Capítulo XVII:
El fin de una banda

El Coyote escuchó con toda atención el relato de Leocadio Lugones relativo a la detención de Martos y al lugar donde se encontraba acampada la cuadrilla de Artigas. Cuando hubo terminado, sacó un papel y escribió una larga nota. Entregándosela a Leocadio, le ordenó:

—Llévala al Fuerte y entrégala personalmente al teniente Crisp. Di que te la entregó un caballero en la plaza y te dio estos diez dólares para que la llevases —y El Coyote dio a Leocadio dos monedas de oro—. Ve todo lo de prisa que puedas.

Partió Leocadio a cumplir la orden de su jefe. Éste, al quedar solo, musitó:

—Confiemos en que el teniente sea hombre de honor. —Luego, con dura sonrisa, agregó—: Y si no lo es… peor para él. No llegará a lucir los galones de capitán.

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El teniente Crisp miró a Leocadio Lugones, tratando de adivinar la verdad que, sin duda, le ocultaba aquel hombre.

—¿Dices que te lo dio un desconocido? —preguntó.

—Si, señor oficial —respondió el otro—. Un completo desconocido. Yo nunca lo había visto en la plaza.

—Pero en otro lugar sí lo habías visto.

—Puedo jurarle que no, señor capitán.

—Sólo soy teniente —rectificóle Crisp—. No le obligaré a jurar en falso.

—Yo soy incapaz de jurar en falso, capitán.

—Teniente —rectificó, de nuevo Crisp—. ¿Sabes que me dan ganas de hacerte hablar a la fuerza?

—En su lugar yo no lo intentaría, señor —replicó, burlonamente, Leocadio Lugones, suprimiendo ya el tratamiento.

—¿Me podría suceder algo malo? —preguntó Crisp.

—Yo creo que si no lee en seguida esa carta le sucederá algo muy malo —replicó Leocadio.

—Por la cabeza de tu jefe ofrecen un buen premio —musitó el oficial.

—¿Cuánto? —preguntó en seguida Leocadio.

Crisp le dirigió una desconcertada mirada. ¿Sería aquél un posible traidor?

—Quince o veinte mil dólares —dijo.

—¿Por don Goyo Pérez? —preguntó Leocadio.

—¿Es él tu jefe?

—Claro. Trabajo en su rancho; pero nadie me había dicho que dieran tanto por una cabeza tan… tan desquiciada.

—Está bien —contestó Crisp, comprendiendo que no obtendría nada de aquel hombre que, sin duda alguna, era un colaborador del Coyote—. Aceptaré tu historia de que te entregó una carta un desconocido. Salúdale de mi parte y dale las gracias. Puedes marcharte, pues supongo que no esperas contestación, ¿verdad?

—¿Y a quién le iba a llevar su contestación, capitán?

—Claro. A nadie, puesto que la carta te la entregó un desconocido. De todas formas, cuando le veas, salúdale de parte del teniente Crisp.

—Cuente con ello, mi capitán. Y quede usted con Dios.

Salió Leocadio del Fuerte y Crisp abrió la carta que le enviaba El Coyote, aunque dicha carta llegaba sin firma alguna. Estaba escrita con letra regular e impersonal, visiblemente desfigurada. Decía:

Teniente Crisp: En el cañón de Los Ángeles están reunidos los hombres de Artigas y, probablemente, el jefe estará con ellos. Si conoce el lugar sabrá que el cañón es una ratonera de donde no podrán escapar los hombres allí metidos. Actúe en seguida, antes de que escapen; pero estos informes no se los doy sin condiciones. A cambio de ellos le pido que Luis Martos no pague con su vida la locura que cometió al unirse a Artigas. Si no se cree capaz de salvar la vida a ese muchacho, que es el más honrado de cuantos se han visto comprometidos en este desdichado asunto, rompa la carta y no aproveche mis informes; yo me encargaré de salvarle, aunque para ello tenga que dejar en ridículo a las autoridades que lo tienen en su poder. Cueste lo que cueste, yo le salvaré; pero me gustaría más que la salvación se debiera a usted. Y no crea que me intereso sólo por Martos. Se halla en juego el corazón de una mujer que ha sufrido mucho y merece un poco de felicidad. Ella se llama Esther García, ama al muchacho y, si él llegara a morir, ella moriría también.

El teniente Crisp era un sentimental. Si de él hubiera dependido la solución, no habría vacilado ni un momento; mas, por encima de él, había otros poderes, y estos poderes eran los que debían decidir la suerte de Martos.

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Crisp llevó la nota al comandante del Fuerte. Éste la leyó rápidamente y luego la releyó con más atención.

—Es tentadora la oferta —dijo—. El que se la hace pone todas sus cartas sobre la mesa.

—Así es. Confía en mi… en mi honor.

—¿Quién es ese hombre?

—No lo sé. El que me salvó, desde luego.

—Mi deber es hacer caso omiso de lo que nos pide y utilizar los datos que nos envía —replicó el comandante.

—Pero… Creerá que yo he abusado de su confianza…

—Teniendo este informe en mi poder no puedo hacer más que tomar las medidas pertinentes para acabar con Artigas —dijo el comandante—. Lo demás se tendrá en cuenta el día del juicio. Y no hablemos más. El tiempo urge.

—¿Puedo formar parte de la expedición? —preguntó Crisp.

—¿Por qué? —preguntó el comandante.

—Ha de haber lucha. Tengo una cuenta pendiente con los que asesinaron a mis hombres. Además, si no he de poder cumplir el compromiso moral que he contraído al traerle el informe, mi comandante, prefiero exponer mi vida y perderla incluso. Será el pago de mi ingenuidad.

El comandante esbozó una sonrisa. Él también había sido teniente y romántico. Luego, la vida y la realidad le convirtieron, exteriormente, en un hombre enérgico, duro y, a veces, implacable; mas por dentro, bajo aquellas cenizas, aún ardía el viejo rescoldo de su juventud.

—Me extralimito en mis atribuciones —dijo—; pero si usted se considera capaz de conducir bien a sus hombres, le daré el mando. Esta vez llevará a cien soldados. Ahora le enseñaré en el mapa el emplazamiento del cañón. Vea…

Crisp siguió en el mapa las indicaciones de su superior; después descendió al patio e hizo tocar llamada. Y poco más tarde una larga columna de jinetes armados con carabinas, sables y revólveres descendía del Fuerte a todo galope y a los vibrantes sones del clarín.

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El lejano toque de clarín fue oído por Artigas cuando iba a entrar en el cañón. En seguida comprendió lo que significaba, a aquellas horas, semejante llamada. Le iban a perseguir y esta vez ya implacablemente. Si el viejo Echagüe contaba lo ocurrido, toda California le cerraría sus puertas a él y su cuadrilla. Se maldijo mentalmente por no haber matado al anciano. Pero ya la cosa no tenía remedio. Era mejor huir ahora, que aún podía hacerlo sin peligro. Y huir solo, para buscar el oro escondido y vivir sin apuro hasta el fin de sus días.

Sus compañeros no habían oído el toque. O, por lo menos, si lo oyeron, no le concedieron ninguna importancia.

—Seguid adelante —les dijo—. Quiero visitar a un amigo. Él no me fallará.

Cuando los otros, confiadamente, entraron en el cañón, Artigas marchó a todo galope hacia el Sur, hacia donde estaba el tesoro, en Peñas Rojas. Luego, con la vida asegurada, no sólo por aquellos doscientos mil dólares, sino también por lo que antes de tener que abandonar su hacienda había ocultado, escaparía donde nadie pudiese encontrarle ni reconocerle. Desde el primer momento había presentido que su carrera terminaría pronto, aunque no tan pronto. Tenía muchos planes que ya no se podrían realizar; pero al menos salvaría su vida mientras su gente se las entendía con las fuerzas que iban a atacarles. Seguramente la batalla sería dura, pues ninguno de los suyos podía confiar en recibir cuartel. A él se le supondría muerto, lo cual era una ventaja más.

Picando espuelas, Artigas se alejó de la entrada del cañón de los Abedules. Desaparecía de la escena, y por poco listo que fuera, ya nunca más sabrían de él.

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El plan trazado por el comandante del Fuerte y que Crisp debía poner en práctica, era sencillo, como lo suelen ser todos los planes eficaces. Cincuenta de sus hombres entrarían por un lado. Los otros cincuenta descenderían sobre el campamento, cortando la única línea de retirada que les quedaba a los allí encerrados.

Los hombres de Artigas adivinaron lo que iba a ocurrir en cuanto oyeron el galope de los cincuenta jinetes que, sable en mano, cargaban contra ellos. Apresuradamente intentaron organizar la defensa; pero sólo los californianos mandados por Merino actuaron con algún sentido. Mientras éstos se replegaban hacia una colina que dominaba el campamento, los otros pretendieron detener a tiros de rifle y revólver la carga de los soldados.

Durante cuatro o cinco minutos el cañón de los Abedules llenóse de anaranjados fogonazos y de estampidos. Aquella concentración de fuego sobre los jinetes frenó a éstos unos instantes y siete caballos galoparon sobre los bandidos, después de verse libres de la carga de quienes los montaban. Dos de los soldados quedaron muertos. Los otros estaban heridos. Los demás jinetes vacilaron ante aquella resistencia. En el cañón oyéronse unos gritos de triunfo que eran prematuros porque al momento fueron acallados por el estruendo producido por los otros cincuenta soldados al mando de Crisp que, descendiendo por las escarpadas laderas del cañón, precipitáronse sobre los bandidos en el momento preciso en que éstos, con las armas descargadas y sin tiempo para recargarlas, no podían ofrecer ninguna resistencia. Todo el valor desapareció de ellos. Levantaron las manos en alto y pidieron, a voces, cuartel; pero los planes de Crisp y de su jefe no eran hacer demasiados prisioneros. Había que vengar a los que murieron en San Gabriel. Los sables comenzaron una implacable labor de destrucción y, a la fuerza, los proscritos que habían servido a Heriberto Artigas tuvieron que seguir luchando en pésimas condiciones.

Seis larguísimos minutos fueron suficientes para acabar con ellos. Luego los soldados recogieron a aquellos que sólo estaban heridos. En total, cinco. No hubo más prisioneros.

Encendiéronse antorchas para recoger a los muertos y, sobre todo, para encontrar el cadáver de Artigas. Cuando Crisp se inclinaba sobre uno de los muertos en quien había creído identificar al bandido, una bala disparada desde lo alto de la colina en que estaban refugiados los californianos cruzó el aire que un segundo antes ocupara su cuerpo y alcanzó al sargento que sostenía la antorcha que le alumbraba. El hombre cayó sin lanzar ni un gemido y Crisp dio un salto hacia la protección de una roca, al mismo tiempo que toda la cumbre de la colina se encendía de fogonazos, indicando que la lucha aún no había terminado.

Apagáronse las antorchas, y a las voces de Crisp, sus hombres corrieron a parapetarse para hacer frente al inesperado enemigo, comenzando a disparar contra los de Merino, guiándose sólo por los fogonazos de sus armas.

—¡No disparéis! —gritó Crisp.

Saliendo de detrás de la roca que le protegía, recorrió la línea formada por sus soldados y fue ordenando a los cabos y sargentos lo que se debía hacer. A juzgar por la densidad de los disparos que se les dirigían desde lo alto de la colina, había allí, por lo menos, veinte hombres que habían tenido la sensatez de parapetarse firmemente en un lugar que, de momento, resultaba casi inaccesible. Lo más prudente era mantener un ligero cerco que ellos no tratarían de romper, y con el resto de su gente preparar un ataque para lanzarlo a la madrugada.

Crisp repasó mentalmente el mapa que le enseñara el comandante. La colina en que estaban Merino y sus compañeros tenía una sola salida, además de la del cañón: un camino estrecho e irregular que conducía a las montañas de Peñas Rojas. Había que cerrar aquel camino. Además se debía ocupar un pico situado a unos doscientos metros por encima de aquella colina, y desde el cual se podría batir con fuego directo a los cercados.

Hasta aquel momento los soldados habían tenido cuatro muertos y doce heridos. Dejando treinta y cuatro hombres para que impidieran con sus disparos que los de Merino descendiesen hacia el cañón, Crisp, con los otros cincuenta, deslizóse por entre los árboles en dirección a los dos puntos que le interesaba ocupar.

****

Ángel Merino había lanzado una imprecación cuando su bien apuntada bala fue mal dirigida por el destino, yendo a matar al hombre a quien no iba destinada. Cuando quiso disparar de nuevo contra Crisp, éste ya estaba demasiado lejos y fuera de su alcance.

—No nos queda más remedio que vender caras nuestras vidas —dijo a los suyos, cuando cesó el tiroteo—. Artigas nos ha traicionado.

—Existe otra solución —dijo una voz a corta distancia de Merino.

—¿Cuál? —preguntó éste.

—Aún se puede huir. Por lo menos pueden huir los que no están demasiado comprometidos.

Merino trató de identificar al que hablaba. La oscuridad era demasiado intensa para que pudiese hacerlo. Sólo vio que era un hombre vestido a la mejicana y con el rostro cubierto hasta los ojos por un pañuelo negro. También los ojos parecían cubiertos.

—¿Quién eres? —preguntó, con la mano en la culata de su revólver.

—Un amigo —replicó el desconocido—. Vine a salvaros. Por el camino todavía se puede huir. Y es mejor que lo hagáis. Artigas os ha abandonado. Si os quedáis aquí, os cortarán la retirada y ni uno solo escapará con vida. Huid hacia Tejas o Arizona.

Entre los compañeros de Merino hubo un movimiento instintivo, como para seguir inmediatamente el consejo.

—¡Quietos! —ordenó Merino—. ¿No veis que puede ser una trampa? ¿Quién eres?

—Un amigo. Ya te lo he dicho. Huid antes de que sea demasiado tarde. Si no, os matarán como a conejos, os ahorcarán como a unos bandidos vulgares.

—Es verdad —dijo uno de los hombres de Merino—. Estamos en una ratonera. Yo creo que debemos escapar lo antes posible.

—El teniente Crisp vendrá con sus hombres a cortar el camino de huida —siguió el desconocido—. Y también ocupará el pico del Fraile, y desde él os acribillará impunemente.

Merino empezó a desenfundar su revólver.

—¡Dime quién eres! —gritó.

El desconocido avanzó hacia él y, en voz baja, contestó:

El Coyote, Merino.

Éste retrocedió un paso.

—¡No es posible! —susurró—. Murió hace tiempo.

—Eso dijeron —replicó El Coyote, bajando el pañuelo que le tapaba la parte inferior del rostro y dejando ver a Merino su antifaz—. Ordena a tus hombres que escapen cuando aún pueden hacerlo.

—Yo no huiré —replicó Merino.

—Ya lo sé; pero no debes obligarles a que sigan tu suerte. Ellos aún pueden rehacer su vida; mas para salvarse ha de quedar alguien aquí, protegiendo su retirada, haciendo creer a Crisp y a los suyos que no se ha abandonado la posición. Si no te quedaras tú, me quedaría yo.

Merino sonrió en la oscuridad.

—¡Daos prisa! —grito a sus compañeros—. Escapad ahora, antes de que sea tarde. Y buena suerte.

—¿Y tú? —preguntaron a la vez Calixto Busón y Facundo Sánchez.

—Yo me quedo a demostrar a esos gringos cómo se juega la vida un californiano de verdad.

—Pues no te quedarás solo —replicó Facundo—. A mí también me va a gustar quedarme.

—Y a mí —dijo Calixto.

Los demás permanecieron indecisos. Merino les ordenó de nuevo:

—¡Daos prisa, imbéciles! Os voy a tener que echar a tiros.

—Marchaos —ordenó de inmediato El Coyote.

Aunque sólo Merino conocía la identidad del enmascarado, su acento era tan impetuoso que todos obedecieron, escapando ágilmente por el camino que aún no estaba cerrado.

—Y usted, señor Coyote, márchese también —dijo Merino—. Éste juego lo hemos empezado nosotros y nosotros lo terminaremos.

Al oír el nombre del Coyote, Busón y Sánchez se acercaron.

—¿Es de veras El Coyote? —preguntó el primero.

El Coyote murió —dijo Facundo.

—Sí, es El Coyote, que sale un poco demasiado tarde —declaró Merino—. Se ha perdido lo mejor de la fiesta.

—He intervenido en ella desde el primer momento —replicó El Coyote—. He intentado por todos los medios evitar vuestros errores; pero sois demasiado locos.

En la quietud de la noche se oyeron, a lo lejos, unos débiles pasos que no eran de los californianos fugitivos.

—Ya llegan los hombres de Crisp —dijo El Coyote.

—Pues márchese —replicó Merino—. Reciba el saludo de los que van a morir.

—Es lamentable que un canalla como Artigas os haya metido en este lío.

—Alguna vez se ha de morir y lo mejor es aprovechar la oportunidad de hacerlo de una forma que asombre al mundo —dijo Merino—. No todos pueden evitar morir en una cama, entre oraciones y médicos. Adiós, Coyote.

—Adiós —respondió el enmascarado—. Quisiera poder desearos mucha suerte.

—Déjese de discursos y escape antes de que le cierren el camino.

Los pasos de los soldados se oían ya más cercanos y El Coyote no se entretuvo ni un segundo más.

—Adiós —repitió, y ágilmente cruzó el estrecho camino, saltó sobre su caballo y, a todo correr, lanzóse por el camino de Peñas Rojas, perseguido por los disparos que contra él hicieron los hombres de Crisp.

Desde sus posiciones, Merino y sus dos compañeros dispararon contra los soldados, indicándoles que en lo alto de la colina aún quedaban defensores.

Nuevamente, una bala pasó muy cerca de Crisp y otro de sus hombres recibió aquella misiva de muerte dirigida a él.

El teniente gritó unas órdenes y sus soldados ocuparon las posiciones que cerraban definitivamente el camino de la salvación. Merino, Busón y Sánchez quedaron para siempre encerrados allí.

Durante el resto de la noche se cambiaron continuos disparos entre los soldados y los sitiados. Éstos tenían numerosos rifles, pues los que habían escapado los dejaron allí para poder huir más velozmente.

—¿Tú crees que era El Coyote? —preguntó Facundo a Merino, mientras recargaba unos fusiles.

Merino se encogió de hombros.

—Si no era El Coyote, era alguien que se le parecía en la máscara y en el valor; pero, desde luego, no ha sido tan valiente como nosotros.

Facundo sonrió.

—No, desde luego. Nosotros somos…

Facundo Sánchez no pudo terminar en este mundo lo que había empezado a decir. Una bala le alcanzó entre las cejas y lo abatió junto a Merino.

—Ya somos menos —dijo éste a Calixto—. Ahora ofreceremos menos blanco.

—¿De qué hablabais? —preguntó Calixto, arrastrándose por debajo de las balas hacia donde estaba Merino.

—Del Coyote; pero lo importante es demostrar a esos extranjeros cómo las gastamos nosotros. Toma un cigarro. Tengo dos. Pero no lo enciendas ahora. Guárdalo para cuando sea de día y puedas fumarlo con tranquilidad, sin el riesgo de que una bala te lo haga tragar.

A las cinco de la mañana había ya la suficiente luz para que se pudiese disparar con probabilidades de dar en el blanco, y en aquel momento arreció el fuego por parte de los soldados. Busón y Merino replicaban pausadamente, eligiendo bien los objetivos, y Crisp no tardó en tener a once de sus hombres con heridas en los brazos o en los hombros.

Dirigía continuas y furiosas miradas hacia el Pico del Fraile, que tres de sus mejores tiradores estaban escalando penosamente. Cuando aquellos soldados pudiesen disparar sobre la colina la lucha terminaría; pero entretanto, la posición de los sitiados era mejor que la suya. No había ni que soñar en cruzar el camino que conducía a la colina. Era estrecho y a los californianos les habría sido muy fácil ir derribando a los que intentaran avanzar sobre ellos, pues daban sobradas pruebas de su magnífica puntería.

No debía de haber muchos allí, pues los disparos nunca eran nutridos ni se oían más de dos detonaciones simultáneas; pero quizá trataban de engañarle para hacerle caer en la tentación de atacar en masa el reducto. Era preferible esperar a que los escaladores del Fraile entraran en acción. Ángel Merino dirigía continuas miradas al cercano pico. Había oído rodar por sus escarpadas laderas algunas piedras y comprendía que lo estaban escalando por la parte que quedaba fuera de su alcance.

—Al menos, que nos dejen tiempo para acabar nuestros cigarros —dijo, dando una profunda chupada al suyo.

En este momento uno de los tres escaladores se había arrastrado por un saliente y el pálido sol del amanecer refulgió en el cañón de su fusil. Merino disparó inmediatamente y Crisp vio reducido a dos el número de los que subían al Pico del Fraile. El soldado cayó rebotando de roca en roca, hasta quedar doblado sobre una de ellas, casi al pie del picacho que representaba la silueta de un fraile con la capucha levantada.

—Buen tiro —dijo Busón, lanzando una bocanada de humo al aire.

El sol hizo brillar aquel azulado humo y en este momento, cuando Merino tenía la vista apartada del picacho, otro de los que subían por él disparó sobre Busón.

La bala destrozó el cigarro que fumaba Calixto y, penetrando por el cuello de éste, terminó con hombre y cigarro a la vez.

Rápido como una centella, Merino volvióse, y levantando el otro rifle que había cogido lo disparó sobre el matador de Busón.

El soldado, herido en el pecho, se incorporó violentamente y para no perder el equilibrio agarróse a su compañero, cuando éste iba a disparar contra Merino.

Los dos hombres quedaron recortados contra el pálido cielo. Merino cogió un tercer fusil, apuntó y apenas sonó su disparo vio caer los dos cuerpos, aún aferrados en un mortal abrazo.

Olvidando el peligro, dio un salto de alegría, descubriéndose demasiado.

Crisp, que había asistido, impotente, al drama desarrollado en el Pico del Fraile, disparó fulminantemente sobre Merino con el rifle de uno de los soldados heridos.

Merino, alcanzado en el estómago, soltó el arma y cayó de rodillas. Antes de que se pudiera incorporar de nuevo, Crisp, revólver en mano, había cruzado el camino y estaba ya en el reducto californiano, frente al último de sus defensores.

—Dispare si quiere —dijo Merino, con dura sonrisa.

Crisp bajó el revólver. No hacía falta otra bala. La primera había cumplido sobradamente su misión.

—Se está muriendo —dijo.

Merino acentuó su forzada sonrisa.

—Pues míreme y verá cómo muere un hombre de esta tierra —contestó—. No como murieron sus hombres en San Gabriel, teniente.

Uno de los soldados que habían seguido a Crisp levantó su fusil para acabar con el herido.

—Déjele —ordenó Crisp—. A pesar de todo, es un valiente.

Merino se dobló más hacia adelante. Sus ojos se nublaron y su mano derecha tanteó el suelo.

—¿Dónde está…? —jadeó. Explicando luego—: Mi cigarro…

Crisp inclinóse y lo recogió, tendiéndolo a Merino. Éste se lo llevó a los labios y chupó débilmente. Por fin, lo dejó caer, comentando con voz casi imperceptible:

—¡Bah! También se ha asustado… Duró menos que yo… Poco… fuego…

Bruscamente cayó hacia adelante, como si hasta entonces hubiera estado sostenido por un hilo que una invisible mano acabara de cortar.

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El Clamor Público del día siguiente dio escasos detalles de la casi total destrucción de la banda de Artigas. El Star, por ser de lengua inglesa, dio más detalles, aunque tuvo que admitir que la totalidad de los detenidos no eran californianos, ya que éstos o murieron antes que rendirse o consiguieron huir. También se incluía la noticia de que se ofrecía un premio de veinticinco mil dólares a quien entregara a la justicia, vivo o muerto, a Heriberto Artigas y otros premios menores para los demás fugitivos.

Y aunque se dieron detalles reales de sus breves y tristes hazañas, para todos los californianos siguió siendo un héroe que, sin duda, había muerto en el combate.

Los prisioneros deberían ser juzgados por consejo de guerra el lunes siguiente.

Por su parte, El Clamor Público anunció que don César de Echagüe había regresado de Méjico a tiempo de encontrar a su padre muy enfermo. También se esperaba, para muy en breve, la llegada de doña Leonor de Acevedo de Echagüe, que, con su madre, regresaban de Monterrey.

En otra parte de El Clamor refería que unos ladrones que intentaron asaltar la casa de don César fueron repelidos por éste, que logró matar a dos de ellos cuyos cadáveres habían sido hallados en el jardín, correspondiendo a dos conocidos maleantes perseguidos por la justicia en Omaha y Nebraska.

Por último, anunciaba El Clamor el fallecimiento en casa de don César de fray Eusebio, que había resultado herido en San Gabriel, sufriendo luego una fatal hemorragia ocasionada por un movimiento demasiado brusco. La impresión de este suceso, unida a la producida por su lucha contra los bandidos, había provocado en el anciano señor de Echagüe una indisposición que se esperaba fuera sin importancia.