EPÍLOGO: MÁS RÁPIDO QUE LA LUZ

En el momento en que entrego este libro a la imprenta, nadie sabe aún si la teoría de la velocidad variable de la luz es correcta o no. Tampoco se sabe en cuál de sus diversas encarnaciones se presentará si resulta correcta ni cuáles serán sus consecuencias más inmediatas. ¿Afectará más a la cosmología, a la teoría de los agujeros negros, a la astrofísica o a la teoría cuántica de la gravedad? Las pruebas empíricas actuales en su favor —los descubrimientos de John Webb y sus colaboradores, los resultados obtenidos a partir de las supernovas y los rayos cósmicos ultraenergéticos— dan lugar a la polémica. No obstante, aun si esas observaciones resultan ser ilusiones originadas en errores experimentales, algunas de estas teorías perdurarán aunque en su conjunto la cuestión se vuelva menos apasionante. Puede ser, además, que a la vuelta de la esquina se hagan observaciones nuevas que pueden apoyarla o refutarla. No hay nada definitivo al respecto.

Me preguntan a menudo si esta situación me pone nervioso y si la refutación de la teoría sería humillante para mí. Siempre respondo lo mismo: no hay ninguna humillación en el hecho de que se descarte una teoría ideada por nosotros. Semejante circunstancia forma parte de la ciencia. Lo importante es concebir ideas nuevas, hacer el intento, y eso es precisamente lo que hice, cualquiera sea la suerte de la VSL. He procurado ampliar las fronteras del conocimiento lanzándome a esa zona gris en la cual las ideas todavía no se pueden calificar de correctas ni de erróneas pues son meras sombras de «posibilidades». Me he zambullido en las oscuras aguas de la especulación, participando así de la gran novela de misterio que se menciona en La física, aventura del pensamiento, obsequio inapreciable que me hizo mi padre hace tantos años. Nunca lamentaré lo que he hecho.

Otra razón para que no haya lamentos es que el trabajo en la teoría VSL me ha permitido conocer gente extraordinaria. Todos los personajes que menciono en este libro son ahora íntimos amigos míos con los cuales estoy en permanente contacto. Solamente por eso, valió la pena el esfuerzo.

Nunca volví a trabajar con Andy, aunque sigue siendo algo así como mi guía espiritual. Siempre lo consulto cuando los tejemanejes de la política científica están a punto de hacerme zozobrar y, curiosamente, sus consejos se han tornado bastante subversivos en los últimos tiempos. Andy mantiene su interés por la VSL, aunque desde afuera, pues ahora se dedica a temas más ortodoxos. Trabaja en la actualidad en la sede de Davis de la Universidad de California (uc Davis) donde está formando un nuevo grupo de cosmología. Tanto él como su familia parecen muy contentos con su nueva vida. Aun así, alguna que otra vez, lo he sorprendido mascullando que sus alumnos actuales no son como los que tenía en los buenos tiempos del Imperial College.

Por su parte, John Barrow se ha mudado a Cambridge, vive en una zona verdaderamente espléndida y tiene una cátedra en la universidad. Sigue escribiendo un libro y unos diez artículos científicos por año. Cada tanto, volvemos a trabajar juntos, en toda clase de teorías sobre «constantes variables», incluida la VSL. Viaja periódicamente a Londres y nos encontramos en la ilustre sede central de la Royal Astronomical Society, una especie de club para caballeros ingleses. Barajamos ideas, chismorreamos y nos divertimos mientras tomamos unas copas, hasta que escribimos un paper nuevo. Una manera muy británica de hacer ciencia…

Stephon continúa en el Imperial College aunque está a punto de volver a los Estados Unidos para ocupar un puesto posdoctoral en Stanford. Más que nunca, exhibe ahora su ímpetu y es una fuente inagotable de ideas nuevas en cosmología y teoría de las cuerdas. No hemos vuelto al Globe en los últimos tiempos, aunque hace unos días Stephon vio por casualidad a Su Alteza, el Águila, al volante de un flamante bmw de carrera. Stephon está elaborando ahora un proyecto de largo plazo para crear un instituto de investigaciones en Trinidad, el cías (Caribbean Institute of Advanced Studies). El futuro de la ciencia descansa en iniciativas de este tipo.

Como resultado de todo el trabajo que describí en el último capítulo de este libro, la persona con quien más estrecha colaboración tengo ahora es Lee. Estamos en plena actividad, seguimos trabajando en nuestra versión de la gravedad cuántica y hemos obtenido muchos resultados interesantes. Nos reunimos en Londres o en el pi, institución que se fortalece cada vez más y se ha transformado en uno de los centros de investigación más prolíficos del mundo. Actualmente, tiene su sede en un edificio que antes fue un restaurante —tiene un bar y una mesa de pool—, circunstancia que tal vez explique su fecundidad.

Otra persona que me visita periódicamente es John Moffat, jubilado ya en la Universidad de Toronto pero tan productivo como siempre, al punto que ha aportado, junto con su colaborador Michael Clayton, algunas de las ideas más interesantes de los últimos tiempos sobre la velocidad variable de la luz. Una y otra vez lo he apremiado para que escriba sus memorias, porque su vida ha sido muy rica en acontecimientos felices y en sinsabores, y también porque es el último eslabón que nos une a la generación dorada de la física, la de Einstein, Dirac, Bohr y Pauli. Las anécdotas que me contó y que transcribí en este libro son sólo una mínima parte de su tesoro de recuerdos. Sin embargo, hace muy poco tiempo me di cuenta de por qué no ha intentado escribirlas: la física es sólo una ínfima parte de la historia de su vida. En definitiva, cuando se trata de dejar testimonio, siempre hay algo en nosotros que excede el escueto relato de los hechos vitales.

Con tan deslumbrante elenco de personajes, tengo plena conciencia de haber relatado muchas más anécdotas personales de lo que es habitual en este tipo de libros. Confío en haber conseguido así transmitir la sensación de que hacer ciencia no es solamente algo entretenido sino que también constituye una experiencia humana fuera de lo común que acerca a la gente. En este sentido, la historia de la teoría VSL puede ser divertida, pero no es excepcional, como bien me di cuenta cuando reunía el material para este libro y descubrí los pormenores menos conocidos de esa obra de Einstein e Infeld que fue mi pasión infantil: La física, aventura del pensamiento.

Leopold Infeld era un científico polaco que trabajó junto con Einstein en diversos problemas de importancia durante la década de 1930. Einstein se transformó en algo así como su mentor y, cuando se hizo evidente que se preparaba la invasión a Polonia, se dio cuenta de lo que le aguardaba a Infeld si se quedaba en su país. Naturalmente, decidió salvar a su amigo. No obstante, en esos años Einstein había respaldado la inmigración de tantas familias judías que su aval perdió valor ante los ojos de las autoridades de inmigración de los Estados Unidos; en particular, desecharon sus peticiones a favor de Infeld. Entonces, Einstein intentó encontrar para él una cátedra en alguna universidad estadounidense, pero los tiempos eran muy difíciles y tampoco tuvo éxito. A medida que la tensión crecía en Europa, las perspectivas de Infeld se hacían cada vez más sombrías.

En su desesperación por ayudarlo, Einstein tuvo la idea de escribir un libro de divulgación científica junto con Infeld. Así nació La física, aventura del pensamiento, libro que muchos años después habría de decidirme por su belleza a seguir la carrera de física, y que fue escrito a todo vapor en un par de meses y se transformó en un éxito de tal dimensión que las autoridades estadounidenses contemplaron con otros ojos el ingreso de Infeld a su país. De no haber sido por esa súbita popularidad, es probable que Infeld se hubiera convertido en humo en alguna sucursal nazi del infierno.

La historia de la teoría VSL no tiene perfiles tan dramáticos, pero espero haber transmitido al lector la sensación de que la ciencia es una riquísima experiencia humana, tal vez la más pura que se puede alcanzar en un mundo que está muy lejos de ser perfecto. Espero también haber pintado con claridad lo que realmente sucede cuando se hace ciencia. No tiene nada que ver con las ordenadas secuencias lógicas que los historiadores de la ciencia se complacen en mostrarnos. Si uno contempla el trabajo de los «granjeros» de la ciencia, ese ordenamiento lógico puede parecer una crónica fiel de la realidad, pero si uno considera la obra de los «pioneros», la historia es muy distinta: se trata de tanteos en la oscuridad, de intentos sucesivos que la mayoría de las veces sólo conducen al fracaso, pero también de una búsqueda apasionada y de un entusiasmo sin límites por lo que se hace.

Mientras escribo estas palabras finales bajo el azul cielo de África occidental, me acuerdo de una anciana que encontré ayer en una aldea apartada. Es la bisabuela de un amigo mío que tiene cerca de 30 años. Nadie sabe exactamente su edad porque cuando ella era joven nadie se preocupaba por contar los años ni por medir el lapso que separa la cuna de la tumba. Había belleza y sabiduría en su rostro mientras hablaba con una voz intensa y suave a la vez, mezclando los sonidos musicales del mandinka[67] con expresivos resoplidos y pausas, y sus extraños e inquietantes ojos vagaban de un sitio a otro (más tarde, me enteré de que era ciega).

Como suele suceder con muchos ancianos, le gustaba recordar la juventud, los lejanos tiempos en que en su aldea nadie había visto todavía a ningún blanco, aun cuando para los británicos Gambia era una colonia del imperio, lo que es un excelente ejemplo del poder del autoengaño. Decía que en aquellos días la vida era mejor y la gente más feliz. Cuando le pregunté por qué, me respondió: «Porque había más arroz».

Recorrer la aldea me hizo pensar en los marinos portugueses del siglo XV, que trocaban espejitos por el oro de las tribus africanas creyendo que engatusaban a los pobladores autóctonos. No obstante, habría que reflexionar al respecto: el valor del oro es puramente convencional, proviene de una convención no escrita propia de la cultura europea y asiática. Por lo que sé, nadie se alimenta de oro. No ha quedado registro de lo que pensaban los patriarcas africanos de ese próspero comercio, pero cabe pensar que ellos, a su vez, creían que engañaban a los marinos ávidos de oro pues les daban inservibles trozos de roca a cambio de útiles artefactos que les permitían ver su propia imagen.

A menudo se produce una ilusión similar en las relaciones entre los científicos y el establishment: ellos creen que les pertenecemos; nosotros creemos que somos los únicos valiosos y que ellos son un conjunto de momias. Tal vez gocen de poder, de éxito fácil y tengan la impresión de que dominan todo, pero nosotros creemos que se engañan. Nosotros, los que amamos lo desconocido más allá de tendencias, intereses y partidos, somos los que al final reímos mejor. Amamos nuestro trabajo más allá de las palabras y nos divertimos infinitamente.