Capítulo XII:
Otra vez El Coyote
Allen Potts miró, sonriente, a la bailarina y luego contempló la medalla que tenía en la palma de la mano. Cerrando ésta, murmuró:
—A. G. no se parece en nada a Mariquita.
Desde el fondo de la sala, alguien había seguido todos los movimientos de Potts. Un hombre envuelto en una larga y parda capa, con un sombrero mejicano caído sobre los ojos y una mano ocultando aún más sus facciones, no dejaba de mirar ni un momento al capitán. Cuando le vio recoger su gorra y dirigirse hacia la salida, el desconocido se puso en pie y salió antes que él. Cuando Potts abandonó la posada, lo hizo con paso enérgico, emprendiendo el camino del fuerte. Ni por un momento se le ocurrió volver la cabeza. Se encontraba ya a menos de un cuarto de legua del fuerte cuando una voz, que reconoció en seguida, le ordenó:
—Deténgase, capitán, y si aprecia en algo su vida no acerque la mano a su revólver.
—¿Otra vez El Coyote? —preguntó Potts.
—Otra vez, puesto que usted sigue por mal camino. Tan malo que, si no rectifica, acabará despeñándose.
—Si quiere mi dinero…
—No lo necesito; pero, en cambio, sí quiero lo que ha recogido del suelo en la posada Internacional.
—¿Estaba usted allí?
—Tal vez. Démelo.
—Era una moneda de plata —mintió Potts.
—Deme la medalla que ha recogido —ordenó El Coyote.
—No he…
—Óigame, Potts —dijo fríamente el enmascarado—: no me importará si ése es el único medio para recuperar la medalla.
—Otra vez gana usted —dijo Potts, dejando caer al suelo el objeto pedido.
—Muy listo —rió El Coyote—. Pero no me inclinaré al suelo mientras que usted se encuentre a mi lado y, además, con un revólver y una espada al cinto. Veamos el revólver.
Rápidamente, El Coyote extrajo de la funda el arma de Potts y, sin perder tiempo, retiró todos los fulminantes de las cámaras del cilindro. Luego se la devolvió a Potts, diciendo:
—Puede marcharse.
Potts se alejó lentamente y El Coyote, con el revólver encañonado a la espalda del militar, se inclinó a recoger del suelo la medallita.
Cuando regresó hacia la plaza se detuvo debajo de uno de los faroles y leyó lo escrito en el reverso de la joya. Iba a guardar la medalla cuando oyó unos torpes pasos que se acercaban. Al volver la cabeza vio a un soldado que avanzaba apoyándose en un largo fusil.
Embozándose en su capa, El Coyote quiso alejarse; pero el soldado le ordenó, trabajosamente:
—No se mueva o le dejo en el sitio, mejicano.
Lentamente El Coyote se volvió hacia el soldado. Su mano sostenía el revólver.
—¿Qué quiere? —preguntó.
El soldado empuñaba una pistola de dos cañones, con la que tan pronto apuntaba al polvo de la plaza como a las estrellas del cielo.
—Quiero que beba conmigo y que me ayude a llevar este fusil.
El Coyote se acercó. El soldado estaba completamente borracho.
—Me… me han encargado un trabajo asqueroso. ¡Si, asqueroso! ¡Hip! Asquerosísimo… ¡Hip!
—Pues vaya a hacerlo.
—El capitán quería que lo hiciera mañana; pero yo le he dicho que esta noche, y él ha dicho que bueno…, que llevara el fusil esta noche y que en seguida bajaría con… con los soldados para detener a… a… Tiene un nombre muy raro.
—¿Quién? —preguntó El Coyote, ya vivamente interesado.
—Ése a quien tengo que dejar el fusil. Es una cosa muy divertida. Porque él firmó que no guardaría fusiles, y él cree que no tiene fusiles; pero yo le llevo un fusil y cuando los soldados le encuentren un fusil le meterán en la cárcel, porque no puede tener fusil. ¿Verdad que está muy bien?
—¿Y quién no puede tener fusil? ¿El capitán?
—No; él puede tener hasta un cañón, porque por eso es capitán; pero ese Sal… Sala…
—¿Salinas?
—¡Eh! ¡Justo! Sí, digo que Salinas. Pues Salinas no puede tener un fusil porque juró que no conservaría ninguno y juró en falso, porque yo le llevo un fusil y se lo meteré en su casa y cuando vayan los soldados encontrarán un fusil y a Salinas le encerrarán en la cárcel. ¡Hip!, porque cuando uno dice que no tendrá ningún fusil no debe tener ningún fusil. Y ahora adiós, mejicano, porque si me entretengo no podré llevar el fusil, y si no lo llevo Salinas no tendrá ningún fusil.
Y arrastrando el fusil como si fuese una escoba, el soldado se alejó hipando; tartajeando una canción. El Coyote le siguió con la mirada y mentalmente calculó el tiempo que podía tardar en llegar a su destino y regresar para anunciar la realización de su trabajo.
—Sobra tiempo —se dijo, y lentamente dirigióse hacia la calle del Álamo Viejo.
A las doce menos cuarto de la noche Salinas y Mariquita aparecieron en la calle, seguidos por la dueña. Cuando llegaron al árbol tras el que se ocultaba El Coyote, éste abandonó su escondite y avanzó hacia los dos jóvenes. Al llegar a cuatro metros de Salinas, vio que éste empuñaba una pistola.
—Guarde el arma, Salinas —dijo—. No soy un enemigo suyo.
—¡El Coyote! —exclamó—. ¿Otra vez?…
—Otra vez vengo a ayudarle, aunque ahora no es sólo a usted. También Antonia necesita mi ayuda.
—¡Oh! —gritó la joven—. ¿Cómo ha…?
—No se preocupe —dijo El Coyote—. Su secreto está bien guardado; pero cuando quiera disimular su identidad, procure no llevar medallas con sus iniciales y la fecha de su nacimiento. Tome. El capitán Potts estaba muy satisfecho con ella. Se la tuve que quitar.
—¿El capitán Potts? —preguntó Salinas.
—Sí, le cayó a los pies.
—¿Y la ha examinado? —preguntó i bailarina.
—Sí; pero no creo que haya tenido tiempo de aprenderse de memoria la inscripción. Ahora, señor Salinas, apártese un momento. Debo hablar a solas con la señorita.
—¿Puedo saber…? —empezó Salinas.
—No, no puede saber nada —replicó El Coyote.
—Entonces…
—Por favor, apártese un instante —pidió la joven. Y cuando Salinas hubo obedecido, preguntó—: ¿Qué quiere? ¿De veras se llama El Coyote?
—Tan de veras como usted se llama Mariquita en lugar de Antonia Gonzaga.
—¡Oh! ¿Cómo ha sabido…?
—Sus iniciales, la fecha de nacimiento. Son datos que, unidos a otros, resultan muy claros para quien conoce a todas las familias de Los Ángeles. ¿Por qué hace usted eso?
—Necesito dinero para vivir…
—¿Para pagar las deudas que dejó su padre?
—Sí. Pero ¿quién es usted?
—Un amigo. Eso es bastante. Y ahora óigame con atención. Procure retener a Salinas junto a usted todo el rato que pueda. Le preparan una celada y quiero salvarle de ella.
—¿Qué sucede?
—No se lo digo porque le faltaría tiempo para descubrírselo a Salinas y me interesa que no se mezcle en nada. Al fin y al cabo, fue uno de los jefes de la rebelión y podrían dictar orden de expulsión contra él.
—¿Es cosa de Potts?
—Claro. ¿Le retendrá?
—Haré lo posible.
—Con eso basta. Adiós, Antonieta. A pesar de todo, su padre no merecía una hija como usted.
—Creo que merecía mucho más.
—No; pero no importa. Adiós.
Y saludando con un ademán a Salinas, El Coyote alejóse en busca de su caballo.
****
—¿Estás seguro de que no te ha visto nadie? —preguntó, malhumorado, Potts a su asistente.
—Seguro que no —murmuró, medio atontado, el soldado.
—¿Dejaste el fusil en el rancho?
—Claro.
—¿En qué sitio?
—En un armario muy grande que hay en el pasillo. Lo metí entre la ropa. Es un lugar muy bueno para esconder fusiles.
—¿Y no se te ha ocurrido nada mejor que emborracharte? —refunfuñó Potts.
—No… es lo mejor de la vida.
Dejando a su asistente derrumbado en un sillón, Potts dirigióse hacia el cuerpo de guardia y ordenó al sargento que estaba de turno:
—Arme a diez hombres. Tenemos que ir a hacer un registro. Uno de los californianos que firmaron el compromiso conserva armas largas.
—Las querrá para cazar —protestó el sargento—. Llevo un montón de noche sin dormir…
—Una más no le perjudicará. Prepare a los hombres.
Refunfuñando, el sargento fue a despertar a los soldados y media hora después Potts descendía del fuerte Moore el dirección al rancho La Mariposa.
Los soldados penetraron en el rancho sin hacer caso de las protestas del capataz del mismo y comenzaron a registra la casa. Cuando Potts juzgó que ya había pasado un tiempo prudente, propuso:
—Registre ese armario, sargento —y señaló el que se veía en el pasillo.
Un concienzudo registro sólo dio por resultado el hallazgo de una oxidada espada de estropeada cazoleta y puño.
Potts registró personalmente el armario donde su asistente le había asegurado que estaba oculto el fusil y al fin tuvo que reconocer que allí no había nada.
Se registraron otros armarios y como por parte alguna se hallase ningún arma Potts pidió que el dueño de la hacienda compareciese ante él.
—¡Pero si ya le he dicho que no está! —gritó el capataz—. Se marchó esta noche y aún no ha vuelto.
—Bien…, no hay nada; vámonos —gruñó Potts. Y seguido por sus soldados abandonó el rancho en el momento en que Anselmo Salinas regresaba.
—¿Qué ocurre? —preguntó, alarmado, el joven.
Potts le dirigió una venenosa mirada.
—Recibimos una denuncia acerca de unas armas que tenía usted ocultas y vinimos a hacer un registro.
—¿Trajo la orden del gobernador militar de la plaza? —preguntó, duramente, Salinas.
—No. No se necesita.
—Está usted muy equivocado, capitán, y como sé los derechos que tengo, el comodoro Stockton sabrá lo que ha ocurrido.
—Yo en persona se lo diré —declaró Potts.
—Y yo se lo repetiré. Buenas noches.
Pero Potts disfrutó de todo menos de una buena noche, porque al regresar al fuerte Moore encontró, en su habitación, un paquete dirigido a su nombre. Era largo y pesado. Al deshacerlo, Potts encontró dentro de él un fusil y una nota redactada en los siguientes términos:
Capitán: Ha jugado demasiado con fuego. No siga por ese camino, porque se quemará. Es mi último aviso. No lo desprecie.
EL COYOTE.
Potts arrugó, furioso, el mensaje, y cogiendo el fusil, que era el mismo que había hecho llevar a casa de Salinas, lo tiró contra su asistente, que se despertó sobresaltado, preguntando a voz en grito si los californianos asaltaban al fuerte; luego, dejándose caer de nuevo en su improvisado lecho, quedó dormido como un tronco, en tanto que Potts, sin sueño, furioso y con los nervios fuera de quicio, paseaba de un lado a otro sin pensar ni por un momento en irse a la cama.
—Te cruzas demasiado en mi camino, Coyote —gruñó—. ¡Y el día en que nos veamos frente a frente te juro que…!
Durante el resto de la noche estuvo madurando su ira contra El Coyote, contra Salinas y contra aquella mujer cuya identidad ya sabía cómo descubrir.