1. PURAS SANDECES

Mi profesión es la física teórica. Según todos los cánones, soy miembro de pleno derecho de la academia, pues he recibido mi doctorado en Cambridge, me fue acordada una prestigiosa beca de investigación en St. John’s College, Cambridge (beca que recibieron con anterioridad Paul Dirac y Abdus Salam), y más tarde, una beca de investigación de la Royal Society. En la actualidad, soy lecturer del Imperial College de Londres (el equivalente a un profesor titular en los Estados Unidos).

No menciono mis títulos porque quiera alardear sino porque este libro expone una especulación científica que se presta a acaloradas polémicas. Pocas cosas hay en la ciencia tan sólidas como la teoría de la relatividad de Einstein, pero la idea que desarrollo aquí la cuestiona a tal punto que muchos podrían suponer que hacerla pública constituye un suicidio profesional. No ha de sorprender entonces que una reseña sobre este libro publicada en una conocida revista de divulgación científica llevara el título de «Herejía».

Por el sentido con que se usa la palabra especulación para desechar ideas con las cuales uno no está de acuerdo, cabría inferir que la especulación no desempeña ningún papel en la ciencia. No obstante, ocurre todo lo contrario. En la física teórica, y especialmente en la cosmología, rama de la física a la cual me dedico, mis colegas y yo consagramos buena parte del día a cuestionar las teorías en vigencia y a analizar nuevas teorías especulativas que puedan dar cuenta de los datos empíricos con igual o aún mayor solvencia. Nos pagan para que pongamos en duda todo lo que se ha afirmado hasta el momento, para que formulemos alternativas alocadas y para que discutamos sin cesar entre nosotros.

Tuve mi primera experiencia en esta rama cuando ingresé a la carrera de posgrado en Cambridge en 1990. No tardé mucho en darme cuenta de que un físico teórico pasa la mayor parte del tiempo debatiendo con sus pares: en cierto sentido, los colegas hacen las veces de experimentos. En Cambridge, se llevaban a cabo reuniones semanales de carácter no del todo formal en las que discutíamos todo lo que teníamos en mente en ese momento.

También existían unos encuentros itinerantes sobre cosmología, en los cuales se reunían físicos de Cambridge, Londres y Sussex para comentar los proyectos que los obsesionaban. Había también un ámbito más rutinario, la oficina, que compartía con otros cinco profesionales en permanente desacuerdo, y a menudo nos gritábamos unos a otros.

Algunas veces esas reuniones implicaban meras discusiones de índole general que giraban tal vez en torno a un artículo recién publicado. Otras veces, en cambio, en lugar de hablar de ideas nuevas provenientes de experimentos, de cálculos matemáticos o de simulaciones en computadora, nos paseábamos por el salón haciendo conjeturas, es decir, debatíamos ideas que no se fundamentaban en ningún trabajo experimental ni matemático previo: ideas que daban vuelta en nuestra cabeza y eran producto de un vasto conocimiento de la física teórica.

Especular es una verdadera diversión, especialmente cuando, después de argumentar durante una hora y convencer a todos los presentes, uno de pronto cae en la cuenta de que algún error embarazoso y trivial arruina toda la especulación, y que ha arrastrado a todos por un camino equivocado o, a la inversa, que se ha dejado llevar con toda puerilidad por una especulación ajena que está viciada en sus fundamentos.

Semejantes ejercicios de argumentación imponen una enorme presión al estudiante de posgrado y pueden llegar a intimidar, en particular cuando se hace evidente en medio de la argumentación que algún colega es mucho más hábil y que uno se ha metido en camisa de once varas. En el plantel permanente de Cambridge no escaseaba la gente inteligente y con deseos de lucirse, gente que no se limitaba a demostrar que uno estaba equivocado sino que puntualizaba, además, que el error cometido era en realidad trivial, al punto que cualquier estudiante de física de primer año podría haberlo descubierto. Si bien esas situaciones me ponían muy incómodo, jamás me deprimieron: por el contrario, obraban como un incentivo. Todos terminamos sintiendo que nadie se gana su lugar en la comunidad científica si no ha concebido algo verdaderamente original.

Durante esas reuniones, uno de los temas que surgía con frecuencia era el de la «inflación». La teoría de la inflación es una de las más difundidas en la cosmología actual, esa rama de la física que pretende responder a interrogantes tan complejos como éstos: ¿de dónde proviene el universo?, ¿cómo acabará?, preguntas que otrora formaron parte de la religión, el mito o la filosofía.

Hoy en día la respuesta científica a todas ellas es la teoría del big bang, que postula un universo en expansión, producto de una enorme explosión.

La teoría de la inflación fue formulada inicialmente por Alan Guth, distinguido físico del MIT (Massachusetts Institute of Technology), y pulida luego por otros científicos para que respondiera a lo que nosotros, los físicos teóricos, llamamos «los problemas cosmológicos». En particular, aunque prácticamente todos los cosmólogos aceptan hoy la idea de que el cosmos se inició con un big bang, hay aspectos del universo que son imposibles de explicar con esa teoría tal como la conocemos. Diré someramente que esos problemas tienen que ver con el hecho de que el modelo del big bang es inestable: el universo sólo puede existir tal como lo vemos hoy si uno se las ingenia para concebir de manera muy especial su estado inicial en el momento de la explosión. Pequeñísimas desviaciones del mágico punto de partida acaban rápidamente en catástrofes (como el prematuro fin del universo), de modo que es necesario «incorporar a mano» esa improbable condición inicial en lugar de inferirla de un proceso físico concreto y calculable. Esta situación es muy incómoda para los cosmólogos.

La teoría de la inflación postula que en sus primeros instantes el universo se expandió mucho más velozmente que hoy en día (de modo que «se infló» o aumentó rápidamente de tamaño). En la actualidad, constituye la respuesta más idónea a los problemas cosmológicos y explica el aspecto del cosmos que vemos. Hay razones para suponer que se trata de la respuesta más correcta al problema cosmológico, pero no existen todavía pruebas experimentales que la sustenten. Según los cánones más rigurosos de la ciencia, decir que no hay pruebas experimentales implica que la teoría de la inflación es aún una especulación.

Aunque este déficit no impide que la mayoría de los científicos la acepten con entusiasmo, en el ámbito de la física teórica británica nunca hubo plena convicción de que esta teoría fuera la respuesta a los problemas cosmológicos. Sea por chauvinismo (la teoría fue formulada por un físico estadounidense), sea por terquedad o por criterios científicos, en esas reuniones que mencioné antes surgía inevitablemente una y otra vez el tema de la inflación, pero la opinión general era que esa teoría tal como la concebíamos no resolvía ciertos problemas cosmológicos de crucial importancia.

Al principio no le presté demasiada atención porque no era mi especialidad; yo me dedicaba a los defectos topológicos, que permitían explicar elorigen de las galaxias y otras estructuras del universo. (Al igual que la teoría de la inflación, los defectos topológicos pueden dar cuenta de esas estructuras pero, lamentablemente, no explican los problemas cosmológicos). Sólo empecé a pensar en explicaciones alternativas después de oír hasta el hartazgo que la teoría de la inflación no tenía ningún fundamento en la física de las partículas y que era un mero producto de las relaciones públicas académicas en Estados Unidos… ¡Ay!, la naturaleza humana.

Para los legos no resulta evidente por qué la inflación podría resolver los problemas cosmológicos. Menos evidente aún es por qué sería tan difícil resolverlos prescindiendo de ella. Para el cosmólogo profesional, sin embargo, la exasperante dificultad radicaba precisamente en este último hecho, al punto que nadie había conseguido formular una teoría alternativa. En otras palabras, se aceptaba la inflación a falta de otra teoría viable. Durante muchos años, en lo más recóndito de mi mente —y a veces no tan en lo recóndito—, me preguntaba si habría otra manera, cualquier otra manera, de resolver los problemas cosmológicos.

Corría el segundo año de mi beca en St. John’s College (y el sexto de mi estadía en Cambridge) cuando un día la respuesta apareció como caída del cielo. Era una mañana lluviosa, típica de Inglaterra, y yo atravesaba los campos de deportes de la universidad bajo los efectos de una gran resaca, cuando, de pronto, me di cuenta de que se podían resolver los problemas cosmológicos prescindiendo de la inflación si se rompía una única regla del juego, aunque, debo reconocerlo, esa regla era sagrada. La idea era de una bellísima sencillez, mucho más sencilla que la teoría de la inflación, pero enseguida me sentí inquieto ante la posibilidad de adoptarla como explicación, pues implicaba dar un paso que raya en la demencia para un científico profesional. Cuestionaba la regla fundamental de la física moderna: que la velocidad de la luz es constante.

Si hay algo que incluso los niños de escuela saben acerca de Einstein y su teoría de la relatividad es que la velocidad de la luz en el vacío es constante[1]. Cualesquiera sean las circunstancias, la luz atraviesa el vacío a la misma velocidad, constante que los físicos indican con la letra c: 300.000 km por segundo. La velocidad de la luz es la piedra angular de la física, el cimiento aparentemente sólido sobre el cual se han erigido todas las teorías cosmológicas modernas, el metro patrón que sirve para medir el universo entero.

En 1887, los físicos estadounidenses Albert Michelson y Edward Morley llevaron a cabo uno de los experimentos científicos más importantes de la historia y demostraron que el movimiento de la Tierra no afectaba la velocidad aparente de la luz. En su momento, ese experimento desconcertó a todos, pues contradecía una noción del sentido común: que las velocidades se suman. Un misil disparado desde un avión se desplaza más velozmente que uno disparado desde tierra, porque la velocidad del aeroplano se suma a la del propio misil. Si lanzamos un objeto desde un tren en movimiento, su velocidad con respecto al andén es igual a la velocidad del objeto más la velocidad del tren. Cabría pensar que lo mismo ocurre con la luz, y que la luz emitida desde un tren se mueve más rápidamente. No obstante, los experimentos de Michelson y Morley demostraron que no era así: la luz tiene siempre una velocidad constante. Así, si tomamos un rayo de luz y preguntamos cuál es su velocidad a varios observadores que se mueven unos con respecto a los otros, ¡todos responderán dándonos un mismo valor para la velocidad aparente de la luz!

La teoría especial de la relatividad enunciada por Einstein en 1905 fue, en parte, una respuesta parcial a este hecho desconcertante. Einstein se dio cuenta de que, si la velocidad de la luz no cambiaba, necesariamente tenían que cambiar otras cosas, a saber: la idea de que existen un espacio y un tiempo universales que no se modifican, conclusión escandalosa porque contradice la intuición. En nuestra vida cotidiana, percibimos el espacio y el tiempo como algo rígido y universal. Einstein, en cambio, concibió el espacio y el tiempo —el espacio-tiempo— como algo que podía curvarse y cambiar, expandiéndose y contrayéndose según los movimientos relativos del observador y del objeto observado. Lo único que no cambiaba en el universo era la velocidad de la luz.

Desde entonces, la constancia de la velocidad de la luz es algo que constituye la propia trama de la física, y se refleja incluso en la forma que adoptan las ecuaciones y en la notación que se utiliza. Hoy en día, hablar de la «variación» de la velocidad de la luz no es sólo utilizar una mala palabra: es algo que lisa y llanamente no figura en el vocabulario de la física. Hay cientos de experimentos que probaron este principio fundamental, de modo que la teoría de la relatividad se ha transformado en el eje de nuestra concepción del universo. Pero la idea que yo concebí aquella mañana en Cambridge era, precisamente, una teoría que postulaba «la variación de la velocidad de la luz».

Específicamente, empecé a reflexionar sobre la posibilidad de que en los primeros instantes del universo la velocidad de la luz fuera mayor que la actual. Para mi sorpresa, esa hipótesis parecía resolver al menos algunos de los problemas cosmológicos sin recurrir a la inflación. De hecho, la solución parecía inevitable de acuerdo con la teoría de la velocidad de la luz variable. Parecía que los enigmas que planteaba el big bang sugerían precisamente que la velocidad de la luz era mucho mayor en los comienzos del universo, y que en un nivel fundamental la física debería descansar sobre una estructura más rica que la teoría de la relatividad.

La primera vez que expuse esta solución de los problemas cosmológicos ante mis colegas, se hizo un silencio incómodo. Aunque sabía que era necesario trabajar muchísimo antes de que fuera contemplada con respeto y que, tal como estaba, parecería algo descabellado, la idea me entusiasmaba. De modo que, cuando se la comuniqué a uno de mis mejores amigos (un físico que ahora es profesor titular en Oxford), no estaba preparado para que la recibiera con total indiferencia. Pero esa fue su reacción: no hizo ningún comentario, se quedó en silencio y luego emitió un «hmm» lleno de escepticismo. Pese a todos mis intentos, no pude discutir con él la nueva idea en el mismo plano en que los teóricos debaten incluso las especulaciones más disparatadas.

Durante los meses que siguieron, siempre que exponía mi idea a los que me rodeaban, las reacciones eran similares. Sacudían la cabeza o, en el mejor de los casos, me decían: «Es hora de que termines con esa estupidez». En el peor, recurrían al mejor estilo británico para no comprometerse: «No entiendo de qué estás hablando». Durante los seis años anteriores, yo había lanzado en los debates más de una idea alocada, pero nunca había encontrado semejante reacción. Cuando empecé a rotular mi idea como VSL (velocidad variable de la luz, por sus iniciales en inglés), alguien dijo que la sigla quería decir very silly, puras sandeces.

No se puede tomar como algo personal lo que sucede en esas reuniones. De hecho, la mejor manera de volverse loco en el ambiente científico es tomarse las objeciones como insultos personales. Ni siquiera conviene interpretar así los comentarios hechos con desprecio o malevolencia, aun cuando se esté seguro de que quienes están alrededor piensan que uno es un necio. Así es la ciencia: se considera que cualquier idea nueva es una tontería a menos que resista las verificaciones más rigurosas. Al fin y al cabo, también mis ideas eran producto del cuestionamiento de la teoría de la inflación.

No obstante, pese a que mucha gente opinaba que la idea de la variación de la velocidad de la luz era insensata, yo seguía contemplándola con respeto aunque todavía no con devoción. Cuanto más pensaba en ella, mejor me parecía. De modo que decidí seguir adelante y ver adónde me llevaba.

Durante mucho tiempo no me llevó a ningún lado. Es frecuente en la ciencia que un determinado proyecto no se consolide hasta que se reúnen las personas más indicadas para trabajar en común. La mayor parte de la ciencia moderna es producto de la colaboración, y yo necesitaba desesperadamente un colaborador. Librado a mi propia suerte, daba vueltas en círculo y me quedaba atascado siempre en los mismos detalles, de modo que nada coherente tomaba cuerpo y sentía que enloquecía.

No obstante, el resto de mi trabajo de investigación avanzaba, al punto que un año después, más o menos, me llenó de alegría enterarme de que la Royal Society me había otorgado una beca. Ser becario de la Royal Society es la situación más codiciada por los investigadores jóvenes de Gran Bretaña y tal vez de todo el mundo, pues garantiza fondos y seguridad durante varios años, que pueden extenderse hasta diez, y ofrece libertad para hacer lo que a uno le interesa y elegir cualquier lugar de trabajo. Ante estas circunstancias, pensé que ya había cumplido mi ciclo en Cambridge y que era hora de trasladarme a alguna otra institución. Siempre me gustaron las ciudades grandes, de modo que decidí trabajar en el Imperial College de Londres, institución de enorme prestigio en física teórica.

En ese entonces, el principal cosmólogo del Imperial College era Andy Albrecht. Si bien era uno de los autores de la teoría de la inflación, Andy venía preguntándose desde hacía años si esa teoría realmente explicaba los problemas cosmológicos. Había escrito un artículo fundamental sobre la inflación que fue su primera publicación científica cuando aún no se había doctorado. Él mismo comentaba, medio en broma: «no puede ser que la respuesta a todos los problemas del universo esté en el primer artículo que uno publica», y por esa razón había intentado una y otra vez hallar una teoría alternativa, pero, como todos nosotros, había fracasado ignominiosamente.

Poco después de mi llegada, ya estábamos trabajando juntos en la teoría de la velocidad variable de la luz. Por fin había encontrado un colaborador.

Jamás imaginé que la ciencia pudiera depararme la plenitud y la intensidad de los años que siguieron. En gran parte, este libro es la crónica de esa travesía, un itinerario que unió Princeton con Goa y Aspen con Londres. Es la crónica de una relación de trabajo entre científicos, una relación de amor-odio que algunas veces termina felizmente, y es también la crónica de la evolución de una idea insensata que cobró cuerpo y tomó la forma de un artículo. Más aún, es el relato de lo que sucedió con el artículo que escribimos cuando lo enviamos para su publicación, de nuestras luchas con los responsables de la edición y con colegas que ni siquiera estaban convencidos de que el trabajo mereciera publicarse. Y es también un relato que explica por qué, al fin y al cabo, nuestra idea podría no ser tan insensata, e indica a las claras que la especulación teórica profunda puede hallar más apoyo experimental que otras teorías más aceptadas.

Aun cuando la idea misma quede desprestigiada —cosa siempre posible, aunque no probable, en el caso de grandes hitos intelectuales— hay varias otras razones por las cuales vale la pena contar lo que sucedió. En primer lugar, quiero que el común de la gente comprenda cómo es cabalmente el proceso científico, que entienda que se trata de un camino siempre teñido de emotividad, rigor, competencia con otros y argumentación. Durante este proceso, la gente debate incesantemente y a menudo lo hace con mucha pasión cuando hay desacuerdos. También pretendo que los legos comprendan que la historia de la ciencia está plagada de especulaciones que sonaban muy bien en su momento pero carecieron de poder explicativo y acabaron en el cesto de los papeles. Todo ese proceso de poner a prueba ideas nuevas, y luego aceptarlas o rechazarlas, constituye la ciencia.

Sin embargo, lo más importante es que contar la historia de esta teoría que he llamado VSL me obligará a explicar minuciosamente en qué consisten las ideas que ella contradice o no tiene en cuenta: las teorías de la relatividad y de la inflación. En consecuencia, el lector podrá contemplarlas en su plenitud —siempre tuve la impresión de que las exposiciones más brillantes de algunas ideas provenían de quienes las cuestionaban—. Cuando uno las interpela con escepticismo, como hacen los abogados en los interrogatorios de los tribunales, toda su vitalidad se pone de manifiesto.

Por todas estas razones, creo que el lector se verá plenamente recompensado leyendo este libro aun cuando la teoría de la velocidad variable de la luz no responda a sus expectativas. Desde luego, todo lo que aquí se cuenta sería mucho más interesante si la teoría colmara con creces las expectativas que suscita, pero no puedo garantizar que eso suceda aunque creo que es probable.

De todos modos, en los últimos años hubo muchos indicios de que la teoría VSL formará parte de las tendencias imperantes en la física, como la relatividad y la inflación. Uno de los principales indicios es que mucha gente ha comenzado a trabajar en ella, y en la ciencia se cumple el viejo dicho de que cuantos más somos, mejor. Hay cada día más artículos publicados sobre esta cuestión, que se ha incorporado también al temario de las conferencias científicas. Existe hoy toda una comunidad de personas dedicadas a elaborar la idea, lo que me causa enorme satisfacción.

Por otra parte, la teoría de la velocidad variable de la luz ha abandonado ya su cuna «cosmológica» y se utiliza para resolver otros problemas. Investigaciones recientes indican que, en cualquier ámbito en que la física se estrella contra sus propios límites, esta teoría tiene algo que decir. De hecho, si la teoría es correcta, podría ser que los agujeros negros tuvieran propiedades muy distintas de las que presumimos. Las estrellas tendrían un fin totalmente diferente del que ahora prevemos y su muerte sería bastante curiosa. Los intrépidos viajeros del espacio, en cambio, correrían con más suerte. En general, puedo decir que hubo un aluvión de trabajos teóricos cuyo resultado es un extravagante repertorio de predicciones, todas vinculadas con la variación de la velocidad de la luz siempre que la física se ve obligada a enfrentar sus límites. Como telón de fondo de todas esas predicciones, está la esperanza de que sea posible probar experimentalmente que la velocidad de la luz es variable.

Así y todo, puede suceder algo más espectacular aún. Hemos sabido a lo largo de los últimos decenios que nuestra comprensión de la naturaleza no es total. La física moderna descansa sobre dos ideas distintas: la teoría de la relatividad y la teoría cuántica. Cada una de ellas es fructífera dentro de su ámbito particular, pero cuando los teóricos intentan combinarlas en una quimérica teoría que llaman gravedad cuántica, todo se viene abajo. Carecemos de una teoría unificada —sueño que abrigó Einstein sin alcanzarlo— que nos brinde un marco coherente de conocimientos para interpretar todos los fenómenos conocidos.

La teoría de la velocidad variable de la luz ha comenzado a tener un papel importante en este campo: tal vez sea el ingrediente que faltaba desde hace tanto tiempo. Esto no deja de ser irónico: podría suceder que para cumplir el sueño de Einstein tengamos que desechar la única «certeza» que él tenía. En tal caso, la teoría de la velocidad variable de la luz dejaría de ser mera especulación y permitiría profundizar nuestra comprensión del universo de un modo que jamás imaginé.