Sonaba la última campanada del año mil a. C. cuando El Viajero salió de casa. Acababa de cumplir veinticinco años.
Desde muy niño El Viajero se había visto acosado por preguntas sobre la naturaleza de la naturaleza humana: ¿De dónde venimos? ¿Hacia dónde vamos? ¿Quiénes somos? ¿Cuántos somos? ¿Cómo nos llamamos? Lo único que pudo saber es que eran pocos, y que el más viejo era un señor llamado Kyrios, ya que en aquellos tiempos Patmos, su pueblo natal, no pasaba de ser una aldea habitada por una treintena de pescadores.
Buscando respuesta a sus preguntas, El Viajero abandonó la isla desde muy niño y se dedicó a recorrer el mundo. Durante sus primeros viajes conoció a muchos personajes notables. Todos perseguían la felicidad, pero, para alcanzarla, se perseguían sin cuartel los unos a los otros.
A El Viajero no le interesaban las guerras sino las indagaciones. Quería conocer el porqué de las cosas, la explicación de la vida, el secreto de la felicidad, la clave del misterio. Todo tiene una razón. De modo que si estamos aquí es por alguna razón. Y si todo tiene una razón, esa razón por la que estamos aquí debe tener una razón. Y detrás de esta segunda razón ha de existir una razón anterior. La idea de El Viajero era remontarse, de razón en razón, hasta la razón final, hasta la Razón Última de la Razón. Y pensaba: «¿Acaso la Razón Última es la Razón Primera? ¿Es que los últimos serán los primeros?»
Estaba seguro de que si lograba alcanzar la Razón Última de la Razón, es decir, aquello que constituía la Explicación Convincente (no la Disculpa Protocolaria, ni el Mero Pretexto, ni el Déjate de Disculpas), llegaría a la Explicación de la Vida, es decir, al Meollo del Asunto, a la Madre del Cordero.
El tiempo no contaba para él. Lo animaba la Gran Pregunta. Se había propuesto no morir hasta que no hubiera averiguado esa Razón Última de la Razón. En cierto punto un hombre sabio le explicó que la pregunta estaba mal planteada. No debía decir «hasta que no hubiera averiguado», pues ese no planteaba una negación doble, y, por ende, sumergía su propósito en un equívoco lógico y lo hacía quedar como un idiota.
A partir de este momento, El Viajero se propuso, pues, que no moriría hasta que sí hubiera averiguado la Razón Última de la Razón. El interrogante, por fin, estaba bien planteado. Pero El Viajero tuvo que volver a empezar su búsqueda: ¡había perdido décadas de indagaciones y viajes por un error en la construcción de la Gran Pregunta!
El Viajero conoce a Zoroastro
Una de sus primeras visitas lo condujo a Persia. El Viajero había oído hablar de una pareja que indagaba la Razón Última, etc. Se llamaban Sara Tustra y Zoro Astro y, según informes de caminantes que llegaban a Grecia, vivían en media ciudad.
Luego supo que los datos de los caminantes estaban parcialmente errados. Cuando El Viajero llegó a Persia, descubrió que no era una pareja, sino un solo sabio, llamado Zoroastro y/o Zaratustra, y que no vivía en media ciudad, sino en la ciudad de Media.
El profeta llevaba largo tiempo viviendo una existencia solitaria en el desierto y alimentándose únicamente de queso de cabra: ¡más de treinta años! Semejante circunstancia sembró de inquietud a El Viajero, que se preguntó si estaría el anacoreta en disposición de hablar con un visitante.
No faltaba fundamento a su preocupación. Cuando por fin logró llegar al lejano lugar donde vivía Zoroastro, descubrió que el insoportable aliento del Mago hacía imposible cualquier diálogo.
Encuentro de El Viajero con Buda
El Viajero optó entonces por dirigir sus pasos al Nepal, ya que no estaba muy lejos de allí, y buscar a un monje llamado Buda, a quien apodaban El Iluminado. Decían que este personaje era el poseedor de la Fórmula que conducía al Nirvana, un estado de felicidad celestial fuera del tiempo y el espacio.
Al Nepal llegó El Viajero unos pocos decenios más tarde.
Encontró que Buda permanecía sentado y se sumía en interminables meditaciones. Su sedentarismo le había hecho ganar peso y había propiciado el desarrollo de una notable panza que rebosaba la camisa. No parecía un sumo sacerdote que luchaba por la verdad, sino, en verdad, un cerdote luchador de sumo.
Años antes era distinto. Buda había llevado una vida de extrema austeridad que lo sometía a largos y terribles ayunos. Durante un tiempo llegó a tener un esquelético aspecto y sus discípulos pensaron que no era iluminado sino simplemente anoréxico.
Buda predicaba la existencia de tres personas en cada cuerpo, y El Viajero entendió que se refería a su peso actual.
El Viajero se acercó a él y le pidió al oído la Fórmula. Buda lo observó con sus ojos chiquitos y contestó en voz muy baja.
—Consumir menos calorías, controlar las grasas, evitar los carbohidratos, huir del alcohol y hacer ejercicio, mucho ejercicio.
El Viajero lo miró sorprendido.
—No me tomes a mí como ejemplo —le comentó con humildad autocrítica este hombre sabio—. El monje predica pero no lo aplica.
Y retornó al Nirvana, ayudado por una lasaña, una botella de vino y un banana split con chocolate y almendras que le había traído a manera de merienda uno de sus asistentes.
El Viajero se moja con Tales
Por consejas de marinos cretenses, en el año 585 antes de Cristo se enteró El Viajero de que acababa de nacer la filosofía occidental en Mileto. Esperanzado de encontrar en la filosofía lo que le había negado hasta ese momento la religión, El Viajero se dirigió a esta antigua ciudad griega que era un importante puerto fluvial y marítimo. Al llegar descubrió que la filosofía occidental había sido patentada por un tal Tales, matemático y astrónomo. Era uno de los Siete Sabios de Grecia. Posiblemente el quinto o sexto, pero poco a poco mejoraba su posición en la tabla.
El Viajero encontró a Tales sumergido en una piscina; estaba dedicado a resolver el problema que le había planteado un triángulo. Probablemente era un triángulo con su esposa y su mejor amigo, que retozaban desnudos en el extremo opuesto de la piscina. Encima de una mesita, en lo que parecía ser un pequeño bar, reposaba un vaso de whisky a medio beber.
El Viajero no vaciló en explicarle lo que lo había traído hasta allí (un velero ateniense) y lo que estaba interesado en saber (la Razón Última, etc.). En suma: ¿qué es la vida?
Tales señaló el mar, señaló el río, señaló la piscina y dijo simplemente:
—Agua.
El Viajero alzó las cejas en espera de una respuesta más concreta. Había viajado muchos meses en busca del primer filósofo griego, y semejante contestación fue para él como un balde de agua fría.
—La vida es agua —dijo en forma más explícita Tales.
Evidentemente desilusionado, El Viajero abrió los brazos:
—¿Es todo lo que puedes decirme sobre la vida? —inquirió a Tales.
El de Mileto hizo un gesto escéptico. Al cabo de un rato movió la cabeza negativamente, como si no se le ocurriera nada más. El Viajero se levantó y se dispuso a marcharse. Entonces escuchó la voz imperiosa de Tales que lo detenía.
—¡Aguarda! —gritó el sabio.
El Viajero detuvo sus pasos.
Entonces, Tales de Mileto agregó, señalando la mesita donde se hallaba el bar: «También hay soda».
Cuando El Viajero traspasó la puerta del jardín, Tales seguía meditando y bebiendo, y su mujer chapoteaba feliz en la piscina con su mejor amigo. Se veía que lo pasaban muy bien en el agua.
Pitágoras enseña el pi a El Viajero
El siguiente encuentro de El Viajero fue con los presocráticos, a quienes los íntimos amigos llamaban cariñosamente «los presos». Los presocráticos se distinguían porque, a pesar de ser unos tipos muy agudos, casi todos tenían nombre esdrújulo, hecho que no les parecía nada grave. Su inteligencia era tan grande que les permitía entender refinados juegos de palabras, como el de la frase anterior.
Formaban un grupo muy animado de jóvenes que discutían a todas horas sobre la filosofía de la vida. Algunos caminaban sin cesar mientras discutían, y por eso los llamaban «los peripatéticos». Otros paseaban sus perros mientras discutían, y eran llamados «los perripatéticos». Otros perdían todas las discusiones; los llamaban, simplemente, «los patéticos».
A ellos acudió El Viajero para que lo guiaran acerca del sentido de la vida. Cada uno le dio una respuesta diferente.
—Yo creo que son los números —dijo Pitágoras, que había inventado las tablas de multiplicar, el teorema de Pitágoras y una cosa llamada el pi, sobre la cual, temiendo ruborizarse, El Viajero no quiso saber nada.
Pitágoras tenía un corro de discípulos que marchaba tras él estimulado por los premios que el filósofo ofrecía. Sostenía Pitágoras que si uno dividía la circunferencia por 2pi, le daba un radio. Hubo alumnos a los que les dio, incluso, un televisor y una nevera.
El Viajero, sin embargo, no quedó convencido de que la Razón Última de la Razón fueran los números, y se marchó, después de dar 1000 gracias a Pitágoras.
Cambia conceptos con Heráclito
El siguiente presocrático con quien dialogó fue Heráclito. El filósofo se mostró muy amable con El Viajero el primer día, y le expuso su idea:
—Todo fluye. El sentido de la vida es el cambio, la mutación. Nadie se baña dos veces en el mismo río. Es más: en Grecia, nadie se baña dos veces en el mismo mes.
El Viajero se propuso continuar la conversación al día siguiente, pero en esa ocasión encontró a un Heráclito hostil y grosero, que se negó a cruzar palabra con él a menos que le diera la suma de treinta dracmas.
—Todo influye —dijo Heráclito en su defensa.
El Viajero descubrió que, fiel a su teoría, el humor de Heráclito cambiaba constantemente, y prefirió fluir hacia otro filósofo.
Otros filósofos esdrújulos
El nuevo filósofo resultó llamarse Parménides, y sostenía exactamente lo opuesto a Heráclito. Es decir, que uno se puede bañar varias veces en el mismo río, y que incluso es deseable. Decía también que el movimiento es una mera ilusión, y que para saberlo basta con observar la inmovilidad de las ventanillas de atención al público en las oficinas del Estado.
Cuando El Viajero le solicitó que sintetizara su pensamiento, Parménides expresó:
—Del No Ser no se puede decir Nada.
Después no dijo nada.
Aires de filósofo
El siguiente interlocutor fue Empédocles, de quien se decía que era mago, que hacía milagros con las estrellas y que controlaba los vientos. El Viajero se preguntó que, si esto último era verdad, por qué lo llamaban Empédocles.
Nunca quiso averiguarlo, y prefirió plantear sus preguntas ante otros sabios. A medida que dialogaba con nuevos presocráticos, El Viajero hallaba que cada uno tenía su particular aproximación al sentido de la vida. Cuando no era el agua, era el fuego, y cuando no era el fuego era el aire. El Viajero estaba a punto de llegar a la conclusión de que la Razón Última de la Razón no es uno solo de estos elementos, sino la suma de todos ellos. De haber alcanzado semejante convicción, El Viajero habría dado por terminada su misión en la tierra y no habríamos sabido nada más de él.
Por desventura, apareció en ese momento un conferenciante llamado Protágoras y le explicó que los elementos no existían, que todo era una mentira de los sentidos.
—Los sentidos nos engañan —explicó Protágoras.
Esto ya era demasiado sin sentido para El Viajero, que resolvió esperar hasta que naciera Sócrates para que lo sacara de dudas.
Sócrates recibe a El Viajero
Sócrates fue el último de los presocráticos, el primero de los postsocráticos y el primero y último de los postpresocráticos. De él no se conoce ningún escrito. Lo que se sabe sobre su doctrina es porque lo ha contado Platón, y hay quienes creen que Platón era un charlatán.
El Viajero se reunía con Sócrates y sus discípulos casi todas las tardes en una colina ateniense al lado del mar. De sus largas charlas con Sócrates, El Viajero sólo obtuvo una respuesta:
—Sólo sé que no sé nadar.
La descuidada transcripción de Platón suprimió la erre, y Sócrates pasó a la historia como un ignorante.
Es posible que él se considerase tal, pero la policía estaba convencida de que sabía demasiado y lo obligó a tomar cicuta con pollo. El pollo estaba en mal estado, y Sócrates falleció intoxicado.
Platón invita a El Viajero a la caverna
Platón era el principal discípulo de Sócrates. Tenía dos características muy conocidas: primero, afirmaba que el sentido de la vida son las ideas inmutables; y segundo, odiaba que hicieran chistes idiotas con su nombre. No olvidaba el caso del malogrado Empédocles.
Según él, hay un lugar donde habitan muy cómodamente las Ideas, algo así como un Hotel de Ideas. Nosotros no podemos verlas, tan sólo observar sus sombras.
Para explicarse mejor, Platón relató a El Viajero una fábula que se desarrollaba en una caverna.
—En la parte de atrás de la caverna —dijo el filósofo— hay unas figuras que se mueven y proyectan sus perfiles sobre las paredes delanteras de la cueva.
La gente observa estas sombras y perfiles y cree que ellas son la realidad. Pero la verdadera realidad es la que está atrás.
—¿Es el cine? —intentó adivinar El Viajero.
—No sé. Voy poco al cine —respondió Platón con una mueca de desagrado, y se negó a proseguir el diálogo con El Viajero.
Éste vio inútil tratar de disuadirlo. Tenía la sensación de que Platón era un tipo de ideas inmutables.
Con todo, El Viajero consideró siempre a Platón como un querido y viejo amigo. Un amigo que le rehuía, que lo rechazaba, que lo detestaba. Pero un amigo, al fin.
La impresión que Platón dejó en él fue algo profunda y redonda.
—Platón —explicaba El Viajero— fue como un recipiente para mis inquietudes.
Desde entonces, El Viajero no dejó de citar a Platón. Y éste no dejó de faltar a las citas.
Los jueguecitos de Ariatóteles
En cambio, el principal discípulo de Platón, Aristóteles, fue muy expansivo con El Viajero. Habló pestes de Platón y le propuso a El Viajero unos jueguecitos de palabras que él llamaba silogismos. Los silogismos consistían en una premisa mayor y una menor, que desembocaban en una conclusión. Si ambas premisas eran del mismo tamaño, el juego fracasaba y la conclusión era que se había perdido un tiempo valioso.
Los silogismos de Aristóteles eran como éste:
Cuando El Viajero adquirió alguna familiaridad con los silogismos, Aristóteles le propuso que apostaran unos dracmas, para agregar, según él, «un poco de interés al raciocinio». Si El Viajero acertaba en la conclusión, ganaba la apuesta. Si el que acertaba en la conclusión era Aristóteles, entonces éste se quedaba con el dinero.
En un principio, El Viajero ganó varias manos y se puso muy contento. Aristóteles fingía admirarse de su habilidad y su buena suerte y hasta lo llamaba compadre. El Viajero llegó a pensar que podría batir a ese simpático viejo de barba que lo felicitaba cada vez que acertaba en la conclusión.
Pero cuando El Viajero cogió confianza y empezó a apostar fuerte, el que ganó fue Aristóteles. Lo que ocurrió al final podría reducirse a un silogismo:
Un adiós antiguo y clásico
El Viajero se marchó desilusionado de la Grecia Antigua y Clásica. Había acudido en busca de la Razón Última de la Razón, y no sólo no había encontrado ninguna explicación convincente sobre la vida, sino que unos lo habían tratado mal y otro lo había despojado de sus ahorros.
Y eso que eran sus coterráneos y hablaban su misma lengua. «¿Qué tal si yo hubiese hablado sólo inglés, alemán o español? ¡Cómo me habrían explotado!» Se decía a sí mismo, anticipando lo que les iba a ocurrir más de dos mil años después en Grecia a millones de turistas.
—¡Merecéis desaparecer todos! ¡Cínicos! ¡Sofistas! —los increpó El Viajero poco antes de embarcarse, sin saber que acababa de fundar dos escuelas filosóficas más.
San Pedro recibe a El Viajero
El Viajero deambuló algunos siglos sin hallar un interlocutor que considerase interesante, hasta que un día le comentaron que estaba haciendo furor en Palestina un carpintero que decía ser hijo de Dios y predicaba qué la razón de la vida no es el agua, el aire ni el fuego, sino el amor.
¿El amor como razón de la vida? A El Viajero le pareció algo ingenuo el planteamiento, pero reconoció que sería aconsejable conocer a ese joven ebanista, sobre todo si estaba tan bien relacionado familiarmente. Es más: a lo mejor mediante las influencias del carpintero podría lograr una cita con Dios, que quizás era el único capaz de despejar las dudas, angustias y preguntas que arrastraba El Viajero.
Y hasta Jerusalén se trasladó. Pero no tuvo suerte: no sólo resultaba utópica la ansiada cita con Dios, sino que ni siquiera consiguió que lo recibiera el carpintero. Al parecer, sus asesores habían tendido un estrecho cerco sobre él, y no dejaban que se le acercara nadie. Lo atendió un viejo que cargaba un pesado manojo de llaves. Se llamaba Simón pero lo apodaban Pedro.
El recién llegado interrogó a Pedro por la Razón Última de la Razón y por todas esas cosas que acostumbra a plantear. Pero en vez de conseguir contestaciones, obtuvo una mirada de perplejidad.
—Mire, joven —le dijo Pedro (en ese tiempo El Viajero aún era joven)—. Me está lanzando preguntas muy complejas. Yo soy un simple pescador y no estoy en condiciones de contestarlas. Si le apetece un milagrito, si tiene una pierna torcida o un hijo enfermo, dígame y trato de arreglárselo.
El Viajero intentó plantear las Preguntas en lenguaje que entendiera un simple pescador o incluso un pescador simple.
—Le agradezco mucho lo de los milagros, pero no es ése mi interés. Yo persigo otra cosa —explicó El Viajero—. Hágase a la idea de que soy un pescador y ando buscando un tesoro, que es la Razón Última de la Razón. Entonces arrojo mi red, que son las Preguntas, para ver si allí cae el tesoro.
Pedro entendió aún menos, y se dio cuenta de que lo mejor era deshacerse de ese griego medio loco con la mayor prontitud.
—De acuerdo con lo que me dice, joven, yo creo que con quien usted debe entrevistarse es con el tesorero de nuestro grupo. Tome este pergamino; en él he escrito una recomendación para Judas. No le extrañe que esté en blanco: soy un pescador simple y analfabeto.
Fue así como El Viajero trabó amistad con Judas Iscariote, el gerente de los apóstoles.
Amistad de El Viajero y Judas
Al comienzo Judas se mostró atento pero poco accesible con El Viajero.
—Caballero —le dijo—: yo aquí me ocupo del economato, lo que no es poco porque mis compañeros son más dados a predicar que a trabajar, y por lo tanto no tengo tiempo de responder sus preguntas.
Pero El Viajero insistió con paciencia y se interesó por el difícil manejo de la tesorería hasta captar la confianza del apóstol.
—No sé cómo consigo llegar a fin de mes con el escaso dinero que tenemos —le confesaba Judas—. A veces creo que sobrevivimos de milagro.
No pasó mucho tiempo antes de que Iscariote le abriera su corazón a El Viajero y le expusiera sus preocupaciones sobre el sentido de la vida.
—El Maestro dice que el hombre se salvará si escoge libremente el bien frente al mal —expresó—. Ahora bien: está escrito por los profetas que muy pronto traicionaré al Señor. Si no hay traición, no habrá procesamiento y muerte del Maestro. Y si el Maestro no muere, no podrá resucitar al tercer día para limpiar la culpa original del hombre y ofrecer a la humanidad una esperanza de salvación.
El Viajero lo escuchaba atentamente.
—Esto significa —prosiguió Judas— que es indispensable mi traición para que el hombre se libere del pecado original y pueda escoger entre el bien y el mal, según su libre albedrío. Perfecto. Pero yo pregunto: «y de mi libre albedrío ¿qué?».
A El Viajero le parecía muy entrado en Razón el comentario de Judas.
—Como ve —continuó el tesorero—, yo no tengo libertad de escoger entre el bien y el mal. Alguien escogió por mí desde siempre y me condenó a la maldición y el desprestigio eternos, sin darme la oportunidad de una conducta distinta.
—Me parece una injusticia terrible —acotó desolado El Viajero—. Es como para suicidarse.
No había más que hablar. Se despidieron. Iscariote quedó sumido en sus desoladoras cavilaciones mientras El Viajero procuraba poner tierra de por medio con el drama que veía venir.
El Viajero va a La Meca
El Viajero recuerda exactamente cuándo decidió viajar a La Meca a instancias de un adiestrador de camellos que le habló en el salón de actos de la Universidad de Maguncia sobre un Profeta Glorioso llamado Mahoma, que conocía la Razón Última de la Razón: fue en enero del año 621. Lo que El Viajero no ha podido recordar es qué hacía un adiestrador de camellos en el salón de actos de la Universidad de Maguncia.
Llegó El Viajero a La Meca en febrero del año 622 y al preguntar por el Profeta lo condujeron ante un sobrino suyo, que era mullah. Este religioso le dijo que Alá era grande pero que su tío era víctima de crecientes persecuciones y estaba oculto. Ni siquiera él sabía su paradero. Sin embargo, le aconsejó que buscara a un cuñado suyo que quizás estuviera en condiciones de ayudarlo.
El cuñado le explicó que ocho días antes, el 22 de julio, el Profeta había viajado a Medina, por instrucciones de Alá.
—Se fue de Hégira —dijo el cuñado de la mujer.
—¿De gira? —comentó El Viajero.
—De H-é-g-i-r-a —aclaró el consuegro—. Esto es, de huida. Llegará a Medina el 22 de septiembre. Si quiere, puede visitarlo allí. Yo podría venderle unas babuchas que son perfectas para la caminata, elaboradas en cuero de mula.
—¿De mullah? —preguntó asqueado El Viajero.
—No, de mula, animal —dijo ambiguamente el mercader.
El Viajero decidió que había llegado el momento de salir de esa tierra. Estaba fatigado: lo habían tenido durante meses de la Ceca a La Meca, que por aquí, que por Alá… Así que compró las babuchas, escogió unos cinturones y unos monederos como souvenirs y se despidió para siempre de La Meca.
En la celda de Tomás de Aquino
Aunque era noble, rico, muy gordo y napolitano, lo cual le habría garantizado un empleo como tenor, Tomás de Aquino había escogido estudiar a Dios. El Viajero resolvió visitarlo en el convento dominico donde meditaba. Creía que Aquino podría darle alguna pista sobre sus inquietudes.
Corría medio Medioevo. Tomás había imaginado diecisiete pruebas sobre la existencia de Dios. Era el resultado de largos años de lucubraciones, y el santo se disponía a ponerlas ahora por escrito. Se trataba de argumentos tan contundentes que harían imposible el ateísmo. Fue entonces cuando penetró El Viajero en la austera celda, amueblada apenas por un camastro, una silla que ocupaba el teólogo, y una mesa contra la que tropezó El Viajero aparatosamente.
El estruendo y la abrupta presencia de El Viajero constituyeron una desagradable sorpresa para el teólogo, poco acostumbrado a que interrumpieran sus reflexiones. Tan impertinente le resultó la visita, que, aunque intentó reconstruir las diecisiete vías, sólo consiguió acordarse de cinco.
—En fin, ¿qué es lo que quieres? —preguntó con resignación a El Viajero al cabo del inútil esfuerzo.
—Busco —dijo El Viajero con timidez— la Razón Última de la Razón, el Sentido de la Vida, el Porqué de la Existencia.
—No hay otra razón que Dios —replicó Aquino—. ¿Tú crees en Dios?
—Sí —contestó El Viajero.
La respuesta no pareció agradar al teólogo.
—Porque si tienes dudas, yo puedo exponerte cinco pruebas sobre su existencia, que te convencerán.
—No, no tengo dudas.
—Piénsalo bien. De pronto, en momentos difíciles o negativos, ¿no te sientes escéptico y niegas que Dios exista?
—No —dijo con franqueza El Viajero.
—¿No se te ha ocurrido que la idea de Dios puede ser un invento del hombre para explicar lo inexplicable o consolarse en sus aflicciones?
—Pues… no.
—¿No crees dudosa la existencia de alguien que no podemos tocar, ni ver, ni escuchar, ni palpar, ni invitar al teatro?
—No me parece.
—Dicen que Dios nos espera al morir. Pero ningún muerto ha regresado a confirmarlo. ¿No te parece sospechoso?
—Mmhhh… no.
—¿No crees que si Dios existiera podría ofrecernos en este instante una prueba de ello, como convertir esta mesa en un gato rosado que cante música folclórica?
—No creo que Él se entretenga en esas tonterías.
—Pues no entiendo cómo no tienes dudas —manifestó Aquino, francamente irritado—. Yo sí las tengo, y por eso vivo pensando en argumentos que me demuestren su poco probable existencia. Tenía diecisiete, pero tu intromisión me ha dejado sólo con cinco. Ahora pienso que, si Dios existiera, no habría permitido que esta injusticia ocurriese.
El Viajero entendió que era más prudente retirarse. Y lo hizo saltando por encima de la mesita que se había negado a volverse gato, pero no sin antes recomendar a Tomás de Aquino que cerrase con doble llave la celda. El Viajero temía que, ante una nueva visita inesperada, el santo abrazara irrevocablemente el ateísmo.
El Viajero es servido por los aztecas
Hay que decir, para gloria plena de El Viajero, que él fue el primer europeo de la comunidad que tocó tierra americana. Lo hizo en calidad de marinero del nido navegante noruego Leif Erikson en el año 1362. La aventura no fue homologada como Descubrimiento de América, porque Leif olvidó cumplimentar algunos documentos y someterse a la prueba antidopaje.
Esta incursión, sin embargo, permitió a El Viajero visitar la tierra de los aztecas. ¿Tendrían aquellas civilizaciones aún no descubiertas las Respuestas que buscaba? En Teotihuacán, principal sede sacerdotal de los antiguos mexicanos, intentó averiguarlo.
Los aztecas adoraban al Sol y habían construido notables pirámides en las que realizaban sacrificios humanos en honor del astro rey. Se decía, incluso, que los más fundamentalistas eran antropófagos. Conformaban un pueblo muy religioso pero muy violento, lo cual suele ocurrir con frecuencia. Todo ciudadano que usara anteojos negros era castigado por insultar al sol. Se le sometía a una tortura consistente en desmembrarle los brazos y las piernas ante la expresión aterrada de la cabeza, de la cual previamente habían retirado los anteojos… y los ojos.
El Viajero estableció con los sacerdotes aztecas un diálogo muy difícil, debido a que éstos pretendían que El Viajero pronunciase, sin acento extranjero y de corrido, palabras como Uitzilopuchtliapetacltl (Dios Sol), acaxipeoaliztli (sacrificio) y txicano (méxico-americano).
A pesar de todo, pudo plantear su Pregunta.
—Hombres precolombinos —dijo El Viajero—, os he buscado porque vengo desde muy lejos en busca de la Razón Última de la Razón.
Los sacerdotes se hacían los que no entendían el asunto, tomaban las palabras de El Viajero en broma y realizaban el curioso gesto de colocarse la mano detrás del pabellón auditivo y decir:
—¿Mandee?
El día que llegó El Viajero hasta la pirámide mayor de Teotihuacán estaba todo preparado para un sacrificio.
Empezó a inquietarse el visitante cuando observó que varios sacerdotes se acercaban a palparle las piernas y el estómago. Podría jurar que sus interlocutores habían dejado de mirarlo con curiosidad y ahora lo observaban con una mirada golosa.
Cuando escuchó las palabras Uitzilopuchtliapetacltl (Dios Sol), acaxipeoaliztli (sacrificio) y Viajerotl, el visitante se dio cuenta de que el momento de partir era llegado. Lo hizo a toda carrera, sin despedirse de sus anfitriones y sin haber podido comprar una muestra de chili salvaje que seguramente habría encantado a Leif Erikson.
Una tarde con Hobbes
—Homo homini lupus —le dijo Hobbes tres siglos después, en su vieja casa de Londres—: «El hombre es lobo para el hombre». Así de sencillo. Y agregaré algo más: «El hombre-lobo es hombre para el lobo y es lobo para el hombre».
—Eso no me explica nada sobre la Vida, solamente sobre la vida de los lobos —respondió El Viajero.
—Te lo voy a exponer de manera más clara —insistió Hobbes—. Las abejas laboran colectivamente en la colmena; hay en ella clases sociales, jerarquías y autoridades. Sin embargo, reina la armonía y recogen la miel para el común beneficio. Pero los lobos no. Por eso los lobos no tienen colmenas, ni son capaces de producir la miel.
—Ahora me has explicado algo sobre la vida de las abejas, pero no sobre la Vida en General.
—Eres difícil de complacer, Viajero. Te lo diré de otro modo: el hombre desconfía del hombre, lo ataca, habla mal de su prójimo, viola a la mujer ajena, roba a su vecino, niega a Dios, blasfema. ¿Has visto que las abejas actúen así alguna vez?
—No —dijo El Viajero—. Ni los lobos tampoco. El lobo sólo ataca cuando tiene hambre. Pero no viola, blasfema, niega a Dios, roba a su vecino, ni habla mal de otros lobos.
Hobbes quedó impresionado.
—¿Tú crees que los lobos están irritados conmigo por la injusta comparación? —preguntó a El Viajero al cabo de un rato.
—Posiblemente —comentó éste, y se aprestó a marcharse, pues se dio cuenta de que Hobbes estaba un poco desvirolado.
—No, no, espera —le dijo Hobbes—. Acabo de elaborar una nueva frase.
El Viajero se detuvo.
—«El hombre es hombre para el hombre; no ofendáis al pobre lobo con comparaciones» —declamó Hobbes—. ¿Te gusta?
—Mejor que la primera.
—¿Estaré aún a tiempo de detener la otra?
—Me temo que no. Ya el hombre ha echado tu frase a correr por la historia y los hombres la citarán para justificar sus acciones pérfidas.
El Viajero regresó años más tarde a visitar a Hobbes. Quería confirmar sus melancólicos pronósticos sobre la condición humana. Había escuchado rumores de que Hobbes, enfermo, había sufrido una operación. Cuando entró a verlo en su vieja casa de Londres, el maestro se hallaba en una poltrona, con la vista fija en el Támesis. En la mesilla, un libro de Virginia Woolf. Tenía la cabeza entrecana, y entre cana y cana se le veía la cabeza. En la frente, unas huellas que quizá correspondían a la corona de laurel con que su gloria de filósofo lo había investido.
El Viajero le habló con admiración y cariño, pero Hobbes no contestó. Seguía observando el Támesis por la ventana mientras caía la noche. Cuando ya estaba por caer también el otoño, entró la esposa de Hobbes.
—No insista en hablarle —dijo a El Viajero—. No le oye. No le entiende. No podrá contestarle.
—???? —interrogó calladamente El Viajero con su gesto.
—Le hicieron la lobotomía —dijo la mujer, indicando la señal que llevaba el filósofo en la frente.
El Viajero salió a la calle estremecido. La noche estaba oscura como boca de lobo.
El Viajero descarta a Descartes
A mediados del siglo XVII escuchó El Viajero que deslumbraba a Francia un pensador y matemático llamado René Descartes al que atribuían haber partido en dos la historia de la filosofía apenas con la ayuda de un compás y una regla. Su método se conocía como «el método de la duda» o bien «la duda metódica». Descartes dudaba entre las dos denominaciones.
El Viajero pensó que este hombre sería capaz de responder, por fin, las Preguntas que cargaba como un fardo desde hacía cientos de años. Sentía lumbalgia, cervialgia, dorsalgia y nostalgia, y atribuía estos males al peso de las Preguntas. Así que le solicitó una cita.
El sabio no sabía si recibirlo o no. Por fin, cuando lo recibió, no estaba seguro de si primero debía de saludar el visitante o él. Cuando por fin se saludaron simultáneamente, Descartes vaciló acerca de si ofrecerle asiento o no, y qué asiento.
El Viajero, temiendo una jornada terrible, le planteó sin muchos protocolos la razón de su visita:
—¿Cuál es el Camino de la Felicidad? ¿Cuál es la Razón Última de la Razón? Descartes lo pensó un rato y luego contestó:
—Tal vez lo sé, pero no podría asegurárselo.
—Mi viaje ha sido largo, maestro. Necesito una respuesta.
—Ignoro si podría decírsela o no —titubeó el francés. Las vacilaciones de Descartes eran insoportables.
El Viajero pensó que necesitaba ofrecerle una salida. Recordó una fórmula que había aprendido en un curso de Alta Gerencia:
—Entonces no me lo diga: escríbalo en este papel.
Este recurso le dio un poco de seguridad al filósofo, que, dispuesto a plasmar su pensamiento, sacó una pluma, luego la cambió por un trozo de tiza, después dejó la tiza y tomó un lápiz, y al final se decidió por un carboncillo con el que garrapateó algo, lo corrigió, optó por borrarlo del todo y escribió finalmente otra frase.
—Creo que es así —dijo a El Viajero entregándole el papel—. Está en latín.
El Viajero se despidió, Descartes no supo bien si decirle adiós o hasta luego, y, al llegar a la calle, El Viajero leyó el papel:
«Cogito ergo sum», decía.
El Viajero tradujo la receta de Descartes en su latín, que era muy precario —«Cojeo, luego existo»—, y anduvo cojeando durante largo tiempo. Pero dejó de hacerlo cuando vio que tan incómoda práctica no aportaba ningún beneficio filosófico.
Brevísima cita con Kant
No fue éste el último tropiezo idiomático que enfrentó El Viajero a lo largo de su pertinaz búsqueda. A fines del siglo XVIII logró que el secretario de Immanuel Kant le concediera una cita con el prestigioso profesor. Como El Viajero no hablaba alemán, concertaron el diálogo en inglés, lengua que tanto El Viajero como Kant dominaban a medias. El secretario le pidió que fuese concreto y breve. El Viajero prometió que así sería.
Kant lo recibió en su estudio de la Universidad de Konigsberg.
—Hello, I am El Viajero —dijo éste al sabio—.
¿Can you tell me the Reason of Life, the Know-How? —Hello, I Kant —se presentó el filósofo. —I’m sorry you can’t —lamentó El Viajero. Dicho lo cual, se incorporó, dijo «bye-bye» y se fue.
Había sido fiel a su promesa de brevedad.
Curiosa entrevista con el Lama
Fue entonces cuando resolvió trasladarse al Tíbet. Algo le decía que el Dalai Lama veía con claridad la Trama de la Vida y quizás podría guiarlo en pos de las Soluciones.
Recordó que un niño español nacido en la Andalucía mágica estudiaba en el kindergarden de lamitas del monasterio de Sera, en el sur de la India. Él y otros cincuenta infantes eran monjes reencarnados. Dentro de unos años estarían predicando la Verdad de Buda. Por ahora rezaban, aprendían tibetano y jugaban. Uno de ellos se disfrazaba de Papa y perseguía a sus compañeritos con un bastón curvo mientras profería horripilantes gritos en latín. Era muy divertido.
Lógicamente, El Viajero se propuso no ir allí. A su edad, desconfiaba de los niños. Lo irritaban. Le producían desagrado. Sobre todo los niños españoles cuando jugaban a la reencarnación.
Pensó, sin embargo, que era aconsejable visitar al monje mayor, al Gran Lama, «El que Observa Mucho», que no vivía en la India sino en el Tíbet. Había escuchado algunas prédicas sobre el Tercer Ojo, la reencarnación, los oráculos de Chenrezi, la paz interior, y decidió explorar este terreno. Si no lo había hecho antes, era por el frío de las altas montañas.
Bien abrigado, hasta allí llegó El Viajero una tarde cuando ya caía el sol. La impresión que se llevó no fue buena. La primera nota de desconfianza fueron las gafas. El Dalai Lama usaba unos lentes de vidrio grueso, lo que hizo preguntarse a El Viajero si este hombre de acusada miopía podría ser el que vislumbrase acertadamente el futuro. La única salvación es que oteara el porvenir con el Tercer Ojo. Su conversación con el lama tampoco lo dejó satisfecho. Le pareció, digamos, un poco etérea.
—¿Cuál es la verdadera Felicidad? —preguntó El Viajero, esperando la consabida respuesta sobre la Paz Interior.
—Rojo y naranja. Incluso cuando no visten sus hábitos de monjes.
El Viajero se sintió desconcertado por la respuesta, pero continuó:
—¿Es dado al hombre conocer la Trama de la Vida?
—Recomiendo usar calcetines con las sandalias. El Tíbet es muy frío, especialmente en época de invierno.
—¿Podemos aspirar a encontrar la Luz solamente si llevamos una vida de meditación?
—En efecto, podría pensarse en permitir el crecimiento natural del pelo durante el invierno, y cortarlo de nuevo cuando los cerezos florecen. No es mala idea. Abriga más. Será propuesto.
—¿Reencarnan los Imperfectos?
—Al fondo, a la derecha…
Era inútil. El Viajero se despidió de este hombre amable y bondadoso pensando que, más que un Tercer Ojo, necesitaba un Cuarto Oído.
Reencarnando con Bhayasalamandra
El Viajero había quedado con ganas de buscar la Última Razón en el fenómeno de la reencarnación. Uno de los monjes le explicó que los monasterios budistas del Nepal son apenas principiantes en materia de reencarnaciones. «Donde realmente saben de esto es en la India», le dijo. «Allí hay verdaderas estrellas de la reencarnación; personas como el Honorable Bhayasalamandra, que suma ya 43 reencarnaciones, sin contar tres que le fueron anuladas por vencimiento del tiempo, repetición de personaje o exceso de peso».
El brahmán Bhayasalamandra recibió a El Viajero acostado en una cama de clavos. Se veía en sus ojos que era un hombre bueno y que había sufrido mucho.
—¿Que si he sufrido? —repitió con una cierta sonrisa el brahmán—. La verdad es que no podría precisar en qué reencarnación lo he pasado peor. Con decirle que fui godo cuando desembarcaron los árabes, árabe cuando triunfaron los cristianos y cristiano cuando tuvieron hambre los leones. Padecí toda suerte de persecuciones: fui persa en tiempo de los griegos, romano en tiempo de los bárbaros, y judío en tiempo de los egipcios, los filisteos, los arameos, los asirios, los babilonios, los griegos, los romanos, los castellanos, los alemanes y los palestinos.
El Honorable desenclavó un brazo que se había enterrado en el colchón.
—En esta última reencarnación como faquir hindú, en cambio, he tenido suerte —continuó Bhayasalamandra con una mirada de satisfacción—. No me puedo quejar: mi trabajo me permite tener un camastro de clavos sobre el cual acostarme, una mesa frente a la cual ayunar y una intemperie bajo la cual meditar. Aunque este colchón está un poco vencido. Se ha vuelto algo incómodo, ya no pincha como antes. Yo paso acostado muchas horas de vigilia. Y duermo de pie.
—Ya veo —comentó El Viajero—. Y, cuénteme ¿acaso esas meditaciones le han permitido conocer la Razón de la Razón Última de la Existencia? ¿Podría decirme cuál es el Sentido de la Vida, el Fin del…?
Bhayasalamandra lo interrumpió con un gesto de la mano.
—Va usted muy rápido, joven —le dijo el brahmán, cuyo primer nacimiento había ocurrido siglos antes que el de El Viajero—. Es imposible conocer las respuestas a sus preguntas habiendo vivido sólo 43 reencarnaciones. Podría decirle que en esta materia soy un principiante, un aprendiz, un cachorro. Necesito mayor experiencia. En otras vidas conocí gente que tenía a cuestas más de doscientas reencarnaciones. Uno de ellos había empezado su carrera como Hombre de Neanderthal. Ya me dirá usted si era veterano…
—¿Acaso alguno de ellos llegó a conocer la Razón Última de la Razón?
Bhayasalamandra impuso en este punto un súbito silencio.
—Sí —contestó con aire grave y misterioso—. Fui amigo, en Bizancio, de un sabio que conoció el Sentido de la Vida. Y no sólo lo conoció, sino que Me Lo Reveló.
—¿Dice usted, maestro, que un sabio bizantino le confió la Clave de la Vida?
—Exacto. ¡Él me confió cuál es la Razón Última de la Razón!
El Viajero sintió que lo abrasaba la ansiedad. Allí enfrente estaba un hombre al que le había sido Revelado el Secreto. El momento había llegado. Al parecer, su largo viaje estaba a punto de alcanzar la Meta Perseguida.
—¿Y qué le dijo el sabio? —preguntó El Viajero, sin poder reprimir su Sed de Infinito, su Hambre de Conocimiento.
—¡Qué sé yo! —respondió Bhayasalamandra desencantado—. En aquella época yo había reencarnado como ciudadano normal víctima de amnesia aguda. No me acuerdo ni de cómo me llamaba… Sólo recuerdo que era otomano y que me faltaba una pierna. Ya le dije que he sufrido mucho a lo largo de mis 43 vidas, joven…
Cuando El Viajero intentó despedirse, Bhayasalamandra se incorporó e insistió en que lo acompañara un tiempo más. Pero el visitante debía proseguir su viaje. Aquejado por la fatiga, el Honorable se desplomó de nuevo sobre el agudo camastro. El Viajero pudo ver cómo los clavos perforaban lugares vitales del frágil cuerpo del faquir. Muy pronto, Bhayasalamandra emprendería una nueva reencarnación. La número 44.
El Viajero está fatigado
Durante muchos años más El Viajero visitó a diversos personajes que podían ofrecer una Luz a su Oscuridad. Acudió a líderes espirituales, filósofos, jefes religiosos y expertos en computación, pero ninguno de ellos consiguió Responder a sus Preguntas. La Razón Última de la Razón, el Sentido de la Vida, el Destino Final, le seguían siendo esquivos.
A lo largo de su larga travesía El Viajero podía decir que había atisbado señales, pero no estaba en condiciones de afirmar que había visto luces. Sabía que a todo hombre (y/o mujer) lo aguarda un Tesoro Personal, que no se mide en dinero, ni en hipotecas a bajo interés, sino en Plenitud de Emociones, de Conocimientos, de Relaciones.
Ese Tesoro Personal era lo que El Viajero llamaba formalmente la Razón Última de la Razón. A veces, en la intimidad, le decía «mi tesoro», como cualquier esposo enamorado.
Plenitud, Felicidad, Destino, Amor: éstas eran algunas de las metas cuyo espejismo lo había animado en su ya prolongado viaje en pos de la Trama de la Vida. Hasta ahora había alcanzado parte de algunas de ellas: Plen_ _ _ _; _ _ li _ dad; D_ _ tino; _ mo_…
Enteramente sólo podía decir que conocía Frustración, Desengaño, Desilusión, Desaliento, Fatiga Existencial…
Dudaba a veces de llegar a iluminarse algún día con la Luz Verdadera de la Razón Última. Más de una vez estuvo tentado de Tirar la Toalla y abandonar la búsqueda. Pero una extraña fuerza acudía entonces en su socorro, y El Viajero seguía adelante.
Se acercaba el final de su tercer milenio. Lo que más le preocupaba ahora era la mencionada Fatiga Existencial, cuyos síntomas percibía El Viajero intensamente. Vale decir: Piernas Hinchadas, Caída del Cabello, Dificultad en la Respiración.
La Gran Señal
Fue a la salida de la casa de Bhayasalamandra cuando empezó a cambiar la suerte para El Viajero. Su billete aéreo de regreso había sido comprado en una promoción y era de los que se detienen forzosamente en Orlando, Florida. El Viajero estaba tan desilusionado, que resolvió distraerse visitando los Parques Temáticos de la región. Ya había visitado El Planeta de las Ardillas, el Mundo de los Zapatos de Atar y el Jardín de las Suegras, cuando se le ocurrió entrar al Parque Old & Proud American Traditions, que recogía, como su nombre lo indica, viejas tradiciones norteamericanas.
Allí fue donde descubrió al último sioux encerrado en una jaula donde los niños le tiraban maní y galletas. Sin que El Viajero pudiera saberlo en ese momento, el melancólico anciano era el poseedor de la Gran Señal. Fue gracias a él como El Viajero pudo llegar hasta el santuario de Culén Leufú y conocer a Antonio LeComto, alias Aleco.
—Sigue tu camino hacia el sur, en pos del Antártico —le había dicho el último cacique sioux, encerrado en su jaula de Orlando, Florida—. Allí donde se encuentren el viento sureste, el viento noreste y el viento patagónico, detén el paso y pregunta por Aleko. Su nombre encierra el Misterio, y en ese sitio hallarás la Respuesta.
TABLERO DE DIRECCIÓN
A su manera, este relato es muchos relatos, pero sobre todo es tres relatos. El lector queda invitado a elegir una de las tres posibilidades siguientes:
El primer relato se deja leer saltando del capítulo en que nos hallamos al capítulo próximo y siguiendo luego el orden corriente del libro.
El segundo relato se lee a partir del punto en que nos hallamos, y siguiendo con el segundo párrafo del capítulo 1, a fin de recordar lo que ocurrió en el encuentro entre El Viajero y el viejo sioux.
El tercero se lee saltando del punto en que nos hallamos directamente al capítulo 73 del libro Rayuela, de Julio Cortázar. En este caso, por consiguiente, el lector prescindirá sin remordimientos de lo que sigue.