4. EL ERROR MÁS GRANDE DE EINSTEIN
Me gusta pensar que el universo es un ser orgánico, algo vivo, y que somos las células de ese ser viviente. Que la luz emitida por todos los soles que vemos en el cielo constituye la sangre que fluye a través del universo en ciclos enormes. Las fuerzas que gobierna ese ser excepcional son físicas, como las que constituyen a los seres humanos y rigen su vida. Y, como nos sucede a todos cuando contemplamos el panorama total, vemos que el individuo trasciende el mecanismo que gobierna las piezas y los engranajes que constituyen la totalidad.
La empresa que acometió Einstein a continuación fue nada más y nada menos que formular un modelo matemático de esa criatura gigantesca a partir de la teoría general de la relatividad, modelo que describía el universo como una sustancia insólita que denominaba fluido cosmológico. Ese fluido estaba formado por moléculas extraordinarias: nada menos que galaxias enteras. Einstein no tardó en descubrir que su ecuación del campo gravitatorio le permitía deducir las relaciones entre todas las variables que describían el universo, y también inferir cómo se modificaban esas variables con el tiempo. Una vez abocado a esa tarea, sin embargo, tuvo una sorpresa desagradable: su ecuación indicaba que el universo no era estático. Según la teoría de la relatividad general, vivíamos en un universo en expansión que tuvo un origen violento en un big bang (gran explosión).
En algún sentido, el inquieto universo que revelaba la teoría de la relatividad general se parecía a algunos seres humanos; era una criatura salvaje, intratable e indómita cuyo comportamiento temperamental provenía de un desarreglo hormonal: la gravedad implicaba atracción. Esta situación es la misma cuando pensamos la gravedad como una fuerza (conforme a la teoría de Newton) o cuando la pensamos geométricamente (conforme a la teoría de Einstein). Además es sentido común: la Tierra nos atrae hacia su centro y no nos repele lanzándonos al espacio.
No obstante, el simple hecho de que la gravedad implica atracción basta para indicar que un universo estático es imposible, cosa que Einstein advirtió de inmediato. Veamos por qué. Imaginemos un universo estático de esta naturaleza y veamos qué sucede con el paso del tiempo. Por su propia gravedad, semejante universo acabaría desmoronándose sobre sí mismo por acción de su peso, pues cada una de sus partes atraería a las demás generando un efecto de contracción que terminaría en un big crunch (gran implosión). La única manera de evitar el derrumbe en tales condiciones consistiría en pensar en un universo en expansión, en el cual todo se va alejando. En tal caso, la gravedad frenaría la expansión cósmica por obra de la atracción. Pero si el movimiento hacia afuera fuera muy veloz, la atracción gravitatoria no conseguiría detenerlo del todo y se evitaría el big crunch.
Con más precisión, si concebimos un universo en expansión, nos encontramos con dos factores en conflicto: el movimiento cósmico y la fuerza de gravedad. Por consiguiente, tenemos que poner en un platillo de la balanza a la velocidad de expansión en un momento determinado y, en el otro, a la masa total del universo en ese instante (la cual determina la intensidad de la atracción). De esa comparación se infiere una velocidad crucial para una masa dada: la velocidad de escape del universo. Como idea, no difiere mucho de lo que ocurre cuando un cohete intenta abandonar la Tierra; si se le imprime una velocidad de lanzamiento suficientemente grande, termina escapando al efecto gravitatorio de la Tierra y queda en el espacio para siempre. Por el contrario, si el impulso inicial es muy débil, la atracción gravitatoria termina por devolverlo a la Tierra. Análogamente, dada una determinada densidad de materia en el universo, hay una velocidad de expansión cósmica crítica por debajo de la cual el universo cesa de expandirse y se derrumba sobre sí mismo, y por encima de la cual se expande eternamente.
Por el mero hecho de que la gravedad implica atracción, no todos los escenarios que podemos concebir son factibles y el universo no puede ser estable. Porfiadamente, se empeña en moverse, sea expandiéndose o contrayéndose, cosa que Einstein se negaba a admitir. De ahí su error garrafal, la lucha por extraer de sus ecuaciones de campo un universo estable.
En 1917, la idea de que el universo era estático formaba parte inamovible de la filosofía occidental. «The heavens endure from everlasting to everlasting»[13]. De modo que Einstein se sintió sumamente incómodo cuando descubrió que sus ecuaciones de campo implicaban un universo que no era estático. Frente a semejante contradicción entre su teoría y las firmes convicciones filosóficas de la época, retrocedió y modificó la teoría.
Tal vez no habría cometido un error de esa magnitud si hubiera sido algo menos inteligente, pues en tal caso no habría hallado la manera de resolver un falso problema y habría terminado aceptando lo que las matemáticas indicaban. Sin embargo, era demasiado inteligente y pronto encontró una sencilla modificación de las ecuaciones que le permitió construir mentalmente un universo estático.
Agregó un nuevo término a la ecuación de campo, llamado Lambda (por la letra griega que utilizó para representar ese término), denominada a menudo «constante cosmológica». Era una modificación abstrusa, que equivalía en esencia a asignar energía, masa y peso a la nada o al vacío. Por otra parte, se trataba de un artilugio antiestético en una teoría de gran belleza: algo introducido arbitrariamente con el único fin de garantizar que la teoría general de la relatividad describiera un universo estático.
La constante cosmológica es una sencilla modificación de las ecuaciones de campo de Einstein que a primera vista parece bastante inocua. Las inferencias con respecto a la órbita de Mercurio y la desviación de la luz, por ejemplo, no cambiaban con ese aditamento. Pero las cosas eran muy distintas en el ámbito de la cosmología y también en otro nivel por demás fundamental. La constante cosmológica es para la física algo así como el 666 de la física, una criatura horrorosa que no logramos sacarnos de encima. Cuando trabajaba en el modelo de velocidad variable de la luz, yo mismo pasé más de una noche en vela acosado por ese cuco.
Como ocurre con todas las cosas diabólicas, la infancia de la constante cosmológica fue muy inocente. Como ya sabemos, según la teoría general de la relatividad, todos los objetos son democráticos y caen de la misma manera, siguiendo trayectorias geodésicas en el espacio-tiempo. Pero esa moneda tiene un reverso; todo genera también gravedad, es decir, todo objeto curva el espacio-tiempo y las geodésicas. Esta circunstancia implica algunos efectos sorprendentes, muy alejados de nuestra experiencia, pero previsibles desde un principio según la teoría de la relatividad. Por ejemplo, la luz y la electricidad tienen peso. No sólo se desvía la luz por obra de la gravedad sino que atrae otros objetos; un rayo con energía suficiente, por ejemplo, podría atraernos. Por otro lado, el movimiento también tiene peso, de modo que una estrella veloz ejerce más atracción que otras más lentas. De hecho, todo emana gravedad: el calor, los campos magnéticos e, incluso, la gravedad misma. La matemática relativista es tan compleja porque describe una materia que genera gravedad y además describe a la propia gravedad como fuente de gravedad, en una especie de cascada.
Todo esto era evidente ya con la primera ecuación de campo de Einstein. Llegado a este punto, el padre de la criatura se formuló otro interrogante: ¿acaso la «nada» —el vacío— podía generar gravedad? Y de ser así, ¿cuál era el peso de la nada?
La pregunta puede parecer un disparate a primera vista, pero ya sabemos que Einstein formulaba preguntas alocadas que tenían consecuencias catastróficas. Además, esa pregunta no surgió porque sí. De hecho, las relaciones de Einstein con la «nada» fueron siempre complejas y, en alguna medida, esa pregunta, así como la génesis de la constante cosmológica, fue el punto culminante de una relación larga y tortuosa.
Hubo una época en que los hombres de ciencia creían que había «algo» en la «nada» y le dieron el nombre de «éter», algo así como un equivalente del ectoplasma. La teoría del éter alcanzó la cima de la popularidad en el siglo XIX junto con la teoría electromagnética de la luz. Aunque el concepto pueda parecer extraño hoy en día, si nos detenemos a pensar un instante veremos que, a priori, es una idea bastante sensata.
Veamos la argumentación que sustentaba la teoría del éter. En esa época, se sabía que la luz era una vibración, una onda, y había muchas pruebas en ese sentido. Todas las otras vibraciones —por ejemplo, las ondas sonoras o las ondas que genera una piedra en un estanque— exigen un medio como soporte, algo que vibre concretamente. Si extraemos todo el aire de un recipiente con una bomba de vacío, no se propaga ningún sonido a través de su interior porque no hay allí nada que pueda vibrar como lo hace el sonido. Análogamente, es un sinsentido hablar de ondas en un estanque sin agua.
No obstante, si aplicamos una bomba de vacío a un recipiente y extraemos todo su contenido produciendo un vacío perfecto, la luz sigue propagándose en su interior. De hecho, en el espacio interplanetario hay un vacío casi perfecto y, sin embargo, vemos el titilar de las estrellas en el cielo. Es como si al extraer todo el contenido del recipiente nos hubiéramos olvidado «algo», que podría ser el medio en que vibra la luz, o como si el vacío interplanetario estuviera constituido en realidad por una sustancia similar. Pues bien, esa sustancia sutil y omnipresente era el éter, cuya existencia sólo se podía inferir a partir de la luz. Era imposible tocarlo o percibirlo; tampoco se lo podía extraer de un recipiente y, sin embargo, según lo probaba la propagación de la luz, estaba en todas partes. Por consiguiente, la creencia general era que el éter formaba parte de la realidad como cualquier otro elemento al punto que figuraba en el margen de la mayor parte de las tablas periódicas publicadas en el siglo XIX.
La teoría especial de la relatividad fue la sentencia de muerte del éter, pues su existencia contradecía el postulado de que la velocidad de la luz era constante. Veamos por qué. Si existiera un viento de éter, las vibraciones producidas en ese medio se acelerarían o desacelerarían, es decir, la velocidad de la luz cambiaría. La motivación de los experimentos de Michelson y Morley fue el susodicho viento de éter y no el sueño de las vacas que mencioné en otro capítulo. Si la tierra se desplaza en el éter, debe soplar sobre ella un viento de éter que puede tener distintas direcciones (según la dirección de movimiento), y ese viento debe traducirse en un cambio en la velocidad de la luz (según cuál sea la dirección de la luz con respecto al viento).
Si admitimos que el éter existe, el resultado negativo del experimento de Michelson y Morley —que indicaba una velocidad de la luz constante— sería un sinsentido total. ¿Cómo podía suceder que dos observadores en movimiento uno con respecto al otro tuvieran la misma velocidad relativa con respecto al éter? Aun cuando cause desconcierto el hecho de que la velocidad de la luz sea constante, ese hecho, unido a la teoría del éter, no tiene ningún sentido.
Semejante enredo dio origen a todo tipo de explicaciones desesperadas: algunos hicieron notar que los experimentos de Michelson y Morley se habían realizado en sótanos, pues los laboratorios estaban por lo general instalados bajo el nivel del suelo. Se dijo que quizás el éter se quedaba atascado en los sótanos y por esa razón su viento no se advertía. Era una explicación disparatada pues, si no se puede detectar el éter de ninguna manera, ¿cómo podía ser que los sótanos lo atraparan? Si era posible que un sótano retuviera el éter, también debería ser posible retenerlo en un recipiente… o extraerlo de él. Sin embargo, muchos se dedicaron a repetir los experimentos con la esperanza de detectar un cambio en la velocidad de la luz en la cima de las montañas, lugar que excluía la posibilidad de que el éter quedara retenido. Todo fue en vano; nadie pudo detectar jamás el viento de éter.
En esa situación, Einstein fue el primero en sugerir que la luz era una vibración carente de medio, una vibración en el vacío. Sin ese salto conceptual, la teoría de la relatividad no habría sido posible. De hecho, si la relatividad restringida no es algo demasiado difícil de digerir para el lector, tal vez sea porque jamás le enseñaron el concepto de éter en la escuela[14]. A partir de la revolucionaria teoría de Einstein, en 1905, el éter ha quedado dentro del coto de los historiadores de la ciencia y es blanco de bromas por parte de los pocos científicos que han oído hablar de él. No obstante, fue el obstáculo principal que demoró la teoría especial de la relatividad; parte del genio de Einstein estribó, precisamente, en librarse de ese concepto. En su fundamental trabajo de 1905, puso punto final al tema con esta frase: «Para nuestra teoría, es totalmente superfluo el concepto de un “éter luminífero”, pues ya no es necesaria la idea de “espacio en reposo absoluto”».
Así, la nada retornó a la nada, y el vacío, al vacío. Sin embargo, doce años más tarde, en medio de sus tribulaciones cósmicas, ese mismo hombre se desdecía y se preguntaba si, al fin y al cabo, no se podía atribuir una suerte de existencia al vacío, de modo que generara gravedad. ¿Podía ser que la nada fuera algo?
Mientras vivía en Berna y trabajaba como asesor de una oficina de patentes, Einstein llevó a cabo sus trabajos de investigación en un pequeño estudio alejado de su casa. Tenía allí una multitud de gatos, animales a los cuales era especialmente afecto. Pero los gatos se ponían a veces muy cargosos y arañaban las puertas porque querían recorrer el edificio sin obstáculos. Como no podía dejar las puertas abiertas, Einstein decidió recortar agujeros al pie de ellas creando pequeñas puertas gatunas.
Tenía por entonces una cantidad más o menos similar de gatos corpulentos y pequeños. Con toda lógica, realizó dos aberturas en las puertas: una grande para los gatos corpulentos y otra pequeña para los menudos. Pura sensatez.
Se puede inferir de esto que la retorcida mente de Einstein exigía que la «nada» fuera «algo». Cada hueco debía tener su sentido y los gatos pequeños podían ofenderse si no se les asignaba una nada personalizada. Si el lector está dispuesto a seguirme por este camino surrealista, quizás el resto de la argumentación le parezca natural. Einstein atribuyó existencia a la nada y sugirió que el vacío podía generar gravedad. Sin embargo, mientras elaboraba una manera coherente de introducir esa idea en su teoría, se encontró con un resultado curioso: el vacío debía generar una gravedad que ejercía repulsión. Supongo que llegado a este punto, Einstein debió saltar de alegría pues sabía que era imposible postular un universo estático si la gravedad ejercía atracción. ¿Acaso la solución del problema era un vacío repulsivo?
El razonamiento de que el vacío debía ser repulsivo descansaba sobre resultados matemáticos de la teoría general de la relatividad que estaban sobradamente demostrados. Según esa teoría, la fuerza de atracción de un cuerpo proviene de la acción combinada de su masa y su presión interna. Si uno comprime un objeto, su efecto de atracción sobre otros objetos aumenta. El Sol, por ejemplo, tiene presión interna y por ese motivo su poder de atracción sobre los planetas es mayor de lo que sería si fuera una mera bola de polvo sin presión. En realidad, el efecto es muy pequeño pues en los objetos habituales, el Sol incluido, el efecto de la masa supera con creces el de la presión. Sin embargo, la teoría general de la relatividad vaticina ese efecto, de modo que, si fuera posible comprimir mucho un objeto, sería posible observarlo.
Hasta allí no había nada polémico, se trataba de parte de las predicciones de la relatividad. Cabe advertir, no obstante, algo interesante: la tensión o tracción es una presión negativa, y su efecto concreto debería ser el de reducir la atracción entre los objetos. Una banda de goma estirada ejerce menos atracción que la que cabría esperar teniendo en cuenta solamente su masa o su energía. Análogamente, un hipotético Sol sometido a tensión tendría también menos poder de atracción.
De nuevo hay que decir que el efecto es muy pequeño en los objetos habituales, pero, en principio, no hay nada que nos impida aumentar la tensión de un cuerpo hasta que la gravedad se vuelva repulsiva. Por consiguiente, siempre según la teoría de la relatividad, no es imprescindible que la gravedad sea atractiva, pues para generar una gravedad repulsiva bastaría con hallar algo sobrecargado de tensión.
Algo, ¿cómo qué? Tal vez sorprenda comprobar que el vacío puede ser un excelente ejemplo de un objeto de esa naturaleza. Cuando Einstein encontró el camino matemático para adjudicar una masa al vacío (es decir, energía, recordemos que E = mc2), descubrió que debía asignarle una tensión muy alta. Es un resultado extraño, pero surge con toda evidencia de la única ecuación que admite una energía para el vacío y es compatible con la geometría diferencial.
La tensión del vacío es muy grande, de modo que sus efectos gravitatorios superan a los de la masa y el vacío ejerce un efecto gravitatorio repulsivo. En términos newtonianos, el vacío tiene peso negativo.
Desde luego, la energía del vacío está dispersa en todos los objetos. En la escala del sistema solar, los efectos gravitatorios de la materia superan con creces a los del vacío. Es necesario considerar distancias cósmicas para que la densidad del vacío sea comparable a la de la materia, de modo que el aspecto repulsivo de la gravedad se ponga de manifiesto.
En síntesis, Einstein ya sabía que la consecuencia inmediata de la índole atractiva de la gravedad era un universo no estático. Lo nuevo para él era que, agregando la constante cosmológica, la gravedad no era necesariamente atractiva. ¿Era posible utilizar con prudencia ese nuevo ingrediente como adobo para obtener un universo estático?
He aquí la receta de Einstein. Se toma un modelo de universo en expansión que no ha alcanzado aún la velocidad de escape. Con el tiempo, la gravedad superará a la expansión y se producirá el gran colapso (big crunch); el universo se desmoronará sobre sí mismo. Pero, mentalmente, uno se detiene en el instante en que el universo ha cesado de expandirse y está a punto de iniciar su contracción, momento en que todo está estático, y entonces se rocía el plato con una cantidad de constante cosmológica medida con sumo cuidado. Puesto que la energía del vacío implica una repulsión gravitatoria, compensa el efecto de atracción de la gravedad habitual. Por acción de un tipo de gravedad, el universo tiende a contraerse; por acción del otro tipo de gravedad, tiende a expandirse. Si uno ha puesto los ingredientes en proporciones convenientes, la atracción puede anular la repulsión, de modo que el universo queda estático.
De esta manera, Einstein se las arregló para pergeñar un modelo de universo estático en el marco de la teoría de la relatividad, pero tuvo que recurrir a la constante cosmológica para conseguirlo. A decir verdad, el universo no se avenía a esa quietud que se parecía más a un chaleco de fuerza, algo impuesto e inestable. No obstante, mediante ese recurso y para beneficio de las futuras generaciones, el universo según Einstein era estático.
De este modo, el modelo respondía a lo que era un prejuicio casi religioso, una creencia respetada e indiscutida en el marco de la cultura occidental.
Lo irónico del caso es que, en el preciso momento en que la cosmología estaba por librarse de las garras de la religión y la filosofía, esta última se tomó el desquite y emponzoñó el primer modelo científico del cosmos. A favor de Einstein, hay que decir que los datos son el fundamento de la ciencia y que en esa época, en ausencia de datos cosmológicos, el prejuicio tomó la posta. La receta de Einstein para acomodar su teoría a los prejuicios fue sin duda ingeniosa y es posible que jamás hubiéramos tenido noticia de la constante cosmológica si no fuera por ella. Se llegó así al modelo de universo estático de Einstein: el más grande de sus errores.
Muy poco después, comenzaron a llover datos astronómicos sobre el universo. En la década de 1920, el astrónomo Edwin Hubble llevó a cabo en Monte Wilson, California, una serie de observaciones revolucionarias que pronto se convirtieron en el mejor panorama del universo. En el apogeo de su fama, el telescopio de Hubble se hizo tan célebre que las estrellas de Hollywood imploraban permiso para echar una mirada a través de su lente: el universo se había puesto de moda.
Hubble era abogado, pero pronto se dio cuenta de que había equivocado el rumbo y se consagró a la astronomía. Sin embargo, su carrera no fue estrictamente académica. Era todo un deportista y descollaba en el básquet, el boxeo, la esgrima y el tiro al blanco. Su habilidad como tirador le fue de suma utilidad en ocasión de un duelo que tuvo con un oficial alemán, quien lo desafió porque había rescatado a su esposa cuando cayó a un canal. Hubble era un anglófilo inveterado[15] que había estudiado en Oxford, lugar donde parece haber incorporado cierta tendencia a la excentricidad propia de la cultura inglesa, como bien lo demuestran sus peculiares observaciones astronómicas. Su ayudante era otro autodidacta, Milton Humason, personaje a quien su pasión por la astronomía lo había llevado a incorporarse en la adolescencia al personal de Monte Wilson (al principio en calidad de encargado de las mulas que servían para llevar los equipos a la cima). La formación de esos dos hombres no era la más conveniente para un profesional de la astronomía, pero ambos tenían enorme entusiasmo y un talento sin par, al punto que con sus trabajos cambiaron la perspectiva de la cosmología.
Quizá por su escasa práctica en la profesión, Hubble hizo observaciones insólitas. Instaló en el interior de un edificio un telescopio que rotaba como un reloj y se movía de modo de contrarrestar exactamente la rotación de la Tierra. Así, pudo apuntar el telescopio en la misma dirección durante largos períodos y hacer observaciones sin verse obligado a permanecer frente a la lente, reemplazando el ojo por placas fotográficas que exponía durante lapsos prolongados.
El resultado de esas insólitas observaciones fue un verdadero escándalo. En la figura 1 se puede observar la imagen de una galaxia —es decir, un archipiélago de estrellas similar a nuestra Vía Láctea— que probablemente no sorprenda al lector. No obstante, antes de Hubble nadie había visto jamás una galaxia —espiral de miles de millones de estrellas que giran en remolino alrededor de un centro brillante— y, naturalmente, muchos quedaron estupefactos. La conmoción causada podría compararse con la que produciría una novedosa cámara fotográfica que nos retratara rodeados por hombrecitos verdes invisibles que viven alegremente de incógnito entre nosotros.
En realidad, las galaxias no son demasiado pequeñas: las más grandes tienen un tamaño aparente similar al de la Luna, pero su brillo es muy débil para que lo percibamos a simple vista o a través de telescopios. El artilugio de Hubble permitió arrancarlas de la oscuridad de los cielos.
El descubrimiento de las galaxias habría de modificar radicalmente el panorama de la cosmología, revelando hasta qué punto las empresas teóricas estaban desencaminadas. Si un observador entrenado contempla el cielo en una noche límpida a simple vista, verá una cantidad abrumadora de detalles: planetas, estrellas de nuestra propia galaxia —la Vía Láctea— y, si alcanza a ver las Nubes de Magallanes, tendrá un pálido atisbo de un satélite de nuestra galaxia. Verá tantos pormenores que, desde su perspectiva, la empresa de predecir el comportamiento del universo en su totalidad será prácticamente imposible, como la de predecir el tiempo atmosférico o la trayectoria de las corrientes oceánicas desde un diminuto rincón del planeta.
Sin embargo, los descubrimientos de Hubble demuestran que todo ese espectáculo está plagado de detalles que no son pertinentes. Podemos usar un telescopio de gran calidad como teleobjetivo y descubrir que las estrellas del cielo forman parte en realidad de una galaxia que lleva el nombre de Vía Láctea. Es más, podemos descubrir también que esa galaxia es sólo uno de muchísimos «archipiélagos de estrellas» similares que están diseminados por el universo. Si avanzamos aún más con el teleobjetivo, veremos que la mayoría de las galaxias forman agrupamientos o cúmulos.
Si continuamos avanzando aún más lejos, empero, el panorama cambia radicalmente: comenzamos a advertir que todas esas estructuras, las galaxias, los cúmulos de galaxias e, incluso, las estructuras más grandes que podemos ver, son meras partículas de una especie de aburrido caldo, el fluido cosmológico. En franco contraste con la manifiesta diversidad de nuestro vecindario inmediato, ese caldo parece sumamente uniforme. Nos ofrece la imagen de un universo homogéneo, totalmente desprovisto de estructura. Para el afán modelizador de la física, un objeto tan dócil es ideal siempre que se reconozca que las unidades fundamentales de ese simple fluido, las «moléculas» que mencioné antes, resultan inmensas e invisibles a simple vista: son galaxias, no son estrellas ni planetas ni ninguna otra de las nimiedades que podemos observar sin la ayuda de un telescopio.
Ese fue el primer golpe que Hubble asestó a los cosmólogos. Más específicamente, les enseñó que no tenía sentido estudiar el universo si no se tomaba en cuenta su descomunal tamaño, así como no es posible comprender ni apreciar el argumento de una película si estamos situados a unos pocos centímetros de la pantalla.
Esa revelación fue la cuna de la cosmología y simplificó radicalmente la tarea de explicar el universo. Pero Hubble hizo además otro descubrimiento, un hecho mucho más enigmático que tuvo consecuencias más transcendentales. Descubrió que ese magma homogéneo parecía estar en expansión, pues todas las galaxias visibles parecían alejarse de nosotros. Por consiguiente, visto desde un punto conveniente, ¡el universo no es estático! Cuando se enteró de semejante noticia, Einstein debe haberse ruborizado. Si hubiera aceptado su ecuación original y las conclusiones que implicaba, habría podido predecir que el universo se expande y llevarse las palmas de la hazaña científica más grande de todos los tiempos.
Las galaxias se alejan de nosotros de una manera característica, es decir, cumplen la ley de Hubble, según la cual, la velocidad de recesión de una galaxia es proporcional a su distancia con respecto a nuestro planeta. Una galaxia situada al doble de distancia que otra se aleja de nosotros al doble de velocidad.
Inmediatamente inferimos que la ley de Hubble implica algo desconcertante: si vemos que la materia del universo se aleja tanto más rápidamente cuanto mayor es su distancia con respecto a nosotros, necesariamente tuvo que haber un enorme cataclismo en el pasado. Veamos por qué. Rebobinemos mentalmente la película del universo y echemos una mirada sobre el pasado.
Si en la película real vemos que una galaxia se aleja de nosotros, en la película imaginaria que se proyecta hacia atrás la veremos acercarse. Este simple hecho indica que en algún momento del pasado, la galaxia debe haber estado exactamente en el mismo lugar que nosotros. ¿Cuánto debemos retroceder en el tiempo para contemplar esa horrorosa situación? Es sencillo calcularlo: si L es la distancia que nos separa de la galaxia en cuestión y v es su velocidad de recesión, entonces el tiempo transcurrido desde el cataclismo es esa distancia dividida por la velocidad de recesión: L/v.
Si el lector piensa que esa única colisión implica ya una catástrofe, formúlese la misma pregunta con respecto a cualquier otra galaxia, por ejemplo, una que esté al doble de distancia. Según la ley de Hubble, su velocidad es 2V, de modo que, rebobinando la película, obtenemos el siguiente resultado para el momento de la colisión: 2L/2V, es decir, lo mismo que antes: L/v. Por consiguiente, la segunda galaxia estaría sobre nosotros al mismo tiempo que la primera (véase la figura 2). Se obtiene el mismo resultado para todas las galaxias pues, en nuestra película imaginaria, las galaxias más lejanas tienen que recorrer una distancia mayor para chocar con nosotros, pero también se mueven a una velocidad proporcionalmente mayor. Todo indica que el momento de la colisión es el mismo para todas las galaxias del universo.
Si observamos nuestra película nuevamente, pero ahora hacia adelante, con la flecha del tiempo en la dirección correcta, llegamos a una conclusión sorprendente. La ley de Hubble implica que en algún momento del pasado la totalidad del universo estuvo concentrada en un punto. Parecería entonces que, a partir de ese punto, una gigantesca explosión generó todo el universo. Más concretamente, tomando como punto de partida la velocidad de recesión de las galaxias, se puede estimar que el big bang ocurrió hace unos 15 mil millones de años. El universo que contemplamos hoy está constituido simplemente por los desechos explosivos en expansión.
Por sorprendente que parezca la conclusión, la lógica empleada para llegar a ella no es algo peculiar que se aplica solamente a la dinámica del universo. Si observamos los desechos de una granada que ha explotado, por ejemplo, también veremos que cumplen la ley de Hubble. En otras palabras, esa ley es el sello distintivo de cualquier gran explosión.
De hecho, al formular su célebre ley de recesión, Hubble halló una prueba del big bang.