2. EINSTEIN SUEÑA CON VACAS
Cuando tenía 11 años, mi padre me hizo leer un libro deslumbrante que habían escrito Albert Einstein y Leopold Infeld, titulado The Evolution of Physics[2] En las líneas iniciales, los autores comparan la ciencia con una historia de detectives, sólo que en el caso de la ciencia no se trata de averiguar quién hizo algo sino de saber por qué la naturaleza obra como lo hace.
Como sucede en los buenos libros del género, a menudo los detectives toman un camino equivocado: una y otra vez tienen que retroceder para descartar las pistas falsas. Al final, sin embargo, llega el día en que se forma una imagen clara y ya hay datos suficientes para aplicar esa herramienta exclusiva del hombre, la deducción, de modo que todo lo que se ha averiguado tenga sentido. Munidos de una teoría sobre el origen del misterio y algo de suerte, los investigadores conjeturan ciertos hechos que deben ser verdaderos. Luego los someten a prueba con la esperanza de resolver el misterio.
Pocos párrafos después, sin embargo, los autores del libro abandonan abruptamente la analogía inicial diciendo que a los científicos se les presenta un dilema que los detectives no tienen que enfrentar, pues en el libro de la naturaleza nunca se puede decir que «el caso está cerrado». Les guste o no, los hombres de ciencia jamás se ven enfrentados a un único misterio sino, más bien, se enfrentan a un diminuto fragmento de una enorme trama de misterios. Con gran frecuencia, la solución de un fragmento del enigma indica que otros fragmentos no se han descifrado bien o que, al menos, es necesario revisarlos. La ciencia, entonces, podría describirse como un insulto a la inteligencia humana que se renueva de manera incesante.
Pese al «insulto», por mi parte siempre me pareció que la física era fascinante. Me atraía en especial el modo como se nos plantean los misterios del universo: los interrogantes que se formulan son muy simples en la superficie pero muy intrincados en profundidad, y se hallan envueltos en las bellísimas abstracciones propias de los experimentos mentales y la lógica.
No obstante, sólo cuando ya había avanzado en mi carrera me di cuenta de que nadie aborda los problemas de la física de una manera fría y racional, al menos no al principio. Antes que científicos, somos Homo sapiens, especie que, pese a tan pomposo nombre, se ve arrastrada por las emociones mucho más a menudo que por la razón. No siempre descartamos las pistas falsas ni los supuestos erróneos; tampoco nos atenemos a las técnicas más racionales para resolver los problemas.
Durante las etapas iniciales de desarrollo de una idea nueva, nos comportamos la mayoría de las veces como artistas que se guían por su temperamento y por cuestiones de gusto. En otras palabras, comenzamos con un pálpito, un presentimiento o incluso un deseo de que el mundo sea de tal o cual manera, y sólo después lo elaboramos, a menudo aferrándonos a él aun mucho después de que los datos indican sin lugar a dudas que estamos en un callejón sin salida al cual hemos arrastrado a todos los que confían en nosotros. Lo que nos salva, en última instancia, es que al cabo del camino la experimentación es el árbitro indiscutido y resuelve todas las controversias. Por intenso que sea nuestro pálpito, por bien armada que esté una teoría, llega el momento en que hay que probarla mediante hechos concretos. De lo contrario, los pálpitos no pierden su condición de tales, mal que nos pese.
Esta descripción se aplica especialmente a la rama de la física que se denomina cosmología, el estudio del universo como una totalidad. La cosmología no se ocupa de estudiar una estrella o una galaxia determinada; la rama de la ciencia que estudia las estrellas y las galaxias recibe por lo general el nombre de astronomía. Para los cosmólogos, en cambio, las galaxias son, más bien, meras moléculas de una sustancia algo extraña que denominamos fluido cosmológico. Lo que intentamos comprender, precisamente, es el comportamiento global de ese fluido que todo lo abarca. La astronomía estudia los árboles; la cosmología, el bosque.
De más está decir que es un campo fértil para las especulaciones, cuyos enigmas constituyen una compleja novela de misterio en la cual abundan las pistas, los pasos en falso, las deducciones y los hechos empíricos. Inevitablemente, buena parte de la novela indica que los hombres de ciencia se dejan llevar por pálpitos y especulaciones mucho más de lo que admiten.
Durante buena parte de la historia, la cosmología formó parte de la religión, y el hecho de que haya llegado a ser una rama de la física no deja de ser sorprendente en alguna medida. ¿Por qué razón un sistema evidentemente tan complejo como el universo debería avenirse al escrutinio científico? La respuesta tal vez desconcierte al lector: al menos en lo que respecta a las fuerzas que obran en él, el universo no es tan complejo. Por ejemplo, es bastante más simple que un ecosistema o que un animal. Es más, es mucho más difícil describir la dinámica de un puente colgante que la del universo. Este hallazgo abrió las puertas para el desarrollo de la cosmología como disciplina científica.
El salto cualitativo se produjo con la teoría de la relatividad y el perfeccionamiento de las observaciones astronómicas. Los héroes de esa epopeya son Albert Einstein, el astrónomo y abogado estadounidense Edwin Hubble y el físico y meteorólogo ruso Alexander Friedmann, quienes vincularon el hecho de que la velocidad de la luz fuera constante con un misterio más inmenso aún: el del origen del universo. Todo comenzó con un sueño.
En su adolescencia, Einstein tuvo un sueño muy extraño, cuya impresión no se borró durante años y se transformó para él en una obsesión que luego terminó en profundas reflexiones. Esas reflexiones habrían de modificar radicalmente nuestra concepción del espacio y del tiempo y, en última instancia, nuestra manera de ver toda la realidad física que nos rodea. De hecho, desencadenaron la revolución más radical de las ciencias desde la época de Isaac Newton y llegaron a cuestionar la rigidez del espacio y el tiempo, idea consustancial a la cultura occidental.
He aquí el sueño de Einstein:
Es una brumosa mañana de primavera en la montaña. Einstein camina por un sendero al borde de un arroyo que baja de las altas cumbres nevadas. Ya no hace un frío intenso pero, cuando el sol empieza a disolver la bruma, la mañana es aún muy fresca. Los pájaros gorjean y su canto se destaca por encima del tronar del torrente. La ladera de la montaña está cubierta por tupidos bosques que sólo de tanto en tanto se ven interrumpidos por rocas escarpadas.
Bajando por el sendero, el paisaje se abre un poco y aparecen claros y manchones de pasto. A los pocos pasos, se ven ya los valles altos y Einstein advierte a lo lejos una multitud de campos con evidentes señales de civilización. Algunos de ellos están cultivados y divididos por cercas de aspecto más o menos regular. Einstein alcanza a ver que en otros pastan algunas vacas, plácidamente distribuidas.
El sol ya ha disuelto casi toda la niebla, de modo que se forma una suerte de franja límpida a través de la cual Einstein puede distinguir ya algunos detalles de los campos que tiene al pie. En esa región, no es raro dividir las tierras por medio de cercas electrificadas, horrorosas sin duda. Pero la mayor parte de ellas no parece estar funcionando, al punto que muchas vacas mastican pasto, hasta entonces prohibido, pasando la cabeza por el alambrado y burlándose de la propiedad privada…
Cuando Einstein llega al prado más próximo, se acerca a observar la cerca electrificada; la toca y, tal como suponía, no siente ninguna descarga: no es extraño, entonces, que las vacas pasaran tranquilamente la cabeza a través del alambrado. Mientras está allí, ve a un hombre corpulento que camina por el lado opuesto del campo. Se trata de un granjero que lleva a cuestas una batería de repuesto y avanza hacia un galpón ubicado en ese lado del terreno. Einstein lo ve entrar al galpón con el objeto de sustituir la batería descargada y, a través de la puerta abierta, exactamente en el mismo instante en que el granjero conecta la batería nueva, Einstein ve que las vacas dan un brusco salto para alejarse de la cerca (véase figura 1). Saltan todas exactamente al mismo tiempo. Enseguida, se oyen mugidos de disgusto.
Einstein continúa su paseo y llega al extremo opuesto del campo cuando el granjero está volviendo a su casa. Se saludan con suma cortesía y entablan un extraño diálogo, como los que suelen aparecer en la demencial bruma de los sueños.
Sus vacas tienen reflejos excepcionales —comenta Einstein—; hace un momento apenas lo vi conectar la batería nueva y todas saltaron hacia atrás de inmediato.
El granjero parece desconcertado y mira a Einstein con incredulidad:
—¿Que saltaron todas a la vez? Gracias por el elogio, pero esas vacas no están en celo. También yo estaba mirando mientras conectaba la batería, porque quería darles un buen susto; me gusta hacerles una broma de vez en cuando. Pero nada sucedió durante algunos momentos; después vi que la primera vaca se echaba hacia atrás, luego saltó la segunda y así sucesivamente, en perfecto orden, hasta que saltó la última.
Ahora el confundido es Einstein. ¿Acaso miente el granjero? (véase figura 2). Sin embargo, Einstein está totalmente seguro de lo que acaba de ver: el granjero conectó la batería nueva y todas las vacas saltaron simultáneamente. Por alguna razón inexplicable, Einstein comienza a sentir una gran irritación contra el granjero.
Entonces, Einstein despierta. ¡Qué sueño tonto! Además, de todos los animales posibles, soñar justamente con vacas… ¿Por qué se sintió tan irritado con el granjero? Mejor olvidar tanta estupidez.
Sin embargo, como suele suceder con muchos sueños extraños, algo sigue bullendo en la mente de Einstein, quien súbitamente vislumbra una posibilidad que no se le había ocurrido: aunque sólo fuera un sueño, en algún sentido lo que ocurría allí con las vacas no era más que una exageración de algo que ocurría en el mundo real. La luz se propaga a una velocidad enorme pero no infinita, de modo que ese sueño en apariencia inofensivo indicaba que de semejante propiedad física de la luz se infiere una consecuencia totalmente insensata: ¡que el tiempo forzosamente tiene que ser relativo! Hechos que ocurren «simultáneamente» para una persona pueden parecer sucesivos para otra.
En efecto, la luz se propaga con tal rapidez que su velocidad parece infinita, pero esa apariencia se debe a una limitación de nuestros sentidos. Mediante una experimentación rigurosa, la verdad se manifiesta: la luz se propaga a 300.000 kilómetros por segundo. El hecho de que la velocidad del sonido sea finita es mucho más evidente porque esa velocidad es muchísimo menor; el sonido se propaga a 300 metros por segundo, de modo que, si gritamos frente a una roca situada a 300 metros de nosotros, oiremos el eco de nuestra voz exactamente dos segundos más tarde: el grito tarda un segundo en llegar a la pared rocosa, se refleja en ella y su eco retorna en otro segundo.
Si emitiéramos un haz de luz que incidiera en un espejo situado a 300.000 km de distancia, recibiríamos su «eco» dos segundos después, fenómeno muy conocido en las radiocomunicaciones espaciales, por ejemplo, en las misiones a la Luna. El efecto del eco en una misión a Marte llevaría unos treinta minutos: un mensaje radial enviado desde la Tierra avanzaría a la velocidad de la luz y llegaría a Marte en quince minutos aproximadamente; la respuesta del astronauta tardaría otros quince minutos en llegar a la Tierra. Tener una discusión telefónica cuando uno está de vacaciones en Marte podría ser exasperante.
El sueño de las vacas describe nada más y nada menos que lo que ocurre en la realidad, si bien hay algo exagerado: lo que percibiríamos con los sentidos si la velocidad de la luz fuera del orden de la velocidad del sonido. En el sueño de Einstein, la electricidad se propaga por los cables a la velocidad de la luz[3]. Por consiguiente, la imagen del granjero que conecta la batería avanza hacia Einstein a la misma velocidad que la corriente eléctrica a lo largo del cable. Tanto la corriente como la imagen llegan a la primera vaca simultáneamente, y la primera produce la descarga. Se supone en este caso que el tiempo de reacción del animal es nulo[4], de modo que la imagen del granjero, la imagen del salto de la primera vaca y la señal eléctrica que recorre el cable avanzan juntas hacia Einstein.
Cuando alcanzan a la segunda vaca, el pobre animal también salta y la imagen de ese segundo salto se une al cortejo, de modo que avanzan juntas hacia Einstein la imagen del granjero, las imágenes de las primeras dos vacas y la señal eléctrica. Lo mismo ocurre con todas las otras vacas y sus imágenes. En consecuencia, Einstein ve todo simultáneamente: que el granjero conecta la batería y que las vacas saltan. Si hubiera puesto una mano sobre el alambrado, habría recibido una descarga y gritado «¡Scheisse!»[5] precisamente en el mismo instante en que veía todas las imágenes. Einstein no sufría una alucinación: todo eso ocurría simultáneamente. Es decir, todo ocurría al mismo tiempo «para él».
Sin embargo, el punto de vista del granjero era muy distinto, pues lo que él experimentaba en realidad se parecía a una serie de «ecos» lumínicos reflejados por sucesivos espejos situados a distancias cada vez mayores. Para él, las cosas sucedieron así: conectó la batería, acción similar en este caso a la de un hombre que grita frente a un abismo. El pulso eléctrico avanzó por el cable y produjo una descarga sobre la primera vaca, la cual saltó, situación equiparable a la del sonido que se propaga hacia la roca que luego lo refleja. La imagen del salto de la vaca vuelve al granjero como el eco que devuelve la roca. Por consiguiente, para el granjero, entre el momento en que conecta la batería y el momento en que ve el salto de la primera vaca —es decir, entre el grito y el eco— transcurre un lapso idéntico. Las imágenes de las otras vacas que saltan son como una sucesión de ecos generados por paredes rocosas situadas a distancias cada vez más grandes y, por consiguiente, llegan al granjero con distintas demoras, es decir, en forma sucesiva.
De modo que el granjero tampoco sufre una alucinación. Para él, hay realmente una demora entre el instante en que conecta la batería y el instante en que ve saltar a la primera vaca. Después, ve que todas las otras vacas saltan sucesivamente. Si Einstein hubiera puesto la mano sobre el alambrado, el granjero lo habría visto dar un brinco y soltar la palabrota después de ver el salto de todas las vacas.
No hay contradicción alguna entre el granjero y Einstein; no hay nada que discutir. Los dos cuentan con veracidad lo que vieron y reflejan dos puntos de vista distintos. Si la luz se propagara con velocidad infinita, el sueño de Einstein no habría sido posible. Tal como son las cosas, es una mera exageración.
No obstante, ¡hay una contradicción! Lo que el sueño de Einstein nos dice es que la «simultaneidad» no es un concepto absoluto en el sentido de que sea verdad para todos los observadores sin ambigüedad. El sueño indica que el tiempo debe ser relativo y variar de un observador a otro. Acontecimientos que son simultáneos para un observador pueden ser sucesivos para otros.
¿Se trata acaso de una ilusión? ¿O es que el concepto de tiempo es algo más complejo de lo que imaginábamos? En nuestra experiencia cotidiana, cuando dos sucesos ocurren simultáneamente, esa simultaneidad se manifiesta para todo observador. ¿Podría ser que se tratara solamente de una aproximación burda? ¿El sueño tal vez insinuaba esta última posibilidad? ¿Podría ser que el tiempo fuera relativo?
Einstein nació en una época en que los hombres de ciencia veían el universo como un gran «sistema de relojería», en el cual los relojes hacían tictac con el mismo ritmo dondequiera que estuviesen. Se creía que el tiempo era la gran constante universal y se lo concebía como una estructura absoluta y rígida similar al espacio. Esas dos entidades juntas, el espacio absoluto y el tiempo absoluto, constituían el inmutable armazón que sostenía la concepción newtoniana del universo: un «sistema de relojería».
Es una cosmovisión cuyos ecos resuenan en toda nuestra cultura. En verdad, no nos gusta lo cualitativo, especialmente cuando se trata de cuestiones de dinero. Preferimos definir una unidad monetaria y después expresar el valor de cualquier cosa como un número que indica cuántas veces ese valor contiene la unidad.
Más aún, la definición de unidades permite reunir el rigor cuantitativo de las matemáticas (es decir, de los números) y la realidad física. La unidad representa una cantidad patrón de cierta magnitud; el número expresa la cantidad exacta que queremos describir.
Así, el concepto de kilogramo nos permite expresar con precisión qué queremos decir cuando hablamos de siete kilogramos de ananás, y también nos permite expresar cuánto cuestan. Nuestra civilización no sería la que conocemos si no existieran, en combinación, el concepto de unidad y el concepto de número. Aunque nos proclamemos poéticos, amamos el rigor cuantitativo y no podemos vivir sin él: en mi vida he conocido muy poca gente anarquista a tal extremo, a pesar de haberme topado con algunos individuos muy singulares.
La filosofía de la vida impregna nuestra concepción del espacio y del tiempo. El espacio se define mediante una unidad de longitud, por ejemplo, el metro. Conociéndola, puedo decir que un elefante está a 315 metros de mí, lo cual significa que la distancia que me separa de él es 315 veces esa unidad rígida, el metro. De ese modo, podemos expresar con rigor la ubicación del elefante.
Si quiero hacer un mapa de una región de la superficie terrestre, recurro a una estructura espacial bidimensional. Defino dos direcciones ortogonales, por ejemplo, la dirección norte-sur y la dirección este-oeste. Con ellas, puedo especificar con exactitud la posición de cualquier objeto con respecto a mí mediante dos números: la distancia que lo separa de mí en la dirección este-oeste y la distancia que lo separa de mí en la dirección norte-sur. Ese marco bidimensional define cualquier posición con exactitud. Nuestra obsesión por saber con precisión la ubicación de todas las cosas ha encontrado su expresión más perfecta en los sistemas de posicionamiento global, denominados GPS (global positioning system). Con ellos se puede conocer la ubicación de cualquier punto de la superficie terrestre con una precisión que raya en lo absurdo.
Desde luego, todos estos sistemas son producto de convenciones. Los aborígenes australianos conciben el mapa de su territorio como versos de una canción. Para ellos, la idea de Australia no se expresa mediante una correspondencia biunívoca entre puntos del territorio y pares de números que son las coordenadas de esos puntos. Más bien, su tierra es un conjunto de múltiples líneas tortuosas que se entrecruzan, a lo largo de las cuales surge una determinada canción. Cada canción cuenta lo que sucedió en el curso de ese sendero; por lo general, es un mito con personajes animales humanizados, una fábula con sus meandros, plena de significado emotivo.
Los versos de la canción crean una maraña compleja, de modo que un punto no puede representarse mediante un único par de números; en semejante concepción no sólo importa dónde está cada uno (según nuestra concepción), sino también de dónde procede y, en última instancia, importa la totalidad del sendero recorrido antes y la del que se recorrerá después. Lo que para nosotros es un punto único, para esos aborígenes engendra una diversidad infinita, pues ese punto puede formar parte de muchos versos que se entrecruzan. Inevitablemente, esa manera de pensar el mundo genera una idea de la propiedad que no tiene cabida en nuestra cultura. Allí, los individuos heredan cantares en lugar de parcelas de tierra. Nadie puede construir un sistema de posicionamiento global que funcione en un espacio de canciones.
No obstante, Australia existe y los cantares de sus aborígenes indican que, en buena medida, cualquier descripción del espacio es una cuestión de elección y de convenciones. Nosotros optamos por vivir en un espacio rígido y exacto compuesto por conjuntos de puntos, el espacio newtoniano (que algunos también llaman euclidiano).
Las mismas consideraciones se pueden aplicar al tiempo. Un reloj es nada más que un objeto que cambia a un ritmo regular: algo que «hace tictac». El tictac define la unidad de tiempo, y la unidad de tiempo nos permite especificar la duración exacta de cualquier acontecimiento mediante un número. Nuestra definición del ritmo «regular» de cambio es una cuestión de convención. Sin embargo, como ocurre con muchas convenciones, no es algo puramente antojadizo, pues nos permite describir la realidad física que nos rodea de manera simple y precisa.
Tenemos una confianza tan grande en nuestra capacidad para calcular duraciones que, desde la época de Newton, el propio flujo del tiempo se nos presenta como algo uniforme y absoluto. Uniforme por definición y absoluto porque… ¿por qué habrían de discrepar distintos observadores sobre el momento en que ocurrió un suceso determinado?
No hay razón alguna para que discrepen. Sin embargo, en la época en que Einstein tuvo el sueño de las vacas, había ya una crisis en ciernes. El sueño era premonitorio: la rígida concepción del tiempo y el espacio absolutos estaba a punto de desmoronarse.
Una noche tempestuosa, las vacas que ya habían aparecido en el sueño de Einstein empiezan a mostrar síntomas inequívocos de locura. Sin motivo alguno, comienzan a moverse por la pradera a una velocidad muy próxima a la de la luz, afectadas tal vez por una extraña cepa del mal de la vaca loca, activada por la descarga eléctrica que recibieron.
Al oír la estampida, el granjero sale al campo con una linterna, pero las vacas se sosiegan al verlo y se apiñan en un extremo del terreno. Sin embargo, apenas el haz de la linterna enfoca a los animales, éstos comienzan a alejarse del granjero a una velocidad inconcebible, cada vez más cercana a la de la luz. El granjero se pregunta si, al fin y al cabo, no estarán en celo.
Pero también se formula otra pregunta. Acaba de enfocar un haz de luz sobre un grupo de vacas que se alejan de él a una velocidad muy próxima a la de la luz. Si es que las vacas prácticamente alcanzan a la luz, ¿no verán que el haz de la linterna se detiene? Sería algo realmente insólito, traten de imaginarlo. ¿Existe acaso la luz estacionaria?
A fin de responder a una pregunta tan aguda, el granjero le pide a Cornelia, una de las vacas más inteligentes del rebaño, que le informe lo que ve mientras corre junto al rayo de luz. Ella le contesta que no observa nada fuera de lo común: el haz de luz de la linterna se parece a cualquier otro rayo de luz. Es más, Cornelia se muestra muy servicial y, para asegurarse de lo que dice, procura medir la velocidad de la luz con los medios a su alcance, los relojes y varillas que lleva consigo. Su informe es por demás extraño: según ella, las cosas suceden a su alrededor como es habitual, es decir, la velocidad de la luz con respecto a ella es de 300.000 km/seg.
Llegado a este punto, es el granjero quien se siente irritado con Cornelia. Totalmente convencido ahora de que esa vaca proviene de un rebaño inglés, decide pedirles a otras dos vacas que midan la velocidad del haz de su linterna. Pero las circunstancias han cambiado y las vacas, menos ágiles, avanzan más lentamente que las otras. Las elegidas por el granjero se mueven a 100.000 km/seg y 200.000 km/seg con respecto a él. Para evitar confusiones con los tontos nombres de las vacas, llamémoslas vaca A y vaca B (véase la figura 3).
Puesto que el granjero ve que el haz de luz se propaga a 300.000 km/seg, espera que esas dos vacas más sensatas le devuelvan los siguientes resultados: para la vaca A, la velocidad del haz debería ser de 200.000 km/seg (es decir, 300.000 km/seg menos 100.000 km/seg); para la vaca B, la velocidad del haz debería ser de 100.000 km/seg (300.000 km/seg menos 200.000 km/seg). Al fin y al cabo, se trata de un cálculo aritmético muy simple que todos aprendimos en la escuela: las velocidades se suman o se restan (según su dirección relativa). De modo que, para obtener la velocidad del rayo de luz con respecto a cada vaca, basta con restar la velocidad de la vaca de la velocidad de la luz. ¿Estamos de acuerdo? ¿O, como habíamos sospechado desde un principio, nos han engañado los gruñones profesores de física que tuvimos que soportar?
Lamentablemente, según nuestra percepción habitual del espacio y el tiempo, los profesores de física deberían tener razón. Si dos automóviles parten de un mismo sitio siguiendo un camino rectilíneo y llevan respectivamente una velocidad de 100 km/hora y 200 km/hora, cuando mi reloj indique que ha transcurrido una hora, el primer vehículo habrá recorrido 100 km y el segundo, 200 km. ¿Cuál es la velocidad del automóvil más rápido con respecto al más lento?
Pues bien, al cabo de una hora, el automóvil más rápido ha recorrido 100 km más que el lento, es decir, 200 km menos 100 km. De modo que su velocidad con respecto al más lento es 100 km/hora. Todo es muy lógico: se restan las distancias y, como el tiempo transcurrido es el mismo, se restan las velocidades. ¿Acaso una operación tan sencilla podría dar origen a una polémica?
Análogamente, si un rayo de luz se propaga a 300.000 km/seg y hay dos vacas que se alejan de mí a 100.000 km/seg o 200.000 km/seg respectivamente, esas vacas deberían ver que el haz de luz avanza a 200.000 km/seg y 100.000 km/seg respectivamente.
Sin embargo, una vez más, las vacas dan una respuesta inesperada. ¡Las dos sostienen que la velocidad del haz con respecto a ellas es de 300.000 km/seg!
Respuestas que no sólo contradicen la lógica del granjero sino que parecen contradecirse entre sí.
¿Debemos creerles a las vacas? ¿O, por el contrario, debemos creerles a los profesores de física? Sucede, sin embargo, que el experimento concreto nos obliga a creerles a las vacas, lo que nos plantea un verdadero dilema. ¿Hubo algún error en el razonamiento que seguimos para llegar a la conclusión de que había que restar las velocidades? Según lo que hemos dicho hasta ahora, lo que observaron las vacas no tiene sentido.
Tal era, más o menos, el enigma que se les presentaba a los hombres de ciencia a fines del siglo XIX. Los experimentos que respaldaban los resultados obtenidos por las vacas se conocen hoy como experimentos de Michelson-Morley y establecían empíricamente que la velocidad de luz era constante cualquiera fuera la velocidad o estado de movimiento del observador. Si camino por el pasillo de un tren en movimiento, mi velocidad con respecto al andén es la suma de mi velocidad con respecto al tren más la velocidad del tren. Michelson y Morley descubrieron que la luz emitida desde la tierra en movimiento seguía siendo la misma. En algún sentido, se podría decir que descubrieron que 1 + 1 = 1 en unidades de velocidad de la luz. Fueron experimentos que sumieron a la física en el desconcierto, porque su resultado era ilógico y contradecía el evidente dogma lógico de que las velocidades siempre se suman o se restan.
La teoría especial de la relatividad formulada por Einstein resolvió el enigma aunque su autor no tenía conocimiento de los experimentos de Michelson y Morley cuando la propuso. Probablemente le debía más a su sueño de las vacas que a los experimentos. Por consiguiente, vamos a analizar la solución de Einstein basándonos en las vacas.
Volvamos a solicitar los servicios de Cornelia y pidámosle que se quede junto al granjero. Cuando el granjero emite el haz de luz, Cornelia se lanza en su persecución a 200.000 km/seg. El granjero, claro está, ve que la luz se propaga a 300.000 km/seg. Por consiguiente, al cabo de un segundo observa que el haz está a 300.000 km de distancia y también ve que Cornelia se halla a 200.000 km. En tal situación, deduce que Cornelia ve el haz de luz 100.000 km más adelante y, puesto que ha transcurrido un segundo, infiere que Cornelia debe observar que la velocidad del rayo de luz es de 100.000 km/seg (véase la figura 4).
No obstante, cuando le pide que mida la velocidad de la luz, Cornelia sigue diciendo que es de 300.000 km/seg. ¿Dónde está el error?
Llegado a este punto, Einstein demostró su genio y su coraje: tuvo la audacia de sugerir que tal vez el tiempo no era el mismo para todos, que la contradicción podía explicarse suponiendo que tal vez para el granjero había transcurrido un segundo mientras que para la vaca sólo había transcurrido un tercio de segundo. Si las cosas fueran así, Cornelia habría visto, en efecto, el rayo de luz 100.000 km más adelante, pero al dividir esa distancia por el tiempo transcurrido para ella, habría obtenido el resultado de 300.000 km/seg (véase la figura 5). En otras palabras, si el tiempo transcurre más lentamente para los observadores que están en movimiento, no habría dificultad en explicar por qué todos concuerdan en el mismo valor para la velocidad de la luz contradiciendo lo que cabe esperar cuando se restan las velocidades.
Pero existe otra posibilidad. Puede ser que para ambos, para el granjero y para Cornelia, transcurra un segundo, de modo que el tiempo sigue siendo absoluto. En tal caso, podría ocurrir que el espacio no fuera absoluto. El granjero ve el haz de luz 100.000 km más adelante que Cornelia porque para él ese rayo ha recorrido 300.000 km y Cornelia ha recorrido sólo 200.000 km. Pero ¿qué ve Cornelia? Podría suceder que la distancia que el granjero percibe como 100.000 km a Cornelia le pareciera de 300.000 km (véase la figura 6). En este caso, Cornelia daría también la misma respuesta porque, transcurrido un segundo, las varillas que usa para medir distancias le indicarian que la luz está 300.000 km más adelante; por consiguiente, la velocidad del haz con respecto a Cornelia, según sus propias mediciones, es en efecto de 300.000 km/seg.
Esto implica que los objetos en movimiento parecerían comprimirse en la dirección del movimiento. ¿Podría ser que el espacio se «encogiera» con el movimiento?
Son dos posibilidades extremas, pero hay una tercera: una combinación de las dos. Podría suceder que el tiempo transcurriera más lentamente para Cornelia y que, además, su medida de las distancias estuviera distorsionada con respecto a la del granjero, de modo que los dos fenómenos combinados terminarían arrojando para ella el mismo valor para la velocidad de la luz. Mientras que, para el granjero, ha transcurrido un segundo y el haz de luz está 100.000 km por delante de la vaca, para Cornelia ha transcurrido menos tiempo y, además, según sus varillas de medición, el haz está más adelante. De hecho, cuando se hacen todos los cálculos matemáticos, se descubre que lo que explica el dilema es, en efecto, una combinación de los dos efectos.
Solución alocada si las hay. Pero ¿es verdadera? Sin duda: el granjero no tarda en descubrir que toda esta locura tiene un efecto sorprendente sobre su rebaño pues las vacas ¡no envejecen! Como el tiempo transcurre más lentamente para los objetos que están en movimiento, el granjero se pone cada vez más viejo mientras sus locas vacas parecen volverse cada vez más jóvenes. Una vida acelerada y enloquecida conserva su juventud.
El granjero también observa que las vacas se van comprimiendo de manera alarmante hasta parecer discos planos. El movimiento tiene efectos extrañísimos: el tiempo transcurre más lentamente y el tamaño disminuye. Desde luego, nadie ha intentado medir semejantes fenómenos en las vacas, pero los dos se han observado en unas partículas que se llaman muones, generadas por el choque de los rayos cósmicos con la atmósfera terrestre.
Es evidente que en toda esa discusión sobre la sustracción de velocidades algo tiene que sacrificarse. Ese «algo» es la idea de un tiempo y un espacio absolutos. Las vacas de Einstein, es decir, los experimentos de Michelson y Morley, hicieron añicos la concepción del universo como sistema de relojería y despojaron al tiempo y al espacio de su sentido absoluto. Emergió entonces un concepto flexible y relativo del espacio y el tiempo, que adoptó su forma rigurosa en lo que hoy se conoce como teoría de la relatividad.
Cuando uno piensa en la solución que dio Einstein al dilema de la velocidad de la luz, dos cosas llaman poderosamente la atención: su extravagancia y su belleza. ¿A quién se le podía ocurrir semejante idea? ¿Quién era el personaje que la concibió? Pasados ya cien años, todos sabemos quién fue, pero si rebobinamos la película y vemos cómo se desenvolvieron los sucesos en 1905, me temo que la imagen será totalmente distinta.
El joven Einstein era un individualista y, además, un hombre que soñaba despierto. Su rendimiento en la escuela secundaria no fue homogéneo; a veces le iba muy bien, especialmente en las asignaturas que le gustaban. Otras veces, sobrevenía el desastre. Por ejemplo, la primera vez que rindió los exámenes de ingreso a la universidad fracasó. Sentía aversión por el militarismo alemán y el estilo autoritario de la educación en esa época. En 1896, a los 17 años, renunció a la ciudadanía alemana y fue un apátrida durante varios años.
En una carta a un amigo, el joven Einstein se describió con un tono algo despectivo diciendo que era desprolijo, distante y que no despertaba muchas simpatías. Como suele ocurrir con personas de esas características, la gente sensata lo veía como un «tipo perezoso» (la frase es de uno de sus profesores en la universidad). Una vez terminada la carrera universitaria, tuvo dificultades con los círculos académicos, al punto que un destacado profesor libró una verdadera batalla para que no se doctorara ni ocupara un puesto en la universidad. Pero lo peor fue que Einstein tuvo dificultades con el resto del mundo, en otras palabras, se encontró «totalmente desocupado».
Cuando tenía 22 años, su situación era desgarradora. Por un lado, tenía la soberbia de todos los grandes pensadores y en el contacto personal les hacía sentir a todos que las actitudes respetables le parecían banales. Por otro lado, lo atormentaba la inseguridad, pues sabía que para los círculos oficiales él era un caso perdido, pero debía agachar la cabeza y adular a la gente importante para conseguir trabajo. Su padre retrató esta situación en una carta dirigida a un amigo: «Mi hijo se siente muy desdichado porque no tiene trabajo y se convence cada día más de que ha fracasado en su profesión y de que no hay manera de enderezar las cosas».
Pese a todos sus esfuerzos, Einstein nunca tuvo buenas relaciones con la academia, al menos no antes de terminar la mayor parte de los trabajos que le dieron fama. Sus primeros pasos se parecen mucho a los del héroe de la novela Martin Eden de Jack London, una injuria eterna para el mundo académico, plagado de mezquindades y luchas por el poder y la influencia. Después de muchas tribulaciones, un colega amigo desde los años de estudio le consiguió un puesto en la oficina de patentes de Berna, en Suiza. No era un trabajo bien remunerado pero, a decir verdad, no había otro.
Allí, en el escritorio de esa oficina de patentes, a los 26 años de edad, el genio de Einstein floreció: no se ocupaba demasiado del trabajo que supuestamente debía hacer pero elaboró, entre otras joyas científicas, la teoría de la relatividad[6]. En homenaje al amigo que le consiguió trabajo, muchos años después Einstein comentó: «Entonces, cuando terminé mis estudios […] me sentía abandonado por todos y sentía que debía afrontar la vida sin saber qué rumbo tomar. Pero él me acompañó en todo momento y con su ayuda y la de su padre conseguí el puesto en la oficina de patentes. En algún sentido, fue lo que me salvó; no quiero decir que me hubiera muerto si no me daban una mano, pero habría sido un lisiado intelectual».
Vemos entonces que «ese personaje» era alguien que se movía en la periferia de la sociedad y que, en última instancia, se sentía bien con esa situación. ¿A qué otro tipo de persona podría habérsele ocurrido algo tan aparentemente demencial como la teoría de la relatividad? Desdichadamente, en la mayoría de los casos, la gente tan excepcional sólo concibe ideas estrafalarias e inútiles, especialmente por el aislamiento en que vive. Tengo en mi estante cientos de cartas que son otros tantos ejemplos de lamentables situaciones similares. Sin embargo, a fin de cuentas nos vemos obligados a reconocer los méritos del personaje: no era un fracasado; era Albert Einstein. Si él no hubiera existido, todos seríamos lisiados intelectuales[7].
El artículo en el cual formuló la teoría especial de la relatividad fue aceptado con rapidez. El director de la revista que tomó la decisión de publicar un trabajo tan descabellado dijo más tarde que el hecho de haberlo aceptado había sido su mayor aporte a la ciencia. Sin embargo, ¿tenía Einstein conciencia de lo que había hecho?
Ya anciana, Maja, hermana del físico, recordó con estas palabras los meses que siguieron:
El joven teórico se imaginó que la publicación del artículo en una revista científica de renombre, que además contaba con muchos lectores, llamaría la atención de inmediato. Pero se decepcionó; después de la publicación hubo un silencio mortal. La actitud general que adoptaron los círculos profesionales fue aguardar y ver qué sucedía. Luego de algún tiempo desde la publicación, Einstein recibió una carta de Berlín: la enviaba el célebre profesor Max Planck, quien le pedía que aclarara algunos puntos que le resultaban oscuros. Fue el primer indicio de que alguien había leído el artículo. El júbilo del joven científico fue enorme porque el reconocimiento de su trabajo provenía de uno de los físicos más eminentes de la época.
En realidad, el trabajo del joven Einstein era transcendental en muchos sentidos, más allá de postular un espacio y un tiempo relativos. A partir de ese momento, la relatividad tuvo eco en todos los ámbitos científicos, y las tribulaciones de Einstein cesaron cuando el mundo entero reconoció su estupenda hazaña. Las consecuencias de la relatividad eran colosales, al punto que, como ya he dicho, el lenguaje de la física actual es en alguna medida el lenguaje de la relatividad especial. Sin embargo, como éste no es un libro sobre la relatividad, permítame el lector destacar lo que, a mi juicio, son las tres consecuencias fundamentales de la teoría.
La primera consecuencia es que la velocidad de la luz —esa velocidad que es idéntica para todos los observadores en cualquier rincón del universo— constituye, además, un límite cósmico. Se trata de uno de los efectos más desconcertantes que se infieren de la teoría especial de la relatividad aun cuando se lo pueda deducir por simple lógica de su principio fundamental. Esbozaré ahora la demostración: si no es posible acelerar ni frenar la luz, tampoco es posible acelerar nada que se propague a una velocidad menor para que alcance esa velocidad, pues hacerlo implicaría que el proceso inverso, la desaceleración de la luz, es posible, lo cual entraría en contradicción con la teoría especial de la relatividad. Por consiguiente, la velocidad de la luz es el límite universal inalcanzable para todas las velocidades que puede adquirir un cuerpo material.
Es un hecho que puede parecer extraño, pero la física suele burlar la intuición. Al fin y al cabo, las películas de ciencia ficción nos presentan a cada rato naves espaciales que quiebran la barrera de la velocidad de la luz. Según la relatividad, sin embargo, no se trata de conseguir un pasaje cosmológico especial para un viaje acelerado, pues esa teoría demuestra que no sería posible conseguir energía suficiente para alcanzar semejante aceleración, cualquiera fuera la naturaleza del motor que se utilizara.
El hecho de que haya un límite para la velocidad ha tenido consecuencias formidables sobre la manera como contemplamos el universo. La estrella más cercana, Alfa Centauri, dista de nosotros tres años luz. Por consiguiente, cualquiera sea la evolución de nuestra tecnología, un viaje de ida y vuelta allí llevaría seis años, medidos en tiempo de la Tierra. Para los astronautas, no obstante, el tiempo transcurrido podría ser de sólo una fracción de segundo, en razón de que el tiempo se retarda. De modo que al finalizar el viaje, habría una discrepancia de seis años entre la edad de los astronautas y la de sus seres queridos que quedaron en la Tierra, cuestión que podría ocasionar algunos divorcios, aunque es de esperar que nada más grave.
Sin embargo, Alfa Centauri es la estrella más cercana; en términos astronómicos está a la vuelta de la esquina. ¿Qué ocurriría si la distancia fuera mayor, si estuviera más en consonancia con las escalas cosmológicas? No exageremos por ahora; limitémonos a contemplar un viaje a la región opuesta de nuestra propia galaxia. Pues bien, esa región está a miles de años luz de nosotros. En consecuencia, aun cuando exigiéramos una tecnología al límite, un viaje de ida y vuelta al otro lado de la galaxia llevaría varios miles de años medido desde la Tierra. Además, si no queremos que la misión espacial se transforme en un cementerio ambulante, tendremos que asegurarnos de que ese lapso represente para los astronautas a lo sumo unos cuantos años.
Ahí, precisamente, está la trampa. Si uno lleva la tecnología al límite e intenta un viaje de ida y vuelta que cubra distancias tan enormes en unos pocos años, esos años corresponderán, no obstante, a miles de años sobre nuestro planeta. ¡Qué misión sin sentido! Al volver, la Tierra sería para los astronautas tan extraña como un planeta desconocido. No se trataría ya de algunos divorcios: los astronautas habrían quedado irremediablemente separados de la civilización de la cual partieron.
Si queremos evitar catástrofes de esta índole, debemos mantenernos a una velocidad muy inferior a la de la luz y no aventurarnos demasiado lejos de nuestro planeta. El radio máximo abarcable debería ser mucho menor que la velocidad de la luz multiplicada por una vida humana: por decir algo, unos diez años luz, cifra ridícula en términos cosmológicos. Nuestra galaxia es mil veces más grande; el cúmulo local de galaxias es un millón de veces más grande.
La imagen que surge de estos razonamientos es que estamos confinados a nuestro pequeño rincón del universo, como si en la Tierra no pudiéramos movernos a una velocidad mayor que un metro por siglo, algo muy limitado. Una imagen muy desalentadora.
La segunda consecuencia de importancia de la teoría de la relatividad es una concepción del mundo como objeto de cuatro dimensiones. Habitualmente, concebimos el espacio como algo constituido por tres dimensiones: anchura, profundidad y altura. ¿Y la duración? Todo tiene, en alguna medida, una «profundidad en el tiempo», una duración, aunque sepamos que el tiempo es radicalmente distinto del espacio. De modo que incluir o no al tiempo en nuestra concepción es una cuestión fundamentalmente académica. O lo era, antes de la teoría de la relatividad.
Según esta teoría, el espacio y el tiempo dependen del observador; la duración y la longitud pueden estirarse o encoger según el estado de movimiento relativo del observador con respecto a lo observado. Ahora bien, si el espacio se comprime cuando el tiempo se estira, ¿no sucede todo como si el espacio se transformara en tiempo? En tal caso, el mundo tiene, sin duda alguna, cuatro dimensiones. No podemos dejar de lado el tiempo por la sencilla razón de que el espacio puede transformarse en tiempo y viceversa.
Tal es la concepción actual, el espacio-tiempo de Minkowski (el mismo profesor Minkowski que alguna vez tildó de perezoso a Einstein). Según la teoría de la relatividad, el espacio y el tiempo no son absolutos, aunque su combinación, el «espacio-tiempo», sí lo es. Esta idea se parece un poco al teorema de la conservación de la energía que estudiamos en la escuela secundaria. Veamos: hay muchas formas de energía, entre las cuales figuran el movimiento y el calor. Cada una de ellas no se conserva siempre tal como es pues podemos transformar, por ejemplo, el calor en movimiento (por medio de una máquina de vapor). No obstante, la energía total del sistema se conserva y es constante. Análogamente, en la relatividad, ni el espacio ni el tiempo son constantes, dependen del observador, de modo que la duración y la longitud pueden estirarse y encogerse. Sin embargo, el espacio-tiempo total es idéntico para todos los observadores.
Cuando uno la piensa con cierto detenimiento, esta idea del espacio-tiempo revela su carácter revolucionario. La unidad fundamental de la existencia ya no es un punto del espacio sino la línea que representa la historia de ese punto del espacio-tiempo, lo que Minkowski llamó la línea de universo del punto. Por consiguiente, no debemos pensarnos como un volumen en un espacio tridimensional sino como una suerte de tubo en un espacio-tiempo de cuatro dimensiones, tubo constituido por el «recorrido» del volumen de nuestro cuerpo en el tiempo, hacia la eternidad. Haciendo alarde de pedantería académica, el físico George Gamow tituló su autobiografía de este modo: My World-line [Mi línea de universo].
Por último, la tercera consecuencia de la teoría de la relatividad que quiero destacar es la ya célebre ecuación E = mc2, es decir: la energía es igual a la masa multiplicada por el cuadrado de la velocidad de la luz. Probablemente, de todas las fórmulas de la física, ésta sea la más conocida en la actualidad. ¿Cómo se llegó a semejante fórmula?
La deducción de esta fórmula está estrechamente vinculada con la demostración de que la velocidad de la luz es un límite universal. Unas páginas atrás ofrecimos una prueba lógica de esa conclusión (dijimos que, si fuera posible acelerar un objeto hasta que alcanzara la velocidad de la luz, también sería posible desacelerar la luz, lo que contradice el hecho de que c es constante). Es un buen argumento, pero desde el punto de vista dinámico, ¿por qué es imposible alcanzar la velocidad de la luz?
Cuando empujamos un objeto, producimos una aceleración, es decir, un cambio en su velocidad. Sucede que, cuanto más grande es la masa del objeto (en términos vulgares, cuanto más pesado es), tanto mayor será la fuerza necesaria para producir la misma aceleración. Einstein descubrió que, cuanto mayor es la velocidad aparente de un objeto, tanto mayor también es su «peso» (en términos estrictos, su masa)[8]. También descubrió que, a medida que un objeto se aproxima a la velocidad de la luz, su masa crece hasta parecer infinitamente grande. Pero, si la masa de un objeto se hace infinita, no habrá en el universo fuerza capaz de acelerarla perceptiblemente. No hay nada que pueda generar esa pequeña aceleración extra, necesaria para que el objeto alcance la velocidad de la luz o la supere.
Por esa razón, la velocidad de la luz constituye un límite cosmológico. Cuando intentamos alcanzar ese límite, nos falta el impulso necesario: el objeto pesa cada vez más, de modo que ninguna fuerza ejercida sobre él nos permite quebrar la barrera de la velocidad de la luz, nos guste o no.
¿Qué tendrá que ver todo esto con la fórmula E = mc2? La respuesta, que expondré a continuación, nos muestra la potencia intelectual de Einstein en todo su esplendor, guiada por sencillas razones de estética y simetría. Llegado a este punto, Einstein recordó que el movimiento es una forma de energía que a veces recibe el nombre de energía cinética. Si al acelerar un cuerpo su masa aumenta, es como si al aumentar la energía de una persona (en forma de movimiento en este caso) se incrementara también su masa. Ahora bien, ¿qué hay de singular en el hecho de que la energía tenga en este caso la forma de movimiento? Sabemos que cualquier forma de energía es transformable en otra. ¿Por qué no razonar análogamente, entonces, y decir que al aumentar la energía de un cuerpo (en cualquier forma), incrementamos también su masa?
Es una generalización audaz, pero sus consecuencias deberían ser observables, en principio. Deberíamos poder comprobar que al calentar un objeto, su masa aumenta, y que al estirar una banda elástica se acumula así energía elástica, por lo tanto su masa se incrementa. No mucho, apenas un poco. El mismo razonamiento se aplica a todas las formas de energía. Así, en una especie de iluminación, Einstein propuso en un artículo de tres páginas publicado en 1905 que al aumentar en E unidades la energía de un cuerpo, su masa debería incrementarse también en una cantidad igual a E dividida por el cuadrado de la velocidad de la luz:
Toda la argumentación descansa en el hecho de que la masa de un cuerpo aumenta cuando se incrementa su energía cinética; por lo tanto, por razones de simetría, lo mismo debería ocurrir con todas las otras formas de energía. Dos años más tarde, en 1907, Einstein tuvo otra idea brillante y llevó más adelante aún su sentido de la belleza y la simetría para bien o para mal de todos. En 1905 había advertido que restringir la relación entre incrementos de masa e incrementos de energía a la forma exclusiva de la energía cinética restaba unidad a toda su concepción; por consiguiente, todo incremento de energía debía producir un incremento de masa. Ahora bien, ¿no parece implícito en esta formulación que la energía tiene masa o, mejor dicho, que en el fondo las dos son lo mismo?
La teoría adquiere mayor unidad, se redondea, identificando cualquier forma de energía con la masa. Surge entonces otro interrogante: si todas las formas de energía implican una masa, ¿no debería la masa implicar energía? ¿No debería identificarse la masa con la energía? En este punto del razonamiento, Einstein reescribió la fórmula anterior, de una manera desconcertante por su simpleza:
E = mc2
Parece una operación burda y simple, pero implica un salto gigantesco. Se trata, una vez más, de una generalización audaz, aunque no antojadiza. Permite predecir y observar; se la puede poner a prueba. Cuando se reemplazan los símbolos abstractos de la fórmula por cantidades concretas y se hace un cálculo más que simple, se llega a la conclusión de que 1 gramo de materia encierra en forma latente una energía equivalente a la explosión de alrededor de 20.000 kilogramos de tnt.
El lector dirá: hay un error, ¿no? ¿Cómo se las arregló Einstein para superar semejante contradicción? Pues, con total sencillez. Hizo notar que no observamos la energía propiamente dicha sino sus variaciones: por ejemplo, sentimos frío si la energía térmica de nuestro cuerpo se disipa en el ambiente; sentimos que el automóvil acelera cuando apretamos el acelerador y quemamos combustible, transformando la energía química del combustible en energía de movimiento. La tremenda cantidad de energía encerrada en 1 gramo de materia pasa inadvertida porque jamás se libera: todo se desenvuelve como si en cada cuerpo hubiera un enorme reservorio de energía que jamás se hace notar.
Cuando Einstein explica esta idea con fines de divulgación, hace una analogía: la de un hombre enormemente rico que jamás gasta demasiado. Vive con modestia y gasta sumas pequeñas. Por consiguiente, nadie sabe que tiene una fortuna enorme porque el mundo sólo puede advertir las variaciones de la riqueza. Algo similar ocurre con la inmensa cantidad de energía encerrada en la masa de los objetos.
Debería recordar aquí, tal vez, que mientras se elaboraban estas ideas la física nuclear estaba apenas en pañales. La idea de que había energía en la masa fue producto de un razonamiento hecho con lápiz y papel. Lo irónico del caso es que la motivación del autor era la simetría y la belleza. ¡Qué lejos estaba Einstein, el pacifista, de sospechar lo que habrían de desencadenar sus teorías!
El 6 de agosto de 1945, el hombre «enormemente rico» de Einstein entregó al mundo su fatídica fortuna.
La teoría de la relatividad fue un terremoto intelectual. Hoy en día, nadie discute que la relatividad revolucionó la física y que también cambió para siempre nuestra manera de percibir la realidad, por no hablar de otras consecuencias trágicas que tuvo en el siglo XX. Tan radical fue la revolución que todos han oído hablar de ella.
Sin embargo, Einstein no había terminado todavía. No tardó mucho en darse cuenta de que la teoría de 1905 era incompleta, motivo por el cual se la llama teoría «especial» de la relatividad. Se puso de inmediato a trabajar en una teoría «general» de la relatividad, que resultó más innovadora aún y dejó a todos aturdidos. La historia de la segunda teoría, sin embargo, no fue tan lineal: a esa altura la ingenuidad y los sueños de la adolescencia habían quedado atrás, de modo que la lucha de Einstein por formular una teoría general de la relatividad fue, sin duda, una pesadilla de adultos. Si miramos fotografías de Einstein tomadas en la época en que redondeó la teoría general, veremos a un hombre agotado, un hombre con el aspecto de alguien que acaba de triunfar en una batalla prolongada y sangrienta.