba con un poco de desconcierto.
—El corazón, Viajero, el corazón. He ahí la clave. No se trata de pensar con el corazón o de sentir con la cabeza, sino que debes sentir el pensamiento con el corazón.
—¿Y emocionarme con la cabeza? —preguntó el anciano, escéptico y un tantico burlón. Sus conversaciones con Descartes habían consolidado en su cerebro una dura actitud racionalista que varias veces alcanzó a ser detectada con forma de kiwi por aparatos de rayos X y tomografías.
Aleco no respondió. Permaneció en silencio unos instantes y luego continuó:
—El corazón es nuestro órgano más importante. Mira, la gente lee revistas del corazón, nunca revistas del cerebelo. Piensa en la baraja francesa: uno de sus palos es el de corazones. Tú dices «el rey de corazones» y no «el rey de hígados», o «el cuatro de píloros».
El anciano, por prudencia, prefirió no decirle que el píloro no era un órgano. Tal vez el niño lo estaba probando.
Aleco continuó:
—¿Sabes por qué las alcachofas son tan nutritivas? Porque tienen corazón —el joven parecía iluminado por una inspiración sublime—. Cuando uno quiere expresar sinceridad habla con una mano en el corazón, y no en el páncreas. Un presentimiento es una corazonada, jamás una riñonada. Ser bueno es tener un corazón de oro, nunca una vejiga de oro. Hablar con franqueza es hacerlo con el corazón en la mano, de ningún modo con el bazo, y menos aún con el intestino: sería asqueroso. Tocar el corazón es conmover; muy distinto sería el efecto de tocar el testículo.
Luego calló y sostuvo en su mano una extraña forma redonda del tamaño de un melón, pero más redonda. Esta actitud invitó a El Viajero a nuevas reflexiones: ¿tendría esa pelota alguna relación con Cruyff y el número mágico? ¿Se hallaba ante una expresión de la Esfera Cósmica?
El Viajero se hundió en una profunda meditación sobre estos temas. Sólo despertó de sus pensamientos cuando recibió una fuerte impresión en la cabeza, un esferazo cósmico. Era un balón. El Viajero había olvidado que Aleco, a pesar de su enorme sabiduría, seguía siendo un niño.
Aleco rió de buena gana con su travesura, pero enseguida adoptó de nuevo una actitud seria, aunque no exenta de entusiasmo:
—Habrás visto que el corazón está situado en el pecho, mas no en el centro sino un poco corrido hacia el lado del corazón. ¿Has pensado por qué?
El Viajero no lo sabía. El joven continuó:
—Porque el hombre vive ignorando sus emociones, y con el tiempo el corazón se ha desplazado de su sitio anatómicamente correcto, que es el centro. A medida que uno aprende a escucharlo se va reubicando hasta llegar al medio. Las personas que tienen el corazón en el costado derecho es porque lo han oído demasiado. Puede ser peligroso. Pero cuando no lo oyes nada, a pesar de aplicar la oreja, es casi siempre fatal.
El Viajero no supo si el niño hablaba en serio o se estaba burlando de él. Por primera vez en su larga búsqueda sentía un extraño desconcierto. El joven continuó:
—El corazón habla. Y expresa las Razones del Corazón que la Razón no Conoce. Pero poca gente lo entiende. Debes aprender a escuchar a tu corazón, ser sensible a la aurícula izquierda, atender a tu aorta. Y también deberás ejercitar tu corazón, ya que es un músculo. Debes fortalecer sus bíceps. Pues sabrás que el corazón tiene brazos.
Aleco percibió la incredulidad en el rostro del anciano, y continuó:
—¿Acaso no sabes que el dedo medio de la mano es también llamado «dedo del corazón»? Pues si el corazón tiene dedo, también tendrá brazos. ¿No es lógico?
El Viajero asintió, atolondrado.
—Es más: te voy a revelar un secreto —agregó el niño en voz baja, luego de echar una mirada alrededor para cerciorarse de que nadie los espiaba—: ¡el corazón tiene su propio corazón! Es muy pequeño, del tamaño de esta uña, y muy frágil. Pero la naturaleza es sabia, y lo protege una coraza ósea muy grande y muy fuerte llamada «corazón». Sé que se presta a confusiones, pero es así.
El Viajero no supo qué decirle. Entendió que Aleco hablaba con otra lógica, la lógica del corazón. Se quedó largo tiempo en silencio, meditando sobre el contenido de esas palabras mientras el pequeño continuaba jugando a la pelota. Esta vez el anciano vigilaba prudentemente los movimientos del niño.
La mente racional de El Viajero no lo comprendió bien. Pero su corazón le decía que estaba rondando el Misterio Definitivo.
Los visitantes (2)
Finkelstein & Moe.
Aleco examinó la tarjeta. Era la primera vez que un visitante le hacía llegar una tarjeta de negocios a fin de apresurar su cita.
ROBERT FINKELSTEIN
Asesor de Marketing
FINKELSTEIN & ASOC.
Manhattan, New York, N.Y.
—Dijo que sólo tenía quince minutos para atenderte —le comentó Fátima al Niño Sabio.
Aleco se quedó mitad estupefacto, mitad divertido, mitad irritado. Pero instruyó a Fátima para que lo hiciese pasar.
Robert Finkelstein irrumpió en el salón como si hubiera llegado a su casa. Era un tipo joven, muy bien peinado y afeitado. Vestía traje azul oscuro de marca italiana, maletín de cuero finísimo, zapatos negros, corbata verde con animalitos y teléfono móvil del mismo color, sin animalitos. Se sentó en uno de los cojines sin que nadie lo invitara a hacerlo, restalló el pulgar contra el dedo corazón para llamar a Fátima y dijo:
—¡Camarera! ¡Dos martinis!
Fátima miró aterrada a Aleco, y se sintió obligada a explicar a Finkelstein, entre excusas y perdones, que allí no se consumía martinis.
—Está bien —dijo el yuppie, contrariado—. Entonces, que sean dos cafés.
Fátima se retiró a prepararlos y Finkelstein desconectó el teléfono móvil, lo guardó en el maletín y se dirigió a Aleco:
—¿Qué puedo hacer por usted? —preguntó el visitante—. Le advierto que sólo tengo quince minutos. Mi agenda es muy apretada.
Desde su rincón, El Viajero no podía creer lo que estaba viendo. Ni siquiera lo había tenido en cuenta a él para el café.
—No soy yo quien necesita ayuda —respondió Aleco con dulzura—. Eres tú quien la precisa, Robert.
Finkelstein esbozó una sonrisa escéptica.
—¿Yo? —preguntó sin dejar de sonreír—. ¿Por qué yo? Yo tengo dinero, prestigio profesional, una firma en Manhattan y aún me quedan trece minutos para ti. Ah, y llámame Bob.
En voz baja, Aleco comentó a El Viajero:
—Ahora comprendo: este hombre no es exactamente un Tonto Emocional sino algo parecido: un Bob Emocional.
Y luego, dirigiéndose a Finkelstein.
—Tienes cosas, que es tener poco, Bob. Y tienes un Yo enorme, que te empequeñece. ¿Crees en el Amor, por ejemplo?
—Sí. En el amor propio.
—¿Y en la Vida?
—En la vida de los negocios.
—¿Ya lo ves? Tienes. Pero no eres. Por eso necesitas ayuda.
—No veo tu punto —observó Bob en marketinés, su idioma adoptivo—. Te quedan doce minutos.
—Mi punto es que tienes existencias en el mercado, pero tu vida aún busca un Posicionamiento en el Mercado de la existencia —replicó Aleco.
—¿Cómo dices?
—Sí. Bajo esa apariencia de seguridad personal y suficiencia profesional que procuras vender, se oculta un Producto deleznable: tu poca fe en ti mismo.
—¡Ja! —rió sorprendido el yuppie—. ¿Bajo índice de fe en mí mismo? ¡Pero si yo compraría un grueso paquete de acciones de mi propio futuro si se cotizaran en bolsa!
—Bien sabes que parte de la estrategia de la mercadotecnia consiste en la Saturación de Mensajes Positivos sobre el Producto. Y eso es lo que haces contigo mismo. Es más: mientras más dudoso el Producto, mayor Arropamiento Positivo necesita.
—¿Y ese tema qué tiene que ver conmigo?
—Que te anuncias mucho porque mucho te falta.
—¡Gulp! —dijo Bob.
—¿Has identificado ya el Target de tu vida? No digo el falso target, sino el Target Genuino: allí hacia donde deberás dirigir la Confluencia de Mensajes de tu existencia para obtener un Image Improvement y un Selling Result que compense el esfuerzo organizacional promototivo.
—Bueno, pues yo creo de que…
—No, no: no es lo que TÚ creas. Es lo que manda el Mercado. ¿Quién esponsoriza tu vida? ¿Y qué has logrado con esa esponsorización? ¿Quién te ayuda a targetizarla, para que aciertes en el Purpose Making? ¿Dónde está el planning que te permita progresar hacia los goals existenciales preplanteados?
—No niego de que si miras por mis fallas puntuales en este tema encontrarás algunas. Pero…
—¿Algunas? Todas, mi querido Bob. Tu vida ha sido orientada cara a poseer, en vez de implementar un Desarrollamiento Vital Integral. Es hora de que resetees tu escenario futuro-inmediato. Necesitas un punto tornadizo, un turning-point que consensúe un nuevo sentido a tu vida, la reconduzca y te lidere hacia el Target Último del. Target.
Finkelstein ahora sí parecía impresionado. Apuró el café que le quedaba y dijo en tono humilde:
—Me has hablado afilado y cándido, y te lo agradezco a nivel de ser humano y también de ejecutivo. Ya veo que necesito Reorientar, Remediatizar, Reinstrumentalizar y Reposicionar mi vida. Pero ¿cómo debo hacerlo? ¡Ayúdame, por favor, Gran Shasha!
—Lo siento —dijo Aleco—. Tu tiempo ha terminado.
Finkelstein lo miró con gesto implorante. Pero Aleco fue inflexible.
—Yo también tengo mi apretada agenda —le explicó.
Bob optó entonces por acercarse a Antonio y decirle algo al oído. En respuesta, el Niño Sabio movió negativamente la cabeza.
—No, Bob, no me interesa ser socio de Finkelstein & Asociados.
Pero, antes de que el conturbado yuppie se despidiera, Aleco le alargó un papel en el que había escrito un mensaje.
—Tal vez puedas hacer imprimir y mandarme unas mil tarjetas con lo que te he escrito aquí. En el papel se leía:
ANTONIO LECOMTO
Asesor de Emotioning Management
LECOMTO & ASOC.
Culén Leufú, Tucu Tucu, PATAGONIA
El Viajero lo miró con sorpresa.
—Uno nunca sabe —dijo Aleco, azorado, a modo de imposible explicación.
El llorón
Muy pálida estaba Fátima cuando entró a anunciar al último visitante del día. Tenía visiblemente empañados de lágrimas los ojos. Aleco se sorprendió, pues no era una mujer de lágrima fácil. De hecho, no era una mujer fácil.
—¿Qué te pasa? —preguntó el Niño Sabio. En vez de responder, ella empezó a sollozar intensamente.
—No hagas pucheros —la reprimió cariñosamente Aleco—. Con los postres basta.
Y rió muchísimo de su chiste, buscando con la mirada la complicidad de El Viajero. Pero El Viajero no estaba para bromas. Su corazón parecía lacerado por el llanto de Fátima, que ahora había dado rienda suelta a las lágrimas. Lo que al principio fueron dos hilos minúsculos y transparentes que rodaban por sus mejillas pronto se convirtieron en verdaderas cataratas que llegaban hasta el piso, empapaban la alfombra y formaban montoncitos de barro con hilachas.
El Viajero podía jurar que por esos dos ríos adorables vio descender pequeños peces de colores. Quizás era el amor, o la estación de desove en la Patagonia.
Fátima era incapaz de articular lo que le ocurría. Lo único que pudo hacer fue señalar con el dedo tembloroso la estancia donde estaba esperando el próximo visitante.
—Hazlo pasar —pidió Aleco.
En medio de hipidos que destrozaban el alma, Fátima salió. Al volver, ya no se escuchaba solamente su berrido: ahora eran dos, y amenazaban con volar en pedazos la silenciosa ecología patagónica. La chica iba acompañada por un hombre ya mayor, alto y de barba poblada, que lloraba a moco tendido.
—Anda —dijo Aleco a la muchacha—, retírate y compónte. —Luego, dirigiéndose al visitante—: Y a ti, ¿qué te ocurre, hombre?
El tipo trató de contestar, pero volvió a hundirse en un solo sollozo largo. Cuando consiguió dominar su pesadumbre confesó a Aleco la razón de su visita.
—Estoy aquí para que me ayudes, Gran Shasha: soy, sniff, un llorón… Lloro porque sniff estoy triste… lloro porque estoy alegre… hip… lloro porque no estoy nada… ¡sniff hip, hiiip!
—Está bien, hombre, pero no llores…
Ante lo cual el visitante volvió a derrumbarse en un llanto incontrolable que rompía el corazón.
El Niño logró controlarse, se acercó al hombre, le acarició la hirsuta cabeza y le dijo:
—No es vergonzoso llorar, hombre. Lo vergonzoso es abstenerse de llorar cuando crees que el llanto te quita las ganas de llorar. No es más hombre el que menos llora, sino el que llora cuando le sale del alma.
—¡Buaaaa! —chilló el hombre.
Aleco volvió a acariciarle el cerdoso pelo.
—¿Quién dijo que los hombres no lloran? —preguntó retóricamente Aleco—. Es mentira. El hombre de verdad llora cuando necesita hacerlo. No sé si llora tanto como tú, te soy sincero, pero llora. Algo secreto hay en él que lo impulsa a llorar. No se llora por nada. Pero sí es posible que se llore por algo que no sabemos qué es. Eso es lo que hay que averiguar en lo hondo de tu ser.
Por un momento, el hombre dejó de llorar a gritos y lo miró sorprendido.
Aleco supo que iba por buen camino:
—Se llora por alegría, por tristeza, por emoción, por solidaridad, por ternura, por rabia, porque se marchó un amor, porque murió un amigo, porque perdió tu equipo de fútbol, porque ganó o, incluso, porque empató como local ante un rival de poca categoría.
El hombre seguía tranquilo y escuchaba con atención. Apenas emitía un hipido o un mínimo sollozo de cuando en cuando.
—En estos casos hay que formularse varias preguntas: ¿por qué se produjo el empate? ¿Falló la defensa local? ¿Nos sorprendió el ataque del rival?
El hombre ya no lloraba. Incluso balbuceó un par de sonidos: ¡quería hablar!
—Anda —lo instó Aleco—: di lo que quieres decir… El hombre hizo un esfuerzo.
—Hay más preguntas —dijo—. ¿Nos tocó un árbitro parcializado? ¿Estaba horrible el campo?
—¡Bien! —dijo Aleco con entusiasmo—. ¿Nos alentó poco el público?
—¿No tuvimos suerte? —aventuró el hombre.
—¿O tuvo más suerte el rival?
—¿Demasiadas lesiones en nuestro equipo?
—¿Exceso de confianza? —preguntó Aleco, convencido de que había encontrado la terapia para ese hombre bueno pero llorón.
—¿Se equivocó el técnico en el planteamiento?
—¿Usó el rival una estrategia inesperada?
—¿Atravesamos una mala racha?
—¿No sería aconsejable cambiar el técnico?
—¿Por qué no renuncia la comisión directiva, más bien?
—¿Cómo podemos aspirar a hacer goles con un centro delantero que juega como mediocampista?
—¡Y sin atacar por las puntas!
—Es que estamos jugando al patadón, a lo que caiga… No hay sistema, no hay táctica, no hay nada —explicó con vehemencia Aleco.
—¡Yo siempre estuve en contra de la contratación de este técnico! —protestó el hombre.
—¡Pero si es un tipo que ha fracasado en todos los equipos!
—De acuerdo —dijo el hombre, casi energúmeno—. ¡Con él será difícil hacer una buena campaña!
—No sólo eso —comentó Aleco—: ¡vamos de cabeza al descenso!
—¿Tú crees? —preguntó el hombre, perplejo.
—¡Estoy seguro! —dijo Aleco, exultante.
El hombre pareció perder la estabilidad que había ganado.
—¡Otra vez en segunda categoría! —musitó—. No resistiría otros cuatro años en segunda… sniff… ¡Qué infierno!… Hip…
—Calma, amigo, calma —le dijo Aleco preocupado—. Es apenas una suposición.
El hombre estaba haciendo pucheros otra vez.
—Tú lo dices por consolarme, Gran Shasha, hip. Pero es verdad que vamos a segunda: si lo dice un sabio como tú, es porque ocurrirá, sniff, hip…
Y se soltó con un llantito pertinaz y sordo. Aleco no sabía qué hacer.
—Mira: todavía quedan muchos partidos…
—¡Claro! —gritó el hombre, descompuesto—. Es lo que siempre he oído decir cuando vamos a descender a segunda…
Ahora el hombre volvía a llorar como una Magdalena, y a él se sumaban los sollozos de Aleco, conmovido ante tan triste espectáculo. Desde la cocina salían gemidos desgarradores de Fátima.
El Viajero se vio obligado a intervenir. Se dio cuenta de que este pobre hombre no tenía cura posible y que, aún peor, su equipo iba a hundirse en segunda por varias temporadas. ¿Cómo se les había ocurrido contratar un centro delantero que juega como mediocampista? Le ayudó a incorporarse mientras Aleco, inconsolable, se sonaba con la túnica, y lo acompañó hasta la puerta.
Lo escuchó alejarse en medio de desgarradores mugidos: «¡Otra vez a segunda! —gritaba—. ¡Otra vez a segunda!» Tardó aún varios minutos en desaparecer por el fantasmagórico paisaje patagónico.
Cuando se esfumó en el horizonte, sobre la cabaña flotaba una triste sensación: la sensación de que había sido un empate injusto.
El cleptómano
Aleco esperaba con ansia la llegada del viernes, pues era el día en que disponía de una horas para marcharse a pescar con El Viajero y Fátima. Pero aquel viernes, justo cuando ya tenían las cañas listas y a las lombrices convencidas de que se trataba sólo de dar un paseo, Fátima le anunció que un hombre quería verlo.
El Viajero intentó indicar a Fátima que lo despidiera con cualquier disculpa, pero Aleco dio órdenes de que lo hiciera pasar: «Nunca digas que no a un hombre que te busca».
—Mi abuela me aconsejaba lo contrario —comentó Fátima con un suspiro antes de abrir la puerta.
Era evidente su frustración, la de El Viajero y la de las lombrices.
No bien hubo entrado el nuevo visitante, el Niño Sabio echó de menos una de las velas que, desde la mesita, iluminaban el salón. Éste había quedado casi en la penumbra, y era difícil ver al hombre grandote y cejijunto que había tomado asiento, es decir, almohadón, frente al lugar de Aleco.
—Fátima —llamó Aleco—: trae, por favor, otras velas, que se debieron de apagar algunas.
Fátima salió en busca de velas de reemplazo, y cuando aún no había regresado con ellas, la oscuridad absoluta reinó en el lugar.
—¿Viajero? —preguntó Aleco.
—Estoy aquí, Maestro —respondió El Viajero.
—Mira a ver si está abierto el ojo de buey, porque quizás un golpe de viento ha apagado las velas.
El Viajero se alejó a tientas por el salón en tinieblas, mientras Fátima buscaba las velas de recambio.
En ese momento, Aleco sintió que alguien le arrancaba la pulsera de cuentas que adornaba su brazo, y que incluía la cuenta, todavía no pagada, de un restaurante en Neuquén.
—¡Alto ahí! —gritó—. ¡Aquí hay ladrones! Hubo un espeso y breve silencio, cortado luego por una frase que sonó, extrañamente, a su lado. —Lo siento, Maestro. He sido yo.
En ese momento entraba Fátima con una vela encendida, y Aleco pudo ver que quien hablaba era el tipo grandote y cejijunto que había acudido a la visita. Estaba arrodillado al lado suyo en actitud contrita, y en la mano tenía aún la pulsera de cuentas. También El Viajero había acudido al grito del Gran Shasha, y ahora hurgaba en los bolsillos del visitante.
—Tu pulsera no es lo único que tiene —denunció El Viajero—. He encontrado en su bolsillo estas velitas.
Restablecido el orden, recuperada la pulsera y repuestas las velas, Aleco se recompuso y reclamó al visitante:
—Explícate.
—Soy cleptómano, Maestro. Robo por compulsión, no por necesidad.
—Es evidente que robas, amigo —le comentó Aleco con cierta ironía—. Llevas aquí diez minutos, y ya has cometido dos robos: las velas y la pulsera.
—Tres —corrigió El Viajero, quien acababa de notar que también había desaparecido su reloj.
—Cuatro —dijo, acongojado, el hombre, devolviendo el reloj y el sostén de Fátima, que acababa de guardar en su bolsa.
—Actúas mal —dijo Aleco—. No debes desear los bienes ajenos. Más bien, mira en tu interior y encontrarás las mayores riquezas. El reloj biológico, por ejemplo. El sostén moral. La verdadera bolsa de valores no está en Wall Street, sino en tu corazón.
El hombre asintió humildemente.
—Ahora —prosiguió Aleco—, devuélvele las babuchas a Fátima y escucha: debes preguntarte acerca de lo que te ocurre. ¿Por qué despojas a los demás de lo suyo? ¿Por qué te atraen los bienes ajenos?
—Es una tradición familiar, Maestro. Mi padre fue recaudador de impuestos. Cuando yo era pequeño, robaba los lápices de mis amigos en los bancos de la escuela; más tarde soñaba directamente con robar bancos. Soñé, incluso, con fundar un banco. En realidad, la idea no era mía: se la había robado a un amigo.
—Roba de tus propios caudales, amigo. Cierra los ojos y medita: estoy seguro de que si buscas en tu interior encontrarás valores y virtudes que no imaginabas.
El cleptómano atendió el consejo de Aleco y durante un largo rato reflexionó con los ojos cerrados. Sólo el ruido de los ronquidos les hizo ver que el sujeto se había dormido. Aleco lo sacudió para despertarlo. Al hacerlo, cayeron al suelo algunos cubiertos, una toalla de hotel, varias mantas de avión y dos postres de Fátima.
—Maestro —dijo para disimular—, medité y pude ver en mi interior, como aconsejaste.
—¿Y viste en él tus valores y virtudes?
—Sí. Eran muchos. Pero todos robados.
—Haberlo reconocido es suficiente para que te cures —le dijo Aleco—. Puedes irte. Ya eres… ¿cómo decirlo?… ya eres…
—¡Ya soy otro! —proclamó, orgulloso, el cleptómano.
—Exacto. Me robaste la palabra.
El cleptómano agradeció, devolvió la mesita que intentaba esconder en el bolsillo del chaleco que acababa de robarle a El Viajero, y salió a hurtadillas.
—¡Extraordinario! —exclamó El Viajero—. Tus reflexiones han salvado a ese hombre. Vi en su mirada que nunca volverá a robar.
—No creas —comentó Aleco con escepticismo—. Nos ha robado algo que jamás podrá devolvernos.
—¿Qué, Gran Shasha?
—Un tiempo precioso —dijo Aleco—. Bueno: ahora sí, vámonos de pesca.