9. CRISIS DE MADUREZ
Con la perspectiva que dan los años, veo que la teoría de la velocidad variable de la luz fue producto de un colosal vaivén maníaco depresivo. Hasta junio de 1997, Andy y yo habíamos estado sumergidos en un incesante clima de gran entusiasmo. Pero los seres humanos somos criaturas alérgicas a la felicidad eterna, de modo que ese estado de ánimo tenía que acabar. Nos aguardaba un período más sombrío.
Cerca de fin de mes, teníamos material suficiente para varios artículos, no sólo para uno. A decir verdad, esa abundancia se debía en parte a que habíamos hallado dos versiones distintas de la teoría, una de ellas más compleja pero mejor fundamentada. No obstante, el contenido físico de ambas era muy semejante. Nos propusimos escribir un primer artículo tentativo a fin de demarcar territorio como los perros que orinan. No debe sorprender que hayamos elegido la versión más sencilla de la teoría, que era también la más vaga.
Los dos teníamos que viajar en julio al Centro de Física de Aspen, Colorado, donde pasaríamos quince días. Ese centro tiene una organización singular: en cualquier programa, el número de charlas o presentaciones formales es mínimo, y se pone el acento en el intercambio informal entre los científicos asistentes. En la práctica, como ya me lo había advertido Andy, siempre hay peligro de que alguien nos robe las ideas. La gente que trabaja duro pero está desprovista de talento o imaginación suele pasearse por esos lugares escuchando las conversaciones «informales» y aprovechando ese material para triunfar en la carrera. Tanto es así, que todos los años una conocida universidad estadounidense otorga un premio al mejor artículo publicado que se haya basado en ideas ajenas.
Andy pensaba que la reunión de Aspen era la ocasión ideal para debatir la teoría de la VSL con muchos físicos, pero fue inflexible en su posición de que teníamos que protegernos escribiendo antes un artículo y colocándolo en un archivo de la web, como <http://www.astro-ph.soton.ac.uk>. Así, quedaría demostrada de algún modo nuestra paternidad, y podríamos utilizar la reunión de Aspen para sacar a relucir a nuestro hijo bastardo.
Hago constar que Andy escribió el resumen, las notas publicitarias y las conclusiones, y que yo elegí material proveniente de mis notas para redactar el cuerpo del artículo. Parecerá trivial, pero escribir lleva mucho tiempo. De pronto, Andy se puso taciturno, cosa que atribuí en un principio a las eternas presiones burocráticas que padecía. Poco a poco, sin embargo, me di cuenta de que los motivos eran otros.
Unos días antes de mi partida hacia Colorado, Andy se quedó en el Imperial College hasta muy tarde, de modo que pudimos terminar el susodicho artículo. Algo después, mientras cenábamos en un restaurante de las cercanías, se sinceró. Reconoció que tenía miedo de presentar el artículo a una revista; quería esperar un poco.
No era la primera vez que veía un retroceso de ese tipo: siempre ocurre que unos días antes de presentar un artículo científico, alguno de los autores se acobarda y empieza a inventar excusas para demorarlo. Es un efecto psicológico frecuente, similar al pánico escénico que sufren los actores. No obstante, nuestra situación era diferente, pues lanzar al mundo una teoría en la cual la velocidad de la luz era variable habría amedrentado a cualquiera, y tal vez debíamos sentir temor. A fin de cuentas, lo que estábamos haciendo equivalía a echar abajo el pilar de la física del siglo XX: la constancia de la velocidad de la luz.
Tal vez por esa razón me contagió el miedo y tomé una decisión que luego habría de lamentar: accedí a esperar. Por consiguiente, tendríamos que postergar el envío del artículo hasta después de la reunión de Aspen, lo que me ponía muy incómodo porque empezaba a sentir que la teoría necesitaba los comentarios de otra gente. El proyecto llevaba ya seis meses y se había desarrollado en secreto absoluto. Había algo insalubre en tanto aislamiento, pues habitualmente uno consulta a los colegas en cada etapa de desarrollo de una idea.
La única excepción al secreto había sido una conversación que tuve con el jefe de nuestro grupo, Tom Kibble, archiconocido por sus dictámenes secos y cortantes. Fui a su oficina y le dije que estábamos buscando una teoría alternativa a la inflacionaria. Me contestó enseguida: «Ya era hora». Sonreí y empecé a explicarle el panorama del problema del horizonte. «Muy razonable», comentó. Entonces, le expliqué cómo se resolvía ese problema postulando una velocidad variable de la luz. «Eso es menos razonable», dijo. Cuando seguí hablando de los pormenores de la conservación de la energía, se quedó dormido. Me fui de la oficina mientras roncaba, deslizándose feliz hacia otro horizonte.
Comenté con Andy mis temores de que podríamos perder comentarios preciosos si no hablábamos de nuestra teoría en Aspen, pero él dijo que no podíamos hacer otra cosa.
La conferencia de Princeton del verano anterior había sido electrizante, pero la de Aspen fue un aburrimiento. En realidad, nuestra fase depresiva comenzó allí. Aunque presuntamente esa conferencia debe ser un remanso para el intercambio informal de ideas, en los hechos ocurre exactamente lo contrario. Tal vez por el carácter tan competitivo de la ciencia estadounidense, Aspen es un lugar donde la gente interrumpe las charlas científicas y cambia de tema apenas alguien se acerca a su charla «informal» en los jardines. En un par de ocasiones alcancé a oír parte de lo que decían y comprobé después que aparecían artículos sobre los temas que causaron sensación. Cuando llegó Andy y empezamos a hablar de la velocidad variable de la luz, también comprobé que él cambiaba de tema cuando alguien se acercaba. Así se comportaba la flor y nata de la cosmología estadounidense.
El clima no me resultaba nada acogedor; ese mundo era muy distinto al de las batallas campales en las que había participado en Gran Bretaña desde los días de Cambridge. Me llevaba muy bien con todos en Aspen, de modo que no creo que me excluyeran por motivos personales; hacían lo que les parecía más conveniente. Sin embargo, cuando vi que Andy ocultaba también nuestra teoría, me sentí asqueado.
Sin duda, pese a lo desagradable que resulta, esa actitud da sus frutos. Objetivamente, no refleja otra cosa que el vigor de la cosmología estadounidense, a lo cual se suma un afán competitivo impiadoso. En todo momento, los cosmólogos más productivos trabajan en los mismos problemas relativos a la inflación, cualquiera sea la moda predominante de la temporada, por lo que no es sorprendente que se genere un ambiente asfixiante y feroz. Desde el punto de vista colectivo, la ventaja reside en que, cuando el tema que está en boca de todos tiene una importancia fundamental (nunca se puede estar seguro de que sea así), hay toda una comunidad científica trabajando en él, de modo que, estadísticamente, el sistema funciona. La producción es tan colosal que necesariamente debe contener trabajos de verdadera calidad. Por otro lado, es difícil percibir en semejante ambiente que la gente disfruta de lo que hace o ejerce su libertad.
Era la primera vez que experimentaba con tal intensidad lo que ocurre con ese método de hacer ciencia, y fue una verdadera sorpresa. Al fin y al cabo, al ambiente científico estadounidense le gusta difundir una imagen de libertad individual. Alguna vez, Richard Feynman escribió unas líneas destinadas a los querían seguir una carrera científica. Expresaba allí su pesar porque en la ciencia había cada vez menos espacio para la innovación y nos incitaba a cambiar las cosas. Decía que debíamos guiarnos por el olfato e intentar nuestro propio camino por insensato que pareciera; que debíamos soportar la soledad que acarrea la originalidad aunque implicara una carrera breve. Advertía también que debíamos estar preparados para el fracaso, y que fracasaríamos con certeza si anteponíamos a la ciencia nuestras consideraciones individuales. Sin embargo, creía que valía la pena arriesgarse.
La vida de Feynman fue un excelente ejemplo de la actitud que propugnaba, pues fue un científico a quien no le importaron las opiniones y que siguió su propio rumbo sin concesiones. A la larga, se transformó en el símbolo por excelencia de la ciencia estadounidense aunque la prosaica realidad sea muy distinta: en ese mundo se incita a los jóvenes a trabajar en los problemas que constituyen la corriente preponderante de la ciencia y no se les infunde valor para alejarse del mundanal ruido. A este respecto, siento lo mismo que sentía con la burocracia: si hay que hacer ciencia de esa manera, tanto da irse a trabajar a un banco.
Mi estadía en Aspen fue una desilusión, porque las otras veces que había viajado a los Estados Unidos me había sentido a mis anchas. Siempre me había parecido que la gente estaba dispuesta para el intercambio, que era abierta y tenía entusiasmo; todo lo opuesto de lo que vi en Aspen. Tal vez los lugares que había visitado antes fueran un microclima, un medio aislado. Tal vez Aspen fuera la excepción. ¿Cómo conciliar dos caras tan opuestas?
Quizá la respuesta sea que en la ciencia, como en todo, los Estados Unidos no se prestan a las generalizaciones pues allí conviven el mejor y el peor de los mundos. Pasé seis meses en el grupo de Neil en Princeton, y después hice muchas visitas aisladas, y siempre me pareció que reinaba allí un clima estimulante. También pasé dos meses en Berkeley, donde hallé gente prácticamente trastornada, chismosa y siempre dispuesta a ahogar las ideas nuevas.
Con esta perspectiva ampliada, lo que sucedió en Aspen puede verse como algo característico y también como propio de una minoría. Hacer un comentario general sobre la ciencia estadounidense es como hacer un comentario sobre la música en general. Hay música que a uno le gusta; otra que no… ¿Debería gustarnos todo tipo de música?
Lamentablemente, sucede con frecuencia que la gente está orgullosa de sus peores cualidades; de hecho, muchos científicos estadounidenses parecen apreciar más esos desfiles de circo que el legado de Feynman. Desde luego, no son los únicos que piensan así. Una vez, conocí en Nueva York a una joven que se estremecía de sólo saber que yo era físico, pero quedó desilusionada sin remedio cuando le dije que vivía en Inglaterra y no abrigaba ninguna esperanza de mudarme a los Estados Unidos. No podía entenderlo. Cuando le pregunté por qué, me replicó con el ejemplo de un físico, pero no podía recordar su nombre: «¿Cómo se llamaba ese físico que era mejor que Einstein, pero no vino a los Estados Unidos y por eso fracasó?».
Hasta el día de hoy ignoro quién pudo haber sido ese mítico personaje. Pero las opiniones de esa chica sobre Einstein y las virtudes estadounidenses no son meramente ridículas. Pobre Albert, ¡como si su grandeza se debiera al hecho de haber emigrado a los Estados Unidos! En el momento en que cruzó el Atlántico, lo mejor de su obra ya estaba hecho, y ya había recibido el Premio Nobel. Se trasladó porque el régimen nazi lo acosó desde un principio, en una época en que todos —incluso muchos judíos ricos— intentaban todavía llegar a una componenda. Sus comentarios políticos siempre causaron mucha incomodidad; en este aspecto, Einstein a veces me recuerda a Muhammad Ali. De modo que era de esperar que en 1933 lo expulsaran de Alemania, le confiscaran todas sus pertenencias y que corrieran rumores de que atentarían contra su vida.
Einstein fue recibido en los Estados Unidos con los brazos abiertos en un momento en que necesitaba desesperadamente esa hospitalidad[37]. Si aquella chica hubiera contemplado todo el asunto desde este punto de vista, habría tenido un motivo mejor para estar orgullosa de su país.
En vista de un clima tan desfavorable, me dediqué en Aspen a cualquier cosa menos al intercambio científico. Hice mucho footing, yoga, emprendí excursiones a las montañas y practiqué diversos deportes. Cuando estaba en la oficina, me absorbían tareas más agotadoras que ocuparon mi mente durante todo el tiempo que pasé allí.
Desde un principio, para Andy resolver el problema del horizonte no implicaba resolver el problema de la homogeneidad del universo. Se puede hallar una manera de conectar la totalidad del universo observable en algún momento del pasado, dejando así las puertas abiertas para que algún mecanismo físico homogeneíce las vastas regiones que vemos hoy en día. Aun así, había que encontrar el agente, el mecanismo que actuó en el universo arcaico y garantizó su aspecto uniforme en todas partes. En el lenguaje de la ciencia, resolver el problema del horizonte era una condición necesaria pero no suficiente para resolver el de la homogeneidad.
La experiencia respaldaba la sabia actitud de Andy. Es un cosmólogo maduro, lo que implica que cometió muchos errores en el pasado[38]. Su modelo inflacionario inicial tuvo, precisamente, la desventaja de resolver el problema del horizonte sin resolver el de la homogeneidad. Según ese modelo, si bien la totalidad del universo observable había estado en contacto durante el período inflacionario, cuando se calculaba lo que realmente había ocurrido con la homogeneidad, se llegaba a una versión muy extraña de universo. No se trata de un problema exclusivo de la teoría inflacionaria; de hecho, Andy me había contado que el universo oscilante o pulsante padece un destino similar y que esa circunstancia había sido la pesadilla de Zeldovich. Andy temía que nuestra teoría cayera en una trampa parecida y a menudo lo había expresado en nuestras reuniones.
En los últimos meses yo había intentado dejar de lado sus preguntas al respecto porque sabía que para poder contestarlas había que hacer una enorme cantidad de cálculos. Quien quiera provocarle náuseas a un cosmólogo sólo deberá mencionar las palabras «teoría cosmológica de las perturbaciones», uno de los temas más complejos de la cosmología, ante el cual hasta el mejor se pone a temblar.
Sabemos que si introducimos un universo homogéneo en la ecuación de campo de Einstein, el resultado son los modelos de Friedmann. La idea consiste en repetir los cálculos para un universo «perturbado», en el cual haya pequeñas fluctuaciones de densidad sobre un fondo uniforme. En algunas regiones, la densidad es ligeramente superior a la normal; en otras, ligeramente inferior. El objetivo es averiguar si la «diferencia o contraste de densidad», como le decimos, desaparece o aumenta a medida que el universo se expande. Para descubrirlo, se introduce en la ecuación de campo de Einstein un universo perturbado y se obtiene una fórmula que describe la dinámica de las fluctuaciones. Es un cálculo sumamente engorroso que lleva muchas páginas de tediosos cálculos algebraicos: el tipo de ejercicio que un alumno de primer año del doctorado hace una única vez y luego trata de olvidar durante el resto de su vida.
Por complejos que sean los cálculos, su resultado es imprescindible para comprender el universo. En la radiación cósmica (véase la figura 1) se producen pequeñas ondulaciones; el fluido galáctico sólo es homogéneo a escalas muy grandes, pues a escalas más reducidas está compuesto por galaxias, las cuales, desde luego, ¡no son exactamente uniformes! Entonces, visto en detalle, el universo no es homogéneo y esa circunstancia puede explicarse mediante la «teoría cosmológica de las perturbaciones».
Figura 1: Imagen de la radiación cósmica tomada por el satélite COBE. Las fluctuaciones de temperatura son muy pequeñas (alrededor de una parte en 100.000) y representan el germen que permitirá la formación de estructuras en nuestro tan homogéneo universo.
Para responder a las objeciones de Andy y calmar su preocupación, tenía que hacer los cálculos correspondientes, pero esta vez para la VSL, lo que agregaba complejidad al problema. Sin embargo, el aburrimiento de Aspen fue suficiente como para que lo intentara.
La primera vez que hice los cálculos, llené unas cincuenta páginas de intrincadas fórmulas algebraicas. No soy torpe con los cálculos largos, pero ése era tan complejo que las probabilidades de no haber cometido un error eran prácticamente nulas. Sin embargo, el resultado final me dejó muy conforme, pues todo se resumía en una compleja ecuación diferencial que describía la evolución de las fluctuaciones de homogeneidad en un universo en el cual la velocidad de la luz variaba. Cuando resolví la ecuación, me encontré con que, además de resolver el problema del horizonte, la VSL resolvía también el de la homogeneidad. Mi suspiro de alivio recorrió los valles de Aspen.
Suponiendo que la velocidad de la luz era variable, podíamos reconstruir la totalidad del universo observable a partir de una región interconectada por interacciones rápidas cuyos procesos térmicos la uniformizaban, de la misma manera en que la temperatura de un horno es pareja porque el calor circula por todo su interior y la homogeneíza. Aun así, en el mejor de los hornos se producen fluctuaciones de temperatura porque, cuando circula calor, siempre hay probabilidades de que una región se caliente más o menos que otra. Lo que acababa de descubrir con mis cálculos es que, si la velocidad de la luz variaba, esas fluctuaciones desaparecían a gran escala. Fue algo que surgió de las fórmulas y, aunque yo no entendía por qué, el resultado final correspondía a un universo totalmente homogéneo en el cual no había ninguna fluctuación.
Por consiguiente, no podíamos explicar la estructura del universo ni las ondulaciones de la radiación cósmica, pero podíamos armar el escenario de modo que apareciera algún otro mecanismo y perturbara el fondo totalmente homogéneo resultante del período de velocidad variable de la luz en la vida del universo. Era la mejor noticia que podíamos esperar. A fin de cuentas, pasaron años antes de que la teoría inflacionaria pasara de ser una mera solución de los enigmas del universo y se transformara en un mecanismo capaz de formar estructuras y de explicar, entonces, las ondulaciones de la radiación cósmica y la formación de cúmulos de galaxias. Nunca supusimos que la teoría de la VSL se nos presentaría en una forma capaz de explicar todas esas características. Por el contrario, para nosotros habría sido una pesadilla encontrarnos que, una vez resuelto el problema del horizonte, el universo seguía siendo tan poco homogéneo. Mis cálculos excluían esa posibilidad. Sin embargo, estábamos en los comienzos de nuestra teoría. ¿Debíamos aceptar entonces ciegamente ese montón de fórmulas algebraicas?
Intenté persuadir a Andy para que hiciera los cálculos por su cuenta a fin de ver si obtenía el mismo resultado, pero se negó rotundamente porque, según dijo, ya estaba muy viejo para semejante tarea. Por consiguiente, me dispuse a repetirlos yo. Esperé unos días a fin de olvidar los posibles errores que hubiera cometido y me sumergí de nuevo en lo que, según esperaba, sería un cálculo independiente. Esa vez descubrí algunos trucos, atajos que redujeron considerablemente la cantidad de fórmulas algebraicas, de modo que la segunda tanda de cálculos cubrió solamente treinta páginas. Pero tuve una gran decepción: la ecuación final era de otra índole. No obstante, conservaba la propiedad de eliminar cualquier fluctuación de densidad e implicaba un universo muy homogéneo. Lo lamentable era que alguno de los dos cálculos debía estar equivocado. Un suspiro de desilusión recorrió las montañas de Aspen.
Así ocupé el tiempo que pasé en Aspen: haciendo esos cálculos monumentales y sufriendo sus vaivenes mientras a pocos pasos todo el mundo se peleaba por algún detalle de la teoría inflacionaria. Era una labor solitaria y aburrida, pero me hacía bien mantenerme alejado de las discusiones. De vez en cuando me preguntaba qué pensarían los otros si supieran en qué andaba. Me decía que mi actitud era un suicidio científico, que perdía el tiempo, que estaba loco… Por pura casualidad, un día descubrí que alguien estaba leyendo los cálculos que yo había dejado desparramados sobre el escritorio. No había nadie más, y yo no había hecho ruido al acercarme. Por la bisagra de la puerta, vi que un espía escudriñaba a hurtadillas mis fórmulas y cifras. Jamás le dije que lo había descubierto, precisamente por el aspecto cómico que tenía: parecía un chico que roba bombones. De todos modos, estaba seguro de que no podía entender una sola palabra de lo escrito. Los cálculos que estábamos haciendo eran tan ajenos a lo que todos pensaban que seguramente pensó que los cosmólogos de Inglaterra utilizábamos un código para proteger nuestro trabajo. Esas eran las vibraciones mentales que circulaban en la conferencia de Aspen.
Tal vez haya exagerado los aspectos negativos al describir esa reunión. Si pienso en el tiempo que pasé en Aspen como unas vacaciones, debo decir que me divertí y descansé. Hacía excursiones, veíamos videos mientras tomábamos cerveza, salíamos todas las noches. Me disgustaba el esnobismo que reinaba en la conferencia, pero la diversión en serio empezó cuando descubrimos por fin un night club de hispanos en las afueras de la ciudad. Practiqué además muchos deportes, en particular fútbol, juego en el cual soy una vergüenza pese a mi nacionalidad. Jugar fútbol con gente de ciencia es divertido: los rusos nunca pasaban la pelota (ni siquiera a otros rusos); los latinoamericanos batían los récords de faltas…
Un día aceptamos jugar un partido contra un grupo de muchachos del lugar que se pasaban las horas en el gimnasio. El equipo de científicos se puso eufórico al vencer a los locales por 10 a 0, éxito debido en parte a que Andy y yo formamos parte del equipo local para igualar el número de jugadores de ambos equipos. Mientras la gente de ciencia festejaba, los chicos nos lanzaban miradas asesinas a nosotros dos y se preguntaban seguramente si no éramos una especie de caballo de Troya; pero juro que no, que todo se debió a auténtica incompetencia.
Cuando volví a Londres, me puse de inmediato a buscar un departamento para comprar. El viaje a Aspen confirmó mis ganas de quedarme en Londres por algún tiempo pues, hasta ese momento, me rondaba la idea de irme a los Estados Unidos. Me fui a ver a Kim, quien estaba en Swansea, Gales, haciendo un posgrado.
«Swansea es la tumba de toda ambición»[39], escribió Dylan Thomas, quizá la única figura notable que engendró esa ciudad. La amaba y la odiaba a la vez; huía de ahí pero volvía a caer en su vida rutinaria y sórdida. Es significativo que ninguna de las avenidas ni de las calles de la ciudad lleve su nombre.
Mientras estuve en Aspen, localidad situada a 3.000 metros de altura, hice diariamente mucho ejercicio físico, de modo que al volver al nivel del mar, en Swansea, me sentía como si me hubieran hecho una autotransfusión[40]. En una ocasión, me aturdí de tal modo con mi propia energía mientras recorría la pista que todos pensaron que había tomado alguna droga. El excedente de energía pronto encontró un cauce natural: ¿por qué no repetir los espinosos cálculos sobre la perturbación cosmológica? En esa época, Kim se alojaba en la casa de un psicólogo; me encerré en el consultorio resuelto a terminar el asunto de una vez. Al principio me distraía; me puse a leer los libros del psicólogo y descubrí cada vez más coincidencias entre su conducta y las alteraciones de la personalidad que supuestamente debía comprender. Después de horas de leer libros de psicología, terminé aburriéndome del tema y conseguí concentrarme en mi tarea.
Descubrí entonces un artificio excelente que me permitió llevar a cabo los cálculos de tres maneras distintas, ninguna de las cuales era demasiado engorrosa. Cada una me llevó unas diez páginas. Pero lo mejor del caso era que todos los resultados coincidían, y coincidían también con los que había obtenido la primera vez en Aspen. Volví a Londres con la buena nueva de que ya no había dudas: la teoría de la velocidad variable de la luz también resolvía el problema de la homogeneidad.
Todo me quedó claro una noche, tarde ya, cuando caminaba por las calles de Londres acompañado por los zorros. Para comprender el resultado no eran necesarias decenas de páginas de fórmulas, bastaba con un argumento sencillo, lo que los físicos llaman «un cálculo hecho en un trocito de papel».
El lector recordará que la VSL permite resolver el problema de la planitud porque no se cumple la ley de conservación de la energía. En un momento dado, la densidad instantánea de todo modelo de universo de geometría plana (es decir, la que le corresponde según su velocidad de expansión) debe ser igual a un valor determinado, su densidad crítica. Habíamos descubierto que si la velocidad de la luz disminuye, en un modelo cerrado y más denso se destruye energía, mientras que en un modelo abierto y menos denso se crea energía. Por consiguiente, la velocidad variable de la luz empuja la situación hacia la densidad crítica, es decir, hacia un modelo de geometría plana, circunstancia que bauticé con el nombre de «valle de planitud».
De pronto, me di cuenta de que ese mismo proceso explica la homogeneidad del universo. Veamos por qué. Consideremos un universo de geometría plana con pequeñas fluctuaciones. En él, las regiones de mayor densidad se asemejan a un universo cerrado, pues su densidad es mayor que la crítica. A la inversa, las regiones menos densas deben tener una densidad menor que la crítica, de modo que se asemejan a un pequeño universo abierto. Ahora bien, las ecuaciones que describen la violación de la conservación de la energía son locales, es decir que sólo tienen que ver con lo que sucede en una región y no con lo que ocurre en todo el espacio. Por consiguiente, en las regiones más densas debía destruirse energía, y en las menos densas debía crearse, lo que implica que en todas partes la situación tiende a la densidad crítica. Así, las fluctuaciones de densidad desaparecen y se impone la homogeneidad (figura 2). En otras palabras, la misma argumentación que permite resolver el problema de la planitud resuelve también el de la homogeneidad. Para llegar a esa conclusión, habría bastado con pensar un poco más. Yo no había estado muy sagaz.
Figura 2: Onda de densidad en un universe con densidad crítica. Las regiones con exceso de densidad son como pequeños universos cerrados; por lo tanto, pierden energía si disminuye la velocidad de la luz. Las regiones con déficit de densidad son pequeños universos abiertos, de modo que adquieren energía. En cualquiera de los dos casos, el universo se ve empujado hacia la densidad crítica característica de un modelo de geometría plana. Este fenómeno no sólo garantiza la planitud sino que genera un universo muy homogéneo.
Cuando estudiaba en Lisboa me hacía el listo y me negaba a resolver problemas de manera ortodoxa. Me parecía que aplicar los procedimientos de rutina era tan deshonroso como equivocarse y trataba siempre de encontrar una manera ingeniosa de resolverlos que no sólo me permitiera llegar al resultado correcto sino hacerlo en unas pocas líneas en lugar de utilizar varias páginas. A veces, esa actitud enfurecía a los profesores en los exámenes. De modo que el proceso de transformarme en un verdadero investigador fue para mí una lección de humildad. La naturaleza es una mesa de examen rigurosísima y descubrir algo nuevo siempre implica un camino difícil; cuesta sudor y lágrimas. Sólo después de recorrerlo uno descubre que había un atajo que permitía llegar al mismo lugar mucho más fácilmente. Es muy raro darse cuenta de ello antes de sumirse en la humillación y la desesperanza.
La buena noticia es que, de una manera o de otra, descubrimos cosas nuevas. Me di cuenta cabalmente de que así son las cosas a consecuencia de un incidente que ocurrió algo más tarde en ese mismo verano. Después de terminar los cálculos que acabo de describir, necesitaba otras vacaciones, de modo que fui con Kim a Portugal por un par de semanas. Recorrimos el país en el auto de mi papá, en busca de lugares remotos, situados casi en el fin del mundo. Un día, nos hallábamos a kilómetros de la vida civilizada, en una apartada playa de la costa del Alentejo. A la puesta del sol empezamos a tener hambre y nos dispusimos a volver a la civilización. En ese momento, Kim descubrió que había perdido las llaves del auto. La playa era enorme y estaba totalmente vacía; no había puntos de referencia y la marea subía rápidamente. Muy abatido, me preparaba ya a pasar la fría noche a la intemperie y a caminar varios kilómetros al día siguiente para pedir ayuda. Sin embargo, Kim no dejó de buscar las llaves, pese a que estaba ya muy oscuro y el agua se acercaba.
Después de una hora, las encontró. Estaban cubiertas por varios centímetros de arena y, de haber tardado unos minutos más, se las habría tragado el mar.
Por eso, cuando me dicen que hallar una teoría es lo mismo que encontrar una aguja en un pajar, siempre recuerdo ese incidente. Podemos encontrar las llaves perdidas en la arena de la playa… a veces[41].
Entretanto, Andy estaba cada vez más distante. Nos reuníamos con mucha menor frecuencia y nuestros encuentros eran más cortos; parecía que le resultaban enojosos. Para mí, su incomodidad y distanciamiento eran evidentes, pues su reacción visceral ante cualquier tema vinculado con la teoría de la velocidad variable de la luz era siempre hostil, no porque procurara mejorarla mediante una crítica constructiva sino por el afán de poner distancia. En consecuencia, la redacción del artículo que habíamos proyectado se postergaba una y otra vez. Andy no cesaba de encontrar errores que había que corregir y continuamente ponía excusas para no presentarlo. La situación se prolongó durante todo julio y agosto. Al final del verano, pese al feliz resultado de mis últimos cálculos, todo parecía estancado.
Yo tenía varias interpretaciones sobre su conducta. Ya he dicho que los científicos sufren ataques de pánico antes de presentar un trabajo a una revista. Tengo la convicción de que hay que contener al autor en pánico, porque si uno le permite continuar en esa actitud, seguirá encontrando excusas para postergar el envío y terminará sin publicar el trabajo. Es una conducta autodestructiva que sólo se supera cuando los otros autores propinan dos cachetadas al histérico para que recobre el espíritu de colaboración.
Teniendo entre manos algo tan novedoso y radical como la VSL, yo daba por descontado que jamás estaríamos plenamente seguros de estar en lo correcto. Teníamos que lanzarnos al agua aun a riesgo de encontrarnos con un cardumen de tiburones. La inseguridad de Andy sólo acabaría arrojando el proyecto en el cesto de los papeles. Se lo dije, pero era demasiado joven todavía para saber que en ocasiones semejantes uno tiene que ser brutal. El quid de la cuestión es que la presa del pánico es siempre el autor que menos ha puesto las manos en la masa, es decir, el mayor y de más prestigio. Tal vez la vocecita de la conciencia le decía que debería haber trabajado más. En cualquier caso, la reacción habitual no es ponerse a trabajar sino manifestar disconformidad con los resultados. Exasperante, sin duda. En mi caso, empecé a lamentar la colaboración de Andy. Naturalmente, nuestra relación se puso muy tirante.
La ruptura definitiva ocurrió en septiembre, cuando Andy cumplió 40 años. Asistíamos a una reunión científica en St. Andrews, Escocia, y él invitó a unos cuantos colegas, entre los cuales me contaba, a la casa donde estaba parando con su familia. También estaban allí Neil Turok y Tom Kibble. Hacía unas semanas, yo había cumplido 30 años y la conversación giró en torno al tema de los efectos de la edad sobre la vida en general y sobre la carrera científica en particular. Andy hizo un chiste al respecto que jamás olvidaré: dijo que ahora que estaba por cumplir 40 años, le llegaba la hora de hacerse conservador y fascista, que al dar las doce campanadas su personalidad iba a cambiar tanto que al día siguiente ninguno de nosotros podría reconocerlo.
Todos nos reímos por cortesía, pero resultó que no era una broma. Debe haber sido algo así como una resolución pues, en lo que a mí respecta, su personalidad cambió perceptiblemente de la noche a la mañana. Al día siguiente, me dijo: «realmente, todas estas ideas son demasiado especulativas; de ninguna manera quiero ver mi nombre mezclado en cosas de ese tipo». Dejó bien en claro que ahora encabezaba el grupo de cosmología del Imperial College y que no podía permitir que su imagen se empañara con ideas que, a su entender, eran una sarta de cavilaciones estrafalarias. Se suponía que en St. Andrews daría una charla sobre nuestra teoría, pero decidió hablar de otro tema.
Me sorprendió mucho un cambio tan abrupto de actitud, pero debía haberlo previsto. Llegado a la «madurez», Andy quería el papel de director técnico y no el de simple jugador, cosa que suele sucederles a muchos científicos con los años. El director técnico se interesa por las investigaciones de los jóvenes, escribe breves comentarios de los artículos, demora las publicaciones solicitando una y otra vez tareas complementarias y, por último, pone su nombre en todo lo que se publica. Después, se apoltrona en reuniones científicas que son una suerte de sesiones de psicoterapia grupal ideadas con el único fin de proporcionarle a él, y a otros como él, la impresión de que realmente hacen algo.
Es una triste realidad, pero me resultaba increíble que Andy hubiese tomado ese camino. Había a nuestro alrededor algunas personas de su misma edad que todavía trabajaban codo a codo con los estudiantes, de modo que la edad no era el único factor en juego. Andy merecía algo mejor. Para empeorar las cosas, su desempeño como director técnico a mi parecer dejaba bastante que desear. En mi caso particular, su dirección había sido nefasta. Me había invitado a iniciar un camino tan poco convencional apartándome de proyectos más conservadores, y luego había decidido abandonar todo, lo que para mí implicaba un año totalmente perdido. Mirando la situación incluso desde un punto de vista exclusivamente administrativo, ¿qué impresión causaría si me iba con mi beca de la Royal Society a otra parte? Debo confesar que hice planes para trasladarme y que si no los llevé adelante fue porque me encantaba vivir en Londres.
Creo que Andy se dio cuenta de que estaba a punto de renunciar, porque las cosas mejoraron. El año anterior yo me había encargado de dirigir el trabajo de algunos de sus doctorandos sin obtener ningún crédito por hacerlo; ahora, Andy me asignó oficialmente un doctorando y se aseguró de que fuera el mejor de todos los postulantes. Además, él necesitaba el trabajo de ese estudiante en particular, de modo que habérmelo cedido implicaba todo un sacrificio. Evidentemente, intentaba reparar lo que había hecho. Más tarde, me pidió disculpas por el duro intercambio de palabras que habíamos tenido en St. Andrews y, en última instancia, no dejó totalmente el proyecto de la VSL. Pero ya no ponía en él su corazón y todo llevaba mucho tiempo. Se disculpó de nuevo diciendo que estaba muy ocupado. Al cabo de varios meses de avances lentos y trabajosos, en noviembre presentamos un artículo a una revista científica. Aquí comienza otra historia: la de la lucha para conseguir que la teoría fuese aceptada en un ámbito mucho más vasto.
En diciembre de 1997, yo estaba sumido en la depresión. Los últimos destellos de orgullo y de entusiasmo habían desaparecido ya tras las montañas: había dedicado un año entero a trabajar en un proyecto engorroso que, hasta donde sabía, no era más que basura. Desde mi punto de vista, la teoría era algo que nos incumbía exclusivamente a Andy y a mí, pero su rechazo fue todo lo que él me concedió a partir de cierto momento. En un ambiente en el cual se espera que uno publique cuatro o cinco artículos científicos por año, yo no había publicado ninguno. Además, lo que había comenzado con gran júbilo, ahora estaba agriado. Tenía la impresión de que había desperdiciado un año de mi vida y ni siquiera había disfrutado de la inactividad.
Por eso digo que aquella noche de Año Nuevo en el Jazz Café, tenía más de un motivo para identificarme con los sentimientos de Courtney Pine. Había terminado un año sumamente difícil y lo único que me cabía esperar era que el siguiente fuera mejor.
Desde luego, siempre es posible que las cosas empeoren y demás está decir que empeoraron.