Capítulo XII:
La batalla de San Gabriel

Las nieblas del amanecer se pegaban al suelo, limitando la visión de los que avanzaban silenciosamente hacia la casa en que estaban albergados los hombres de Crisp. Artigas había dado las instrucciones necesarias a todos los suyos.

—Vosotros —dijo al grupo formado por sus veinte mejores tiradores— os colocaréis en la acequia de los frailes. Es una buena trinchera. Cuando ellos salgan en pos de nosotros, dispararéis sobre seguro. Conviene no desperdiciar ni un solo tiro.

A Luis Martos le indicó:

—Tenemos que asaltar la casa en que están los soldados. Aquí tienes veinte revólveres para tus hombres. La lucha será cuerpo a cuerpo y es el arma mejor. Llevad también vuestros cuchillos. Como ellos no esperan un ataque tan fuerte, seguramente no opondrán resistencia.

—Prefiero que la opongan —contestó Martos.

—Yo prefiero que la victoria sea fácil y cueste pocas vidas. La tuya, sobre todo, es muy valiosa.

Estaban junto a la Misión y Martos pidió:

—Quisiera ver el cadáver de fray Eusebio. Y que mis hombres lo vieran. Eso les enardecerá.

Artigas se dijo que era una buena idea y la aceptó.

—Entremos —dijo.

Seguido por Martos y los suyos, entraron en la Misión por la sacristía. Martos le guió hasta el cuarto del franciscano.

—¡No está! —exclamó, al ver vacío el lecho—. ¡Pero esa sangre…!

—Lo habrán enterrado sus indios —dijo Artigas, algo inquieto por la desaparición del cadáver.

—Habrán querido curarlo —replicó Martos—. Pero no importa. Esa sangre será vengada. Vamos.

Artigas respiró, aliviado. Por un momento había temido que parte de su plan se viniera abajo. La explicación que Martos había dado era lógica. Sin duda algunos indios de los que iban a primera hora a la Misión debían de haber llevado el cuerpo del franciscano a algún curandero de su tribu, para ver si podía curarlo. Artigas tenía demasiada fe en la firme mano de Basilio para dudar de que el fraile no estuviese muerto.

Salieron todos de la Misión y, siempre en silencio, fueron avanzando hacia la casa. A cincuenta metros de ésta debía de hallarse los centinelas. Convenía que no les descubrieran antes de tiempo. Instaló a sus tiradores en la acequia y a otros en puntos estratégicos desde donde pudieran disparar con toda facilidad sobre los soldados.

El sol naciente tiñó de rosa las altas nubes; pero la tierra seguía cubierta por el frío velo de la niebla. La casa se veía parcialmente entre los jirones de aquella niebla que pronto se iría levantando. Luis Martos sentíase dominado por un fuerte nerviosismo. Era, quizá, el miedo que sienten la mayor parte de los que van a entrar en combate y que se disipa al oír los primeros disparos y comprobar que no han sido fatales para uno.

Seguido por sus compañeros avanzó pegado al suelo, pisando suavemente, con silencio de lobos que se disponen a atacar. Cada uno empuñaba un revólver amartillado.

Unos pasos que sonaron frente a él le hicieron detener. Estaban ya en la línea de centinelas. Ángel Merino, uno de los primeros que se unieron a él y que ahora marchaba a su lado, le tocó en el hombro y, por señas, le indicó su deseo de encargarse de aquel trabajo. Enfundó el revólver y sacó un cuchillo de recia hoja; luego, agazapándose, aguardó unos segundos. Una vaga sombra surgió ante él, recortándose contra el cielo. Merino saltó como un jaguar y su mano descendió con vigoroso golpe. Oyóse un ronco estertor y el centinela se desplomó con el cuello atravesado por el cuchillo.

—Ya está —dijo Merino, secándose la mano en el uniforme del muerto—. Hay uno menos. Ha sido fácil. Y, sobre todo silencioso. Donde esté un cuchillo sobran todas las otras armas.

Merino había combatido en la guerra entre Méjico y los Estados Unidos. Habíase hallado en Chapultepec y en otros sangrientos encuentros. No era la primera vez que mataba a un hombre. Por ello sus nervios no sufrieron la menor alteración después de la muerte del centinela. En cambio, Luis Martos se había formado una idea muy distinta de la lucha entre los hombres. Contempló, espantado, el cadáver del centinela. No vio a un adversario feroz, sino a un muchacho de unos veinte años cuyo frágil cuello mostraba la dentellada del cuchillo de Merino. Sintióse vacilar, dominado por unas violentas náuseas, y, más que por avanzar, por huir de aquel espectáculo, lanzóse hacia delante.

En todo encuentro guerrero hay una serie de imponderables que generalmente son los que deciden la batalla. Crisp había tomado algunas precauciones de acuerdo con los consejos del Coyote; pero no previo que uno de sus centinelas pudiera ser eliminado tan rápida y silenciosamente. Y por su parte, el azar quiso que muriera el centinela situado entre el final del parapeto que había hecho levantar frente a la casa y el ángulo norte de ésta.

Por la brecha abierta en la línea defensiva se deslizaron, sin sospechar lo que hacían, Luis Martos y sus veinte compañeros. Alcanzaron los muros de adobe de la casa, agrupándose debajo de un cobertizo de gruesos troncos de roble cubiertos de tejas. Encima de ellos, sin verles, en la azotea de la casa, estaban los mejores tiradores de Crisp. Desde allí debían dominar con sus tiros todos los accesos a la improvisada fortaleza. Todos menos aquel que habían alcanzado en pocos minutos los veintiún hombres.

Una larga y suave ráfaga de aire disolvió la niebla, dejando avanzar la cálida luz del sol. Martos y los suyos vieron ante ellos, apostados tras un parapeto hecho con adobes y sacos de trigo llenos de tierra, a unos veinte soldados con los fusiles apuntando hacia donde estaba el grueso de las fuerzas de Artigas. La distancia que les separaba de los más próximos era de unos cinco metros. Los más lejanos se encontraban a unos treinta. Todos miraban hacia donde estaban los de Artigas; pero nadie imaginaba que el enemigo se hallara ya a sus espaldas.

—¡Por fray Eusebio! —gritó Martos, saltando hacia los soldados.

Empezó a disparar y asombróse de lo fácil que era acertar a aquellos cuerpos tan grandes. Sus compañeros también disparaban. La confusión en el parapeto fue terrible. Desde la azotea partieron unos tiros. Luis sintió un roce caliente en el brazo izquierdo; pero ningún dolor. Siguió disparando pausadamente, y cuando se le terminó la carga del revólver recogió el de un sargento que había muerto sin tiempo para desenfundarlo.

Artigas se lanzó con toda su gente, incluso con los que estaban en la acequia, contra la casa. Sólo unos pocos disparos fueron dirigidos contra él. Dos de sus hombres cayeron por el camino. Uno muerto. El otro gritaba demasiado para que su herida fuese muy grave.

Saltaron el parapeto, que nadie defendía, y entraron en tromba en la casa. El teniente Crisp disparó tres veces y acertó una. Luego, un culatazo lo tumbó sin sentido. Los demás soldados se rindieron, a discreción.

El combate había durado cuatro minutos. Artigas tenía cuatro muertos y nueve heridos. Con Mark y Harries dirigióse a la diligencia y se aseguró de que el oro estaba en ella. Los tres se miraron satisfechos. Eran sesenta mil dólares para cada uno y el resto para los demás.

—Quedaos vigilándola —ordenó Artigas—. Voy a ver a los prisioneros.

—No olvides que las bocas más calladas son las de los muertos —recordó Mark.

Artigas se echó a reír.

—Estoy de acuerdo contigo.

Se dirigió hacia el grupo de prisioneros. De los treinta y dos hombres que se encontraban en la casa y en sus defensas, dieciocho habían muerto. Siete estaban heridos; el teniente Crisp empezaba a recobrar el conocimiento y seis estaban indemnes.

—El teniente nos servirá de rehén —dijo Artigas a sus hombres—. Los demás nos estorban.

De momento, Luis Martos no comprendió las palabras de Artigas; pero su significado no tardó ni diez segundos en ser evidente para él. Con sus largos cuchillos bowie, los mercenarios de Artigas se lanzaron contra los prisioneros y los heridos. Oyéronse horribles alaridos y carcajadas más horribles. En la casa ya no hubo heridos ni prisioneros. Sólo cadáveres. Y entre ellos el teniente Crisp, más lívido que los que ya habían muerto, se mordía los labios, incapaz de soportar tanto horror.

Luis Martos avanzó hacia Artigas. Su mirada se cruzó con la del teniente. Se habían visto algunas veces en Los Ángeles. Crisp le felicitó en una ocasión por lo bien que disparaba. Fue en el concurso de tiro donde el muchacho ganó cinco dólares. Ahora le miró fijamente. Luis comprendió que Crisp se arrepentía de haberle felicitado, de haber estrechado su mano. Los ojos de Martos expresaron un odio intenso; mas no contra Crisp, sino contra Artigas, el que había dado la orden de matar a los heridos y prisioneros. Pero Crisp no interpretó bien aquella mirada. Era un hombre impetuoso y se quiso abalanzar sobre aquel joven, a quien consideraba tan culpable como a los demás. Un golpe descargado por Artigas sobre su cabeza con el cañón del revólver que el proscrito empuñaba, dio en tierra con el teniente.

—¡Ha sido un crimen odioso, Artigas! —gritó Martos.

—No seas niño. ¿Crees que ellos hubieran tenido piedad de nosotros? ¿La tuvieron acaso de fray Eusebio?

—Pero ha sido un crimen.

—Es la guerra. Si no tienes corazón para hacerla, vuelve a tus ovejas. Nadie te ha obligado.

—Esto no es luchar noblemente.

—Es la única manera de luchar que nos está permitida. Ahora haz lo que te parezca.

Luis Martos comprendió que había calculado mal sus energías, incluso sus ideales. Él pensaba en un ejército brillante, con su bandera, sus jefes, su vistosidad, su heroísmo y su nobleza. No se detuvo a reflexionar que aquello no era posible luchando en los montes, como guerrilleros y, lo que era peor, como bandidos. Inclinó la cabeza y, sintiendo un peso horrible contra su pecho y su espalda, volvióse y se alejó poco a poco del escenario de la batalla. Artigas tenía razón. Debía volver con sus ovejas, a su vida de antes, junto a Esther.

Ninguno de sus amigos le siguió cuando, montado en su caballo, se dirigió hacia las montañas.

Artigas le vio alejarse y rió, despectivo.

—Los cobardes están mejor lejos que entre nosotros —dijo a los que estaban cerca de él.

—Yo ocuparé su puesto —dijo Merino—. Yo fui quien despenó al centinela. Luis siempre ha sido un idealista.

—Los idealistas se han hecho para ser derrotados —comentó Artigas—. Entre los vencedores no se sienten cómodos. ¿Cómo te llamas?

Merino dio su nombre.

—Pues tú serás el jefe. ¿Cuántas bajas habéis tenido?

—Sólo un muerto. Los sorprendimos tan por completo que sólo tuvieron tiempo de dejarse matar.

—La próxima operación será contra unos cuantos ranchos donde hay mucho dinero —siguió Artigas—. Son patriotas tibios a los que hemos de convertir en entusiastas contribuyentes de nuestro ejército. El rancho de los Echagüe nos tendrá de huéspedes por una noche, mientras los soldados nos buscan hacia la frontera, pues creerán que hemos pasado a Méjico. Ahora atad a ese teniente y metedlo en la Misión. Una de las celdas servirá de calabozo. Que se quede uno de centinela.

La orden fue obedecida inmediatamente. Artigas encendió un cigarro y, cogiendo el sable de Crisp, se lo ciñó a la cintura. Ya era un jefe glorioso. Ahora debía anunciar al pueblo de San Gabriel el motivo de la lucha y el porqué de la venganza.