Capítulo VI:
El proscrito
Heriberto Artigas esperó en vano la llegada de los hombres de don César de Echagüe y don Goyo. También esperó en vano que regresaran los dos mensajeros que les había enviado. En cambio, no esperó en vano a la gente de Koster. Cuando desde la iglesia de Nuestra Señora llegó el débil sonar de las once de la noche, uno de los que estaban apostados junto a la entrada anunció con un disparo demasiado alto que llegaban los comisarios del sheriff.
Éste ordenó a gritos a los suyos que se dispersasen para no ofrecer un blanco demasiado fácil, y dejando a los caballos entre los árboles, se comenzó a replicar al fuego que se hacía desde el rancho. Del muro de adobes de éste partían continuos fogonazos. Las balas zumbaban, rabiosas, sobre las cabezas de los hombres de Koster. Otras, de rebote, llenaban el aire de largos plañidos, en tanto que los disparos que se hacían contra la hacienda arrancaban del muro trozos de mortero y estuco. Muchas daban en los barrotes de la verja, produciendo agudas notas metálicas.
—Se ha vuelto loco —dijo Koster a Salters, que se hallaba acurrucado en el fondo de una seca acequia.
—Hubiera sido mejor traer un cañón del Fuerte —dijo Salters.
—El comandante no me lo quiso prestar —replicó Koster—. Dijo que Artigas no se defendería; pero ahora va a tener que dármelo, quiera o no.
—Iré yo a buscarlo… —empezó Salters. Iba a agregar que el sheriff hacía falta en aquel lugar, pero, en el momento en que asomaba la cabeza fuera de la acequia, una bala le atravesó el sombrero de copa, dejándole durante unos segundos en la duda de si también le había atravesado la cabeza—. Qui… Quizás sea mejor que… que vaya otro —tartamudeó, regresando al fondo de su improvisada trinchera.
Koster, más habituado a aquellos trances, se deslizó diestramente hacia donde estaban los caballos y ordenó al que los cuidaba que volviese a Los Ángeles y pidiera refuerzos al comandante del Fuerte Moore.
—Dile que con una batería tendremos suficiente. Y explícale que Artigas se ha hecho fuerte en su rancho y que ni un regimiento de Infantería podría desalojarlo.
Partió el enviado de Koster, y el sheriff volvió a su puesto, a seguir disparando contra el rancho, aunque sin esperanzas de causar grandes daños a sus defensores.
Éstos, en efecto, no habían sufrido ninguna baja. Tan sólo uno de ellos fue herido en la cabeza por una esquirla de granito. Artigas recorría las defensas lanzando maldiciones a los cobardes que le habían abandonado en aquel trance.
Dieron las doce de la noche sin que hubiera cambio alguno en la situación. Desde fuera seguían disparando contra los de dentro, quienes, a su vez, replicaban con nutridas descargas; pero ni unos ni otros hacían cosa mejor que gastar pólvora y balas inútilmente.
El rancho no estaba, ni mucho menos, cercado, ya que Koster había reunido a todos sus hombres frente a la entrada principal. Por propia experiencia sabía que si dejaba a los de Artigas la posibilidad de salvarse huyendo, lucharían menos enérgicamente que si los rodeaba por completo. Además, carecía de las necesarias fuerzas para hacerlo.
A las dos de la madrugada el tiroteo había menguado mucho. Ya sólo se hacían por una y otra parte disparos sueltos. Los de Artigas recibieron abundante café y carne frita. Los de Koster tuvieron que conformarse con la humedad exterior y las incomodidades de su posición. Pero ni unos ni otros tenían heridos graves, y mucho menos, ningún muerto.
—Podemos resistir un año —comentaba Artigas.
No mentía. En su rancho había víveres y municiones para mucho más. No faltaba el agua, ni la leña; ni, el vino y los licores; pero la resistencia no iba a durar tanto.
Cuando el viento trajo las campanadas de las tres de la madrugada, con él llegó una paloma mensajera, cuyo aleteo fue percibido por Artigas debido a que en aquel momento no sonaba ningún disparo.
Como había supuesto, la paloma traía un mensaje de Luciano Praderas. Decía así:
Comandante del Fuerte ha recibido de Koster petición auxilio. En estos momentos engancha dos cañones que saldrán hacia ahí. También van veinticinco artilleros y soldados.
Artigas hizo pedazos la nota. ¡Todo estaba perdido! Unos cuantos cañonazos bastarían para hacer pedazos el muro y la casa y a todos los que estaban allí. Pensó en parlamentar, pero comprendió que ahora ya no se conformarían con que entregase el rancho. Además querrían que se entregase él, para juzgarlo por haber hecho armas contra el sheriff.
Calculó mentalmente el tiempo que invertirían los artilleros en llevar los cañones hasta allí. Por lo menos una hora, quizá mucho más. Luego tendrían que emplazarlos y pasaría un cuarto de hora o media antes de que pudiesen batir los muros. Disponía, por lo tanto, de tiempo suficiente para huir. Al fin todo se había perdido. ¡Pero no disfrutarían de su casa! No les dejaría piedra sobre piedra.
Regresó al exterior y llamó a sus hombres, limitando a cuatro los que defendían las aspilleras de la puerta.
—He recibido un aviso de Los Ángeles —anunció—. Vienen soldados contra nosotros y es posible que vengan con artillería. No podemos resistir y sería una locura esperarles. Ya que no hay más remedio, debemos huir. Pero no es necesario hacerlo en seguida —agregó al advertir que algunos ya se disponían a escapar— disponemos de más de hora y media y debemos emplearla bien. Sería una tontería que cada uno se fuese por su lado. Juntos podemos hacer muchas cosas. Podemos ganar muchísimo dinero. Sé que a ninguno de vosotros os repugna esa idea, ¿verdad?
No. A ninguno le repugnaba ganar dinero, ni le repugnaba valerse para ello de medios que a ciertas personas hubieran parecido terribles. Todos los hombres contratados por Artigas habían pertenecido en tiempos más o menos remotos a pandillas y bandas de cuatreros o salteadores de diligencias. Algunos habían huido de Tejas, ante los Rurales. Otros llegaron de Méjico, también huyendo de otros rurales. Y la mayoría procedía de las minas de Sierra Nevada, de Utah, Wyoming y las tierras ribereñas del Mississippi.
Sonriendo complacido ante la aceptación de su oferta, Heriberto Artigas dio el paso definitivo en su carrera. Dejó de ser un hacendado, un hombre decente, un caballero y, como más tarde haría en Tejas Juan Cortinas, dejó de ser lo que era y había sido y convirtióse en bandido. En un proscrito por cuya cabeza se daría un premio cada vez mayor. Un premio que nadie cobraría.
Comenzó a dar breves y enérgicas órdenes, como lo hubiese hecho cualquier militar profesional. En primer lugar fue vaciado el armero. Los rifles, revólveres y escopetas, así como los cartuchos, los barriles de pólvora, los lingotes de plomo y los moldes para hacer balas, fueron cargados en numerosos caballos. También se cargaron los víveres, los enseres culinarios, algunas ropas, muchas mantas y, por fin, medicinas y vendado de hilo de algodón.
Todo esto se hizo en media hora, mientras los centinelas iban cambiando disparos con los atacantes y los peones del rancho que no contribuían a su defensa se guarecían, temerosos, en sus alojamientos.
Koster permanecía más atento a los ruidos que llegaban de Los Ángeles que a los pocos que percibía en el rancho. No dejaba de sospechar que Artigas podía intentar la huida; pero esto le tenía sin cuidado, ya que sabía positivamente que el ranchero se lo podría llevar todo menos sus tierras y su casa. ¡Y esto era lo que el sheriff debía retener!
Por su parte, Artigas, armado con dos revólveres y un pesado fusil, recorría por última vez su casa. Aún recogió algunos objetos que deseaba conservar y, por último, entró en un cuartito colocado debajo de la gran escalera de encerado roble en el cual había hecho meter un barril de doscientos litros de petróleo.
Con un berbiquí abrió un pequeño agujero en el barril dejando que saliera un chorrito de petróleo que fue a caer en una palangana de loza. En esta palangana colocó tres palmatorias con sus correspondientes velas. Encendió éstas y se apresuró a salir del cuartito, que cerró con llave. La palangana se iría llenando de petróleo, hasta rebosar, y como las velas eran muy cortas, en unos veinte minutos las tres llamas alcanzarían el nivel del inflamable líquido. Luego…
Los treinta hombres de Artigas abandonaron el rancho por el lado opuesto al que ocupaban los de Koster, dirigiéndose hacia los montes de Peñas Rojas. Artigas se reunió con ellos después de hacer abandonar sus puestos a los centinelas que quedaban junto al muro. En aquellos momentos ya no se cambiaban disparos, pues todos consideraban inútil y aburrido aquel intercambio de plomo.
Koster había descendido a la carretera al oír un caminar de caballos. Pensó que serían los soldados; pero al poco rato dejó de oírlo. Cuando empezaba a sospechar que Artigas hubiese levantado el campo, oyó de nuevo galope de varios caballos y, casi al mismo tiempo, el recio rodar de la artillería.
Llegaron los dos cañones y con mucha más rapidez de la calculada por Artigas se prepararon las piezas. El teniente que las mandaba no se entretuvo en hacer proponer a los que estaban en el rancho que se rindieran. Decidió que lo más eficaz sería demostrarles la potencia de sus cañones y después enviarles un par de pelotas de hierro llenas de explosivo y preguntarles si querían más medicina de aquélla. Era joven, no había intervenido más que en algunas escaramuzas con los indios, contra los cuales disparó unos inútiles proyectiles rompedores, y estaba deseando gozar de la emoción de ver derrumbarse los muros de una fortaleza. A falta de cosa mejor, aquellos muros podían servir para el experimento.
La casualidad quiso que el teniente George Crisp experimentase, de momento, la impresión de que sus cañones disparaban unos proyectiles de excesiva potencia. Mientras una de las piezas era apuntada contra la verja que cerraba la entrada al rancho, la otra fue dirigida contra la casa. Los dos dispararon a la vez, y en tanto que el proyectil de la primera arrancaba de sus goznes la verja, el otro dio contra una de las paredes de la casa. Ésta se estremeció hasta los cimientos y provocó la caída de una de las velas colocadas en la palangana del petróleo, que se inflamó en seguida. Su fuego comunicóse al barril, que reventó en llamas que a su vez se propagaron a la escalera, cuyas enceradas tablas comenzaron a arder en seguida. La luminosidad del incendio se percibió desde la batería y hasta mucho después, cuando ya el rancho de Artigas no era más que un montón de calcinados y humeantes escombros, el teniente Crisp estuvo tratando de resolver el misterio de que un solo proyectil hubiera sido capaz de producir tantos estragos.
Entretanto, desde las laderas de Peñas Rojas, Heriberto Artigas asistió al cañoneo de su casa y luego a su subsiguiente incendio. En su pecho ardía un odio más intenso que el fuego que devoraba su hacienda. Él haría pagar muy caro a sus enemigos aquella destrucción, aquella ruina y aquella vida a la cual le condenaban.