Durante las semanas siguientes, Aleco procuró que El Viajero se familiarizara con el territorio donde estaba asentado el Santuario de Culén Leufú.

No le fue difícil hacerlo. La flora era tan pobre que se limitaba a unos cuantos arbustos, rocas peladas y enormes masas de hielo on the rocks. En primavera era posible comer duraznos, ciruelas y otros enlatados. La climatología oscilaba entre el viento helado y la tempestad de arena.

Cuando El Viajero lo comentó a Antonio, éste dijo:

—El lugar no es tan malo. Observa la fauna. Los animales de la Patagonia, Viajero, forman una cadena ecológica perfecta.

Le bastaron pocas horas a El Viajero para entender lo que quería decir el Niño. A las 6 a.m. en punto pasó frente a la cabaña una garrapata negra; a las 6.12 pasó una lagartija que perseguía a la garrapata negra; a las 6.27 pasó una rata que perseguía a la lagartija; a las 6.51 pasó una serpiente que perseguía a la rata; a las 7.03, una liebre que buscaba a la serpiente; a las 7.11, un armadillo que perseguía a la liebre; a las 7.16, un ñandú que andaba tras al armadillo; a las 7.26, un zorro gris que olfateaba al ñandú; a las 7.38, un guanaco que andaba buscando al zorro gris; a las 7.49, un puma de la pradera que acechaba al guanaco; y a las 8.00 en punto volvió a pasar la garrapata y preguntó por el puma de la pradera.

Y así, cada dos horas.

—Un día de éstos —suspiró el Niño Sabio— alguno alcanzará al otro, y se acabará la fauna patagónica.

Habían salido a caminar por el desierto, y aunque llevaban tres horas haciéndolo, la fuerza del viento se había encargado de que aún permanecieran frente a la puerta de la cabaña.

—Cuando tengas un mapa a la vista —dijo LeComto— podrás valorar la importancia geográfica de esta región; apreciarás que la Patagonia y la Tierra del Fuego son el codo del mundo.

—¿El codo? —preguntó El Viajero con una sonrisita detestable—. Creo que te has equivocado en las dos letras de en medio.

Aleco volvió a hacerse el desentendido y levantó la vista.

—Mira —dijo el Gran Shasha al anciano—: son 673 mil kilómetros cuadrados de soledad pelada…

—Yo habría jurado que eran como 673 millones —acotó El Viajero.

Aleco miró al suelo y calculó que eran más de las siete de la tarde. Lo supo porque acababa de pasar la liebre.

—La comarca me parece acogedora —comentó El Viajero sin ceder en su dejo irónico—. Pero se me antoja un poco lejos. No sé por qué has venido a fundar aquí tu Santuario.

—Justamente por eso —respondió Aleco—. Porque está lejos. Porque en esta distante soledad es perfectamente posible meditar, reflexionar con el corazón, estar contigo mismo…

—No sólo es perfectamente posible, sino que es lo único posible.

—Aquí, a Culén Leufú, sólo llegan los Visitantes que realmente quieren buscar la Razón Última de la Razón y preguntar por el Destino Final.

—Si llegan hasta aquí no necesitan preguntar más —glosó El Viajero—: éste es el Destino Final. Más allá sólo queda el abismo.

Un carraspeo nervioso pareció revelar que Aleco estaba ya harto del tonito burlón de El Viajero. Aunque también podía deberse a la agobiante polvareda que se había levantado como un torbellino frente a ellos y que casi impedía que los dos interlocutores se vieran. De su boca no salían frases, sino palabras rebozadas en arena.

—Aunque no lo creas —gritó Aleco, molesto—, durante siglos esta tierra fue objeto de frecuentes luchas entre naciones.

—Sí, lo creo —respondió El Viajero—. Y también creo que al final le correspondió a la nación que perdió las guerras…

Era inútil. Antonio LeComto se negó a proseguir la conversación. Dio la espalda a El Viajero, y, en ese momento de descuido, el viento lo arrojó dentro de la cabaña con la misma violencia que despliega la garrapata negra para atacar al puma de la pradera.