8. NOCHES EN GOA

Pasé la noche del 31 de diciembre de 1997 en el Jazz Café de Camden Town[29] escuchando a uno de mis músicos predilectos, el saxofonista Courtney Pine. Las desalentadoras palabras que empleó para dar la bienvenida al nuevo año están grabadas para siempre en mi memoria: «Feliz Año Nuevo para todos, pues llegada esta hora, estoy seguro de que ya podemos despedir al año que se va. Fue un año pésimo para mí, pero aquí estoy, y aquí están ustedes también. No fue fácil, pero de algún modo seguimos aquí, con la esperanza de que el próximo año sea mejor: sin duda, es imposible que sea peor». No sé lo que sentía el resto de la concurrencia, pero dado lo que yo había tenido que pasar, esas palabras reflejaban mi estado de ánimo.

El nuevo año comenzó para mí sin grandes novedades. Me había mudado a Londres en octubre y todavía estaba en el proceso de adaptación a mi nueva casa y mi nueva situación profesional, que tenía algunas ventajas rotundas. Por ejemplo, el papel de asesor de los estudiantes que hacían su doctorado me causaba enorme placer. Sin embargo, algunas de mis nuevas responsabilidades, en especial las que tenían que ver con tareas administrativas, me sacaban de quicio. ¿Por qué se perdía tanto tiempo en papeles que nadie leía jamás?

En enero de 1997, de regreso de unas vacaciones en Portugal, descubrí que Neil Turok me había encargado la tarea más deprimente de este planeta… y probablemente de muchos otros. Se me había encomendado la pesada misión de preparar una gigantesca propuesta de subsidios que abarcaba unas diez instituciones distintas distribuidas por toda Europa, lo que implicaba llenar toneladas de formularios y escribir innumerables cartas.

Quien crea que los cosmólogos viven en un ambiente de perpetua efervescencia intelectual tendrá que despedirse de esas ilusiones de inmediato. En realidad, nuestra supervivencia depende de instituciones sumamente burocráticas que administran los fondos para las ciencias y están dirigidas por ex científicos que ya no están en la flor de la vida, de modo que las instituciones cuentan con un gran poder, pero, en otro sentido, son una especie de depósito de desechos intelectuales. En consecuencia, en lugar de consagrar nuestro tiempo a los descubrimientos, nos vemos obligados a desperdiciarlo bostezando en reuniones eternas, escribiendo informes y propuestas sin sentido y llenando interminables formularios cuya única finalidad es justificar la existencia de esas instituciones y su personal senil. Me gusta decir que los formularios para proponer subsidios son «certificados de supervivencia de las momias», pues, por lo que puedo ver, sólo sirven para crear una supuesta necesidad de esos parásitos. ¿Por qué no se funda un hogar de ancianos para los científicos que ya no pueden hacer ciencia?

Sumergido como estaba en esa indolencia intelectual, no podía menos que envidiar a Neil, quien astutamente había elegido ese momento para hacer un viaje a Sudáfrica y eludir tantas estupideces. ¿Por qué no se me había ocurrido hacer un viaje al Polo Sur para esa época? ¿O a la galaxia de Andrómeda? Evidentemente, una falta de previsión funesta.

Aunque nadie me crea, debo repetir que los trámites burocráticos me causan alergia. En esa época desdichada, llegaba al Imperial College al final de la mañana, miraba abatido los temibles formularios que se apilaban en mi escritorio, dejaba todo para después del almuerzo, recorría los pasillos vacíos porque estábamos en las vacaciones de fin de año y, por último, a mitad de la tarde, mortalmente aburrido, exprimía mi cerebro para armar un par de frases banales, tristes simulacros de un entusiasmo que no sentía.

Cuando por fin me retiraba, lo hacía en un estado nauseoso, lleno de desprecio por mí mismo y listo ya para trenzarme en una pelea en algún bar. ¿Acaso estos síntomas no indican alergia? Querría que algún médico me diera un certificado que me declarara incapaz de hacer tareas burocráticas de cualquier naturaleza.

En ese sombrío estado de ánimo, cuando ya había terminado la jornada y me hallaba bebiendo en algún lugar de Notting Hill, conocí a la que sería mi novia, Kim. Llegada esa hora, me sentía tan asqueado que procuraba con desesperación limpiar mi mente de toda esa basura por cualquier medio. De hecho, después de la segunda botella, la sordidez se esfumaba. No es extraño que tantos británicos sean alcohólicos.

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Hay borracheras tristes y alegres. Como la mayoría de los mediterráneos, soy un bebedor alegre, para quien un vaso de buen vino forma parte de las cosas buenas de la vida. Para los europeos del norte, la bebida suele ser triste; beben cantidades colosales con el único objetivo de borrar de la conciencia la sordidez de una jornada impregnada de rivalidad protestante. Yo corría el riesgo de caer en ese tipo de actitud hacia la bebida si no hacía algo drástico para evitarlo.

Casualmente Kim también se dedica a la física. Tratamos de evitar los temas científicos, pero una de aquellas noches me sentía tan asqueado de mí mismo que rompí la regla. A decir verdad, sólo intentaba sacudirme de encima la pegajosa sensación de repugnancia que todo científico merecedor de ese nombre siente cuando debe enfrentarse con las políticas de la ciencia. No es de extrañar que me desahogara con un sermón sobre lo más demencial que tenía a mano, la teoría de la velocidad variable de la luz, más para entretenerme, en realidad, que para divertir a mi interlocutora.

Había hablado con Kim sobre la teoría, pero sólo al pasar. Esa vez me explayé, tratando de adornar mis ya lunáticas ideas con ropajes más psicóticos todavía. Cuando Kim me preguntó por qué tendría que variar la velocidad de la luz, le contesté sin vacilar que se trataba de un efecto proyectivo de las otras dimensiones. Lo dije sin pensar, pero resultó que la idea tenía cierto sentido.

Los intentos realizados por Einstein para unificar la gravedad con todas las otras fuerzas de la naturaleza tuvieron muchos retoños, entre ellos las teorías de Kaluza-Klein, según las cuales vivimos en un universo multidimensional que no tiene solamente las cuatro dimensiones (las tres espaciales y el tiempo) perceptibles. Según el modelo más sencillo de Kaluza-Klein, el espacio-tiempo tiene en realidad cinco dimensiones: cuatro espaciales y una temporal. Si esto es así, ¿por qué no vemos la cuarta dimensión espacial? Klein sostuvo que esa dimensión es muy pequeña y por eso no la percibimos. Si dejamos provisoriamente de lado el tiempo, conforme a este modelo vivimos sobre una lámina tridimensional dentro de un espacio tetradimensional. Estamos «achatados» sobre la lámina, de modo que jamás advertimos el espacio mayor que nos engloba.

Se trata de una concepción que puede parecer abstrusa y cualquiera puede preguntarse por qué demonios el universo tendría esas características. No obstante, los primeros intentos por unificar todas las fuerzas de la naturaleza recurrieron a ese modelo. Sin entrar en detalles, diré que el artilugio radica en explicar la electricidad como un efecto gravitatorio en la quinta dimensión. En los modelos más sencillos del tipo Kaluza-Klein, la única fuerza existente en la naturaleza es la gravedad: todas las otras son ilusiones creadas por la gravedad cuando toma atajos por las dimensiones adicionales.

Si bien el propio Einstein consagró buena parte de sus últimos años a este enfoque, la mayoría de los físicos nunca lo tomó en serio y lo consideró la apoteosis de una física desquiciada. Tal vez sea útil contar una anécdota relativa a Kaluza, uno de los creadores de la teoría. Era un hombre que no se disculpaba por ser teórico y mostraba irritación ante el tono condescendiente que empleaban los físicos experimentales para referirse a él y a sus ideas. Vale la pena recordar que durante el siglo XIX, la física teórica era la «hermana pobre» de la física: los «verdaderos» físicos hacían experimentos. En efecto, el hecho de que un gran número de científicos judíos hayan intervenido en los grandes avances teóricos de la física de principios de siglo XX revela claramente la combinación de esa actitud con un ubicuo antisemitismo. Tal era el panorama cuando Kaluza, que no era un nadador experto, se propuso disipar los matices negativos que tenía la palabra teórico y le apostó a un amigo que podría aprender a nadar limitándose a leer libros. Reunió gran cantidad de material relativo a la natación y, una vez satisfecho con su comprensión «teórica» del asunto, se sumergió en aguas profundas. Para sorpresa de todos, salió a flote.

Actualmente, ya nadie piensa que las teorías de Kaluza-Klein sean excéntricas, al punto que las teorías modernas de la unificación las utilizan con toda naturalidad. Aquella noche, mientras charlaba con Kim, se me ocurrió utilizarlas en la teoría de la velocidad variable de la luz. Era una idea apasionante que me hizo olvidar los desagradables formularios.

Mi argumento descansaba en el hecho de que en algunas teorías del tipo Kaluza-Klein la cuarta dimensión espacial adicional tiene tamaño finito pero además es curva. Según esa concepción, no vivimos en la superficie de una lámina delgada (como dije antes) sino sobre un cable cuya «longitud» representa las tres dimensiones extensas de nuestra experiencia cotidiana y cuya sección normal es una circunferencia muy pequeña y representa la dimensión espacial adicional que no podemos percibir. Es algo difícil de imaginar, de modo que recomiendo al lector observar la figura 1. No era ésa mi idea, pero la mayoría de las teorías modernas del tipo Kaluza-Klein suponen dimensiones adicionales circulares.

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Figura 1: El universe de Kaluza-Klein. Según esta concepción el universo es un cable multidimensional cuya «longitud» involucra las tres dimensiones espaciales observables. La dimensión adicional está compactada o enrollada en forma de circunferencia.

Supongamos ahora que los rayos de luz se mueven describiendo hélices, es decir, rotando alrededor de la dimensión circular adicional y desplazándose al mismo tiempo a lo largo del cable, es decir, a lo largo de las tres dimensiones perceptibles (figura 2). Esta insólita geometría del universo implica que la constante fundamental, la velocidad de la luz, es su velocidad a lo largo de la hélice y no la que concretamente observamos, que sería su proyección sobre el «eje» del cable tridimensional. La relación entre las dos velocidades se refleja en el ángulo de la hélice. Si ese ángulo pudiera variar según una dinámica determinada, podríamos observar una variación en la velocidad de la luz como efecto proyectivo, sin salimos del marco de una teoría en la cual la velocidad de la luz fundamental, multidimensional, seguiría siendo constante.

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Figura 2: Propagación de la luz en el universo de Kaluza-Klein. Si la luz avanza reptando por la superficie del cable, describiendo una hélice, su velocidad real es mucho mayor que la velocidad tridimensional que observamos. Si pudiéramos hacer que la luz se propagara en forma rectilínea a lo largo del cable, observaríamos una velocidad mayor.

La dificultad radicaba en poder explicar por qué la velocidad de la luz que se observa parece constante, lo que en este escenario equivale a fijar el ángulo que determina la hélice. Mi idea consistía en cuantizar el ángulo, como se hace con los niveles de energía de un átomo. La teoría cuántica postula que la mayor parte de las cantidades existen sólo como múltiplos de unidades básicas indivisibles denominadas cuantos[30]. Así, la energía de una luz de cierto color debe ser un múltiplo de cierta cantidad mínima de energía, la que corresponde a un único fotón de ese color. Análogamente, los niveles de energía del átomo están organizados como los peldaños de una escalera: los electrones adoptan órbitas que deben estar comprendidas dentro de un conjunto de valores posibles.

Con idéntico espíritu, yo abrigaba la esperanza de que el ángulo de la luz helicoidal en el modelo de Kaluza-Klein pudiera adoptar solamente ciertos valores. Así, cada uno de los valores angulares posibles implicaría una velocidad de la luz distinta para nuestra percepción, pero un salto entre un nivel cuántico y otro exigiría una gran cantidad de energía. Por consiguiente, sólo en el caso de los colosales niveles de energía del universo primigenio se podría «desenrollar» la hélice y «ver» un valor mayor de la velocidad de la luz. Al menos, ese era mi deseo.

En el momento en que lo pensé no lo sabía, pero la idea no era totalmente nueva. Se sabía desde mucho tiempo antes de las teorías de Kaluza-Klein que las constantes de la naturaleza (la carga del electrón o la constante gravitatoría de Newton, por ejemplo) son distintas cuando se las contempla desde la perspectiva del espacio total o cuando las perciben seres tridimensionales como nosotros. En general, los dos conjuntos de valores están relacionados por el posible tamaño variable de las dimensiones adicionales. El problema de semejante enfoque es que cae de lleno en el impenetrable reino de la teoría cuántica de la gravedad, de modo que prever el comportamiento del modelo es más una adivinanza que una ciencia rigurosa.

Mi modelo era algo mejor (la idea de cuantizar el ángulo de la hélice no es mala), pero entrañaba otros problemas. Por ejemplo, el nivel mínimo de energía sería en realidad aquel en que no hay rotación en la dimensión adicional, es decir, el de un desplazamiento rectilíneo en el sentido del eje de la hélice; pero ese valor corresponde a la mayor velocidad tridimensional posible, y lo que yo pretendía era precisamente lo opuesto: quería que la velocidad de la luz fuera mayor cuando el universo estaba caliente, no cuando estaba frío. Había maneras de salir de ese atolladero, pero eran inverosímiles.

Nunca exploré la idea plenamente, pero me hizo pensar en la velocidad variable de la luz durante mucho tiempo. Me reveló que había tres caminos, aunque imperfectos, de implementar la teoría dentro del marco de la física conocida. El año anterior, no sólo había conseguido un colaborador; también había adquirido más confianza.

Unos días después, Neil volvió de su viaje y descubrió que yo había hecho muy poco con respecto al proyecto de los subsidios y, peor aún, que lo hecho era prácticamente inútil. En esa época, Kim trabajaba con Neil, y volvió al día siguiente de Cambridge muy divertida porque a Neil mi desempeño no le había parecido nada del otro mundo; según ella, había dicho: «no se le puede confiar a João ninguna tarea administrativa».

A consecuencia de aquella idea rudimentaria, en enero de 1997 dediqué todo el tiempo a la teoría de la velocidad variable de la luz. En alguna medida, era una manera de desintoxicarme del patológico comienzo de año. Por fin, tenía la seguridad necesaria para trabajar en la teoría a toda máquina y contaba también con la motivación y la confianza indispensables para hacerlo.

Sin embargo, me hallaba casi solo pese a lo que habíamos acordado con Andy en el verano anterior. Él estaba muy entusiasmado con la VSL y escuchaba con regocijo todas las tonterías que le decía, pero también estaba muy ocupado para dedicarse a cualquier tipo de ciencia. Se estaba transformando en un mártir de la burocracia. Las cosas llegaron a tal punto que tuvo que encerrarse en la oficina para poder hacer algo. Aun así, apenas iba al baño, las secretarias lo acosaban con pedidos. Le sugerí que llevara un orinal a la oficina, pero creo que nunca tomó en serio un consejo tan atinado.

Desde luego, me sentía algo impaciente: al fin y al cabo, me había trasladado al Imperial College para hacer ciencia y no para quedar enterrado bajo una montaña de basura burocrática. Sé perfectamente que él debió sentirse aún peor, pues también pasaba por malos momentos en su vida privada, que fueron empeorando.

Desde Chicago, Andy se había mudado a Londres con su mujer y tres hijos para ocupar un cargo titular en el Imperial College. No tardó en descubrir que en Gran Bretaña se supone que los hombres de ciencia viven como monjes: en la pobreza, preferentemente sin familia y en una situación deprimente. Detrás de esa situación está el tabú que impide discutir asuntos económicos; ningún académico debe hablar de dinero. Supongo que esa actitud proviene de la época en que los académicos de Gran Bretaña eran todos caballeros ricos. Cuando la composición social de la academia cambió, los nuevos profesionales provenientes de la clase media y la clase obrera copiaron los peores aspectos de la clase alta, en un todo de acuerdo con la tradición británica. Cada vez que yo mencionaba los bajos salarios en las reuniones, los asistentes empezaban a mover las colas en las sillas con incomodidad. Hablar de dinero era algo vulgar; sólo un latino[31] podía tener tan mal gusto.

La actitud británica puede resumirse en una máxima: la solución para el hambre en el mundo es que todos perezcamos de hambre, que nadie se alimente. Digo esto porque los ingleses no sólo parecen disfrutar la estrechez sino que aborrecen a cualquiera que parezca próspero y feliz. Recuerdo bien que la Universidad de Cambridge les amargó la vida a los estudiantes que provenían de Europa continental y contaban con jugosos fondos, al extremo de poner por escrito la argumentación siguiente: si los doctorandos ingleses vivían en la pobreza, ¿por qué no podían hacerlo también los extranjeros? Cuando me compré un departamento nuevo, debí sufrir los desaires de un pariente de uno de mis estudiantes, persona que antes me trataba con deferencia. Más tarde reconoció que no podía soportar el hecho de que hubiera escapado de las sórdidas condiciones en que él vivía. Gran Bretaña es el único país del mundo en que la gran mayoría de la gente inculta quiere que sus hijos sean también incultos: «lo que es bueno para mí, es también bueno para ellos».[32]

Para gente como yo, que no tiene cargas familiares, la cuestión de los bajos salarios no es en realidad demasiado acuciante, pero la situación es muy distinta para los que tienen familia, y peor aún si viven en Londres. En ese caso, trabajar en una institución académica implica un nivel de vida realmente bajo. Recién llegados de los Estados Unidos, los Albrecht nunca lograron superar la conmoción; al fin y al cabo, los ingleses pueden estar acostumbrados a soportar la adversidad apretando los dientes, pero los estadounidenses no están preparados para tales estupideces metafísicas. Sé a ciencia cierta que durante todo el período que pasó en el Imperial College, Andy no dejó de solicitar trabajo en los Estados Unidos con la esperanza de salvar a su familia de la pesadilla en que estaba sumida. Además de las cuestiones familiares, el caos administrativo de la institución también le pesaba. Si yo me sentía impaciente, no quiero imaginar siquiera lo que sentía él.

Sin embargo, siempre que tenía tiempo, Andy escuchaba mis cada vez más insistentes divagaciones sobre la VSL y, aunque pocas veces asumía un papel activo, me prestaba oídos incluso con envidia. En febrero de 1997, sin embargo, me citó en su oficina y cerró la puerta para decirme que había llegado el momento de ponernos a trabajar en la teoría y mandar a la mierda todo lo demás.

Esas explosiones no eran nuevas para mí: las había visto en otros, y yo mismo había caído en ellas. Es que uno siente de pronto que el amor al trabajo es la única razón para soportar un sueldo tan bajo, aunque la realidad indica que el papeleo y las tareas administrativas se van devorando todo el tiempo disponible. Se llega así a explotar, pues, si uno está dispuesto a darle prioridad a lo burocrático, da lo mismo trabajar en un banco y recibir un sueldo decente. Ante ataques semejantes, no es raro que fajos enteros de formularios vayan a parar al inodoro. Después de esa descarga, uno se acomoda en el sillón, feliz y relajado, totalmente reconciliado con el universo, y comienza a investigar con tesón pasando por alto los mensajes que dejan en el teléfono los imbéciles de Sherfield Building. Una cálida ola de libertad inunda el mundo augurando el advenimiento de la Edad de Oro… hasta que la realidad vuelve a dar un zarpazo[33].

No se hace ciencia por decreto, pero después del «histórico» suceso que acabo de relatar, vino un período de nueve meses muy productivos. Nos reuníamos con regularidad en la oficina de Andy e intercambiábamos las ideas que se nos ocurrían hasta que yo terminaba con dolor de cabeza. Buena parte de lo que decíamos no tenía sentido, pero servía para descubrir nuevos rumbos. No tardamos mucho en dejar de lado mi primitiva idea sobre el modelo de Kaluza-Klein y adoptamos enfoques que nos parecían mejor definidos y menos precipitados. Lentamente, comenzamos a navegar hacia algo que se parecía vagamente a una teoría. Pero ¿era correcta esa teoría?

Al terminar cada una de esas sesiones, Andy borraba todo lo que habíamos escrito en el pizarrón. La teoría de la velocidad variable de la luz se transformó en algo secreto, pues Andy temía que alguien nos robara la idea. Parece que había tenido algunas experiencias lamentables de ese tipo al principio de su carrera y ahora tomaba todas las precauciones necesarias. Nunca tuve una actitud tan paranoide, pero el cambio no me vino mal: meses antes mi teoría era aún tan poco consistente que no merecía comentarios y ahora, repentinamente, se había transformado en algo precioso que debía guardarse en una caja fuerte hasta que el proyecto estuviera maduro para la publicación, momento en que su paternidad sería indudable. En consecuencia, durante todo ese período crítico, nadie supo de la teoría excepto Andy y yo.

Había otra cosa reconfortante: la actitud de Andy hacia lo «desconocido». Unos meses antes, yo tropezaba a cada paso: apenas introducía en las fórmulas habituales de la física una c variable, todo se venía abajo. Confundido y decepcionado, renunciaba al intento. El hecho de contar con alguien para discutir las cosas me ayudó a entender que esos descalabros matemáticos no eran una señal inequívoca de incoherencias auténticas sino que reflejaban las limitaciones del lenguaje físico a nuestra disposición. Teniendo en cuenta esto, era mucho más fácil ver lo que intentaban decirnos las fórmulas que se derrumbaban y también era más fácil idear otras nuevas que dieran cabida a una velocidad variable de la luz sin perder coherencia.

El temerario enfoque de Andy fue algo crucial. Su actitud podría resumirse así: ¡al diablo con todo!, pensemos en algo que tenga consecuencias cosmológicas interesantes. Si los teóricos que se dedican a las supercuerdas son tan inteligentes como pretenden, ya tendrán tiempo de elaborar los detalles de nuestra teoría.

Por consiguiente, nuestras charlas giraban en torno a las implicaciones cosmológicas de la variación de c. Queríamos formular un nuevo modelo del universo capaz de explicar los enigmas del big bang pero radicalmente distinto de la teoría inflacionaria. Desde luego, no bastaba con aseverar que en el universo primigenio la velocidad de la luz era mayor que la actual y que ese hecho resolvía el problema del horizonte. La lógica indica que si la VSL es variable, hay consecuencias para las leyes fundamentales de la física y, en última instancia, para la cosmología. Necesitábamos encontrar una manera de implementar la velocidad variable de la luz que fuera compatible con las matemáticas y la lógica. En otras palabras, necesitábamos una teoría. ¿Y qué ocurría con los otros enigmas del big bang? Pues bien, en algún sentido, el problema del horizonte no es más que un precalentamiento para otros problemas de mayor envergadura.

Así, comenzamos a preguntarnos qué cambiaría si c fuera variable. Es una pregunta muy amplia y de gran alcance, cuya respuesta entrañaba un proceso largo que se desarrolló durante los meses siguientes, en los cuales pasamos revista a los efectos de esa hipótesis sobre la mayor parte de la física. Descubrimos entonces que si c fuera variable, ese hecho tendría profundas consecuencias sobre todas las leyes de la naturaleza.

En la mayoría de las ecuaciones aparecían necesariamente nuevos términos para los cuales usábamos una especie de clave: los términos «c-punto sobre c». Era casi una broma entre nosotros que sólo se refería a la fórmula que expresa la tasa de variación de la velocidad de la luz[34]. Las correcciones que introducíamos en las fórmulas habituales de la física tenían que ver con esa tasa, los temidos términos «c-punto sobre c», que se transformaron en el eje de nuestros esfuerzos. ¿Qué eran esos términos cruciales y qué efectos permitían predecir?

Me encontré de pronto tan inmerso en la pesadilla de calcular los términos «c-punto sobre c» que ya no sabía qué hacer con ellos. Avanzábamos, pero en medio de una gran maraña. Se abrían tantos senderos posibles que no podíamos saber cuál era el más productivo. La misma riqueza de las posibilidades que vislumbrábamos se convertía en una pesadilla. No tiene sentido que exponga aquí esos enfoques primitivos, baste decir que había muchos y que la mayoría llevaban a callejones sin salida. Mientras los papeles burocráticos se apilaban en los escritorios y cada tanto acababan misteriosamente en el cesto, construíamos conjeturas sobre la VSL y con mucha frecuencia nos sentíamos algo perdidos.

Por fin, en el mes de abril, la necesidad de un descanso se hizo imperiosa para mí, de modo que decidí abandonar todo por un tiempo y desaparecer de Londres junto con Kim. Viajamos a Goa, hermosa región de la India tropical que siempre había querido conocer. En otros tiempos, Goa fue una colonia portuguesa, pero a principios de los años sesenta, el ejército indio expulsó a los otrora omnipotentes señores coloniales. En la retirada, se registraron varios récords de velocidad que constituyen uno de los episodios más divertidos para mí del colonialismo portugués. Así y todo, los portugueses dejaron algunas obras módicas, entre ellas un sistema educativo bastante decoroso que ofrecía un agudo contraste con el que imperaba en la mayor parte de la India, aunque no en todo su territorio. Hasta el día de hoy, se tiene la impresión de que los habitantes de Goa no quieren formar parte de la India y desean la independencia, pues conservan una identidad cultural definida que tiene muchos elementos portugueses. Hay gente que todavía habla portugués o, lo que es más desconcertante, canta fado, versión portuguesa del blues.

Apenas se fueron los portugueses, llegaron los hippies de California, y desde entonces Goa ha tenido que soportar varias generaciones de lunáticos marginales de Occidente. Se formaron colonias semipermanentes, de suerte que Goa figura ahora en todos los itinerarios nómades de los occidentales cuyo lema es «amor y paz». En 1997, cuando fui allí por primera vez, la cultura del rave estaba en su apogeo y había reuniones a la luz de la luna, en la playa, que duraban toda la noche al son de la música trance que inundaba el Océano Índico y el resto del universo. Allí viajé para descansar.

Como era de esperar, Anjuna, lugar donde parábamos, era todo un zoológico en el sentido estricto de la palabra y también en el metafórico. Había gatos de albañal, perros semirrabiosos, vacas que vagabundeaban por la playa, monos juguetones que se sentaban en los bares, cabras, cerdos, etc. Pronto empezaron a seguirnos unos perros fieles, pues los canes de Goa están desesperados por encontrar dueño, en especial para protegerse de los otros perros. En cuanto al zoológico en el sentido metafórico…

Mientras estábamos tendidos en las esteras de un «restaurante» afgano, los ravers lanzaban al aire impresionantes fuegos artificiales para festejar el cumpleaños de la abuelita afgana de la casa. Interrumpieron la música rave para que la abuela expresara sus deseos, con la música de Pink Floyd de fondo. En el desayuno nos acompañaban largos sermones sobre la ética y otras ramas de la filosofía que pronunciaba una muchacha francesa totalmente desquiciada, a la que enseguida le pusimos el apodo de «Simone de Beauvoir».

Las reuniones en la playa duraban hasta la salida del sol, enriquecidas cada tanto por el tronar de un helicóptero policial que enfocaba los reflectores sobre nosotros advirtiendo que no se habían pagado suficientes coimas. En respuesta, la multitud apuntaba sus láser sobre el helicóptero, que quedaba estampado de pequeños corazones rojos.

Despojos de hippies tocaban la flauta ante jaurías de perros furiosos que se entremezclaban ladrando y mordiéndose en medio de bares y restaurantes. La ceremonia del adiós al sol poniente en la playa empezó a parecernos la cosa más normal del mundo.

Curiosamente, en contraste con los hippies desnudos que habitaban en la copa de los árboles y ravers atiborrados de éxtasis, en los habitantes autóctonos de Goa se podía percibir algo así como un vestigio de lo que en portugués se llama brandos costumes, una afable gentileza anticuada y fosilizada que ya no existe en el propio Portugal. Me hice amigo de algunos, como el señor Eustaquio, propietario del restaurante «Casa Portuguesa» y hábil cantante de fado. Recuerdo con ternura el exquisito placer que sentía al volver de ese restaurante, a las cinco de la mañana, después de una tormenta tropical, cantando fado a los gritos a miles de kilómetros de Bairro Alto (barrio bohemio de Lisboa) y despertando a toda la fauna de Goa[35].

Si bien semejante paisaje no parecía propicio para la actividad mental, debo decir que mi cerebro funcionó allí mejor que nunca. Más tranquilo, se me ocurrieron algunas ideas importantísimas sobre la velocidad variable de la luz. Desde luego, no hice más que apuntarlas sucintamente para elaborar los detalles cuando volviera a Inglaterra, pues las noches de Goa no son el mejor ambiente para los cálculos complicados. No obstante, un conjunto de ideas interesantes comenzó a acumularse lentamente en lo recóndito de mi mente. Le envié una tarjeta postal a Andy que mostraba una playa bordeada de palmeras y le dije que consagraba todo el tiempo que tenía a los términos «c-punto sobre c». Seguramente, pensó que era una broma, pero en parte era verdad.

Muy tarde a la noche, mientras hacía uso de las instalaciones sanitarias de Dios —las únicas existentes en la mayoría de los bares de Goa— alzaba de pronto los ojos y veía el cielo entre las palmeras. Como allí casi no hay luz eléctrica, el oscuro cielo revela magníficamente la infinitud de las estrellas. Me doy cuenta de que mirar el cielo mientras se orina no es demasiado poético, pero, por eso mismo, la impresión era más intensa cuando la plenitud del universo sorprendía mi mirada. De lejos, me llegaban los lugares comunes del rave que emitía algún sistema de sonido: «Cuando sueñas, ya no hay reglas; todo puede suceder, la gente puede volar».

Cuando volví a Londres, feliz y tostado por el sol, la VSL ingresó en una nueva etapa. Las sucintas notas que había tomado en Goa valían la pena, de modo que muy pronto lo que había empezado como una intuición divertida florecía en una teoría matemática, por estrafalaria que fuera. Poco a poco, mis reuniones secretas con Andy comenzaron a transitar caminos más concretos a través de la maraña de la física. De ese laberinto, terminaron por surgir claramente los términos «c-punto sobre c», y los nuevos efectos físicos comenzaron a cristalizarse.

Si c variara, ¿qué otras cosas cambiarían? Algunas consecuencias eran sin duda espectaculares. El descubrimiento más alarmante tal vez haya sido que no se cumplía la ley de conservación de la energía, dogma fundamental de la ciencia desde el siglo XVIII. Si la velocidad de la luz variaba, la materia podía crearse y destruirse.

Puede parecer raro, pero es fácil de comprender. A principios del siglo XX, los hombres de ciencia se dieron cuenta de que hablar de la conservación de la energía era simplemente otra manera de decir que las leyes de la física deben ser siempre las mismas. Es lo que debería enseñarse en las escuelas pues, de lo contrario, la conservación de la energía parece un milagro. De hecho, es un mero reflejo de la uniformidad del tiempo: nosotros cambiamos, el mundo cambia, pero las leyes de la física son siempre las mismas; se hacen unos pocos cálculos matemáticos y se infiere en forma trivial la conservación de la energía.

Al modificar la velocidad de la luz, nosotros habíamos violado ese principio y, de hecho, imponíamos un cambio correlativo a las leyes de la física, pues la velocidad de la luz forma parte de la formulación concreta de todas las leyes de la física, al menos desde la aceptación de la teoría especial de la relatividad. Por consiguiente, no era asombroso que se arrojara por la ventana la conservación de la energía. En nuestro razonamiento, permitíamos que las leyes de la física evolucionaran a lo largo del tiempo, cosa que contradecía el principio fundamental sobre el cual descansa la conservación de la energía. Si la VSL es la teoría, es más que lógico que la energía no se conserve.

A esa misma conclusión había llegado por otros caminos en uno de mis apuntes de Goa. En realidad, es increíble que no me haya dado cuenta antes, pues cualquiera con un conocimiento elemental de geometría diferencial lo habría advertido de inmediato. Las ecuaciones de Einstein nos indican que la materia curva el espacio-tiempo y que la curvatura resultante es proporcional a la densidad de energía. Ahora bien, la curvatura debe satisfacer un conjunto de identidades que se llaman «identidades de Bianchi», exigencia matemática que no tiene nada que ver con la relatividad general. Se trata de proposiciones del tipo 1 + 1 = 2, que valen para cualquier espacio-tiempo independientemente de su curvatura. Pero si la curvatura es proporcional a la densidad de energía, según lo expresa la ecuación de campo de Einstein, ¿qué implican las identidades de Bianchi con respecto a la energía? Nada más y nada menos que su conservación.

Detengámonos aquí un instante: acabo de decir que la curvatura es proporcional a la densidad de energía, lo cual equivale a decir que la curvatura es igual a la densidad de energía multiplicada por un número. ¿Qué es ese número, denominado constante de proporcionalidad? Escondida en esa constante, acecha la velocidad de la luz. En otras palabras, si la constante de proporcionalidad es realmente una constante, las identidades de Bianchi implican la conservación de la energía; pero si ese factor no es una constante —como ocurriría si la velocidad de la luz fuera variable—, esas identidades implicarían una violación de la ley de conservación de la energía. Desde luego, la exposición pormenorizada de la argumentación es algo más compleja, pero lo que acabo de decir da una idea aproximada de mis apuntes de Goa. Había descubierto que, si la velocidad de la luz variaba, la energía no podía conservarse.

Por consiguiente, se nos presentaban dos líneas de pensamiento que indicaban que la energía no se conservaría si la velocidad de la luz era variable. Cuando hicimos los cálculos necesarios para saber en qué medida se violaba la ley de la conservación, todo encajaba: los dos enfoques arrojaban resultados coincidentes. En ese momento, hicimos un descubrimiento increíble.

Nuestras ecuaciones indicaban que la magnitud del cambio en la energía total del universo estaba determinada por la curvatura del espacio. Si la gravedad curvaba el espacio sobre sí mismo dando origen a un universo cerrado, la energía se evaporaría; si el espacio tenía forma de silla montar y el universo era abierto, se generaría energía a partir del vacío. Ahora bien, puesto que según la célebre fórmula de Einstein, E = mc2, hay una equivalencia entre masa y energía, en un universo cerrado desaparecería la masa, y en un universo abierto, se crearía materia.

Se infería de allí una consecuencia impresionante. Para comprenderla, recordemos que en un universo cerrado la densidad de materia supera la densidad crítica característica de un mundo plano. A medida que el universo cerrado perdiera energía, el excedente de densidad de materia se reduciría, y el universo evolucionaría hacia una configuración plana o crítica. Por el contrario, en un universo abierto aumentaría la energía y, por consiguiente, la densidad de materia. Pero hemos visto que en un universo abierto en todo momento la densidad es inferior a la densidad crítica. En consecuencia, si no se conserva la energía, cualquier deficiencia de la densidad de materia con respecto al valor crítico se recuperaría, de modo que el universo se vería empujado de nuevo a la configuración crítica, la plana.

En ese escenario, pues, lejos de ser improbable, un universo plano era inevitable. Si la densidad cósmica difería de la densidad crítica característica de un universo de geometría plana, el hecho de que no se cumpliera la ley de conservación de la energía empujaría de nuevo las cifras hacia el valor crítico. Por ende, la planitud, en lugar de ser una cuerda floja, una cornisa, se transformaba en un gran desfiladero, camino obligado para todos los otros universos posibles. Además, en un universo de geometría plana, no se creaba ni se destruía materia. Acabábamos de descubrir un nuevo valle para la planitud que no arrancaba de la teoría inflacionaria.

Estábamos exultantes. Nos habíamos puesto a resolver uno de los problemas cosmológicos, el del horizonte, y habíamos tropezado con la solución de otro que aparentemente no tenía relación con el primero: el de la planitud. Paulatinamente, en medio de nuestras lucubraciones, caímos en la cuenta de que los resultados excedían nuestros propósitos. Cuanto más nos zambullíamos en la física, más eran los problemas cosmológicos que en apariencia quedaban resueltos, a veces de manera inesperada.

Evidentemente, podíamos explicar el origen de la materia. A partir de propiedades aparentemente abstrusas de la teoría, como la posibilidad de que se creara materia porque la velocidad de la luz variaba, descubrimos con sorpresa una explicación del origen de toda la materia del universo. No es uno de los enigmas tradicionales del big bang, pero para mí es una cuestión más fundamental aún, algo que todos deberíamos preguntarnos alguna vez: ¿cómo nació el universo? La VSL aportaba una respuesta.

El feliz resultado de esos primeros empeños desencadenó un período de trabajo arduo durante mayo y junio de 1997. Sabíamos que estábamos por fin en el camino correcto y ese hecho nos hizo avanzar cada vez más lejos. En aquel tiempo, yo estaba tan entusiasmado que a menudo me quedaba en la oficina del Imperial College hasta muy tarde, a veces hasta las cinco de la mañana. Elaboraba los detalles que iban surgiendo de la nueva teoría y a cada paso descubría propiedades interesantísimas. Me hice amigo por ese entonces de algunos integrantes del servicio de seguridad de la institución, que sin duda debían pensar que yo era un bicho raro. Había también un estudiante que trabajaba por la noche y parecía el conde Drácula. La primera vez que lo vi recorriendo de un extremo al otro el pasillo pasadas las dos de la mañana, pensé que tanto entusiasmo estaba afectando mis facultades mentales.

Por desgracia, esos estados de gran euforia no son frecuentes en la ciencia, pero cuando ocurren, producen efectos extraordinarios, como una enorme descarga de adrenalina difícil de igualar por otros medios. Siempre me pregunto si esa es la razón por la cual los científicos son tan raros: tal vez, después de experiencias intelectuales tan intensas, los placeres comunes de la vida —comer, beber, charlar con los amigos— parezcan aburridos. Quizá por ese motivo tantos de nosotros nos suicidamos desde el punto de vista social.

Sin duda, yo estaba a punto de transformarme en un solitario animal nocturno: volvía a casa muy tarde, caminando por calles vacías y envueltas en un silencio inquietante y muy raro en una ciudad tan grande. Creo que pocos lo saben, pero algunas zonas del centro de Londres albergan una gran población de zorros que se adueñan de la ciudad durante horas. Yo mismo no lo sabía hasta que me aventuré en esas noches sobrenaturales. Cuando volvía a casa agotado y con la mente totalmente embarullada, me encontraba de golpe con esas criaturas que desfilaban tranquilamente delante de mí con su tupida cola. De vez en cuando, alguno de ellos se detenía y me miraba, preguntándose tal vez qué clase de animal nocturno era yo. Luego, se deslizaba en algún jardín para reaparecer unas cuadras más allá, después de recorrer atajos conocidos sólo por los zorros, habitantes de una ciudad paralela que está fuera de nuestro alcance.

En esas noches pobladas de zorros, trabajé también en algunos pormenores fastidiosos. Por ejemplo, era necesario calcular en qué proporción tenía que cambiar la velocidad de la luz y cómo lo haría. En aquel tiempo, tanto Andy como yo concebíamos la variación de la velocidad de la luz como un cataclismo cósmico que había sucedido en la época primigenia del universo, cerca de la época de Planck. A medida que se expandía, el universo se enfrió hasta alcanzar una temperatura crítica, momento en que, según nuestra visión, la velocidad de la luz pasó de un valor muy alto a otro muy bajo. Nos imaginábamos algo así como una transición de fase, como cuando el agua se transforma en hielo a medida que la temperatura desciende hasta el punto de congelación. Análogamente, nos decíamos, el universo habría alcanzado una temperatura de «congelación», por encima de la cual la luz debía haber sido mucho más veloz y «líquida», y por debajo de la cual se habría cristalizado formando esa luz «lenta» y glacial que observamos hoy. Más tarde, descubrimos que esa no era la única posibilidad, aunque sí la más simple, pero por ahora nos basta con imaginarlo así.

Por consiguiente, la tarea que nos aguardaba consistía en imponer condiciones a esa transición de fase que nos permitieran resolver el problema del horizonte. Calculamos que, para una transición de fase de la velocidad de la luz acaecida en el tiempo de Planck, el factor de reducción de la velocidad de la luz tendría que haber sido un 1 seguido de 32 ceros, si es que queríamos una conexión causal del universo observable en su totalidad. Si el lector pensaba que una velocidad de 300.000 km/seg es muy grande, piense en esa misma cantidad, agréguele 32 ceros y obtendrá una cifra realmente increíble. De hecho, ese valor era el mínimo exigible y nos apabulló tanto la cifra que decidimos postular escenarios en los cuales la velocidad de la luz en la época de Planck fuera infinita. En tales circunstancias, la totalidad del universo observable habría estado en contacto, en razón de esa velocidad descomunal.

Según ese escenario, apenas el universo salió de la transición de fase, se encontró transitando la cuerda floja de la planitud, aunque esa situación ocurrió después de que la planitud se transformara en un desfiladero por obra de la reducción de la velocidad de la luz. A partir de esta conclusión, la cuestión radicaba en calcular cuánto tenía que cambiar la velocidad de la luz para que ese malabarismo primigenio garantizara al universo las condiciones necesarias para recorrer con seguridad la cuerda floja de la planitud en su vida posterior. El resultado fue el mismo que habíamos obtenido antes para el problema del horizonte: la velocidad primigenia de la luz tendría que haber sido igual a la actual multiplicada por un factor con 32 ceros. Aunque en ese momento no lo sabíamos, ese hecho no era mera coincidencia.

Así siguieron las cosas… mientras yo pasaba en vela buena parte de esas largas noches, se iba materializando por fin ante mis ojos un auténtico tesoro. A esa altura, habíamos descubierto dos cosas fundamentales: que variar la velocidad de la luz implicaba violar la ley de conservación de la energía y que esto permitía resolver el problema del horizonte y, por añadidura, el de la planitud. Nuestro supuesto, además, nos proporcionó un par de dividendos adicionales; nos permitió, por ejemplo, explicar el origen de la materia No obstante, aún nos faltaba analizar un elemento crucial: ¿qué pasaba con la constante cosmológica?

Desde un comienzo, nos pareció evidente que tenía que haber una interacción interesante entre la constante cosmológica y la velocidad variable de la luz, pues, al fin y al cabo, si ésta pierde su categoría de constante y se transforma en un ser salvaje y variable, ¿por qué la energía del vacío debería ser una constante rígida? En efecto, pronto advertimos que, si c no era constante, la energía almacenada en el vacío tampoco podía ser inmutable. La energía del vacío se puede expresar en un todo de acuerdo con Lambda, ese extraño objeto geométrico que introdujo Einstein, pero mirando las cosas más a fondo se descubre que la velocidad de la luz también desempeña un papel en la fórmula. En general, se puede observar en los cálculos que la energía del vacío aumenta si la velocidad de la luz se incrementa[36].

A la inversa, si la velocidad de la luz decreciera en el universo primigenio, la energía del vacío disminuiría abruptamente y se canalizaría en la materia y la radiación. De modo que postular la variación de la velocidad de la luz nos permitía hacer algo que era imposible en los modelos de expansión cosmológica, incluso en los de expansión inflacionaria: sacarnos de encima la omnipresente energía del vacío. Quiero recordar que la dificultad de la constante cosmológica radica en que la energía del vacío no se reduce con la expansión, a diferencia de lo que ocurre con la materia y la radiación. Por eso mismo, la energía del vacío acabaría predominando en todo el universo muy rápidamente si no halláramos una manera de eliminarla radicalmente en el universo arcaico. Pues bien, el modelo de VSL aportaba un mecanismo posible para hacer desaparecer la energía del vacío, proporcionaba una manera de convertirla en materia, permitiendo así que el universo se expandiera en su edad adulta sin la amenaza de ser dominado por la nada. Habíamos encontrado la manera de exorcizar la constante cosmológica.

De más está decir que las cosas no eran tan simples como acabo de describirlas. Sabíamos que el mecanismo no era perfecto, y que sólo resolvía un aspecto del problema que planteaba la constante cosmológica tal como los cosmólogos lo habían ido caracterizando y modificando a lo largo de los últimos decenios. Sin embargo, llegados a ese punto, a veces me era imposible no sentir que la teoría de la velocidad variable de la luz era un ejercicio de pedantería, pues estábamos resolviendo problemas que ya estaban resueltos… en la teoría inflacionaria. Nos habíamos topado con algunas sorpresas bellísimas, pero, en rigor, ¿qué había de nuevo, excepto la idea misma de que la velocidad de la luz podía ser variable? Pero, súbitamente, el panorama de la VSL cambió en su totalidad cuando descubrimos que esa hipótesis permitía derrotar al monstruo proverbial, Lambda. La teoría inflacionaria no podía resolver el problema de la constante cosmológica, pero nuestra teoría, sí.

A fines de junio de 1997, ya estábamos listos para lanzar al mundo nuestro preciado engendro. Habíamos trabajado mucho y acumulado una cantidad colosal de notas. Yo estaba más entusiasmado que nunca, y Andy parecía también muy complacido.

Entonces, repentinamente, Andy se acobardó. Sin que hubiera algún motivo aparente, empecé a sentir que se sentía incómodo con nuestro temerario proyecto. Lo que no advertí en ese momento fue que las vacilaciones de Andy podían descarrilar totalmente la teoría.