Capítulo IX:
El nacimiento del Coyote
Aquella noche César de Echagüe no pudo dormir. Su pensamiento no se apartaba de su amigo y del destino que iba a correr. Dentro de catorce horas se enfrentaría con un hombre que tenía fama de ser el mejor tirador del ejército yanqui. Contra él, Salinas no tenía ninguna probabilidad de salir triunfante. A pesar de ello, y dejándose llevar por su carácter, el muy tonto iba a inmolarse en una venganza que para él no significaría ninguna gloria.
César deseaba ayudarle. Era su amigo y trataba de alejar la idea de que aquella noche había hablado por última vez con Salinas.
—Si yo pudiese intervenir… No me gustan los duelos; pero ese capitán Potts tendría en mí un rival.
Clavó, pensativo, la mirada en el revólver que tenía entre las manos, como buscando en él la solución que no hallaba.
—¡Y todo por esa endiablada mujer que se oculta tras un antifaz!…
El recuerdo de Mariquita había traído, engarzado, otro recuerdo más lejano. Cuarenta y seis años antes, cuando comenzó el siglo, un enmascarado había impuesto la ley y el orden en Los Ángeles. Con su espada había trazado en los rostros de sus enemigos unas zetas que aún perduraban en algunas viejas caras. El Zorro, ocultando su verdadera identidad tras un negro antifaz, devolvió a los californianos la ley y el orden perdidos.
Luego, cuando su actividad ya no fue necesaria, clavó la espada en el artesonado de su casa y retiróse a vivir apaciblemente hasta el fin de sus días…
Súbitamente, dominado por un febril nerviosismo, César se puso en pie y, dejando el revólver sobre la mesita de noche, salió del cuarto, llevándose una de las velas que iluminaban su habitación. Cruzó el pasillo, descendió a la planta baja y después de atravesar varias habitaciones llegó a una de ellas, en la cual, por único mobiliario, se veían tres grandes armarios que ocupaban otros tantos paños de pared. Abrió uno de los armarios, que apareció lleno de trajes. Después de examinarlos uno a uno, los desechó todos y pasó al otro armario. También estaba lleno de trajes. Al cabo de un par de minutos de registrarlo encontró lo que buscaba. Era un conjunto mejicano que había sido de su padre y que, usado sólo una vez, permanecía allí en espera de que fuera regalado a algún mendigo, ya que ninguna utilidad práctica tenía. El viejo don César se lo había hecho hacer cuando se le anunció que iba a ser nombrado jefe de la milicia nacional de la ciudad, o sea representante de las fuerzas armadas mejicanas. Más tarde el nombramiento se anuló y el traje fue guardado.
Junto al traje pendía una espada, pero César la desprendió sonriendo. El invento del coronel Colt anulaba las armas blancas. En cambio tomó las altas botas de montar, que parecían de dos siglos antes, y el ancho sombrero de cónica copa y ala levantada.
Cargado con todo ello se trasladó de nuevo a su cuarto y ante el espejo se probó el vestido.
Le quedaba demasiado holgado, pero esto ayudaría a disimular su figura. Cogiendo un pañuelo negro abrió dos agujeros en él y se lo ciñó como si fuera un antifaz. Después se puso el sombrero y contempló el efecto ante el espejo.
—Nadie me conocería —dijo—. Un bigotito postizo ayudaría a disimular —aún más mis facciones… Y los revólveres…
Se ciñó el cinturón del que pendían las dos fundas de los Colts y nuevamente contempló el efecto. Nadie que conociera al joven don César lo reconocería en aquel hombre enmascarado, que parecía mucho más recio y más alto.
—Sólo me falta el nombre —se dijo—. El Zorro era bueno, pero ya ha sido utilizado y nadie tomaría en serio una resurrección. Buscaré otro…
De pronto lanzó una exclamación de alegría, y quitándose el sombrero y la máscara se sentó ante la mesa. Tomó pluma y papel y empezó a escribir:
Capitán Potts: Ha llegado a mis oídos que piensa batirse con Anselmo Salinas. Considero que todas las ventajas están de su parte y que piensa usted cometer un crimen legalizado, le prohíbo que acuda mañana a la cita que ha dado a Anselmo Salinas. Envíele sus excusas y alégrese de la oportunidad que le concedo de seguir viviendo. Si desobedece mis órdenes y va allí, le mataré.
EL COYOTE.
Muy satisfecho, César se envolvió en una capa y, saliendo del rancho, se dirigió a caballo a Los Ángeles. Eran las cinco de la mañana y ya empezaban a verse algunos transeúntes, especialmente indios, por las calles. Llamando a un chiquillo, César, oculto el rostro tras el embozo de la capa, le tendió un pliego doblado y una moneda de cinco pesos.
—Llévalo al fuerte Moore y que se lo entreguen al capitán Potts —dijo—, el nombre está escrito en el papel. De prisa.
Luego, en tanto que el chiquillo se alejaba, él regresó al rancho y se tendió a descansar. Ya estaba amaneciendo y César durmió, de un tirón, hasta las once de la mañana.
A aquella hora llamó a Julián Martínez, el mayordomo, y le anunció:
—Tengo que marcharme a hacer algo muy arriesgado, Julián. No puedo decirte qué, pero no es nada malo.
—Si no me lo puede decir es que no es nada bueno —reprendió dignamente el mayordomo.
—¡Claro que es bueno! —rió César— pero si tú supieras la verdad podrías descubrirla o dejar que alguien la adivinara. No puedo decirte nada; pero, sin embargo, has de ayudarme.
—¿Cómo? —preguntó Julián.
—Si alguien en casa pregunta por mí dirás que no me he levantado aún. A nadie le extrañará. Si luego te vuelven preguntar por mí, diles que tengo un terrible dolor de cabeza y que no quiero ver a nadie. Puedes agregar que me has subido la comida. Si por casualidad mi padre o mi hermana insistieran, haz humanamente lo posible por que no suba y si insisten en subir a mi cuarto, como lo encontrarán cerrado, creerán que no quiero recibirles. De ninguna manera deben saber que he salido.
—¿Por qué?
—Porque no deben saberlo. Debes conformarte con eso, Julián. Y otra persona que tampoco debe saber que he salido es Salinas. Él menos que nadie. Si te pregunta qué he hecho durante la tarde, le dices que he estado en mi cuarto leyendo un libro. ¿Comprendes?
—No: pero se lo diré.
—Muy bien. Así me gusta. Ahora saca este paquete afuera y colócalo sobre un caballo —y César señaló un paquete envuelto con una manta mejicana, dentro del cual se encontraba el traje, las botas y el sombrero de su padre y, sobre todo, el antifaz—. Puede ser el caballo negro. Apenas se ha visto en la ciudad. Cuando regrese lo llevas inmediatamente a la otra cuadra.
En cuanto Julián hubo salido, César se aseguró de que nadie podía verle y cerrando con llave la puerta de su cuarto salió en dirección a la cuadra, Antes de abandonar la habitación se había colgado de la cintura los dos revólveres que le regalara Gillespie.