El Viajero había notado que Fátima, por la que en un principio no sintió más que indiferencia, empezaba a ejercer en él una atracción especial. No era su belleza, aunque la muchacha era hermosa. Tampoco su halo misterioso, aunque la adornaba un fascinante misterio. Era, sobre todo, su habilidad para elaborar postres.

En más de una ocasión El Viajero llegó a preguntarse si se estaría enamorando de esa chica que podría ser su tataranieta. No lo sabía. La cabeza le decía que no, que era imposible. El corazón le decía que tal vez. Y el estómago, cuando percibía que se acercaba Fátima con un postre en la mano, emitía profundos ruidos, aullidos desenfrenados, que le proporcionaban embarazosos momentos a El Viajero.

Un día, El Viajero se decidió a confesar a Aleco esa emoción extraña que despertaba Fátima en él.

—Ya lo sabía —le comentó Aleco con una sonrisa comprensiva.

El Viajero lo miró sorprendido.

—Los bramidos de tu estómago me lo habían dicho —explicó Aleco—. En un principio los confundí con el viento antártico, que sopla con fuerza en estas épocas del siglo, pero luego me di cuenta de que el atronador murmullo provenía de tus tripas.

El Viajero se sintió avergonzado y bajó los ojos.

—No. No te avergüences. Es normal. Así como la mente, cuando trabaja, hace que se recaliente el cerebro, y así como el corazón palpita más rápidamente cuando está sometido a presión, también el estómago habla. Y se hace oír.

—Lo siento —se disculpó El Viajero.

—Yo también lo he sentido, como te dije atrás. He podido escuchar cómo se despierta una orquesta de contrabajos cuando aparece ante tus ojos Fátima con sus postres, y he escuchado también la fina melodía de violines que emite tu páncreas, el cascabel de tus glándulas salivares y el violonchelo de tus secreciones gastrointestinales.

—¿Has escuchado algo más? —preguntó angustiado El Viajero.

—¿Algo así como trombones? —inquirió con un guiño de picardía Aleco—. No. No te preocupes. La orquesta que yo escucho funciona a la vista de los postres, no a postreriori.

El Viajero suspiró aliviado.

—¿Has oído hablar del perro de Pavlov? —prosiguió Aleco—. Éste era un científico ruso que tocaba una campana y acudía con un plato de sopa cada vez que el perro segregaba saliva o activaba los líquidos estomacales. Sin darse cuenta, Pavlov se había convertido en un esclavo del perro. Cada vez que el perro tenía hambre, tocaba la campanilla y Pavlov acudía como un autómata con el plato de sopa. El perro lo bautizó «reflejo condicionado». Cuando el perro murió de indigestión por la densidad de las sopas que le preparaba el científico, la gloria de su descubrimiento fue toda para Pavlov.

—¿Esto quiere decir que…?

—Sí —interrumpió Aleco—. Esto quiere decir que hay un vínculo muy cercano entre nuestra conducta y nuestro sistema digestivo. Es lo que se llama la Inteligencia Estomacal.

—¿Inteligencia Estomacal?

—Ajá. Existe una Inteligencia Racional, que se ubica en el cerebro. Existe una Inteligencia Emocional, que se localiza en el corazón. Y existe una tercera percepción del mundo, la Inteligencia Estomacal, radicada en el estómago.

—Pero nadie ha escrito sobre esto.

—Lo cual no quiere decir que no haya sido una de las fuerzas que rigen el universo. Newton descubrió y formuló la ley de la gravedad en 1687, pero esto no significa que antes de él no rigiese esta ley. La Inteligencia Estomacal ha existido desde siempre. Pero, modestamente, he sido yo quien la ha sacado del oscuro lugar intestinal en que se encontraba y he descubierto su enorme importancia.

—¿Por qué dices que ha existido desde siempre?

—Repasa la historia, Viajero. Encontrarás en ella que el estómago es una fuerza tan importante como la razón o el amor. ¿Cómo tienta el Demonio a Eva? No con un televisor nuevo, ni con la promesa de un viaje a Acapulco. Sino con una apetitosa manzana. ¿Qué dice Dios a Adán cuando lo expulsa del Paraíso?

—«Ganarás el pan con el sudor de tu frente…»

—Exacto. El pan. No la camisa, ni el coche. Sino el pan, la comida.

—Tienes razón —observó embelesado El Viajero—. Por eso Esaú y Jacob pelearon por un plato de lentejas, no por un par de zapatos.

—Y debes recordar que el amante le dice a la amada en El cantar de los cantares que «hay leche y miel bajo tu lengua».

—¡Leche y miel! —se relamió El Viajero—. Como en los postres de Fátima.

—¿Y cuáles son los símbolos de la Vida Eterna del cristianismo? Pan y vino. Comida y bebida. Al consagrarlos, el cristiano hace un acto de fe con su Inteligencia Estomacal.

—Es verdad —corroboró solemnemente El Viajero.

—Aún más —insistió Antonio—. La dicha, en cuanto sentimiento abstracto de felicidad, depende de la ingesta concreta y abundante. Es lo que resume aquella Vieja Máxima Oriental: «Barriga llena, corazón contento».

—Aquí ya me pierdo un poco —dijo El Viajero—. ¿Cómo están vinculados el estómago y el corazón?

—De muchas maneras. La energía que circula por los intestinos se traspasa al sistema circulatorio y lo irriga todo: el corazón, el cerebro, el bazo…

—¡El vaso! —interrumpió entusiasmado El Viajero—: ¡he ahí otra alusión a la comida y la bebida!

Aleco no consideró pertinente una explicación acerca de las palabras homófonas, y prosiguió.

—Los médicos occidentales aún no saben que el epicentro de las emociones y el de las sensaciones de comida están hechos del mismo material. El pueblo sí lo ha sabido siempre. Por eso habrás oído decir que es posible «hacer de tripas corazón». En otras palabras, las tripas sienten amor, son sujetos de cierto tipo de inteligencia paralelo a la emocional: es lo que yo denomino Inteligencia Estomacal.

—¡Maravilloso! —comentó El Viajero.

—El colon piensa: a su manera, pero piensa. Y el píloro descifra ecuaciones complejas de segundo grado. El duodeno piensa un poco menos, pero es más artista y es capaz de cantar a dos voces. De allí su nombre. Incluso, la Inteligencia Estomacal profesa valores éticos rigurosos.

—¿Valores éticos?

—Sí. ¿O acaso no has oído hablar de El Recto?

El Viajero no acababa de asombrarse. Y, al parecer, su asombro se había trasladado a la tierra toda, pues en ese momento empezó a percibir un movimiento sísmico que sacudió la cabaña. Al principio era apenas una leve trepidación; pero al poco tiempo adquirió características de terremoto. El Viajero estaba pensando que la región Antártica debía de ser una zona geológicamente muy inestable, cuando escuchó un estruendo atronador, capaz de aterrorizar al más valiente. Y luego, de repente, una especie de géiser estalló en su interior y disparó jugos gástricos que treparon por el tracto digestivo como si se tratase de fuegos artificiales. ¡Era su estómago el causante de semejante efecto! ¡Estaba en plena y febricitante actividad su Inteligencia Estomacal!

Tal como lo anunciaban las conmociones digestivas de El Viajero, Fátima había aparecido en el umbral del salón. Se veía radiante con su atuendo del desierto y su velo transparente, pero más radiante estaba el postre que llevaba en una bandeja de plata. Se llamaba Halawate Fuzduk, estaba compuesto por pistachos y almendras, y su receta le había sido enseñada por un beduino del oasis de Al-Mihbar.

Aleco captó la ebullición de emociones que se estaba produciendo en El Viajero. De hecho, la captaron también algunos sismógrafos de Londres y Japón. Conmovido, el pequeño sabio llamó a El Viajero con una seña y le dijo al oído:

—Fátima está poseída por el Espíritu de los Postres, una criatura espiritual que otorga su don a unos pocos reposteros.

Aleco percibió que El Viajero se había estremecido con un corrientazo de celos, y no pudo menos que sonreír ante este viejo que quizás pretendía hacer con Fátima lo que ya había hecho el Espíritu de los Postres.

—Anda —agregó Aleco—, pídele a Fátima lo que has soñado…

El Viajero agradeció con la mirada y se acercó a la chica. Le temblaba la barba blanca y sudaba copiosamente. No se atrevía a hablarle a la jovencita. Aleco tuvo que carraspear dos veces para animarlo. Entonces El Viajero dejó caer, una a una, las palabras que ansiaba comunicar a Fátima.

—Dime, muchacha, ¿cómo es la receta?

Antes de responder, Fátima miró por encima del velo al Gran Shasha. Con una inclinación de cabeza, Antonio LeComto la autorizó para que contestara la solicitud de El Viajero.

—Se toman —dijo la chica con voz tenue y musical, como extraída de Las mil y una noches— almendras en polvo, pistachos picados, azúcar y agua de azahar. Es preciso mezclar bien en una fuente el azúcar, el agua de azahar y el polvo de almendra…

—Sí, sí… —la apremió El Viajero con impaciencia rara en él.

—La masa obtenida debe reposar durante una hora. Después, se hacen con ella bolitas del mismo tamaño, y se perforan en el centro.

—¿Y entonces? —preguntaron a dúo El Viajero y Antonio, con los ojos salidos y la lengua seca.

—Entonces —remató Fátima— se rellena el agujero de cada bolita con los pistachos picados.

Mientras recitaba sensualmente la receta del Halawate Fuzduk, Fátima había colocado una bandeja de plata con los postres encima de la mesita.

—Al final —continuó Fátima antes de retirarse—, y sólo al final, se salpimentan las masitas con azúcar moreno y pistachos y se sirven en una bandeja, en lo posible, de plata… Con permiso.

Aleco y El Viajero estaban alelados. Tan pronto como vieron que la muchacha se retiraba, cayeron sobre las bolitas de pistacho y almendras como tigres sobre gacelas. Medio minuto después, la bandeja estaba totalmente vacía.

—Oye —comentó El Viajero a Aleco, chupándose los dedos—: si la Inteligencia Estomacal existe, esta chica es Einstein…

—Tal vez algún día Fátima será famosa escribiendo novelas gastronómicas —sentenció misteriosamente el Niño Sabio.

Los visitantes (3)

Wencealas y la dieta

Fátima estaba particularmente hermosa ese día, y El Viajero tardó poco en notarlo. Bajo la túnica transparente se adivinaban las formas de un ánfora, con dos senos coronados por rubíes, como los relojes finos. Los ojos eran una hermosa contradicción, pues, siendo de ensueño, desvelaban. La boca, sensual como una granada o por lo menos del mismo color, cuando se abría daba paso a su sonrisa, blanco estallido de jazmines.

Aleco se dio cuenta de que al viejo empezaba a faltarle el resuello, y prefirió que la muchacha se marchase del salón.

—Anda —dijo a Fátima—, vete a la cocina.

—Pero si no tengo nada que hacer allí —se excusó inocentemente la chica—. Prefiero permanecer aquí con vosotros —y lanzó una mirada traviesa a El Viajero.

Éste volvió a resollar, pero lo hizo en forma entrecortada. Preocupante.

—Inventa algo, pero vete —dispuso Aleco con mirada seria.

—Está bien —dijo Fátima, y se alejó.

Antonio pudo descansar tranquilo. El viejo también.

Como la chica se había marchado a la cocina, El Viajero tuvo que atender la llegada del siguiente visitante. Se trataba de un joven tan grande como un elefante y tan gordo como un hipopótamo. Era un muchacho de sólo 30 años, pero parecía 30 muchachos de un año. Lo vestían con carpas de camión, llevaba una hamaca a manera de bufanda y calzaba esquíes.

Cuando Aleco le solicitó sus datos personales, buscó en un bolsillo y le entregó una tarjeta untada de chocolate y chorizo:

Wenceslas Jarljos

Tel: 789-456-996320

@ 44573

Antonio arrugó las cejas.

—Me parece que está incompleta —dijo—. Falta algo en la dirección electrónica.

—No es la dirección, Maestro —comentó tímidamente Wenceslas—. Mira la abreviatura. Es mi peso en arrobas: cuarenta y cuatro coma quinientos setenta y tres.

—¡Quinientos trece kilos! —exclamó aterrado Aleco, que era sabio, y conocía de pesos.

—Quinientos doce y medio —precisó Wenceslas con coquetería.

LeComto se quedó como paralizado por unos momentos, y luego, señalando el almohadón, le dijo:

—Bueno, siéntate y cuéntamelo todo…

Wenceslas obedeció; pero no bien se hubo sentado, el almohadón estalló y las plumas volaron por el santuario de Culén Leufú.

—Empecé a engordar a las cuatro horas de nacer —confesó Wenceslas—. Mi madre me amamantaba cada tres minutos. A la semana necesitó trasplante de tetas. Le pusieron seis, pero aun así no bastaban para nutrirme con la leche materna, de modo que pasé al biberón de yogur de cabra. Consumía varias docenas al día. Varias docenas de cabras.

Wenceslas se detuvo para respirar.

—En el colegio me apodaban «Soloboca», porque no hacía más que comer. Simultáneamente empecé a hincharme. Aumentaba un kilo por día. En el colegio pasaron a apodarme «Solopanza». Había llegado a 340 kilos cuando un médico me hizo tomar tres galones de purgante. Tuvo un efecto demoledor. En el colegio me apodaron entonces…

—Te ruego que pasemos por alto los apodos —interrumpió Aleco.

—El efecto fue momentáneo, y bajé un kilo, a 339. ¡Era la primera vez que perdía peso! Sentí entonces que podía ser más ágil y más liviano de lo que había sido hasta entonces. Me di cuenta de que estaba en mis manos adelgazar. Pero, al mismo tiempo, mis manos nunca se hallaban libres: siempre estaban llevando comida a mi boca. Era una lucha sin cuartel entre mi voluntad y mi apetito. Poco a poco fue ganando el apetito, y aquí me tiene: ahora peso 170 kilos más que cuando estaba en el colegio, y me siento apabullado, abrumado, sin futuro…

—¿Has pensado en el Sumo? —preguntó Aleco.

—Sí, y me descalificaron por sobrepeso.

Antonio levantó las cejas con escepticismo. Reflexionó durante unos segundos y tomó la palabra:

—Lo primero que tienes que entender es que el Ser Humano no puede estar gobernado solamente por el apetito. Para eso tenemos la inteligencia. Mejor dicho, para eso tenemos tres clases de inteligencias: la Inteligencia Racional, la Inteligencia Emocional y la Inteligencia Estomacal.

Wenceslas no pudo evitar un bostezo. Estaba interesado, pero tenía hambre.

—Las tres inteligencias han de marchar en armonía —continuó Aleco—. La Inteligencia Racional propone, la Inteligencia Emocional dispone, y la Inteligencia Estomacal depone. Es evidente que en tu caso se ha roto la armonía entre las tres. Piensa que sólo una letra separa al insaciable del insociable.

—Mi problema es distinto: cuando escribo, suelo comerme varias letras.

—Me gustaría saber cuál es tu Coeficiente Estomacal.

—¿Coeficiente Estomacal? —preguntó Wenceslas.

—Sí. Así como hay un Coeficiente Intelectual y un Coeficiente Emocional, hay un Coeficiente Estomacal.

—¿Y cómo se determina, Maestro? —interrogó Wenceslas mientras hurgaba en sus bolsillos en busca de una paella que traía escondida.

—Lo haremos. Es muy sencillo: a cada palabra que yo te plantee, deberás contestarme con la primera imagen que se te venga a la cabeza. Una operación matemática aplicada al final nos dará el Coeficiente Estomacal.

—Cuando quieras —dijo el visitante con la boca llena de paella.

—«Perro» —lijó Aleco.

—«Caliente» —añadió Wenceslas una fracción de milisegundo después. Varios bocados de arroz con calamar saltaron por el aire.

—«Pierna» —dijo Aleco.

—«De cordero».

—«Brazo».

—«De gitano».

—«Cabello».

—«De ángel».

—«Pie».

—«De manzana».

Aleco estaba sorprendido por las respuestas y se propuso hacer más difícil la prueba a Wenceslas desviando el tema hacia sugerencias amorosas y sexuales.

—«Corazón».

—«De alcachofa».

—«Besitos».

—«De coco».

—«Cama».

—«… rones al ajillo».

—«Pene».

—«A la rabiatta».

El Gran Shasha suspendió el examen y calculó. Era increíble. El Coeficiente Estomacal de Wenceslas equivalía al Coeficiente Intelectual de Isaac Newton o al Coeficiente Emocional de la Dama de las Camelias. Era récord mundial.

—Vamos a ver —le comentó Aleco al joven, que había despachado ya toda la paella y buscaba turrones en el bolsillo—. Tu caso es grave, porque sólo piensas en comer. Para ti no existen los animales, el cuerpo humano, ni siquiera el sexo. Sólo la comida. Eres el típico Tonto Estomacal, que no come para vivir, y ni siquiera vive para comer, sino que come para comer. Usa tu Inteligencia Estomacal, hombre. Ella te dirá que en la medida en que descubras otras cosas en el mundo te alejarás de la comida.

Wenceslas se mostraba conmovido por las palabras de Aleco. Éste prosiguió:

—El Interior del Ser Humano es más rico que el más rico de los paisajes. Pero hay que escudriñar esa riqueza. Por ejemplo, quita la vista de los turrones que has colocado sobre la alfombra, cierra los ojos y observa tu Interior, explórate a ti mismo… ¿Qué ves?

Wenceslas bajó los párpados y guardó silencio.

—Paella —dijo al cabo de un rato.

Aleco estaba a punto de perder la paciencia. Pero realizó un nuevo intento.

—¿Tienes novia?

—No, Maestro. Alguna vez lo intenté, pero las ballenas están protegidas por tratados internacionales.

—Pues la necesitas. Deja que tu Inteligencia Emocional acuda en auxilio de tu Inteligencia Estomacal —le aconsejó—. Haz una dieta de amor. Libera tu Ser Masculino. Descubre la mujer, pregunta por la sensualidad…

—¿Tú crees que eso ayudaría?

—Sin duda, y te lo voy a demostrar —dijo Aleco con una súbita inspiración—. ¡Fátima! ¡Ven acá!

Casi al instante apareció Fátima; estaba aún más hermosa que al comienzo del capítulo. Parecía una mezcla entre odalisca turca y Miss Venezuela. Iba vestida de aromadas gasas y caminaba como sobre nubes, mientras sus manos aladas sostenían con gracia un leve plato blanco. Relámpagos de pasión lanzaban sus ojos negros.

Aleco vio las consecuencias inmediatas de su genial inspiración: Wenceslas se sintió atraído hacia esa aparición mágica como por un imán irresistible, y sin que el Niño ni El Viajero pudieran hacer nada por evitarlo, profirió un bramido desde lo más hondo de su Ser Masculino, se lanzó arrojando babaza sobre la aterrorizada Fátima, y, despojándola del postre que llevaba en el plato, huyó con éste y se perdió para siempre en la insondable obesidad.

La ninfomaníaca

En esa calurosa noche la puerta del Santuario había quedado abierta. Por el aire tibio discurría una dulce melodía ecológica hindú, regalo navideño que había enviado el brahmán Bhayasalamandra. Aleco meditaba sentado sobre una fresca esterilla en posición de yogui mientras El Viajero, después de haberse bañado en las heladas aguas del lago, se ventilaba con un abanico de plumas de ñandú; Fátima los observaba de pie, en actitud vigilante y con los brazos en jarras, según la costumbre árabe de refrescarse introduciendo las extremidades superiores en récipientes con agua.

Aprovechando que la puerta estaba abierta entró sin anunciarse, y fuera del horario de visitas, una hermosa mujer que lucía una minifalda de lentejuelas, tan breve como poco apropiada para ese lugar de recogimiento. Bamboleando sensualmente las caderas y haciendo sonar sus alhajas se apoyó como una felina contra la pared. Su cabellera larga y sedosa exhalaba un sensual perfume de pétalos de orquídeas salvajes que contrastaba con el aroma terrígeno que brotaba del pebetero de guano ecológico que ahumaba el Santuario.

Miró a El Viajero con ojos languidecientes; luego se le acercó y le susurró con voz ronroneante, acariciarte, seductora:

—Hola, guapo, ¿nos conocemos de algún lado?

El Viajero sintió que una corriente eléctrica recorría su piel, erizaba sus cabellos y elevaba drásticamente su temperatura corporal. Parecía que por unos momentos el Santuario dejaba de ser un lugar de recogimiento y se volvía de estiramiento.

La mujer seguía insinuándose:

—¿Solito, mi amor? —y sus ojos lascivos atravesaban al anciano—. ¿Una copa? —agregó, acariciándole una oreja.

Aleco y Fátima se miraron asombrados. La Visitante seguía dirigiéndose a El Viajero:

—No puedo vivir sin hombres. Me gusta conquistar, hechizar, seducir —ronroneaba, mientras miraba al anciano seductoramente—. Vivo amando, no tengo límites en mi pasión. Encuentro a un hombre, lo hago mío, lo dejo; luego busco a otro, y todo se repite. Paso mis noches de bar en bar, de discoteca en discoteca. Sin los hombres sufro. No puedo estar sola.

El Viajero tenía los ojos desorbitados y el corazón al borde de la arritmia; temblaba de pies a calvicie. Sus hormonas, enloquecidas, recorrían todos los rincones de su sistema circulatorio. Al fin, arrojando humo por las orejas, se desmayó: eran demasiadas emociones para un anciano más que milenario…

El niño lo reanimó acercando a sus narices el sahumerio de guano ecológico. Cuando el viejo se recuperó, el niño le dijo, en tono de reproche:

—Me das pena, Viajero. Sólo un Tonto Emocional cede a sus bajos instintos.

Entretanto, la mujer repasaba sensualmente sus labios carnosos con la lengua y oscilaba aferrada a una columna de la cabaña a la que había atenazado entre las piernas.

Fátima miró indignada a El Viajero, y éste sintió vergüenza.

Entonces Aleco se dirigió a la mujer:

—Padeces de ninfomanía, o furor uterino. Pero, dime una cosa: ¿sabes por qué se enfurece tu útero? ¿Has hablado con él? ¿Sabes quién provoca su enojo?

Sorprendida, la mujer negó con la cabeza. Aleco prosiguió:

—Tu útero siente; tiene emociones, y tú no eres capaz de controlarlas. Cuando el útero se enfada entra en lo que llamamos «Tontería Emocional Uterina», y se convierte en un útero furioso, de mal carácter, agresivo, poco sociable; por eso no hay hombre que te dure. Debes cambiar; debes tratar de conseguir la Inteligencia Uterina, dominar esas bajas pasiones. Porque lo bajo lleva a lo bajo, mientras Lo Que Sube Hacia Arriba termina Elevándose Hasta el Cielo.

El Viajero aprobó vehementemente esta última frase.

Aleco lo fulminó con una mirada de censura, y continuó:

—Debes practicar la abstinencia, la pureza: ser casta, virtuosa, pudorosa, decente, decorosa. ¿Para qué quieres tantos hombres? Sólo el Tonto Emocional confunde cantidad con calidad. Piensa en Mesalina o en Catalina la Grande. ¿Acaso crees que eran felices?

La Visitante lo escuchaba con la boca abierta por el asombro. Aleco llegó a pensar que su palabra había producido en el pecho torturado de aquella mujer el efecto apaciguador deseado. Hasta que al fin la ninfomaníaca estalló:

—¿Quién te preguntó algo, enano? —exclamó ofendida—. ¡Qué me importa Mesalina la Grande! No deberían dejar entrar niños aquí. ¡Yo no he recorrido cientos de kilómetros para escuchar los regaños de un recién nacido! ¡Una viene a la discoteca a divertirse, no a aguantar sermones!

Y, dirigiéndose a Fátima, ordenó:

—¡Música bailable, muchacha!

—¿Discoteca? —inquirieron Aleco y El Viajero al unísono.

—Claro —respondió la mujer, que ahora dudaba—. ¿No es ésta la discoteca El Santuario?

El joven, sonriendo, le explicó su error. Desconcertada, la mujer se disculpó y se retiró del salón, no sin antes mirar al Viajero seductoramente por última vez. «Ya me extrañaba que en vez de rock pusieran ese sonsonete acuático y celestial», musitó.

Aleco subió el volumen de la música y volvió a su meditación; Fátima regresó a sus jarras; y El Viajero decidió darse otro chapuzón refrescante en las heladas aguas del lago de Culén Leufú.

Domingo

Es difícil saber cuándo ha llegado el domingo en el desierto de la Patagonia. La dura naturaleza no descansa y se mantiene igual que el resto de la semana. El viento no cesa de barrer las tierras áridas y peladas. Los lagos guardan su misterioso y helado silencio. La arena se levanta en bruscas espirales. Los trozos de hielo se desprenden, van al mar y forman icebergs que luego hunden trasatlánticos. Oprimida por la dureza patagónica, mucha gente ha llegado a perder la razón. Ni siquiera hay partidos de fútbol dominicales o campanadas que convoquen a misa el Día del Señor.

La única manera como los habitantes del Santuario de Culén Leufú pueden saber que es domingo son los varios relojes y almanaques electrónicos que anuncian con pitidos y alarmas la llegada de la jornada de descanso. También se sabe porque Fátima abandona la cabaña a las diez de la mañana para dirigirse al pueblo de Tucu Tucu, donde compra las provisiones en el mercado semanal, asiste al desfile de los huerfanitos del hospicio en el parque, presencia la izada de bandera y recoge en el camino polvoriento alguna encomienda que ha dejado la víspera en el buzón el cartero sabatino.

Si no fuera por los relojes, los almanaques electrónicos, el viaje de Fátima al pueblo de Tucu Tucu, el mercado semanal, el desfile de los niños del orfanato, la izada de bandera y las encomiendas del cartero sabatino, sería imposible saber en Culén Leufú que ha llegado el domingo.

Era domingo aquella mañana cuando Fátima encontró en las puertas de la cabaña una canasta con un bebé. No tenía indicación alguna ni instrucciones de uso. Era el Visitante más insólito que había recibido el Santuario. Llamaron Domingo al bebé porque no se les ocurrió otro nombre. Era francamente hermoso, pero lloraba mucho. Durante algunos días Aleco, El Viajero y Fátima se preguntaron a qué podría deberse la presencia del pequeño en tan lejano lugar. ¿Habían oído sus padres que en esa cabaña vivía otro niño? ¿Querían, por ventura, que desde chico se empapara de la Sabiduría? ¿Se trataba, acaso, de un Niño Señalado, como los que educan en el Tíbet para sustituir al Dalai Lama?

—El Destino —explicó Aleco en un momento dado— busca sus Caminos. A lo mejor este bebé significa Algo. A lo mejor su insistente llanto es una Señal.

—Debe ser señal de que tiene hambre —opinó El Viajero.

Fátima preguntó qué iban a hacer con el bebé.

—Recibirlo, claro —contestó Aleco—. Las Señales no se rechazan. Ya crecerá, aprenderá a hablar y nos dirá a qué ha venido.

—¿Y si ha venido a reemplazarte? Imagínate que a los ocho años reclama tu puesto —preguntó El Viajero, a quien no hacía mucha gracia compartir la cabaña con un bebé que no paraba de llorar.

—Lo sabremos con el tiempo —observó Aleco—. Si se trata de un nuevo enviado de la Luz, yo me pondré a su servicio. Pero eso se encargará de revelárnoslo a través de Señales.

—¿Y si le da por señalarnos la Salida? —preguntó El Viajero—. ¿Qué sería de ti, de Fátima, de mí? ¿Volveríamos a una vida nómada y fatigante? ¿Tendríamos que fundar un nuevo santuario? He oído decir que los préstamos bancarios están muy restringidos.

—¡Me alarma la Pequeñez de tu Espíritu! —exclamó Aleco muy enfadado.

—Debería alarmarte la pequeñez del Santuario. Aquí no hay lugar para un bebé que llora, que necesita que le saquen los gases, que ensucia los pañales. ¡Aquí ni siquiera hay pañales, Maestro!

—Domingo parece un bebé común y corriente, pero yo estoy seguro de que él nos trae un Mensaje. Ha ocurrido que, cuando el hombre está en el Error, la Mano Invisible que gobierna el Destino envía un mensaje valiéndose de un Recién Nacido.

—Yo no me opongo al Mensaje, Maestro —dijo El Viajero—, sino al Recién Nacido. Yo estoy muy viejo, tú estás muy joven y Fátima está muy ocupada como para que podamos encargarnos de criar un bebé hasta que nos revele su Mensaje.

—No es tan grave —observó Aleco—. A lo mejor es un Mensaje que puede transmitirse en media lengua, con lo cual bastaría con esperar apenas un par de años.

—¿Y si no? —respondió El Viajero—. Con Cristo tuvieron que esperar treinta…

—¡Y bien valió la pena, Tonto Emocional! ¡Te has vuelto viejo y egoísta, Viajero!

—¡A mí no me llames Tonto, oh Gran Shasha! —le increpó el anciano.

—Está bien —dijo Aleco ya más tranquilo—. Retiro lo de Tonto. Pero insisto en que te estás volviendo un viejo egoísta, un mezquino provecto, un anciano gruñón incapaz de compartir lo suyo con otros, un tipo decrépito, arrogante e insensible… —¡Y esto me lo dice un niñito malcriado! ¡Para hablar de tú a tú conmigo, deberías primero crecer un poco y madurar! Eso es lo que ocurre con estos santones imberbes que, en vez de ir al colegio, se sientan a que los atiendan y les sirvan los demás…

La atmósfera se había tornado francamente agresiva.

—¡Viejo chocho! ¡Carcamal! ¡Fósil! —¡Irrespetuoso! ¡Mocoso! ¡Sietemesino!

—¡Mira que te voy a dar una lección, dinosaurio!

—¡Acércate y verás cómo te aplico esas palmadas en las nalgas que tus padres no te dieron a tiempo!

—¡¡Ya está bien!! —gritó Fátima, colocándose entre los dos—. ¿Qué es esto? ¿No os da vergüenza? ¡Estáis peleando como ancianos malcriados o niños decrépitos!

Sacudidos por el grito de Fátima, Aleco y El Viajero frenaron en seco cuando estaban a punto de liarse a golpes.

—Además —comentó Fátima con dulzura—, mirad a quién tenéis asombrado.

Los dos volvieron los ojos hacia la canasta, donde Domingo los observaba atónito. El bebé había dejado de llorar y se mostraba asombrado. Cuando los púgiles bajaron los brazos, conmovidos, Domingo sonrió, y a la sonrisa siguió luego su carcajada cristalina. Era una escena tiernísima, que licuó el corazón de Antonio y del viejo.

Ambos se miraron, sollozaron y se lanzaron uno en brazos del otro.

—Nos hemos portado como unos Tontos Emocionales los dos —reconoció El Viajero.

—Sobre todo yo —dijo Aleco—. Perdona la vileza de mis palabras.

—No, perdóname tú a mí. He estado fatal.

—Mira que yo… llamarte «carcamal»…

Unos golpes interrumpieron los piropos mutuos: era que Domingo estaba aplaudiendo emocionado.

Fue fácil convenir en que el bebé se quedaría en el Santuario. Lo cuidarían por turnos, y esperarían lo que fuera necesario —dos años, treinta o sesenta— hasta que estuviera en disposición de transmitir el Mensaje que con él enviaba el Destino para alejar al hombre del Error.

Habían vivido felices con Domingo casi tres semanas, cuando se presentó a la cabaña un hombre con uniforme de cartero. Era un funcionario de Correos. Explicó que un compañero suyo, perdida la razón por culpa de la dureza patagónica, había equivocado sus rutas y dejado en Culén Leufú un bebé que debería haber entregado al hospicio de Tucu Tucu.

No se trataba, pues, de un Mensaje que mandaba el Destino para alejar al Hombre del Error, sino de un Error del Hombre en cuanto al Destinatario del Mensaje. El funcionario recogió a Domingo y se marchó con él para entregarlo al hospicio.

Aleco, El Viajero y Fátima los vieron alejarse por el camino polvoriento y, abrazados, rompieron a llorar como recién nacidos.

El lector de autoayuda

Cierto día visitaron a Aleco dos hombres; uno de ellos, delgado y de aspecto lunático, usaba barba, frisaba en los cincuenta años y era de complexión triste, seco de carnes, enjuto de rostro. El otro, obeso y de apariencia simple, fue quien se dirigió a Aleco.

—Me llamo Pancho Sánchez, y el hombre que me acompaña se llama Quijada, Quesada o Quijano, él mismo no lo recuerda. El problema es que este pobre hombre se enfrascó tanto en la lectura de libros de autoayuda, que pasa los días y las noches leyendo. Y así, de poco dormir y mucho leer, se le fue secando el cerebro y perdió el juicio. Se le llenó la fantasía de todo aquello que lee en esos libros, así de curas mágicas como recetas para el éxito en la vida, ecología doméstica, esoterismo, nigromancia, vidas pasadas, magnetismo, quiromancia, flores que sanan, cromoterapia, hadas y ángeles, el cuarto ojo, el I Ching, el Tai-Chi, el Ping-Pong —juego que creyó arte esotérico ancestral y que como tal lo practicaba—, y otros disparates imposibles. Y se le asentó de tal modo en la imaginación que eran eficaces todas esas fórmulas que leía, que para él no había otras formas de vivir más sanas en el mundo. Decía que la energía de la pirámide era mejor que la de las gemas, pero que el Reiki es incomparable para sanar los problemas causados por la reflexología; sus libros favoritos eran Energía ecológica, Cómo no perder amigos y, especialmente, Levitación al alcance de todos.

—Lo conozco: es una lectura muy elevada —interrumpió Aleco—. Prosigue.

—Rematado ya su juicio, vino a dar en el más extraño pensamiento que jamás dio loco en el mundo —continuó Pancho, cada vez más alterado—, y fue que le pareció conveniente y necesario, para el aumento de su honra y el servicio de la humanidad, hacerse caballero del esoterismo, nombrarme su escudero e irse por todo el mundo con sus ganas de mejorar a la humanidad, y exercitarse en todo aquello que él había leído que los sanadores se exercitaban, desfaciendo todo género de infelicidade y desdicha humana, maguer la desconfianda del próssimo, y cobrando eterno nomen e fama, i imaginábasse el povre non ya solo admirado sinon también desejado por el esforcado valor de su enxiemplo.

Aleco escuchaba con creciente sorpresa, hasta que de repente exclamó:

—¡Pero ustedes están locos!

—¡Yo, non, Su Altera, mas sí mi Senyor! —respondió Pancho Sánchez exaltado, señalando a Quijano.

Y unos minutos después, ya más tranquilo, continuó:

—Permítame terminar: tal es su locura, que, convencido de los males del progreso tecnológico y creyéndose protegido por las hadas célticas, el ángel de la guarda y varios orixás del candomblé, decidió atacar una central de energía eléctrica montado en su jeep y sin más ayuda que la de unas poderosas tenazas. El chispazo fue impresionante, como una explosión enceguecedora. Mi pobre amo casi pierde la vida.

Aleco se dirigió a Pancho de manera muy dulce, a fin de no alterarlo de nuevo:

—Su pobre amo cree ciegamente en lo que los libros dicen, Todos lo engañan y ganan dinero a su costa. Pero en realidad lo único que puede salvar a este hombre es la Inteligencia del Corazón.

Quijano, que hasta el momento había permanecido en silencio, se mostró de pronto interesado:

—¿Dónde puedo comprarlo? ¿Quién es el autor?

—No, no es un libro, es un consejo, pues veo que eres noble y bienintencionado.

—Primero consultaré con el I Ching —dijo Quijano, desconfiando de todo lo que no fuera palabra impresa.

Púsose entonces de pie, y marchóse seguido de su fiel Sánchez, que meneaba la cabeza con resignación. Aleco los miró alejarse.

—Eso es lo que tienen los fanáticos. Cada uno cree que su verdad es la única. Aunque tú y yo sabemos, Viajero, que la Única verdad es la Inteligencia del Corazón.

Un tiempo después, Aleco se enteró de que Quijano había abandonado definitivamente los libros de autoayuda. Pudo hacerlo gracias a un libro titulado Cómo abandonar definitivamente los libros de autoayuda.