Capítulo VIII:
Luis Martos

Luis Martos dobló cuidadosamente el periódico. Temblaba de emoción.

—¡No sé qué hubiese dado por no perderme esa batalla! —exclamó—. Tuvieron que utilizar cañones para vencerle. Y ni aun así lo consiguieron. Se les escapó limpiamente de entre las manos, haciéndoles una matanza tremenda. Don Heriberto es un gran hombre. Han hablado muy mal de él por lo de las misiones, pero ahora ha demostrado que todo fueron mentiras y calumnias. El hombre que es capaz de plantarles cara a los soldados del fuerte y que se deja hundir la casa encima sin rendirse, no es capaz de robar las tierras a los misioneros.

Esther García contemplaba con sus grandes y negros ojos al joven pastor. Tanto ella como Martos dependían del Rancho de San Antonio. Luis era uno de los ovejeros. El padre de ella era el capataz de todos los rebaños y el encargado de revisar que se ordeñasen las cabras y las ovejas y se hicieran los quesos para el consumo del rancho y, sobre todo, para su venta en el mercado. Todos los días enviaba por la mañana a su hija a la hacienda con un cántaro de leche de oveja. Estaba seguro de que aquella leche no era utilizada por los señores, pero muchos años antes, un día en que subió a inspeccionar sus ganados, el señor, después de probar la sustanciosa leche, le encargó: «Pedro, me vas a mandar todas las mañanas un cantarito de esta leche. Parece mentira que hasta ahora no me haya enterado de lo buena que es».

Pedro no olvidó la orden. Y eso que le fue dada cuando la señora aún vivía, cuando el hijo mayor de los Echagüe era un niño y Beatriz aún no había nacido. Y, claro está, mucho antes de que él se casara y naciese su hija Esther.

Al principio la leche fue llevada al rancho por un zagal. Luego por Genoveva, la esposa de Pedro y, más tarde, así que pudo hacerlo, por Esther, su hija.

Luis Martos había nacido en el Rancho de San Antonio. Y como todos los que allí nacían, entró a servir a los «señores» desde que tuvo fuerzas para arrastrar un haz de leña. Recibió educación en la escuela del pueblo, después le dieron a guardar unas cabras y, por último, llegó a ser pastor de doscientas ovejas, recibiendo, para defenderlas, una pistola de dos cañones y un fusil de chispa más alto que él. También le dieron un cuerno de pólvora, una bolsa de balas, otra de tacos y unos pedernales de recambio.

Dos meses antes, el hijo de don César subió a los pastos y, viendo el viejo fusil que arrastraba Luis, le preguntó si con aquel arma se podía dar a una puerta situada a tres metros de distancia. Por toda respuesta, Martos levantó el fusil, apuntó un instante y de un solo tiro derribó un cuervo que volaba a unos treinta metros de altura.

—¿Y eres tan diestro con la pistola como con el fusil? —le había preguntado el heredero del Rancho de San Antonio.

Luis tiró al aire dos piedras y de otros tantos disparos de pistola las hizo pedazos.

El joven César le felicitó por su destreza y luego siguió, hablando de asuntos relativos al ganado. Luis creyó que su exhibición de buena puntería no tendría mayores consecuencias que la muerte de un cuervo y la pulverización de dos piedras; mas unos días más tarde, Esther, al regresar del rancho, corrió hacia él, jadeante, sudorosa, pero llena de alegría. Traía entre las manos un largo paquete que puso en manos de Luis.

—Es de parte del señorito César —explicó—. Dice que te lo ganaste el otro día.

Antes de deshacer del todo el paquete, Luis Martos adivinó lo que contenía. En seguida le asaltó el miedo de equivocarse. Pero no se equivocó. El paquete contenía un modernísimo rifle Sharps, de largo alcance, y, maravilla de maravillas, el sueño que Luis no creía poder realizar jamás: un revólver Colt calibre 36, capaz de disparar seis tiros seguidos. También iba en el paquete una pistolera, dos libras de pólvora y todo lo necesario para fundir balas de plomo, así como tacos y fulminantes.

Durante dos meses Luis se estuvo transformando en un gran tirador, seguido siempre por la mirada llena de admiración de Esther. En Los Ángeles ganó, en reñida competición, un concurso de tiro en el que tomó parte, también, el teniente Crisp, al que venció. El premio fueron cinco dólares.

Luis consideraba a Esther como a una buena amiga. Y ella…

Se lo había confesado a Guadalupe.

—Estoy muy enamorada de Luis. —Lo decía con tristeza, como quien habla de una enfermedad incurable. Y aunque era muy joven, también Guadalupe la comprendía—. Pero él no se fija en mí. ¡Soy tan poca cosa!

Lupe, que era la encargada de recibir todos los días la leche, replicaba, caritativamente:

—¡Pero si eres muy linda! Tú verás cómo luego él se enamora de ti. ¿Dónde va a encontrar otra más hermosa?

Esther movía la cabeza negativamente.

—Ya sé que lo único que vale un poco son mis ojos y mi cabello. Eso creo que sí que lo tengo bonito; pero lo demás… ¡Estoy tan delgada! Tengo las piernas como las de una cigüeña… ¡Y no sé decir nada interesante! A veces, cuando él me habla, yo quisiera no ser tan tonta y responderle algo que le hiciera comprender lo mucho que me interesa todo cuanto él dice; pero no sé más que escucharle embobada, como si el resto del mundo no existiera. Y cuando se me ocurre contestar a algo que él ha dicho ya ha pasado el momento. Las ideas me llegan con retraso, y en cambio a él le nacen como por encanto. Él siempre sabe contestar lo que debe. Y, en cambio, yo nunca sé qué decir. Me corto, parezco boba y cuando ya he dicho una tontería, entonces se me ocurre lo que debiera haber dicho. ¡Y si por lo menos fuese como esas mujeres que se describen en los libros! Todas son maravillosas. Saben hablar de todo. Y si alguna no es muy hermosa, en cambio es tan inteligente que eso sólo le basta para que los hombres se enamoren de ella.

—También tú tienes cualidades que valen mucho.

—No, Lupita. Él lee muchos libros y, como es natural, se enamorará de una mujer como las que pintan en las novelas. Estoy segura de que si le pidieran que dijese cómo soy, sólo sabría decir que soy como un pájaro zancudo. Siempre me recomienda que beba mucha leche, mucha leche. ¿Sabes por qué lo dice?

—Tendrá miedo de que te alimentes poco.

—No es por eso. Es que a él no le gustan las mujeres delgadas. Ni a nadie. Ya lo sé. A veces he visto en el pueblo señoras de la ciudad y todas eran muy llenas.

Guadalupe le aconsejó que bebiera mucha leche y comiera queso y pan; mas Esther continuaba lo mismo, con las piernas como palillos, delgadísima; pero toda el alma vibrando en sus grandes ojos.

Ahora los tenía fijos en Luis, quien terminaba de leer el periódico que ella le había subido desde el rancho.

—Cuando iba a llegar a la casa encontré a seis de los peones atados a unos árboles —explicó Esther—. Los desaté y me contaron que el señor les había enviado al rancho de Artigas para luchar con él; pero que les asaltaron unos bandidos y los ataron de aquella forma.

—¡A mí no me hubiesen atado! —proclamó Luis, con la mano sobre la culata de su revólver—. Les habría hecho huir.

—Estoy segura —declaró Esther.

—Puedes estarlo. Me habría defendido como un león. Así.

Desenfundando con veloz movimiento su revólver, Luis lo disparó contra una piedra blanca colocada a unos sesenta metros. A pesar de la distancia, el proyectil destrozó la piedra por su exacto centro.

En aquel momento ladró el perro de Luis, y éste, sin abandonar el revólver, volvióse hacia el camino, en el cual se hallaba un jinete, con un fusil entre las manos y una dura sonrisa en los labios.

—Muy bien disparado, muchacho. Te felicito.

—¡Don Heriberto! —exclamó Luis.

—¡Oh! —gritó, asustada, Esther.

Heriberto Artigas siguió avanzando. Por la exclamación de Luis comprendió que estaba entre admiradores.

—¿Disparabas contra la piedra? —preguntó.

—Sí, don Heriberto.

—¿Qué dice el periódico? ¿Habla de mí?

—Mucho, señor. Cuenta cómo los venció usted a todos y se escapó de entre sus manos.

Una despectiva sonrisa flotó por los labios de Artigas.

—Dame —pidió—. Me interesa leer esas tonterías.

Sin dejar de sonreír leyó todo el contenido del periódico referente a él.

—¿Hizo usted todo eso? —preguntó Luis.

—Los periodistas exageran siempre —replicó Artigas, con lo que Luis creyó un exceso de modestia.

—Pero cuando lo dice el periódico es que es verdad, ¿no? Nunca dicen mentiras.

—A veces sí —contestó el hacendado, que no quería privarse de un admirador, aunque de momento quizá tal admiración no le reportase ningún beneficio.

—¿Y no se vengará de los yanquis? —preguntó, ansiosamente, Martos.

—¡Claro que me vengaré! ¿Crees que voy a permitir que se imaginen que me han vencido?

—Ya me lo figuraba yo. ¿Le queda mucha gente?

—Preguntas demasiado, muchacho. Te llamas… No recuerdo.

—Luis Martos.

—¡Ah, sí! El señor de Echagüe me ha hablado muchas veces de ti. Tengo a mi gente muy cerca. Vine a explorar el terreno. Me persiguen los yanquis; pero van a tener mucho trabajo si quieren alcanzarme. ¡Y por Dios que estoy deseando verme de nuevo frente a ellos! Lo que hicieron con nosotros se lo devolveremos multiplicado. Sublevaré a toda California contra ellos. ¡Y los que se negaron a ayudarme pagarán muy cara su cobardía! No habrá piedad para los traidores. Los californianos no podemos ser blandos. Tenemos que ser duros como eran nuestros abuelos. Ellos conquistaron estas tierras y toda América. Lo hicieron exponiendo sus vidas por un ideal. A nosotros no nos falta el ideal. ¿Es que nos ha de faltar el valor?

—¡No! —gritó, impetuosamente, Luis—. ¡No nos falta! Yo iré con usted. Mi puesto lo puede ocupar otro, y el señor de Echagüe se alegrará cuando sepa que me he unido a usted… —Al llegar aquí Martos dudó. Su entusiasmo se hizo vacilante. ¿Y si Artigas no le quería por juzgarlo demasiado joven?

Pero Artigas le aceptó. Necesitaba muchachos como aquél. Idealistas que encubrieran su propia falta de idealismo.

—Puedes acompañarnos —dijo. Y agregó con un estudiado efectismo—: Al dar este paso entras en la gloriosa historia de California. Tal vez no en la historia que están escribiendo ahora los extranjeros que manchan nuestra patria; pero sí en la historia que algún día escribirán los californianos.

Martos se sentía sacudido moral y físicamente por una intensa fiebre patriótica. Estaba ansioso de empezar su lucha por la salvación de su patria.

—Te voy a encargar en seguida un importante trabajo —siguió Artigas—. Vas a recorrer los ranchitos de las montañas y reunirás a toda la gente que puedas. Ahora tenemos algunas docenas de hombres. Necesitamos formar un verdadero ejército, porque nuestros enemigos son muchos y sólo con una perfecta organización podremos vencerles. Te nombro capitán de ese futuro ejército. Y lo serás efectivamente cuando reúnas a tu lado a otros veinte hombres. Armas no faltarán. Tengo muchas y sé donde encontrar más.

Quitándose el sombrero, Artigas saludó a Esther con una inclinación de cabeza. Luego, antes de marchar hacia donde había dejado a sus hombres, advirtió a Luis:

—En cuanto hayas formado tu compañía, dirígete a la ermita de San José. Allí estará uno de mis hombres que te guiará a nuestro campamento. Adiós. Adiós, señorita. Tiene usted un novio muy valiente.

Alejóse al galope, dejando frente a frente a los dos jóvenes. Esther tenía baja la cabeza y las mejillas arreboladas. En sus oídos vibraban argentinamente las palabras de don Heriberto. Era una ilusión que había empezado a cobrar forma, aunque sólo fuese la vaga forma de unas frases pronunciadas por un fugitivo de la Ley.

El silencio se prolongó tanto que Esther sintió a la vez el temor de que Luis no hubiera oído a don Heriberto y la esperanza de que estuviera tan turbado como ella. Pero Luis no se podía turbar. Era demasiado impulsivo, estaba demasiado pletórico de vida y de energías para permanecer callado.

Poquito a poco Esther fue levantando la cabeza. Luis no la miraba. No estaba sofocado. No pensaba en ella, porque era su pasado y su presente. Pensaba en su porvenir.

—¿Qué vas a hacer? —preguntó la muchacha, con voz débil.

—Haré tantas cosas que tú te sentirás orgullosa de mí.

—Yo me siento orgullosa de ti ahora. Y también me sentía orgullosa antes.

—Pero yo no he hecho nada y, en cambio, ahora voy a hacer mucho.

—Estoy segura —respondió Esther.

Y cuando Luis Martos se puso a recargar el revólver, sustituyendo la bala disparada, la joven pensó que debía haberle dicho que seguramente no sería feliz buscando fama en las violencias de una guerra civil. La felicidad estaba allí, en aquellas montañas, contemplando el lejano mar, acudiendo a la vieja misión, viviendo en la paz de la Naturaleza, cerca de Dios, que prohíbe matar. Mas tal vez eso fuesen también tonterías. Quizás había hecho bien en responder lo que había contestado.

—Vendré a verte a menudo —prometió Luis Martos—. Pero antes de marcharme quiero pedirte un favor.

—Haré lo que me mandes —aseguró Esther, sintiendo que los ojos se le hacían más grandes y temiendo que de súbito estallasen en un raudal de lágrimas. Pero no debía llorar. A Luis le disgustaba el llanto en la mujer. Lo había dicho una vez. Y la joven no olvidaba nunca los deseos de quien lo era todo para ella.

—¿Puedes bajar esta tarde al rancho y decirle al señor que… he tenido que marchar a unirme con don Heriberto?

—Sí. ¿Quieres algo más?

—No. No necesito nada. Adiós, Esther. Hasta pronto.

—¿Te vas así? —preguntó la muchacha, sintiendo que la despedida era demasiado fría, que faltaba algo que le diera a ella, por lo menos, un poco de calor en el alma.

—Un soldado sólo necesita sus armas —contestó Luis, equivocando el sentido de la pregunta.

—Al menos llévate una manta. Las noches son frías… Te daré una de las de mi padre.

Fue corriendo a la cabaña adosada a la gran quesera y volvió con una buena manta mejicana de vivos colores.

—Toma —dije—. La necesitarás. Y… este poco de tocino y pan. Cuídate mucho.

Luis se echó a reír alegremente.

—Gracias —dijo.

Marchó por la verde hierba que crujía suavemente bajo sus pies. No se volvió hasta que estuvo muy lejos, antes de descender de la loma cuya cumbre había alcanzado. Entonces agitó la mano hacia Esther. Luego, con el corazón alegre y el paso ligero, partió hacia su destino.

Esther bajó la mano con que había respondido al saludo de Luis. Aquella mano le ardía suavemente a causa del último contacto con la de él. Se la acercó a la mejilla y después la deslizó con suavidad hacia sus labios.

Las lágrimas comenzaron a fluir silenciosamente de sus ojos. Quizá ya no volviese a verle nunca más. Tal vez encontraría a otras mujeres más hermosas, más atractivas que ella. Seguramente la olvidaría, como dicen que se olvida todo lo que forma parte de la infancia. Cuando él llegó a la majada, nueve años antes, ella tenía diez y él catorce. ¡Qué hermosos fueron aquellos nueve años cuya continuidad se acababa de truncar porque a un hombre se le había antojado que no se podía seguir viviendo como hasta entonces!

Inició la vuelta al Rancho de San Antonio. El viento de la tarde, que olía a flores silvestres, le secó las lágrimas y le refrescó el rostro. Pero, aunque descendía hacia los valles, Esther sentíase como si bajara hacia un negro pozo, empujada por una fuerza odiosa y fatal.