Capítulo V:
Batalla de Domínguez
—¿Dice que os entregará su artillería y fusiles? —preguntó César cuando Salinas le comunicó el resultado de la entrevista.
—Claro que lo hará —replicó el joven, que ostentaba el cargo de comandante del Ejército Republicano de California.
—Pues cuando tengas esos cañones vienes a verme, cargas uno de ellos y me lo disparas contra el pecho.
—¿Por qué dices eso?
—Porque sois unos tontos. Gillespie no os entregará nunca los cañones. Los inutilizará, hará lo que pueda para que no lleguen útiles a vuestras manos; nunca os los entregará intactos. Claro que más vale así.
—¿Supones que faltará a su palabra?
—Desde luego; pero creo que hubiese sido mucho peor que hubierais pasado a cuchillo a toda la guarnición. Luego, cuando vuelvan los yanquis, os lo hubieran tenido en cuenta. Así es posible que todo pase como una travesura de chiquillos mal criados.
—Sigues siendo como siempre. ¿No quieres ayudarnos?
César de Echagüe movió negativamente la cabeza.
—No. Yo os ayudaré el día en que pueda seros útil, pero, entretanto, estoy bien aquí. No creo que os haga falta para nada.
—Materialmente, no; pero es de muy mal efecto moral que un Echagüe permanezca en su casa en tanto que los demás están luchando.
—Yo también lucho —sonrió César—. Estoy aprendiendo a tirar con los magníficos revólveres que me regaló el capitán Gillespie. Dos hermosos Colts de seis tiros. Estoy realizando unos progresos enormes. De seis disparos contra una vela encendida, cinco veces apago la llama. Mira.
César condujo a Salinas a un cobertizo del jardín donde, contra un montón de sacos de arena, se veían seis velas. César las encendió y cogiendo de un estante un revólver de seis tiros, examinó los cebos, comprobó que estaban en orden y lentamente comenzó a disparar. Cada detonación iba seguida del apagamiento de una de las velas. Al terminar las balas, las seis llamitas estaban extinguidas.
—Esta vez he tenido más puntería que las otras —dijo—. El ejercicio del tiro al blanco es sumamente agradable. Un poco ruidoso, pero ameno.
—Más valdría que esa puntería la utilizaras contra los yanquis —dijo Salinas.
—¿Dónde están los yanquis? Los tenéis prisioneros y nadie os amenaza.
—Pero volverán, y entonces necesitaremos hasta el último hombre.
—¿Para morir? No, no quiero ser el último ni el primero en morir. Prefiero aguardar mi hora. No te entretengas más, Anselmo. No deseo que te pierdas el espectáculo de la rendición de los americanos.
El 30 de septiembre Gillespie y sus hombres salían de Los Ángeles en dirección al puerto de San Pedro. Los cincuenta soldados marchaban detrás de su jefe y de la bandera de la Unión. Cuando llegaron a San Pedro, los californianos que les seguían fueron testigos de una desagradable escena. Gillespie, violando las condiciones de la rendición, clavó los cañones, los desmontó de las cureñas y los tiró al mar.
Salinas, que mandaba el grupo de californianos que debía asistir a la entrega de las armas, vaciló un momento. ¿Qué debía hacer? ¿Ordenar a sus hombres que disparasen sobre los soldados norteamericanos?
—Ha faltado usted a su palabra de honor —fue cuanto pudo decir a Gillespie.
El oficial norteamericano asintió con un movimiento de cabeza.
—En efecto —replicó—; pero usted habría hecho lo mismo en mi lugar.
Y como Salinas se vio obligado a reconocer que, en efecto, él habría hecho lo mismo, aun exponiéndose a faltar a su palabra de honor, conformóse con recoger los fusiles de los norteamericanos y dejó embarcar a los hombres en un buque mercante.
La mar, algo picada, impidió que el buque zarpase en seguida, y un grupo de californianos se quedó vigilando la nave, en tanto que los otros regresaban a Los Ángeles.
—Tuviste razón —dijo Salinas a su amigo—. Gillespie tiró al mar los cañones.
César de Echagüe palmeó la espalda del joven.
—Era lo lógico —declaró—. En su lugar cualquiera hubiese hecho lo mismo; pero en vuestro lugar debierais haberos apoderado de los cañones cuando los sacó de su campamento. En estas cuestiones lo importante es ser el primero en dar el golpe. Aunque de todas formas estáis destinados a perder la guerra, unos cuantos cañones os hubieran venido muy bien.
—Tenemos cañones propios —protestó Salinas.
—Pero en una batalla nunca se peca por tener demasiada artillería.
El 7 de octubre calmó el mar y Gillespie dio la orden de alejarse de las playas de San Pedro. En el momento en que el buque empezaba a largar velas apareció en el horizonte una fragata norteamericana que se dirigía a todo trapo hacia el puerto.
¡Era la Savannah, mandada por el capitán Mervine!
Gillespie ya no pensó en alejarse de aquellas tierras.
—¡Capitán, présteme todos los hombres de que pueda disponer y daremos una buena lección a esos californianos! —le dijo a Mervine.
El marino accedió en seguida y uniendo trescientos cincuenta de sus hombres a los cincuenta de Gillespie, emprendieron todos el camino de Los Ángeles.
Mas desde la ciudad se habían advertido los preparativos y junto al rancho Domínguez se apostaron los californianos. Eran inferiores en número a los yanquis; pero todos iban montados y, además, poseían una pieza de artillería tirada por seis muías.
Contra aquellos diestrísimos jinetes nada pudieron los norteamericanos. Después de varias horas de combate y de intentar en vano capturar la pieza de artillería, que era llevada de un lado a otro y emplazada en los puntos donde más útil podía ser, los soldados y marinos tuvieron que recoger sus muertos y heridos y replegarse hacia San Pedro, enterrando los cadáveres en una islita a la entrada del puerto.
El triunfo de los californianos fue completo. Toda California estaba en sus manos. Durante algún tiempo pudo pensarse que la victoria definitiva sería suya. Pero faltaban hombres y, sobre todo, armas. Se requisaron todas las de fuego que se pudieron encontrar y el viejo cañón de cuatro libras que antes estuvo frente a la Casa de los Guardas y que se utilizaba para disparar salvas, fue recuperado. Al entrar los norteamericanos de Stockton en Los Ángeles había sido llevado a casa de doña Inocencia Reyes y enterrado en su jardín, de donde entonces fue sacado por la dueña de la casa, que lo ofreció a los nacionalistas. Aquel cañón y unas pocas cargas de buena pólvora fueron los artífices principales de la victoria de Domínguez.
Dos días después de este triunfo, el comodoro Stockton presentóse en el puerto de San Pedro con ochocientos hombres. De haber atacado en seguida hubiera podido apoderarse de Los Ángeles, que entonces se hallaba completamente desguarnecido; pero Salinas y Varela, para disimular la verdadera situación de las fuerzas de California, hicieron una audaz demostración de su caballería, y Stockton, seguro de tener enfrente a siete u ocho mil hombres, no se atrevió a atacar. Si hasta la ocupación los norteamericanos se dejaron llevar por la falsa impresión de que los californianos eran unos cobardes, los posteriores acontecimientos les abrieron los ojos en aquel sentido y pasaron a considerarlos todo lo contrario, de forma que el comodoro Stockton, desprovisto de buenos espías, decidió, al fin, embarcar sus fuerzas abandonando el campo y perdiendo la oportunidad de una fácil victoria.
En medio del entusiasmo que reinaba en California, César de Echagüe fue olvidado. Al fin y al cabo él era quien más perdía, pues no le era posible cabalgar con algún viejo y heroico sable colgando del cinto, vestido con el lujo peculiar de los jinetes de California y recogiendo sonrisas de mujer.
Leonor de Acevedo, que de acuerdo con lo previsto por su madre y por el viejo Echagüe estaba destinada a ser la esposa de César, le envió a decir que no se molestara en ir a verla.
—Las mujeres sois muy extrañas —dijo el joven a la pequeña Guadalupe, hija del mayordomo de la casa—. Leonor me quiere mucho y se muere de deseos de vestir luto por mí. ¡Y yo que creía que se alegraba de que mi prudencia le conservara mi preciosa vida!
Guadalupe le consideraba el hombre más maravilloso del mundo y a todo le dijo que sí. Estaba convencida de que la verdad siempre estaba en los labios del joven César de Echagüe.
Éste contemplaba irónicamente los ejercicios de ataque y defensa que realizaban los jinetes californianos en la plaza y en los campos. Como en todas las casas se guardaban buenos y viejos sables, nadie estaba desprovisto de ellos, y el chocar de los aceros era continuo.
—¿No te admira ese patriotismo? —preguntó un día Salinas, que llevaba quizá el sable más largo y pesado de toda California y señalaba con él a los elegantes guerreros.
—Están muy hermosos —sonrió César—; me recuerdan las historias del Zorro. ¡Lástima que haya muerto! Os sería muy útil en estos momentos.
—Él se hubiese unido a nosotros.
—Claro. Siempre fue un loco. Sólo a un loco se le ocurre ir señalando las caras de la gente con una zeta grabada con la punta de su espada.
—¡El Zorro! —La voz de Salinas se hizo solemne—. ¡El más grande patriota que ha tenido California!
—Sin duda alguna; pero él luchaba por algo definido. Ahora, en cambio, se lucha sin saber por qué. Y a propósito, Anselmo, ¿por qué en vez de enseñarles el manejo de la espada no les instruís un poco en el de la lanza?
—¿La lanza? —Salinas miró, asombrado, a su amigo—. Me parece que has dicho algo muy sensato. ¡Claro!
Jeremías Herrera, antiguo oficial de caballería, se encargó de instruir a los jinetes en aquel sistema de lucha. En todas las casas había alguna lanza y los herreros pudieron hacer tantas como se quiso. A principios de diciembre de 1846, los lanceros californianos estaban listos y preparados para hacer frente a las fuerzas que descendían del Norte, al mando del general Kearny. Las lanzas californianas medían dos metros y medio de largo, eran fuertes y ligeras y, al mismo tiempo, se esperaba mucho de ellas.
El 5 de diciembre se comprobó sobradamente la eficacia del arma al enfrentarse en San Pascual los jinetes de California con los hombres de Kearny.
El capitán Johnson, que mandaba la vanguardia de Kearny, era un joven muy impetuoso. Despreciaba a los californianos y quería demostrar que los hombres de Gillespie habían sido unos cobardes. Al divisar al adversario cargó contra él.
Un minuto más tarde Johnson caía en tierra con la cabeza atravesada por un balazo. Casi todos sus hombres tuvieron que replegarse heridos y en plena confusión, perseguidos implacablemente por los californianos.
Un cuerpo de dragones quiso ayudarles y cargó contra los jinetes.
—¡En retirada! —gritó Salinas.
Y todos los californianos huyeron a la desbandada, perseguidos por los dragones y por otros jinetes que en menos de cinco minutos estuvieron mezclados y desordenados.
—¡Media vuelta! —gritó Salinas al darse cuenta de que se había realizado lo que él deseaba.
En breves instantes los californianos, lanza en ristre, cargaron como un alud sobre las desordenadas huestes enemigas. Antes de que los invasores pudieran intentar la más rudimentaria defensa, se vieron barridos del campo, teniendo que huir en pleno desorden, dejando dieciocho muertos sobre el terreno y más de noventa heridos.
—¡La artillería! —gritó Kearny—. ¡Pon las piezas en batería! ¡Disparad metralla!
Salinas, galopando pegado a su caballo y con su lanza en ristre, lanzóse contra la primera pieza que vio, derribó al oficial que con la espada quería cerrarle paso, hizo huir a los artilleros y con la lanza golpeó violentamente a las mulas que arrastraban el cañón. Los animales asustados, desmandáronse y escaparon con el cañón hacia las filas de California.
El capitán Moore organizó una segunda carga y Salinas le atravesó el corazón de un bote de lanza. Kearny y Gillespie también resultaron heridos de lanza.
Los norteamericanos conservaron el campo; mas la victoria fue de los californianos, ya que al fin y al cabo los jinetes de Salinas no eran más que una avanzadilla exploradora.
Durante varios días Kearny permaneció en San Pascual, temiendo a cada momento que los californianos repitieran sus ataques, convencido de que sus adversarios eran muy superiores a ellos.
Por fin, en el mes de enero de 1847, Kearny y Stockton, que habían acudido a reforzarle, emprendieron el ataque a Los Ángeles con un número de fuerzas tres veces mayor que el de sus adversarios. A pesar de ello, si los californianos hubieran poseído un poco de pólvora de buena calidad para sus cañones el resultado de la batalla hubiera podido ser muy distinto, pero después de varias inútiles cargas contra el amplio cuadro formado por los norteamericanos, los californianos tuvieron que batirse en retirada. Aquella noche el enemigo acampó a la vista de la ciudad.
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—Tenías razón, César —dijo Salinas aquella noche, al regresar del combate—. No nos falta valor; pero no tenemos armas.
César de Echagüe no dijo nada de lo que podía haber dicho. No sacó a relucir sus pronósticos y limitóse a preguntar:
—¿Qué piensas hacer?
—Marcharme hacia el Sur. Hacia Méjico.
—¿No queríais independizaros de él?
—Sí; pero…, en estos momentos…, prefiero estar allí.
—¿Y abandonar tus posesiones en manos de los yanquis? Ten la seguridad de que confiscarán todas las fincas y haciendas de los que huyan, porque los considerarán enemigos o rebeldes. Quédate. No pueden tratarte más que como a un enemigo leal.
—Pero aún podríamos intentar algo…
—No, Anselmo. No podríais intentar nada. Ya habéis hecho más de lo que lógicamente podíais hacer. El honor está a salvo, no lo dudes.
Salinas se quedó y a la mañana siguiente, los norteamericanos ocupaban definitivamente Los Ángeles. Ya nunca más volverían a salir de allí.
Cuatro días más tarde se firmaba en el rancho Cahuenga la capitulación de todas las fuerzas de California. Los hombres que sin ayuda del gobierno mejicano habían luchado contra los norteamericanos y los habían vencido en la casi totalidad de los encuentros, fueron perdonados, incluso los que antes prometieron no empuñar las armas contra los invasores. Se comprometieron a entregar los fusiles; pero se les permitió conservar las armas cortas. Este compromiso se firmó con el general Fremont en lugar de hacerlo con el comodoro Stockton, que así se vio libre de la necesidad de cumplir la promesa que había hecho de ahorcar a todos los californianos que faltaron a su compromiso de no luchar contra los yanquis. Así todos pudieron volver a sus hogares y los norteamericanos recibieron seis fusiles y dos cañoncitos. Los californianos afirmaron no poseer más armas de guerra. Los conquistadores aceptaron esta afirmación y no insistieron en averiguar el paradero de los cincuenta y tantos fusiles que habían sido arrebatados a los hombres de Gillespie. La paz más absoluta reinó durante unos meses en Los Ángeles.