Capítulo VI:
Después de la tormenta

Aleccionados por su primer fracaso en Los Ángeles, los norteamericanos procuraron, al regresar allí, ganarse las simpatías de los californianos. Todas las noches la banda militar interpretaba en la Plaza piezas norteamericanas y populares, se permitían reuniones, se dio permiso a todos los taberneros para que pudieran vender, como los norteamericanos, sus licores, y se evitó detener a nadie.

—No son tan antipáticos como antes —decía Beatriz una tarde en que paseaba con su hermano por la Plaza—. Hasta van pareciendo seres humanos.

Y es que Beatriz, por ir acompañada de César, a quien Gillespie había calificado del mejor amigo de los yanquis, era saludada por todos los jóvenes oficiales que visitaban la ciudad.

—No me gusta que hables con esa gente —gruñía todas las noches don César.

Pero Beatriz ya no hacía caso de los reproches de su padre y, mujer al fin, agradecía las miradas de admiración que veía en todos los ojos.

—¿No es Anselmo aquél? —preguntó una noche, señalando hacia un extremo de la Plaza.

—Él parece —replicó César, y los dos hermanos se dirigieron hacia el farol bajo el que se había detenido Anselmo Salinas.

—Hola, César —dijo con voz opaca el joven al ver a su amigo.

—¿Por fin te has decidido a salir de casa? —preguntó César.

—No te burles. Es que ya no podía resistir más allí encerrado; pero tampoco puedo resistir ver tanto uniforme extranjero.

—Ya te acostumbrarás. Beatriz ya tolera su presencia. Lo que ocurría antes era que los oficiales de la guarnición eran todos muy viejos y muy desagradables. Pero entre los marinos de San Pedro y la guarnición del fuerte Moore, hay ahora un grupo de jóvenes sumamente atractivos.

—Yo no los encuentro atractivos —gruñó Salinas.

—Tú eres un hombre y no es lógico que encuentres atractivos a unos militarotes —rió César.

De pronto, su rostro se ensombreció.

—Por allí viene Leonor —dijo.

Leonor de Acevedo acercóse, muy severa, y dirigiéndose a Beatriz preguntó:

—¿Quieres acompañarme? ¡Oh, buenas noches, señor Salinas! Hacía tiempo que no le veíamos.

—Sí, hacía tiempo —replicó Anselmo, mirando extrañado a César, a quien la joven no parecía haber visto.

—No me conoce —sonrió César—. Desde que no me hice matar por mi patria me da por muerto, ¿verdad, Leonor?

—Le agradeceré que no me hable, a menos que sea completamente imprescindible. Lamento mucho que mi señora madre insista en cumplir su promesa.

—Viéndola, cualquiera le echaría sesenta años —rió César—. ¡Y apenas ha cumplido dieciséis! ¡Dios mío, qué esposa me ha reservado mi padre!

—Yo lamento tanto como usted la decisión de nuestros padres —dijo Leonor, procurando no mirar a César—. Si usted encuentra la forma de que nuestro compromiso se rompa, le quedaré muy agradecida.

—¡Brrrr! —exclamó César—. Es una mujer de hielo. Me voy. No puedo continuar aquí, pues me helaría. Supongo que tú te harás cargo de Leonor y la conducirás a su casa, ¿verdad, Beatriz?

—Claro —replicó la hermana de César—. Además, por allí viene doña Angélica, que está deseando proteger a alguien. Nos dejaremos proteger por ella. Eso la hará feliz.

—Aprovechemos la oportunidad y huyamos —dijo César al oído de su amigo—. Esa señora es muy buena, muy honrada y tiene muchas cualidades; pero cuando se pone a dar consejos… Vamos.

—¿Adónde? —preguntó Salinas cuando estuvieron a alguna distancia.

—A distraernos y a hablar. ¿Qué te parece la posada Internacional?

—Estará llena de yanquis —replicó Salinas.

—¿Y qué? Cuanto antes te acostumbres a verlos, mejor. Al fin y al cabo ellos traen el orden.

—No discutamos, César. Vayamos a donde quieras, porque tanto me da un sitio como otro.

—Pues vayamos a la posada Internacional.