12. EL MAL DE LAS ALTURAS
Al lector tal vez lo sorprenda saber que Einstein murió muy descontento con lo que había hecho. Es fácil desechar su pesar como si fuera el producto de una exigencia que raya en la megalomanía, pero tenía sus motivos. Durante toda su vida, sus metas fueron la belleza matemática, la simplicidad conceptual y, sobre todo, una concepción unitaria del cosmos. Para darse cuenta de ello, basta pensar en el esfuerzo que implica concebir la masa y la energía como una misma cosa, o en la notable explicación que dio para la identidad entre masa inercial y gravitatoria. Verdaderamente, en todas sus teorías alienta un mismo afán: la unificación, el empeño denodado por reunir conceptos bajo un gran techo, mejor diseñado y más bello.
Sin embargo, cuando apenas había pasado los 40 años, se atascó en un obstáculo que habría de transformarse en una verdadera obsesión que ya no lo abandonó. Había pasado por situaciones similares antes y las había superado, pero ese problema quedó sin resolver hasta su muerte. Esa dificultad irreductible fue la búsqueda de una amplia teoría que unificara el electromagnetismo y la gravedad, la teoría del todo, como solemos llamarla. A medida que se descubrían nuevas fuerzas (como la interacción débil y la interacción fuerte que actuaban en las reacciones nucleares), la búsqueda infructuosa de una belleza total acarreó tremendas confusiones y complicaciones imprevistas.
Para colmo, el problema inicial sufrió una mutación paulatina, porque se pretendía unificar la gravedad y la mecánica cuántica. Sabemos que vivimos en un universo cuántico: la energía sólo puede existir en cantidades que son múltiplos de ciertas unidades elementales denominadas cuantos. Además, siempre que intentamos estudiar cantidades muy pequeñas de materia, de sólo unos pocos cuantos, no hay certidumbre en las teorías ni en las observaciones. La cuantización abarca también al electromagnetismo —la electricidad y su hermana gemela, el magnetismo—, cuya unidad elemental resulta ser una partícula finita, el fotón. La interacción débil y la fuerte también están cuantizadas… y son hechos bien conocidos hoy en día.
No obstante, nadie ha podido elaborar una teoría cuántica de la gravedad, y el gravitón —cuanto de gravedad— es algo incomprendido y huidizo, de suerte que unificar la gravedad con las demás fuerzas de la naturaleza parece algo fútil en esta etapa del conocimiento, porque es imposible formular una teoría única con una mitad cuántica y la otra no.
La teoría cuántica de la gravedad se ha convertido en un verdadero rompecabezas, parecido en algún sentido al último teorema de Fermat y otras pesadillas que han atormentado a los científicos. ¿Será esa también la prueba decisiva para la VSL?
Como suele suceder, comprender el problema cabalmente exige comprender cierto número de cuestiones técnicas que son sólo accesibles a los especialistas. Sin embargo, no es difícil explicar en lenguaje liso y llano el meollo de la cuestión. Desde los años de penoso trabajo que culminaron en la formulación de la relatividad general, sabemos que la gravedad es una manifestación de la curvatura del espacio-tiempo, el cual ya no es un escenario inmutable donde ocurren los acontecimientos: puede curvarse y pandearse de modo que el panorama adquiere perfiles de difícil comprensión que constituyen la dinámica de la gravedad.
Por lo tanto, cuantizar la gravedad implica cuantizar el espacio y el tiempo. Deberían existir cantidades mínimas indivisibles de longitud y de duración: cuantos constitutivos de cualquier distancia o período que recibieron el nombre de longitud de Planck (Lp) y tiempo de Planck (tp), entidades de las que nadie puede decir ni saber nada hasta ahora, excepto que deben ser mínimas.
Aun antes de pensar demasiado en este tema (al cual volveremos muy pronto), debería resultar evidente que, para cuantizar el espacio y el tiempo, son imprescindibles un reloj y una vara de medición absolutos, conceptos que niegan la relatividad especial. Si el espacio y el tiempo han de ser granulares, sus átomos constitutivos deben ser absolutos; sin embargo, el espacio y el tiempo absolutos no existen, es decir, los mismos artilugios que elucubramos nos atan de pies y manos. Por un lado, tenemos la teoría cuántica y, por el otro, la relatividad general y especial, y se nos pide que elaboremos una teoría cuántica de la gravedad recurriendo a sus preceptos. En ese momento, surge la contradicción.
Quiero dejar en claro que la necesidad de una teoría cuántica de la gravedad no proviene de la experimentación, porque aún no hemos hallado ningún efecto físico regido por la gravedad cuántica. Podría suceder que no corresponda unificar las teorías y que la gravedad no fuera cuántica. No obstante, esa posibilidad parece un insulto a la lógica humana. La naturaleza reclama a gritos un principio único capaz de englobar en su seno el caótico conjunto de teorías que utilizamos hoy para explicar el mundo físico que nos rodea.
Por otra parte, no es la primera vez que nos topamos con el misterio de la gravedad cuántica, pues recurrimos a ella para definir la época de Planck, ese período caliente de la juventud del universo en el cual éste se expandía a una velocidad imposible de comprender sin recurrir a una teoría cuántica de la gravedad. Así, la búsqueda de esa teoría es en algún sentido la búsqueda de nuestros orígenes, ocultos en las profundidades de la época de Planck. Ahora, ese estado de ignorancia —la época de Planck— pasa a formar parte de un problema más vasto que afligió a Einstein hasta su lecho de muerte: su sinfonía inconclusa. Einstein pronunció sus últimas palabras en alemán, y nadie sabe qué dijo porque su enfermera estadounidense no las entendió, pero es muy posible que haya dicho algo así como: «sabía que este problema de mierda terminaría por vencerme».
En la actualidad, no estamos mucho mejor que él cuando dio el último suspiro y dijo lo que tenía que decir. Casi cincuenta años después, los físicos disimulan su desdén por los últimos trabajos de Einstein (que llevan el nombre de teoría métrica no simétrica de la gravedad), como si fueran producto de una mente senil, pero nadie quiere reconocer que nuestros precarios empeños posteriores son despreciables en el mejor de los casos. Suelo pensar que Dios se ríe hasta orinarse encima cuando contempla todas las estupideces que hemos acumulado bajo el rótulo de teorías cuánticas de la gravedad.
Lo que nos falta en resultados concretos lo compensamos con labia. De hecho, ahora contamos con al menos dos «respuestas finales» en lugar de una, y aunque nadie tiene la menor idea de cómo verificar esas teorías con la tecnología actual, todos proclaman que son los únicos en haber encontrado el santo grial y que los demás son meros charlatanes.
Hay dos cultos principales en el ámbito de la gravedad cuántica: la teoría de cuerdas y la gravedad cuántica de bucles. Como no tienen ninguna relación con la experimentación ni la observación, en el mejor de los casos son artículos de moda; en el peor, una inagotable fuente de guerras feudales. En la actualidad, son dos familias enemigas, al punto que, si alguien trabaja en la gravedad cuántica de bucles y asiste a una conferencia sobre teoría de cuerdas, la tribu local lo observa estupefacta y pregunta qué demonios hace allí. Suponiendo que esa persona no termina en el caldero ritual, vuelve a casa y recibe los reproches de los colegas «budistas», que lo acusan de haber perdido el juicio.
Como ocurre en todos los cultos, la gente que no se aviene a la línea oficial está condenada al ostracismo y sufre persecución. Por ejemplo, cuando un joven y brillante especialista en teoría de cuerdas escribió un artículo que ofrecía peligrosos argumentos a la teoría rival, una brujita de su propia tribu comentó: «si vuelve a escribir otra cosa como ésa, lo expulsaremos». Se ha generado un clima mañoso y el rótulo de «cuerdista» o «budista» abre o cierra puertas en distintos ámbitos; una vez que se adquirió uno de los dos rótulos, es imposible encontrar trabajo en el otro grupo.
Se ha suscitado una gran animosidad, un odio visceral incluso, entre las dos facciones. Es imposible no recordar las «respuestas finales» de los fanáticos religiosos, que han generado un singular abanico de sectas. El mundo sería mucho mejor si no existiera el fundamentalismo religioso, ya sea de índole científica o no. A veces pienso que la existencia de esa gente es la mejor prueba de que Dios no existe.
Lamentablemente, buena parte de la responsabilidad por el estado de cosas reinante en la física es atribuible al propio Einstein. Cuando era joven, él se propuso desterrar de sus teorías todo lo que no pudiera comprobarse experimentalmente. Esa encomiable actitud lo transformó en un anarquista de la ciencia que hizo trizas el espacio y el tiempo absolutos, el éter y muchas otras fantasías que entorpecían la física de su época.
Sin embargo, cambió de parecer cuando pasaron los años. Se hizo más místico y empezó a pensar que la única brújula para los científicos era la belleza matemática, antes que la experimentación. Es lamentable que tuviera éxito con semejante estrategia, que lo llevó a formular la teoría general de la relatividad. Esa experiencia lo estropeó para siempre: rompió el mágico vínculo entre su mente y el universo, su primitivo afán de buscar la explicación sólo en la experimentación. De hecho, produjo muy pocos trabajos de valor después de la relatividad general y se fue apartando cada vez más de la realidad.
En este momento, los científicos que trabajan en la gravedad cuántica siguen el ejemplo del viejo Einstein, pues abrigan la estéril creencia de que sólo la belleza divina, y no la experimentación, les indicará el rumbo. A mi parecer, esa obsesión por el formalismo ha descarriado a generaciones enteras de científicos que trabajaban en ese tema. En algún sentido, parecería que tienen adoración por el Einstein de los últimos años y no advierten que el de la juventud lo despreciaría y que quizá sea necesario seguir los pasos del joven, o no seguir los pasos de nadie.
Cuando John Moffat visitó por primera vez a Niels Bohr en 1950, después de mantener correspondencia con Einstein acerca de la teoría unificada, Bohr le dijo: «Einstein se ha convertido en un alquimista».
Tal vez no sea del todo imprevisible que la VSL tenga algo que decir acerca de la teoría cuántica de la gravedad. A fin de cuentas, es una teoría que subvierte los fundamentos de la física, y el problema que plantea la gravedad cuántica es una cuestión fundamental. No ocurre lo mismo en el caso de la teoría inflacionaria, que no puede aportar nada a una teoría cuántica de la gravedad. En todo caso, los defensores de la inflación han intentado sin éxito deducir su teoría como un efecto colateral de la gravedad cuántica, es decir, que la inflación surgiera como fenómeno natural durante la época cuántica, pero nadie sabe hasta hoy cómo sería ese proceso. La VSL, por el contrario, modifica inevitablemente el panorama de la gravedad cuántica. Cuando me di cabal cuenta de ello, me puse a estudiar otras versiones de la teoría VSL que tenían consecuencias directas sobre los modelos cuánticos de la gravedad y la teoría de las cuerdas.
No quiero dedicar demasiado tiempo a los pormenores de las teorías cuánticas de la gravedad que están en boga, pero les ofreceré una somera descripción de sus rarezas. Uno de los principales intentos de elaborar una teoría cuántica de la gravedad y conseguir la unificación es la teoría de las cuerdas, retomada en los últimos años bajo el atuendo de algo que llaman teoría M. Según sus acólitos, el universo está compuesto por cuerdas en lugar de partículas (en las últimas versiones, membranas y otros objetos han sustituido, a su vez, a las cuerdas). Habitualmente, se considera que la longitud de esas cuerdas es la longitud de Planck, de modo que, en las aplicaciones prácticas, son indistinguibles de las partículas.
En un nivel más fundamental, sin embargo, un universo constituido por cuerdas es muy distinto de uno constituido por partículas, y la conveniencia de las cuerdas se debe principalmente a dos razones. En primer lugar, cabe esperar que de semejante modelo surja inevitablemente la cuantización del espacio-tiempo. En efecto, si los objetos más pequeños que constituyen la materia tienen un tamaño mínimo, hablar de regiones más pequeñas se transforma aún en una discusión metafísica, pues carecemos de un escalpelo tan fino que nos permita hacer su disección. Una vez producida una efectiva cuantización del espacio-tiempo, no ha de sorprender que en el mundo de las cuerdas se desvanezcan muchas dificultades vinculadas con la cuantización de la gravedad. Sin duda, la teoría de las cuerdas no es un mal intento de cuantizar la gravedad.
Otra razón para adoptar la teoría de las cuerdas es que permite unificar partículas y fuerzas aparentemente distintas. Así como las cuerdas de una guitarra vibran produciendo una diversidad de sonidos armónicos, las «cuerdas fundamentales» (como se las llama) generan una escala cuando vibran, por así decirlo. Con cada nota, la cuerda adquiere cualidades diferentes, ya que almacena cantidades distintas de energía vibratoria. Lejos de la cuerda, los observadores no pueden distinguir el objeto que vibra y lo ven como algo que parece una partícula; pero los teóricos que elaboraron la teoría hicieron una comprobación sensacional: para esos observadores, cada nota corresponde a un tipo diferente de partícula.
Ese podría ser el esquema unificador tan buscado. En ese caso, los fotones, los gravitones, los electrones, etcétera, todas las partículas y las fuerzas conocidas, no serían más que distintas configuraciones de un único tipo de objeto: las cuerdas fundamentales. Es una concepción bellísima, como muchos otros aspectos de la teoría de las cuerdas.
Todo sería magnífico si no fuera porque los autores de esta corriente jamás dicen que se trata de un «trabajo aún en curso». A decir verdad, no han conseguido todavía cuantizar de manera coherente el espacio-tiempo ni la curvatura; es más, no pueden ver el espacio-tiempo según la postura relativista de Einstein, pues el escenario de las cuerdas es un espacio fijo no muy distinto del universo de relojería de Newton. La escala musical de las cuerdas es otro fracaso estrepitoso, pues, si bien esa música puede ser la más dulce armonía de los cielos, no tiene nada que ver con el mundo real. Según la teoría, la masa de la partícula más liviana (la que viene inmediatamente después del fotón, el gravitón y otras partículas carentes de masa) es trillones de veces más grande que la del electrón. Es decir, la monumental unificación no es más que una ilusión de la voluntad.
No todo acaba ahí, sin embargo. En la década de 1980, la teoría de las cuerdas exigía postular veintiséis dimensiones. Después, se produjo una revolución y los especialistas empezaron a trabajar con diez o dos dimensiones e, incluso (espero que el lector no se desmaye) con menos dos dimensiones. En la actualidad, trabajan con once dimensiones. Los teóricos de esa corriente son inconmovibles: cuando alguien tiene el descaro de formular una teoría en la cual hay tres dimensiones espaciales y una temporal, la descartan como algo evidentemente erróneo.
Esto está mal, pero, a mi modo de ver, lo peor de todo es que, si entramos en detalles, hay miles de teorías de cuerdas y membranas posibles. Aun suponiendo que por fin alguien encuentre una teoría que explique el mundo tal cual lo vemos, con sus partículas y sus cuatro dimensiones, cabe preguntar: ¿por qué elegir esa teoría y no cualquier otra? Una vez, Andy Albrecht tuvo un exabrupto muy gráfico: la teoría de las cuerdas no es la teoría del todo, de todas las cosas, sino la teoría de cualquier cosa.
En la actualidad se suele refutar esa opinión crítica argumentando que en los últimos tiempos todas las teorías de cuerdas y de membranas se han unificado en una sola: la teoría M. Sus partidarios hablan de ella con tal fervor religioso que a menudo se pasa por alto que no existe una teoría M, que ésa es una expresión acuñada para referirse a una hipotética teoría que nadie sabe aún formular. Con idéntico misticismo, el gran pope del culto que acuñó la expresión jamás explicó qué quería decir la «M», y sus acólitos discuten acaloradamente al respecto. ¿Acaso es la «M» de madre? ¿De membrana, tal vez? Lo más apropiado, para mí, sería «M» de masturbación.
En general, no sé por qué tantos científicos jóvenes e impresionables caen subyugados por los supuestos encantos de la teoría M. Los adeptos a la teoría de las cuerdas no han avanzado nada con una teoría inexistente. Por otra parte, resulta insoportable su pretensión de que la teoría es bella; parecería que vivimos en un universo elegante por gracia de los dioses de las cuerdas. Personalmente, no siento su atractivo estético y creo que ha llegado la hora de decir que el rey que desfila por la ancha avenida de las cuerdas, engalanado en los espléndidos atavíos de la teoría M, está en realidad desnudo[61].
Pese a todo lo dicho, debo reconocer que no soy del todo inmune a la belleza matemática de la teoría de las cuerdas. En el verano de 1990, antes de volcarme a la cosmología, comencé un doctorado en teoría de cuerdas, pero la total falta de contacto con la experimentación me desanimó. Según mi visión de las cosas, estaba rodeado por una auténtica mafia de seudomatemáticos autocomplacientes que se peleaban en una jerga masónica para tratar de ocultar así su insatisfacción. Dejé la teoría de las cuerdas, me dediqué a la cosmología y nunca lamenté ese cambio de rumbo. No deja de ser una ironía que diez años más tarde me encuentre enredado de nuevo con las cuerdas.
El teórico responsable de esta situación es Stephon Alexander, quien ingresó al Imperial College en el otoño de 2000 después de haberse doctorado. No se parecía a otros teóricos de la misma corriente; hacía gala de una mente amplia, se destacaba por su visión y su vuelo y, sobre todo, tenía una personalidad exuberante.
Nació en Moruga, Trinidad, pero su familia se trasladó a los Estados Unidos cuando él tenía 7 años. Creció en el Bronx, en una época en que mucha gente intentaba mejorar la situación de las zonas más pobres. Había programas especiales para los chicos brillantes y algunos directores de escuela carismáticos aceptaron el desafío. Para Stephon esa política fue de gran provecho y le permitió obtener el título secundario en la De Witt Clinton High School, después de lo cual le ofrecieron una beca en varias de las universidades Ivy League[62]. Si bien era un talentoso saxofonista dedicado al jazz, eligió la carrera de física. Recibió el título de grado en Haverford y luego hizo el doctorado en Brown, bajo la dirección de Robert Brandenberger, cosmólogo y viejo amigo mío. Al poco tiempo, Stephon se interesó por la teoría de las cuerdas y se sumergió en la lectura de la vastísima bibliografía existente al respecto.
Cuando aún no había terminado su doctorado, inició una nueva línea de investigación tendiente a vincular la teoría de la velocidad variable de la luz con la teoría M. Antes de que tuviera tiempo de escribir algo sobre el tema, Ellias Kiritsis publicó un artículo inspirado en la misma idea aunque desarrollado en forma independiente en Creta. Tales contratiempos no son raros en el caso de doctorandos que trabajan en temas muy transitados de la física. Sin embargo, como también suele suceder, la originalidad del trabajo de Stephon (más elaborado que el de Kiritsis en algunos aspectos y menos en otros) le permitió publicarlo.
La idea de ambos era deslumbrante por su sencillez. Como dije antes, la teoría M no abarca solamente las cuerdas del tamaño de Planck (objetos lineales, unidimensionales) sino también las membranas o branas (objetos planos, bidimensionales). De hecho, apenas se hace carne en nosotros la idea de que la teoría M se mueve cómodamente en once dimensiones, queda claro que en ella están permitidos todo tipo de objetos de varias dimensiones (los cuales llevan el nombre de p-branas en la jerga de esa teoría).
No obstante, el espacio-tiempo que nosotros percibimos tiene cuatro dimensiones. Desde la época de Kaluza y Klein, sabemos que es posible conciliar esas dos proposiciones suponiendo que las dimensiones adicionales están compactadas o enrolladas formando circunferencias de radio tan pequeño que no podemos percibirlas. Sería posible, también, que viviéramos en una 3-brana, es decir, en una inmensa membrana tridimensional, posiblemente infinita, a la cual se agrega la dimensión del tiempo. La cosmología de las branas no exige que las dimensiones adicionales sean pequeñas: supone que, de alguna manera, estamos «adheridos» a la 3-brana, la cual flota a su vez en un espacio de once dimensiones. Se han propuesto diversos mecanismos que explican por qué el tipo de materia que nos constituye estaría necesariamente sujeto a la brana.
Kiritsis y Stephon analizaron qué sucedería con una 3-brana en las proximidades de un agujero negro. Asumieron que, en el espacio total de once dimensiones, la velocidad de la luz es constante. A partir de ese supuesto, estudiaron qué ocurriría con el movimiento de la luz «sujeta» a la 3-brana y descubrieron que ¡su velocidad sería variable! En realidad, según sus cálculos, la velocidad de la luz vista sobre la brana está relacionada directamente con su distancia al agujero negro. Cuando la brana se aproxima a él, la velocidad de la luz varía. De hecho, se evita así una contradicción con la relatividad, pues en el espacio fundamental de once dimensiones c es constante. No obstante, si sólo se conoce el universo tridimensional de la membrana, la velocidad de la luz es variable.
Para mí, esos papers eran como una ráfaga del pasado, pues se parecían mucho a lo que se me ocurrió —y que comenzó con un chiste que le hice a Kim en un bar— cuando apenas empezaba a pensar el problema en enero de 1997. Antes de abordar otras ideas, yo había jugado con el modelo de Kaluza-Klein de la velocidad variable de la luz y me encontraba años después con que los teóricos de las cuerdas barajaban precisamente el mismo tipo de teoría. Si bien me disgusta el fanatismo que rodea la teoría de las cuerdas, no soy totalmente refractario a ella, de modo que empecé a trabajar con Stephon con mucho entusiasmo sobre las posibles realizaciones de la VSL en la teoría M.
En octubre de 2000, Stephon llegó al Imperial College y nos hicimos muy amigos. Encontró casa en Notting Hill y enseguida se incorporó a la gran comunidad caribeña que vive allí. A pesar de su reciente aburguesamiento, Notting Hill sigue siendo un hermoso lugar para vivir por una sencilla razón que paso a explicar.
En 1944, las fuerzas armadas alemanas se empeñaron en un último y desesperado intento por quebrar la moral de los ingleses y bombardearon despiadadamente Londres con los primeros misiles operativos, las «bombas voladoras» V1 y V2. Los efectos fueron devastadores y excedieron a los de los bombardeos convencionales: donde caía un misil, desaparecían manzanas enteras. En particular, el casco histórico de Londres sufrió verdaderos estragos.
Después de la guerra, el país estaba en ruinas y muy poca gente pensó en reconstruir manzanas enteras respetando el estilo tradicional decimonónico de la ciudad antigua. Tal vez había algo de dinero para restaurar edificios aislados, pero allí donde las bombas V1 y V2 habían causado una destrucción total, se levantaron adefesios de hormigón o ladrillo rojo, a tal punto que aún hoy es posible ubicar los lugares donde cayeron los misiles paseando al azar por el centro de Londres.
Lo irónico del caso es que Hitler no pudo soñar siquiera que le había prestado un gran servicio a la democracia. En las décadas de 1950 y 1960, cuando el Estado de bienestar británico creció, esos adefesios se transformaron en viviendas subvencionadas por el municipio, que se alquilaban a bajo precio a la gente carenciada. Esa situación fue un eficaz mecanismo para impedir la formación de guetos y permitió que en localidades como Notting Hill haya una conveniente mezcla de ricos y pobres. Allí, niños ricos que viven a costa de mamá y papá pero tienen veleidades de bohemios se codean con empobrecidas colectividades caribeñas, irlandesas, marroquíes y portuguesas[63].
Llevé a Stephon al Globe, antro caribeño que funcionaba en la trasnoche, y a la semana siguiente descubrí que conocía ya covachas que yo ni siquiera había imaginado. Sin embargo, en el Globe tuvimos la mayor parte de las conversaciones sobre cómo se podía materializar la velocidad variable de la luz en el seno de la teoría M. En aquel momento, el Imperial College me agobiaba con todo tipo de estupideces, de modo que intentaba huir cuantas veces podía. Por el contrario, el clima informal del Globe resultó muy conveniente para nuestras divagaciones. Nuestros «viajes» eran frecuentes[64]. Fue una época en que mi trabajo se vio afectado por lo que podría llamar el «mal de las alturas».
Cuando pasaron los meses, en el Globe ya conocían a Stephon como «el Profesor». A menudo se nos sumaba «el Águila», ingenioso jamaiquino siempre dispuesto a colaborar. Para ser sincero, en semejante ambiente y con semejante «estado de ánimo» pensar es fructífero y letal a la vez; a veces, no se diferencia mucho de soñar: mientras uno está dormido todo anda bien, pero apenas uno despierta, se da cuenta de las tonterías que ha soñado, si es que recuerda algo… Las reveladoras vacas de Einstein no son muy frecuentes. Así pues, Stephon y yo hicimos muchos intentos fallidos, pero nos divertimos mucho. Como dijo Stephon, la creatividad no funciona a los apurones.
Un día, por fin, nuestras elevaciones nos llevaron a algo concreto. Stephon se interesó en vincular la teoría M con algo que denominó geometría no conmutativa, una versión de la geometría en la cual el espacio-tiempo aparece «atomizado». Analizamos el movimiento de los «fotones» en espacios de esa índole y llegamos a una conclusión sorprendente. Si la luz tiene una longitud de onda mucho mayor que el tamaño de los gránulos de espacio, no sucede nada insólito; pero cuando las frecuencias son muy altas (es decir, cuando las longitudes de onda son muy pequeñas), la luz advierte que no habita un continuo y comienza a dar saltos de rana por encima de los baches. Se produce así un aumento de su velocidad en proporción directa a la frecuencia. Descubrimos así que, en los espacios no conmutativos, la velocidad de la luz depende de su color y aumenta a frecuencias muy altas: habíamos vislumbrado otro caso de variación en la velocidad de la luz.
Por consiguiente, pensamos llegar por un camino indirecto a la VSL en la cosmología. En nuestro modelo, la velocidad de la luz no dependía del tiempo per se, como ocurría en el modelo que habíamos propuesto con Andy. En cambio, las propias condiciones del hot big bang determinaban los cambios de c. Si retrocedemos en el tiempo hacia los comienzos del universo, aumenta cada vez más la temperatura del plasma cósmico, lo que implica que la energía o —lo que es lo mismo— la frecuencia del fotón promedio también se incrementa. Lógicamente, llega un momento en que la frecuencia es tan alta que habilita el fenómeno que describí antes: la velocidad de la luz comienza a depender de la frecuencia. Por lo tanto, el hecho de que la temperatura del plasma aumente se traduce en un incremento ambiental de la velocidad de la luz en el universo. Así, la velocidad variable de la luz en el universo primigenio no se debe a su corta edad sino a su colosal temperatura.
Después de esas conclusiones, sobrevino un período extraño en el cual, en cada bifurcación del camino, Stephon y yo tomábamos direcciones opuestas. Stephon quería relacionar más estrechamente nuestro trabajo con los pormenores de la teoría M, pero yo estaba seguro de que hacerlo nos alejaría de las observaciones. Por ese motivo, intenté que el modelo tuviera «los pies en la tierra», que fuera capaz de brindarnos predicciones cosmológicas y nos permitiera hacer predicciones físicas observables. Desde luego, esa actitud me obligó a introducir supuestos rígidos y arbitrarios que violentaban su sentido de la belleza. Padecíamos la misma tragedia que muchos otros: nadie sabe cómo hacer cosmología cuántica, es decir, cómo combinar la teoría cuántica de la gravedad con la cosmología para que las comprobaciones experimentales de esta última iluminen a la primera.
El producto de semejante unión fue una cruza de caballo y elefante —ni chicha ni limonada—, una especie de mula provista de trompa. Desde luego, hubo reacciones encontradas, tanto por parte de los cosmólogos como de los teóricos de cuerdas, cosa que no nos importó. Para nosotros, los alocados papers que pergeñamos estarán asociados para siempre con el ambiente del Globe y las virtudes del mal de las alturas. Sin embargo, aprendí algo muy importante: si uno hace el papel de las Naciones Unidas, queda entre dos fuegos. Es una situación endémica ya en la cosmología y la gravedad cuántica. ¿Llegarán a encontrarse algún día?
Una vez, Andrei Linde describió la espinosa relación entre la cosmología y la gravedad cuántica con una metáfora sugestiva, nacida de un incidente real. Cuando todavía existía el bloque soviético, se hicieron planes para construir una línea de trenes subterráneos que uniría dos zonas de una de las grandes capitales de Europa oriental. Se iniciaron las obras de perforación del túnel desde ambos extremos, pero, a medida que las cuadrillas avanzaban, se hizo evidente que el estudio pericial previo era más que inexacto y que no había ninguna garantía de que los dos túneles se encontraran.
Sin embargo, al poco tiempo, dieron luz verde para continuar las obras. La inventiva fue sin duda una de las grandes virtudes de la era soviética, y en este caso la lógica de la resolución era muy simple: si por casualidad los túneles se encontraban, todo acabaría según los planes; si los túneles no se encontraban, pues, ¡albricias!, tendrían dos líneas de subterráneos.
Nuestra sensación con respecto a la cosmología y la gravedad cuántica es idéntica. Avanzamos desde ambos lados. Aunque, a veces… temo lo peor.
Mis coqueteos con los Montescos no me impidieron prestar atención a los Capuletos, y el vínculo más estrecho entre la VSL y la teoría cuántica de la gravedad fue producto de mi colaboración con Lee Smolin, uno de los padres de la gravedad cuántica de bucles.
En 1999, Lee vino al Imperial College como profesor visitante acompañado por un gran séquito de colaboradores, algunos ya doctorados y otros no. Mientras estuvo en Londres llevó una vida independiente, pues realizaba la mayor parte de su trabajo en bares y no se lo veía mucho por su oficina (que, casualmente, era la misma donde años antes había tomado forma la teoría VSL). Por ese motivo no nos encontramos durante casi un año.
Al principio, Lee no estaba enterado de la VSL, de modo que terminamos trabajando juntos de la manera más extraña. Debo aclarar que Stephon y yo no fuimos los primeros en proponer una teoría en la cual la velocidad de la luz dependiera del color (aunque estuvimos, sin duda, entre los primeros que construyeron un modelo cosmológico a partir de esa idea). En distintas teorías cuánticas de la gravedad, Giovanni Amelino-Camelia en Italia, Kowalski-Gilkman y otros científicos de Polonia, además de Nikos Mavromatos, Subir Sarkar y muchos otros en Inglaterra, también habían contemplado la idea de que la velocidad de la luz dependiera de la energía.
Fueron ellos los que le hicieron conocer a Lee la teoría VSL, en especial Giovanni. Lo que más subyugaba a Smolin de esa idea era que los efectos de la VSL podrían llevar las teorías cuánticas de la gravedad frente al tribunal experimental en pocos años. A diferencia de la mayoría de los teóricos que trabajaban en ese campo, Lee no creía que Dios estuviera dispuesto a concederle una iluminación ni que sus modestas teorías resultarían verdaderas por la sencilla razón de que fueran «elegantes». Quería probar la gravedad cuántica experimentalmente para que la naturaleza hablara por sí misma. En lugar de ponerse a la defensiva o desechar lo que estaba oyendo, sus ojos brillaron de alegría cuando alguien le dijo que pronto sería posible someter la gravedad cuántica a pruebas experimentales. Así empezamos a trabajar juntos.
Nuestra labor descansaba en una premisa desconcertante por su sencillez. Sabíamos que la teoría cuántica de la gravedad habría de vaticinar fenómenos nuevos, pero, contra la tónica general, fuimos modestos y supusimos que con la tecnología actual no habría manera de comprobar esos efectos. Teníamos una única certeza: con las energías miserablemente bajas que aportaban los aceleradores o en las enormes escalas temporales en que nuestros sensores pueden detectar la curvatura, no se han podido observar efectos gravitatorios cuánticos y lo menos que se puede decir es que la gravedad clásica (es decir, la teoría general de la relatividad) es una excelente aproximación al mundo real.
Lee Smolin
Nuestro único supuesto, entonces, fue postular la existencia de un umbral, por encima del cual se volverían significativos nuevos efectos correspondientes a la gravedad cuántica, y por debajo del cual esos efectos serían despreciables. Ese umbral estaría caracterizado por un nivel de energía, denominada energía de Planck (Ep), y los efectos nuevos sólo aparecerían por encima de ella. Análogamente, debería existir una longitud, la longitud de Planck (Lp), que indicaría qué ampliación sería necesaria en un «microscopio» gravitatorio cuántico para que se pudiera ver la naturaleza discreta del espacio y de la curvatura. Por último, debería existir también una duración, el tiempo de Planck (tp), que indicaría la breve vida de esos efectos.
De hecho, no necesitábamos conocer el valor concreto de Ep, Lp ni tp, sólo necesitábamos saber que debía existir un umbral, por debajo del cual las cosas serían más o menos las mismas de siempre, y por encima del cual entraríamos en un mundo nuevo y desconocido aún para nosotros, en cuyo ámbito la gravedad sería cuántica y se unificarían todas las fuerzas y partículas de la naturaleza.
Era un supuesto razonable. La relatividad general se reduce a la gravedad newtoniana siempre que la intensidad gravitatoria no sea excesiva. Análogamente, cualquiera sea la forma que adopte en definitiva la gravedad cuántica, deberá empezar por confirmar y reiterar todo lo que han dicho anteriormente los maestros, es decir, no será distinguible de las teorías actuales en una primera aproximación y sólo habrá predicciones nuevas en condiciones muy extremas: a energías muy altas o a distancias y períodos muy cortos. A fin de cuentas, se trata de una restricción de las observaciones.
Llegados a este punto, advertimos una contradicción. Supongamos que un granjero ve una vaca pastando en el campo. Puesto que la vaca es mucho más grande que Lp, el granjero no tiene por qué preocuparse por los efectos de la gravedad cuántica. Pero en ese momento, la eterna Cornelia pasa a su lado en una de sus locas carreras a una velocidad muy próxima a la de la luz, pero lo que ella ve es distinto: con respecto a ella, la vaca que pasta se mueve a mucha velocidad, de modo que Cornelia ve su tamaño reducido en la dirección del movimiento, tal como predice la relatividad especial. Si su velocidad es suficientemente grande, Cornelia verá el tamaño de la otra vaca tan reducido que su longitud será menor que Lp, y llegará a la conclusión de que sufre un ataque de fiebre gravitatoria cuántica, si es que eso existe. No sería sorprendente que viera que la apacible vaca hace una exhibición de zapateo americano, que inicia una danza erótica o que se comporta de acuerdo con los desconocidos efectos que la gravedad cuántica produce sobre las vacas.
Sin embargo, puesto que la vaca que pasta en el prado es una entidad única, todo lo que haga debería ser previsible según una misma teoría. El requisito mínimo para la unificación sería que todos los observadores usaran una misma teoría. En otras palabras, es inadmisible una situación en la que el granjero y Cornelia tuvieran que aplicar distintas teorías para describir el mismo objeto: hacerlo sería un insulto a la unificación y totalmente incompatible con el principio de relatividad. Si, en efecto, el movimiento es relativo, Cornelia no puede saber que ella se está moviendo y que el granjero está quieto.
Una vez más, Cornelia y el granjero están en desacuerdo, pero esta vez no coinciden sobre la frontera que separa la gravedad clásica de la cuántica.
Surgen paradojas similares si definimos el umbral mediante la longitud de Planck, la energía de Planck o el tiempo de Planck. Por ejemplo, si uno recurre al lenguaje de la energía, el problema se plantea en el corazón mismo de la fórmula más famosa de la física, E = mc2. Como ya hemos visto, las partículas en movimiento tienen una masa mayor, razón por la cual no es posible acelerar ningún objeto más allá de la velocidad de la luz. Por consiguiente, para el granjero, un electrón estacionario es una partícula hecha y derecha, pues su energía es mucho menor que Ep; sin embargo, para Cornelia, el electrón tiene una energía mucho mayor porque está en movimiento con respecto a ella y tiene por ende una masa más grande. De modo que ella aplica la fórmula E = mc2 y llega a la conclusión de que esa masa implica una energía mayor. Si la velocidad de Cornelia es suficientemente alta, observará que el electrón tiene una energía mucho mayor que E e inferirá de ese hecho que para el electrón rigen los efectos de la gravedad cuántica. Una vez más, hay contradicción.
Lee y yo analizamos estas paradojas durante meses a partir de enero de 2001. Nos encontrábamos en bares de South Kensington o Holland Park para reflexionar sobre el problema. Evidentemente, las dificultades radicaban en la relatividad especial, pues todas las paradojas surgían de los consabidos efectos relativistas, como la contracción de la longitud, la dilatación del tiempo o la fórmula E = mc2. La situación impedía definir una frontera nítida, común a todos los observadores, que pudiera englobar los nuevos efectos gravitatorios cuánticos. Parecía que no había un dique que pudiera contener la gravedad cuántica: sus efectos se derramaban por todas partes a consecuencia de la relatividad especial subyacente.
La conclusión era inevitable: para elaborar una teoría cuántica de la gravedad, cualquier cosa que ella fuese, sería necesario dejar de lado la relatividad especial. Nos dimos cuenta de que muchas de las incoherencias que afectaban las teorías gravitatorias cuánticas propuestas hasta entonces provenían probablemente de aceptar religiosamente la relatividad especial. Razonamos entonces que, antes que nada, había que sustituir la relatividad especial por algo que permitiera que por lo menos uno de los tres umbrales —Ep, Lp o tp— fuera idéntico para todos los observadores. Nada que fuera más grande que L debía contraerse por obra del movimiento hasta convertirse en algo más pequeño que Lp. Podía ocurrir que las partículas tuvieran mayor masa si estaban en movimiento, pero si su energía en reposo era menor que Ep, debía continuar siéndolo, por veloz que fuera su movimiento observado. Una vez alcanzado el umbral Ep (o Lp), todos los efectos relativistas deberían interrumpirse y esos valores deberían adquirir carácter absoluto. Tales eran los requisitos de la nueva teoría.
Lo difícil era construir una teoría que los satisficiera. Sólo algo era evidente: cualquier cosa que elaboráramos entraría en conflicto con la relatividad especial. Como se vio anteriormente, la relatividad especial descansa en dos principios independientes: la relatividad del movimiento y la constancia de la velocidad de la luz. Así, pues, una solución consistía en abandonar el principio de relatividad del movimiento suponiendo que a velocidades muy grandes los observadores advertirán que su movimiento es absoluto. Sentirán entonces una especie de brisa del éter y Cornelia se dará cuenta por fin de que el granjero está en reposo mientras ella se desplaza en un vuelo enloquecido.
Era una posibilidad, pero decidimos adoptar la otra: quedarnos con la relatividad del movimiento pero admitir que, a energías muy altas, la velocidad de la luz no es constante. Ahí entraba la velocidad variable de la luz en la argumentación.
Hicimos modificaciones mínimas a la relatividad especial y pronto estuvimos en condiciones de deducir las ecuaciones equivalentes a las transformaciones de Lorentz para nuestra teoría. Nos divertimos mucho haciendo esos cálculos. Las nuevas ecuaciones eran bastante más complejas (no eran lineales), pero se atenían dentro de lo posible a la relatividad especial y general. Según ellas, a medida que nos acercáramos a Lp o a tp, el espacio y el tiempo serían cada vez menos flexibles, como si la velocidad de la luz creciera cada vez más a medida que uno se aproxima a la frontera entre la gravedad clásica y la cuántica. En la frontera, parecería que la velocidad de la luz se hace infinita, y el espacio y el tiempo volverían a ser absolutos, aunque no en general sino para una longitud y un tiempo determinados —Lp y tp—, de modo que todos podían ponerse de acuerdo sobre qué ámbito correspondía a la gravedad clásica y cuál era del dominio de la gravedad cuántica. Así, la teoría trazaba una nítida línea divisoria entre esos dos reinos.
La famosa ecuación de Einstein, E = mc2, se ha transformado a tal punto en una especie de símbolo sagrado, que se apoderó de mí un gran placer iconoclasta cuando desarrollábamos la teoría alternativa. En consecuencia, y aunque signifique un exceso de matemáticas para un libro de esta índole, me veo obligado a transcribir la fórmula aquí. Ruego al lector que me tenga paciencia y le eche un vistazo:
(En esta fórmula c representa aproximadamente el valor constante de la velocidad de la luz que medimos cuando las energías son bajas). Tengo perfecta conciencia de que esta fórmula no es comparable en belleza con la de Einstein, pero cualquiera que conozca algo de matemáticas advertirá que de ella se infiere de inmediato una propiedad notable. Cuando Cornelia pasa a toda velocidad, si ésta es suficientemente grande, para ella un electrón en reposo que está en la granja podrá tener una masa enorme. Según la ecuación habitual E = mc2, ese hecho significa que la vaca puede observar que la energía del electrón es más grande que Ep, de modo que arribamos a la desconcertante conclusión de que no hay acuerdo entre ella y el granjero respecto de que una teoría cuántica de la gravedad sea necesaria o no para comprender lo que ocurre con el electrón.
Con la nueva fórmula, ¡esa discrepancia desaparece! Si bien para Cornelia no hay un tope para m, una simple reflexión matemática indica que, según esta fórmula, la energía E del electrón jamás puede ser mayor que Ep. Por consiguiente, el granjero y la vaca concuerdan en que en el caso de ese electrón no hay un comportamiento gravitatorio cuántico.
Durante la Guerra Fría, cada vez que un físico descubría efectos nuevos, se apresuraba a investigar sus posibles aplicaciones militares, especialmente en los Estados Unidos. Neil Turok me contó que había cenado una vez durante un congreso con el famoso físico Edward Teller y que, en el curso de la conversación, le dijo que estaba trabajando en los monopolos magnéticos. Ante el verdadero espanto de Neil, el anciano empezó de inmediato a calcular cuánta energía podría generar una bomba construida a partir de ese principio.
Desde ya, hoy en día esas actitudes provocan risa, pero por el mero placer de tomarle el pelo a Lee, calculé la energía que podría liberar una bomba gravitatoria cuántica según nuestra fórmula. Es decir, que proponía averiguar cuánta riqueza ocultaba el hombre rico de la metáfora.
Supongamos que poderosísimos aceleradores pudieran producir una gran cantidad de partículas con la masa de Planck y que, de alguna manera, se fabricara con ellas una bomba. Según la teoría, semejante bomba liberaría exactamente la mitad de energía que libera un arma nuclear común de la misma masa. En otras palabras, esa carísima arma gravitatoria cuántica tendría la mitad del poder destructor que un arma nuclear clásica mucho más barata. En el caso de partículas con una masa mayor (por ejemplo, igual al doble o el triple de la masa de Planck), el resultado sería aún peor. Me alegró descubrir que ni siquiera un general podía ser tan necio como para contratarnos[65].
Cuando todo este trabajo tan interesante estaba ya cobrando forma, en el verano de 2001, ¿adivine el lector qué sucedió? ¡Pues que Lee se fue del Imperial College! ¿Algún funcionario de esa institución percibe en ese hecho una especie de repetición? ¿O tal vez sea exigirles demasiado esfuerzo intelectual?
Se había desencadenado una interminable polémica sobre el control de la generosa fuente de financiación externa que tenía Lee. Pero la mala meretriz se negó a ceder los beneficios, cosa que disgustó mucho a los proxenetas.
Después se descubrió que esa situación era sólo una cuestión menor, pues Lee ya había decidido trasladarse al Perimeter Institute (pi) de Canadá, nuevo centro de investigaciones que procura manejarse de manera totalmente distinta a la de otras instituciones científicas. Mientras que en lugares como el Imperial College se crean permanentemente nuevas facultades, transfacultades, hiperfacultades y seudofacultades (que proveen placer sexual a los ancianos científicos nombrados en calidad de directores), el pi procuraba tener una estructura horizontal que eliminaba todos los niveles jerárquicos posibles. La filosofía que respalda a esa organización es que, puesto que parece que todas las ideas nuevas provienen de los jóvenes, ellos deben ser la principal fuerza directriz de una institución científica. Como dijo alguna vez Max Perutz, el secreto para hacer buena ciencia es muy simple: no tiene que haber política, ni comisiones, ni entrevistas, sólo es necesario contar con gente dotada y plena de entusiasmo. Ése es todo el secreto.
Siempre desconfío de las utopías, pero sinceramente deseo lo mejor al pi. Al menos, conseguirán desprestigiar a las actuales burocracias de la ciencia, en las cuales el descomunal desarrollo de niveles administrativos garantiza que los funcionarios sólo rindan cuentas ante otros funcionarios en lugar de hacerlo ante la gente para la cual trabajan. Aun cuando el modelo «comunista» del pi termine por fracasar, servirá sin embargo para demostrar que algo funciona mal en los modelos alternativos clásicos, y que alguien debería detener la proliferación burocrática. En lo que a mí respecta, despediría a todos los funcionarios dándoles como indemnización una larga sentencia de prisión, pero el lector ya conoce mis opiniones en esta materia.
En septiembre de 2001 hice mi primera visita al pi, institución en la cual redondeamos nuestra teoría. Viajé allá exactamente una semana después del atentado del 11 de septiembre y encontré a Lee muy alterado por los sucesos. Acababa de llegar de Nueva York, adonde había viajado para visitar a unos amigos que vivían en Tribeca, y era evidente que la noche anterior no había pegado un ojo. Por mi parte, estaba afectado por un intenso jet lag, de modo que nuestro encuentro fue muy peculiar.
Fuimos a un bar, pedimos vino y cerveza, y nuestra conversación se desenvolvió como si alguien nos hubiera apretado el botón de «rebobinar», porque volvíamos una y otra vez sobre los mismos comentarios acerca de los acontecimientos. La situación era tan ridícula que al final nos obligamos a hablar de física, única empresa aparentemente lógica en un mundo de dementes. De hecho, eso nos apaciguó.
Los dos estábamos tan cansados que por momentos cabeceábamos de sueño. En circunstancias tan poco favorables, tuvimos la inspiración final, algo realmente hermoso[66].
Lee estaba tan complacido con los resultados obtenidos que quiso presentarlos a Nature, pero le dije que yo había adoptado una política de bloqueo con respecto a esa revista, que me negaba a presentar artículos allí hasta que no le extirparan los órganos genitales al editor de la sección cosmología. Lee se echó a reír y sugirió entonces que publicáramos en Physical Review. Al pasar, me contó que en uno de sus artículos editoriales, Nature había criticado a Physical Review porque no publicaba investigaciones innovadoras, de suerte que en ese momento había cierta rispidez entre las dos revistas. Nos reímos bastante de la situación, de la insensata autocomplacencia de gente inútil que canta su canto de cisne en un mundo que ya no le presta ninguna atención.
Por fin, el paper fue aceptado en la sección de cartas —Physical Review Letters— después de las vicisitudes habituales, pero son cosas sin importancia; lo que realmente importa es que tanto Lee como yo seguimos hasta el día de hoy explorando nuestra teoría y analizando la explosiva combinación de la VSL y la gravedad cuántica.
A diferencia de la teoría de las cuerdas o la gravedad cuántica de bucles, nuestra teoría no pretende ser definitiva y supone desde un principio que la ignoramos. Sin embargo, consigna en términos muy simples los supuestos que cualquier teoría coherente podría tener que adoptar. Por otra parte, ese modesto enfoque implica algunas predicciones que serán observables en el futuro. ¿Será posible verificarlas pronto? A mi parecer, falta aún un puente entre la gravedad cuántica y la experimentación, por frágil que sea. Lo necesitamos desesperadamente.
Nadie sabe en qué puede acabar nuestro trabajo, pero quiero terminar con una última historia: el misterio de los rayos cósmicos de ultra alta energía. Recordemos que los rayos cósmicos están constituidos por partículas, digamos por protones, que se desplazan a través del universo con enorme velocidad y que son, por lo general, resultado de cataclismos astrofísicos como la explosión de estrellas, las supernovas, o de catástrofes aún más grandes que todavía no comprendemos cabalmente. El rango de energías que cubren los rayos cósmicos es muy dispar, aunque durante años se ha dicho que debe existir un tope, una energía máxima por encima de la cual no deberían observarse rayos cósmicos.
La razón es muy sencilla. En su travesía por el universo, los rayos cósmicos chocan con fotones pertenecientes al mar de radiación cósmica de fondo que todo lo impregna. Son fotones muy fríos, de energía muy baja, que reciben el nombre de fotones blandos. No obstante, si alguien pregunta cuál es su aspecto desde el punto de vista del protón del rayo cósmico, hay que decir que, desde esa perspectiva, tienen mucha energía. Se trata de una de las predicciones de la relatividad especial, producto de un sencillo cálculo a partir de las transformaciones de Lorentz.
Cuanto más rápido (es decir, más energético) sea el rayo cósmico, tanto más duros y más energéticos serán, desde su punto de vista, los fotones de la radiación cósmica. Por encima de cierta energía, para los protones de los rayos cósmicos, esos fotones tendrán energía suficiente para arrancar elementos de su interior produciendo otras partículas que se llaman mesones. Durante ese proceso, el rayo cósmico original cede parte de su energía al mesón. Por consiguiente, se recorta toda energía que esté por encima del umbral necesario para producir mesones.
Lo desconcertante en esta materia es que se han observado concretamente rayos cósmicos con una energía superior, anomalía que, en apariencia, nadie está en condiciones de explicar. Sin embargo, un momento de reflexión indica que para calcular la energía de los fotones tal como ésta se presenta ante el rayo cósmico, es necesario hacer una transformación de Lorentz. Toda la argumentación supone el uso de las leyes de la relatividad especial para elaborar la perspectiva del protón. Podría suceder que esas leyes fueran erróneas, como sugerimos Lee Smolin y yo (así como Amelino-Camelia y otros antes que nosotros).
¿Se trata de la primera contradicción entre las observaciones y la relatividad especial y, tal vez, de una evidencia adicional a favor de la VSL? ¿Acaso es éste el primer atisbo de un fenómeno gravitatorio cuántico?
Es muy difícil resumir la situación de la teoría de la velocidad variable de la luz al término de este libro, porque se trata de algo que está aún en el ojo de la tormenta científica. En la actualidad, es un rótulo que abarca muchas teorías diferentes que, de una manera u otra, sostienen que la velocidad de la luz no es constante y que es necesario revisar la teoría especial de la relatividad. Algunas de ellas niegan la relatividad del movimiento —por ejemplo, el modelo que Andy y yo propusimos en los comienzos—, pero otras no. Algunas sostienen que la velocidad de la luz varía en el espacio-tiempo, como la teoría de Moffat y mi teoría invariante ante transformaciones de Lorentz; otras dicen que la luz se desplaza con velocidades distintas según su color, como las teorías que desarrollé con Stephon y Lee. También es posible combinar algunas de ellas y obtener una teoría en la cual c varía en el espacio-tiempo y, además, con el color. Unas cuantas teorías de la velocidad variable de la luz fueron producto de modelos cosmológicos, otras surgieron de teorías acerca de los agujeros negros y otras aun fueron una respuesta al problema de la gravedad cuántica.
Y sólo he enumerado una pequeña muestra. En los archivos web que suelen consultar los físicos se ha acumulado ya una enorme bibliografía sobre el tema, al punto que no hace mucho me pidieron que hiciera una larga reseña de todas las ideas relativas a la VSL propuestas hasta este momento. Espero que sea un signo de madurez y no de senilidad.
El motivo de tanta diversidad es que no sabemos cuál de todas esas teorías es correcta, si es que alguna lo es. También existen cientos de modelos inflacionarios, situación que no se modificará hasta que se hallen pruebas fehacientes de la inflación. Sin embargo, la situación de las teorías VSL es distinta porque, a diferencia de las teorías inflacionarias, tienen mucho que decir sobre la física en general, afirmaciones que pueden someterse a prueba aquí y ahora. No se trata de una antiquísima pirueta del universo primigenio: la VSL debería ponerse de manifiesto en sutiles efectos accesibles a la física experimental en forma directa. El ejemplo más evidente de ello son las observaciones sobre la variabilidad de alfa que realizaron Webb y sus colaboradores, pero la actual aceleración del universo podría ser otro indicio revelador con respecto a las teorías que predicen variaciones de c en el espacio-tiempo.
Hasta ahora, las relaciones de la teoría VSL con el campo experimental se limitan a confirmar observaciones, aunque mi trabajo actual está consagrado fundamentalmente a predecir fenómenos. No hay mejor manera de sellar la boca de los escépticos que predecir un efecto nuevo y luego verificarlo experimentalmente. En este sentido, John Barrow, Havard Sandvik —que es uno de mis doctorandos— y yo mismo nos hemos esforzado por mostrar que el valor de alfa también debería ser diferente cuando se lo mide a partir de líneas del espectro de estrellas compactas o de los discos de acreción de los agujeros negros. Si se consiguiera observar este efecto, tendríamos un argumento espectacular para reivindicar la teoría de la velocidad variable de la luz. También hemos descubierto que algunas teorías que compiten con la VSL y pueden explicar los resultados de Webb implican pequeñas violaciones del principio de Galileo, según el cual todos los objetos caen de la misma manera. Se ha ideado un experimento satelital (llamado step) que permitiría refutar fácilmente esas teorías alternativas que atribuyen las variaciones de alfa a la variabilidad de la carga del electrón, en lugar atribuirla a la variabilidad de c. Aguardamos con impaciencia los resultados de esas observaciones.
Por su parte, los rayos cósmicos ultraenergéticos (y otras anomalías similares que han descubierto los astrónomos) pueden aportar conocimientos sobre las teorías que predicen la variabilidad de c con el color. Esas teorías implican otros fenómenos nuevos, como la corrección de la fórmula E = mc2, de la cual ya hablé. Cada vez que me cruzo con una predicción nueva, me apresuro a buscar a los físicos experimentales que podrían comprobarla. Lo más frecuente es que me contesten que estoy loco y que no es posible medir efectos de tan pequeña magnitud con los recursos actuales. No obstante, soy más optimista que ellos y abrigo la inconmovible convicción de que los físicos experimentales son mucho más ingeniosos de lo que creen. Tal vez no esté lejos el día en que se confirme la teoría de la velocidad variable de la luz.
Además, ¿cuál es el problema si resulta errónea? Es muy gracioso comprobar que algunos colegas —una minoría, para ser justos— están desesperados por ver a la teoría desmoronarse. Es gente que nunca tuvo agallas para intentar siquiera encontrar algo nuevo por su cuenta. Es triste, pero algunos científicos jamás se apartan demasiado de los caminos trillados, sea en la teoría de las cuerdas, la cosmología inflacionaria, la teoría de la radiación cósmica o el trabajo experimental. Evidentemente, para ellos, algo tan temerario como la VSL es una afrenta a su amor propio, de modo que necesitan verla fracasar. Pero se equivocan. Si la teoría es errónea, haré nuevos intentos con algo más radical todavía, pues el único motivo por el cual vale la pena hacer ciencia es, precisamente, la aventura de perderse en la jungla.
De más está decir que esa gente negará de inmediato sus comentarios anteriores y comenzará a trabajar en el nuevo campo si se confirma la teoría. Son personas que siguen las modas, que apuestan sobre seguro y llevan una vida fácil, premiada con generosidad por los organismos que aportan fondos y el establishment científico. En una ocasión John Barrow dijo que cualquier idea nueva pasa por tres etapas ante los ojos de la comunidad científica. Etapa 1: es una estupidez y no queremos oír hablar del asunto. Etapa 2: la teoría no es errónea, pero carece de importancia. Etapa 3: es el descubrimiento más deslumbrante de la ciencia y nosotros lo hicimos antes. Si nuestra teoría es correcta, no faltarán detractores actuales que tergiversen la historia y proclamen que han estado entre los primeros en proponerla.
Con igual certeza puedo decir que entonces ya estaré embarcado en alguna otra aventura intelectual.