6. UNA ORGÍA DE ANFETAMINAS

A fines de la década de 1970, la cosmología era una especie de broma. Los físicos particulistas habían avanzado como nunca en la explicación de la estructura de la materia aislando partículas fundamentales y determinando los campos que intervenían en sus diversas interacciones. Se construían aceleradores cada vez más potentes, en cuyo interior los físicos podían generar tremendas colisiones que permitían comprobar sus teorías. Esas máquinas enormes absorbían gigantescas sumas del erario público, pero todos pensaban que era dinero bien gastado porque los resultados eran excelentes: las teorías eran coherentes (en su mayor parte) y los experimentos que se llevaban a cabo en los aceleradores las ratificaban con firmeza.

Sin embargo, cuando los físicos intentaban engarzar ese enorme corpus de conocimientos que era la física de partículas con la teoría del big bang, sólo obtenían resultados sin sentido. En principio, la combinación debía arrojar algo con sentido que era, incluso, una necesidad lógica, porque el abrasador universo primigenio debía actuar como un poderosísimo acelerador de alta energía. Por consiguiente, en esos primeros instantes del universo debían haberse generado nuevas partículas, tal como se generaban en las colisiones de gran energía de los aceleradores. No obstante, la realidad no era tan prolija.

Los cosmólogos estaban especialmente interesados en un tipo de partícula, el monopolo magnético, invisible aún para los aceleradores, pero previsible a partir de ideas fundamentales que se habían verificado en ellos. Según las teorías, el universo primigenio debió producir monopolos, pero ¿fue prolífico en ellos? Además, ¿habrán decaído los monopolos una vez generados? Si no fue así, ¿existirían reliquias, vestidos de monopolos diseminados a nuestro alrededor, listos, por así decirlo, para que los descubriéramos?

Estas preguntas descansan sobre un razonamiento lógico que tenía sus raíces en el descubrimiento de los rayos cósmicos, realizado en la década de 1930. Los rayos cósmicos están constituidos en su mayor parte por partículas producidas en nuestra galaxia que tienen una energía muy inferior a la de los monopolos magnéticos[22]. Sin embargo, su energía superaba holgadamente el rango al que podían acceder los aceleradores existentes en el momento de su descubrimiento. Por ese entonces, Paul Dirac, que trabajaba en Cambridge, acababa de predecir la existencia de la antimateria, pero era imposible generarla en los aceleradores de la época. La antimateria fue detectada por primera vez en los rayos cósmicos, muchos años antes de que fuera posible generarla en la Tierra.

La lección era clara: a veces, no era necesario que los físicos particulistas recurrieran a aceleradores de alta energía para generar nuevas partículas; les bastaba con mirar el cielo, que les regalaba por pura cortesía una lluvia de partículas dotadas de gran energía. Quizá se pudiera usar la misma artimaña para observar energías más altas aún que las de los rayos cósmicos, utilizando las etapas iniciales del universo como un gigantesco acelerador capaz de producir partículas que todavía no se podían generar en la Tierra, como el monopolo magnético.

El interrogante fundamental, empero, se refería a la abundancia de esas reliquias del pasado. Comenzó ahí una verdadera pesadilla, porque apenas los físicos intentaron cuantificar el problema, los resultados no tuvieron ningún sentido. Según los cálculos, la abundancia de monopolos provenientes de esa etapa inicial y abrasadora del universo era tan grande que el universo entero debería estar constituido por monopolos magnéticos. Seguramente, había un error, ya sea en la física de partículas o en la cosmología del big bang.

Dadas las circunstancias, los hombres de ciencia se sintieron algo perdidos. Se hallaban frente a dos teorías que habían cosechado grandes triunfos, cada una de las cuales funcionaba muy bien dentro de su respectivo dominio. Según la lógica, tenían que superponerse en algún lugar, pero siempre que las combinaban, los resultados eran absurdos. Tal vez no deba sorprendernos que, en el clima que se vivía en la década de 1970, se echara toda la culpa del cataclismo a la cosmología. Se decía en aquel entonces que la «cosmología no era compatible con la física de partículas», lo cual tácitamente implicaba que nadie debía tomarla en serio.

Parecía que dos dioses distintos y enemigos hubieran creado el universo.

A fines de esa misma década, el joven Alan Guth trabajaba en el ortodoxo campo de las partículas y no debería haber perdido tiempo en la cosmología. Pero las cosas no andaban del todo bien en la carrera de Guth; había escrito varias memorias científicas pero casi nadie conocía su trabajo. Hoy en día, el propio Alan reconoce que sus primeros artículos carecen casi totalmente de importancia.

Por consiguiente, se acercaba para él ese momento de la carrera en que un físico pasa a formar parte del plantel permanente de la academia (en la jerga, obtiene un «cargo titular») o lo despiden sin más trámite. Esta impiadosa situación suele plantearse con mayor frecuencia cuando el profesional apenas supera los 30 años y no es muy conocido fuera del ámbito de la física. No obstante, los hechos suceden más o menos así: una hermosa mañana, el mercado de trabajo temporario cierra sus puertas para el físico que ya no es tan joven, y si éste no ha conseguido un cargo titular para ese entonces, lo más probable es que se vea obligado a trabajar en el mundo de las finanzas sintiéndose frustrado por el resto de su vida.

Puesto que las publicaciones de Alan hasta entonces no habían tenido demasiado eco, no podía esperar nada bueno, al punto que uno puede percibir cierto tono de desesperación en sus relatos posteriores sobre esa época sombría. Sin embargo, la gente suele hacer cosas imprudentes cuando se la arrincona. Alan tomó una decisión radical que habría de terminar en el descubrimiento de la inflación: se dedicó a la «cosmología de partículas», nombre que recibió después ese campo recién inaugurado. En ese momento, él no sabía nada de cosmología y decidió cambiar de rumbo eligiendo una especialidad que los físicos evitaban como si fuera la peste. Para empeorar las cosas, se puso a trabajar de inmediato en el problema del monopolo magnético.

Alan tenía un colaborador, Henry Tye, con quien abordó el problema de una manera no convencional. Comenzaron por buscar en la física de partículas modelos que no implicaran un universo superpoblado por monopolos magnéticos. Aparentemente, se trata de un enfoque ingenuo, pero no lo parece cuando lo contemplamos con más atención. La línea lógica de su razonamiento seguía la dirección contraria a las tendencias en boga: utilizaban la cosmología para indagar la física de partículas, como si la cosmología fuera una ciencia fiable. Siglos antes y en otro lugar, la Inquisición se habría interesado por ellos.

Para llevar a cabo su plan, tenían que estudiar en detalle el proceso de generación de monopolos magnéticos, lo que implicaba especializarse en un campo especial de la física de partículas, las transiciones de fase, procesos que generaron los monopolos magnéticos en las etapas iniciales del universo. Todos conocemos transiciones de fase en el caso del agua, que puede estar en estado sólido (hielo), líquido (lo que obtenemos cuando abrimos una canilla) o gaseoso. Estas tres versiones del agua se conocen habitualmente con el nombre de fases: modificando la temperatura es posible desencadenar una transición de fase. La conversión de agua en vapor —también conocida como ebullición— y de agua en hielo —conocida como congelación— son ejemplos de transiciones de fase.

Los monopolos magnéticos se generaron mediante transiciones de fase que afectaron el material constitutivo de las partículas fundamentales, sólo que esas transiciones se produjeron a temperaturas de fusión que expresadas en grados se escriben con un 1 seguido de 27 ceros. La hipótesis de la existencia de esas transiciones de fase formaba parte indisoluble de las fructíferas teorías de la física de partículas que estaban en vigencia. Por otro lado, no es posible alcanzar esas temperaturas en un horno, ni siquiera en el más potente acelerador de partículas, de modo que no cabe suponer que alguien pueda jamás descongelar semejante «hielo». No obstante, si uno tomaba en cuenta un período suficientemente próximo al big bang, el universo en expansión podía ser el tipo de horno capaz de generar condiciones tan extremas. El universo en expansión se enfría a medida que va envejeciendo, de modo que en sus comienzos debió ser muy caliente.

Como otros que trabajaron antes en el tema, Alan y Henry descubrieron, más precisamente, que el universo debió tener una temperatura más elevada que la necesaria en el período comprendido entre el big bang y 0,(19 ceros y un uno) segundos. Por consiguiente, en ese entonces, el material «sólido» de las partículas debió ser algo similar a «lava líquida». A medida que el universo se expandía y disminuía su temperatura, ese «líquido de partículas» primordial se fue congelando y constituyendo las partículas que conocemos. Según esta analogía, los monopolos magnéticos son como diminutas bolsas de vapor que el lector puede comparar con la niebla. Es lo que ha quedado de esa etapa de altísima temperatura, encerrado hoy en minúsculos núcleos. La cuestión es que la niebla primordial se parecía más a una emulsión de macizas balas de cañón. ¿Era posible evitar un universo ocupado totalmente por un espeso magma de monopolos superpesados?

Después de muchos ensayos y errores, Alan y Henry hallaron una salida. Descubrieron que en algunos modelos particulistas el universo se «super-enfriaba». Explicaré someramente el sentido de esta expresión: tomando agua muy pura, es posible disminuir progresivamente su temperatura por debajo del punto de congelación. De hecho, incluso es posible obtener agua super-enfriada por debajo de los −30° C. El líquido superfrío es sumamente inestable, de modo que el más tenue movimiento causa una explosión de cristales de hielo. En la naturaleza es posible encontrar agua y otros líquidos superfríos. Por ejemplo, la sangre de las ardillas árticas en hibernación puede enfriarse hasta −3 grados sin congelarse. Desde luego, sigue circulando, puesto que es un líquido, pero la menor perturbación puede causar su congelación y la muerte del animal, motivo por el cual no hay que molestar a las ardillas cuando hibernan.

En la física de partículas puede producirse un proceso similar. Alan y Henry sostuvieron equivocadamente que el super-enfriamiento eliminaba el peligro de la superpoblación de monopolos[23]. Escribieron un artículo en el cual exponían su descubrimiento. Este artículo, pese a errores fundamentales, tuvo «efectos secundarios» que desencadenaron una revolución en la cosmología. En realidad, cuando estaban a punto de presentarlo, sucedieron dos cosas que terminaron en el descubrimiento inesperado del universo inflacionario.

En primer lugar, Henry abandonó el barco y Alan quedó librado a sus propios recursos. A decir verdad, son muy pocos los que saben a ciencia cierta que algo importante se aproxima, pero Henry estaba además sometido a muchas presiones para que dejara de trabajar en semejantes tonterías. Cuenta Alan que, por esa época, Henry había solicitado un ascenso y que uno de sus superiores le comentó que su trabajo sobre los monopolos era demasiado «esotérico» para fundamentar una promoción. Henry cometió entonces un error capital: escuchó lo que le decía un científico de más rango que tenía poder de decisión sobre su carrera cuando, en principio, deberíamos suponer siempre que esa gente es algo senil. Así pues, abandonó el extraordinario trabajo que venía desarrollando con Alan en una etapa decisiva.

Sin duda, Alan debe haber padecido presiones similares, si no peores. Con el tema de los monopolos, no sólo ponía en peligro su promoción, sino que estuvo a punto de acabar con su carrera científica. No obstante, librado a sí mismo, cometió la insensatez de proseguir. En Portugal hay un dicho popular que viene al caso: «Es lo mismo perder una carrera por cien metros que por mil». La carrera de Alan estaba ya tan descarrilada en ese momento que le daba igual continuar con un tema tan «esotérico» hasta el final.

Un asunto importante que no se había estudiado todavía era todo lo relativo a las propiedades gravitatorias de la materia superfría, cuestión que Henry había planteado poco antes de levantar campamento. Alan se propuso analizar qué tipo de gravedad surgía de una forma de materia tan insólita.

Al llegar a ese punto, hizo un descubrimiento asombroso: el material superfrío de sus teorías tenía una tensión tal que su efecto gravitatorio sería repulsivo, es decir: ¡se comportaba de manera similar a la constante cosmológica! Su comportamiento no era exactamente el mismo que el de Lambda, sino que parecía una Lambda temporaria que sólo actuaba cuando el universo estaba superfrío.

Una vez más, el más grande error de Einstein volvía a aparecer.

A diferencia de lo sucedido con Henry, a Alan no lo engañó el instinto. Se dio cuenta de que había hecho un descubrimiento que daba señales inconfundibles de ser toda una revolución. El entusiasmo lo dominó, y al día siguiente corrió a contarle sus deducciones a un colega eminente. Tal vez no deba sorprendernos saber que el otro recibió la noticia con frialdad y que su respuesta fue el siguiente comentario: «Lo increíble, Alan, es que nos pagan por esto». Evidentemente, Henry no era el único que no podía ver el extraordinario alcance de la nueva idea.

Es significativo que Alan haya pasado por alto esos comentarios y esas reacciones, de modo que llegó a un descubrimiento más asombroso todavía: ¡el universo superfrío, con su constante cosmológica temporaria, resolvía casi todos los enigmas cosmológicos! Por fin, los dos dioses enemigos —la física de partículas y la cosmología— se habían dado un abrazo. Según todas las apariencias, la física de partículas era el eslabón perdido necesario para explicar los más grandes misterios del big bang.

En realidad, en esta teoría, el universo superfrío tiene sólo una aventura pasajera con la constante cosmológica, un amorío efímero con el error más grande de Einstein, travesura de primera juventud que Alan bautizó con el nombre de inflación. No es una expresión caprichosa, pues alude al hecho de que la constante cosmológica ejerce una repulsión gravitatoria y causa una expansión sumamente rápida del universo, de suerte que el impulso hacia afuera acelera la expansión en lugar de desacelerarla como ocurriría en el caso de la gravedad habitual, que ejerce atracción. Por consiguiente, el tamaño del universo aumenta enormemente durante ese breve episodio de su vida (así como las distancias entre los objetos arrastrados por la expansión cósmica). De ahí, el término inflación: en el período en que la materia fría domina en el universo, el tamaño de éste aumenta tan velozmente como el de un globo que se infla.

En realidad, la inflación actúa como si se administrara al universo bebé una dosis enorme de velocidad. La unión superfría de esos dos dioses enemigos fue ungida con anfetaminas, de modo que el universo se infló súbitamente, en lugar de meramente expandirse. Esa primitiva orgía expansiva del universo llega a un final abrupto apenas el magma de partículas superfrías se congela. Entonces, retorna la normalidad burguesa, el proceso recupera su nombre habitual de hot big bang y la expansión desacelerada vuelve a su curso normal.

No obstante, ese amorío de juventud con el error más grande de Einstein tiene consecuencias importantísimas para la vida posterior del universo. En la misma noche interminable en que concibió la idea del universo inflacionario, Alan descubrió también que, con la inflación, las inestabilidades habituales del modelo del big bang desaparecían. En lugar de un paseo por una cuerda floja, la planitud se transformaba en un valle ineludible por el cual tenía que transitar el universo inflacionario. Los horizontes se abrían y permitían que todo el universo observable se pusiera en contacto, reuniendo en una bella totalidad lo que antes parecía un infame mosaico de islas desconectadas. Una vez separado de la fase inflacionaria, el «ajuste» del universo era tan bueno que podía caminar por la cuerda floja sin caerse. La inflación resolvía todas las inestabilidades de la teoría del big bang. Los enigmas de la esfinge estaban a punto de resolverse.

Para explicar por qué la teoría de la inflación resuelve el problema del horizonte, debo empezar por confesar que hasta ahora he simplificado el problema. Como disculpa, debo decir que a menudo las simplificaciones son inevitables si uno pretende explicar la física sin recurrir a las matemáticas. Por otra parte, la versión que he dado del problema del horizonte es cualitativamente correcta para los modelos del big bang e, incluso, para los modelos de la velocidad variable de la luz. No obstante, no se ajusta a la expansión inflacionaria, porque en ese caso se pone en juego una sutileza. Se hace evidente entonces que al definir la distancia del horizonte hemos dejado de lado la interacción entre la expansión y el movimiento de la luz. Si prestamos a ese detalle la atención que le corresponde, allanaremos el camino hacia la solución inflacionaria del problema del horizonte.

Recordemos que el problema del horizonte surge porque, en cualquier momento dado, la luz —y por consiguiente cualquier interacción— sólo puede haber recorrido una distancia finita a partir del big bang. En consecuencia, en su más tierna infancia, el universo está fragmentado en horizontes, regiones que son invisibles entre sí. Ese mosaico de horizontes desconectados causa una enorme irritación en los cosmólogos, pues impide dar una explicación física, es decir, una explicación de ciertos fenómenos fundamentada en interacciones físicas, como la uniformidad del universo.

Nos gustaría que esa homogeneidad cósmica fuera consecuencia del contacto de todas las regiones del universo, de modo que la temperatura se equilibrara en una suerte de mar homogéneo. En cambio, en sus comienzos, el universo está dividido en una multitud de regiones que no tienen ningún contacto entre sí. En el marco de la teoría estándar del big bang, la homogeneidad sólo se puede alcanzar mediante una sintonía fina del estado inicial del universo, es decir, disponiendo minuciosamente las cosas de modo que esas regiones aisladas estén dotadas de las mismas propiedades. Es una solución sumamente artificiosa y, en el fondo, no se trata de una explicación sino de una confesión encubierta de la derrota.

Ahora bien, ¿qué tamaño tiene el horizonte exactamente? Dijimos que el radio del horizonte es igual a la distancia recorrida por la luz desde el big bang. Conforme a los cálculos más directos, esa definición significa que en un universo de un año de edad, el radio del horizonte es un año luz: la distancia que recorre la luz en un año. ¿Será verdad?

La respuesta es no, precisamente por esa sutileza que he mencionado hace un rato. Recorrer un universo en expansión acarrea una sorpresa: la distancia desde el punto de partida es mayor que la distancia recorrida concretamente, por la sencilla razón de que la expansión «estira», por así decirlo, el espacio que se va recorriendo. Hagamos una analogía. Pensemos en un vehículo que se desplaza a 100 km por hora durante una hora. Transcurrido ese tiempo, habría recorrido 100 km, pero, si entretanto el camino se ha estirado, la distancia medida desde el punto de partida será mayor que 100 km.

Podemos imaginar también una autopista cósmica construida sobre una Tierra que se expandiera muy rápidamente. Según el cuentakilómetros, en un viaje de Londres a Durham se habrán recorrido unos 480 km, pero la distancia real entre las dos localidades al final del viaje podría ser de 1.400 km.

Análogamente, en un universo de 15.000 millones de años, la luz habrá recorrido 15.000 millones de años luz desde el big bang. Sin embargo, su distancia al punto inicial sería de aproximadamente 45.000 millones de años luz. Haciendo los cálculos como se debe, esas son las cifras que se obtienen, o sea que, como resultado de este peculiar efecto, el tamaño actual del horizonte es el triple del que esperaríamos con un razonamiento ingenuo.

Este hecho no modifica la esencia del efecto horizonte en los modelos del big bang. Desde luego, el horizonte es más grande, pero se puede demostrar que aun así su tamaño aumenta con el tiempo, elemento clave del problema. Así, en comparación con su tamaño actual, el horizonte fue muy pequeño en el pasado y podemos aun llegar a la conclusión de que vemos los objetos muy lejanos, como fueron en un pasado remoto, cuando el horizonte era mucho más pequeño. Por consiguiente, podemos hallarnos fuera del horizonte de otra región y viceversa. De modo que la homogeneidad observada del universo pretérito y lejano sigue siendo inexplicable, porque sus múltiples regiones no pudieron estar en contacto, tengamos en cuenta o no este efecto que «triplica» las distancias[24].

Sin embargo, lo que venimos diciendo es verdad en el contexto de una expansión normal, desacelerada. Toda la argumentación se viene abajo si consideramos una expansión acelerada o inflacionaria, pues en tal caso, en lo esencial, la distancia recorrida por la luz desde el comienzo de la inflación se vuelve infinita. La expansión es tan veloz que su efecto de estirar la distancia ya recorrida supera el movimiento de la luz. Por esa razón, se dice a veces que la expansión inflacionaria —o acelerada— es una expansión superlumínica, expresión vivida aunque no totalmente correcta. La cuestión radica en que, cuando hay expansión «con anfetaminas», la luz recorre una distancia finita pero la expansión es «más veloz que la luz» y estira infinitamente la distancia que separa el rayo de luz de su punto de origen.

Por consiguiente, la inflación abre los horizontes. Antes de la inflación, la totalidad del universo observable hoy en día era una porción diminuta del universo que estaba en contacto causal. Regiones aparentemente disociadas pudieron estar en comunicación y alcanzar una temperatura homogénea, así como la mezcla de agua fría y agua caliente genera una masa de agua uniformemente tibia. Durante el período de inflación, esa porción diminuta y homogénea se transformó en una región inmensa, mucho más grande que los 45.000 millones de años luz que podemos ver hoy. El problema del horizonte se nos presenta solamente cuando trasladamos la expansión debida al modelo estándar del hot big bang hacia el pasado, hasta el mismo instante cero. En cambio, si introducimos un breve período de expansión inflacionaria en la vida primigenia del universo, el problema del horizonte queda resuelto.

El problema de la planitud fue la víctima siguiente.

Ya hemos visto que la constante cosmológica tiene propiedades extravagantes, muy distintas de las que poseen los materiales corrientes que encontramos a diario. Primero y principal, ejerce un efecto gravitatorio de repulsión, algo realmente insólito. Segundo, tiene otra característica fuera de lo común: su densidad de energía no merma con la expansión, permanece constante.

Las formas habituales de materia se «diluyen» si las colocamos en un recipiente que luego se expande, porque el contenido se difunde por todo su interior, ley que se cumple por igual para los copos de maíz y para el polvo cósmico. Si tomamos 1 metro cúbico que contiene 1 kilogramo de polvo cósmico y duplicamos su volumen, la densidad se reduce a la mitad. Todavía tenemos 1 kilogramo de polvo que ahora ocupa el doble de volumen, de modo que su densidad es 0,5 kilogramo por metro cúbico.

No sucede lo mismo en el caso de Lambda: dadas las mismas circunstancias, obtendríamos una densidad de 1 kilogramo por metro cúbico aunque estuviéramos frente a un volumen de 2 metros cúbicos, y, por algún motivo, acabaríamos con 2 kilogramos aunque al principio sólo teníamos uno. Un recipiente de Lambda contiene la misma cantidad de kilogramos por metro cúbico aunque su volumen se duplique; por consiguiente, contiene el doble de la masa o la energía inicial.

Está insólita propiedad, como hemos visto, se debe a que Lambda es un material muy tenso, de modo que la energía del mar de Lambda aumenta de la misma manera en que una banda elástica de goma acumula energía cuando se la estira. No obstante, mientras que en el caso de la banda elástica el estiramiento significa un aporte muy pequeño a la energía interna, la tensión de Lambda es tan grande que la acumulación de energía compensa la «dilución» que genera la expansión. Esta última reduce la energía de Lambda, pero la tensión compensa exactamente esa reducción.

Precisamente, esa discrepancia entre el comportamiento de Lambda y el de la materia común y corriente nos llevó a formular el problema de la constante cosmológica. Un mínimo vestigio de Lambda no tardaría en producir un universo en el que no habría ninguna otra cosa, pues la expansión cósmica acarrearía una «dilución» de toda la materia normal, pero la densidad de Lambda seguiría constante. No mucho más tarde, no habría más que Lambda, señora del universo para toda la eternidad.

En algún sentido, el problema que plantea la constante cosmológica se parece al problema de la planitud. Los dos problemas son producto de las tendencias predominantes; en un caso, la curvatura, y en el otro, Lambda. Corresponde recordar que llamamos problema de la planitud a la inestabilidad del modelo de Friedmann. Habíamos visto que los modelos cosmológicos homogéneos pueden tener una geometría plana, ser esféricos o abiertos (también llamados seudoesféricos), y habíamos razonado que los modelos esféricos se curvarían cada vez más rápidamente hasta terminar cerrándose sobre sí mismos en un big crunch (gran colapso). Por el contrario, los modelos abiertos se abrirían cada vez más de modo que acabarían en un vacío estéril, desprovistos totalmente de materia. En cualquiera de los dos casos, la curvatura ejerce una suerte de dominio sobre la materia y el resultado sería algo muy distinto del universo en que vivimos.

Hasta aquí, no he hecho más que recapitular ideas que ya expuse. Ahora, llamaré la atención del lector sobre un asunto crucial que todavía no he mencionado. El problema de la planitud y el de Lambda tienen que ver con las tendencias antisociales de la curvatura y de Lambda, que procuran predominar sobre la materia común durante el transcurso de la expansión cósmica. Pero ¿qué sucede si hay una pulseada entre la curvatura y Lambda? ¿Cómo podrían interactuar el problema de la planitud y el de la constante cosmológica?

Alan Guth descubrió que uno de los dos villanos aniquilaría al otro: la imperiosa acción de la curvatura no sería un rival digno de la avasallante Lambda. Guth llegó a la conclusión de que un universo de geometría plana sólo resulta inestable por obra de la lucha entre la curvatura y la materia ordinaria. Enfrentada con Lambda, la curvatura perdería la batalla sin remedio, de modo que el resultado sería un universo de geometría plana (en el cual reinaría Lambda). Todo sucedería como si la curvatura también se «diluyera» por obra de la expansión, aunque a un ritmo más lento que el de la materia común. Así, la curvatura saldría ganando en la batalla contra la materia pero perdería la guerra frente a algo que no se reduce con la expansión, algo similar a la materia superfría o a la constante cosmológica.

Sin embargo, a diferencia de Lambda, la inflación no es una verdadera dictadura. La constante Lambda inflacionaria ejerce una parodia de dictadura y su dominio pronto acaba por voluntad propia cuando la materia superfría termina por «congelarse». La inflación es algo así como una constante cosmológica fingida, una Lambda transitoria que decae, transformándose en materia común cuando su tiempo se ha acabado. No obstante, mientras está en vigencia, ese símil de dictadura consigue eliminar violentamente a un enemigo menos poderoso: la curvatura. Finalizada esa tarea, se restablece la democracia y el dictador se convierte en materia común y corriente, o en radiación. Tal es la ingeniosa solución que ofrece la teoría inflacionaria para el problema de la planitud.

Para los lectores afectos a Omega, cociente entre la energía gravitatoria y la cinética durante la expansión, los procesos anteriores se pueden reformular diciendo que, cuando predomina Lambda, el valor Omega igual a uno ya no es inestable y se transforma en eso que los científicos han bautizado como atractor (véase la figura 1). Todo depende exclusivamente del hecho de que Lambda tiene una tensión elevadísima y, por consiguiente, no se reduce con la expansión.

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Figura 1: Un universo con Omega=1 se transforma en un atractor durante la inflación, de modo que la teoría inflacionaria resuelve el problema de la planitud.

Llegado a este punto, Alan recordó la conferencia de Dicke que había escuchado mucho antes. En su exposición, Dicke había dicho que el universo de un segundo de edad sólo podría haber sobrevivido hasta nuestros días si Omega estaba comprendido entre 0,99999999999999999 y 1,00000000000000001. Casi enseguida, calculó que una inflación bastante modesta reduciría la curvatura de tal modo que el universo de un segundo de edad podría exhibir un valor de Omega comprendido entre 0,(varias páginas cubiertas de nueves) y 1, (varias páginas cubiertas de ceros) con un 1 al final. La inflación era un método muy eficaz para anular la curvatura y aportaba el «ajuste» necesario para resolver el problema de la planitud.

Al terminar el período inflacionario, el universo superfrío decae y se transforma en la materia y la radiación normales del modelo hot big bang, la constante cosmológica deja de actuar y la desorbitada expansión alimentada por anfetaminas cede el paso a la expansión desacelerada estándar que caracteriza la gravedad atractiva. Se reanuda el curso normal del big bang, pero las peores pesadillas se han conjurado. Además, el hecho de que el universo sea homogéneo pese a los horizontes desconectados ya no es producto de una mera coincidencia, pues todos los horizontes fueron al mismo jardín de infantes. La inestabilidad propia de los modelos sensatos del big bang (los de geometrías planas) tampoco es fuente de preocupación. El período inflacionario consiguió la sintonía fina del universo; a la hora de su nacimiento, le aportó la estabilidad necesaria para que pudiera sobrellevar las «inestabilidades» de su vida posterior.

El único problema que la teoría de la inflación no consigue resolver, desde luego, es el de Lambda, pues, en alguna medida, toda la teoría descansa sobre la constante cosmológica. Pero, si además de la constante temporaria que aporta la materia superfría hubiera también una constante cosmológica permanente, la inflación no la eliminaría. Tanto en el caso de la Lambda real como la fingida, la densidad de energía permanece constante durante la inflación; su tasa es fija. De ahí que la existencia de una constante cosmológica genuina pueda amenazar el universo en cualquier momento posterior a la inflación.

Sin embargo, la batalla estaba ganada en todos los otros frentes. La audaz estrategia de Guth consistió en utilizar uno de los enigmas que entraña el big bang para resolver los otros, lo que, en algún sentido, era volver la esfinge contra sí misma. La esfinge quedó gravemente herida, aunque no derrotada del todo, si bien de ahí en adelante sólo podía esgrimir una única arma. Tal fue la notable hazaña de la teoría inflacionaria del universo.

Para terminar la historia de la teoría inflacionaria, agregaré que el universo superfrío de Alan Guth resultó un mero accesorio del verdadero paradigma inflacionario. Por diversas razones técnicas, la propuesta inicial de Guth entrañaba errores fatales, pero a quién le importa: él fue el autor de la idea, aunque no le dio su ropaje definitivo. Es deplorable que muy a menudo todo el crédito de una idea novedosa se lo llevan los que ajustan los últimos detalles en lugar de los que la concibieron. Lee Smolin expresó esa situación como una dicotomía entre «los pioneros y los granjeros», pues con frecuencia se atribuye a los «granjeros» todo el prestigio que implica el descubrimiento de un territorio desconocido. Por suerte, esa actitud desdichada no triunfó en el caso de la inflación, y el hombre que trazó los mapas del nuevo territorio cosechó la fama que merecía.

Sin embargo, si hemos de ser justos, los que siguieron los pasos de Alan hicieron mucho más que ajustar detalles. Los físicos emplearon varios años de arduo trabajo en eliminar los defectos de la propuesta inicial, de modo que el producto final contenía muchas novedades cualitativas con respecto al modelo de Alan. En esa tarea estuvieron empeñados Paul Steinhardt y mi futuro colaborador Andy Albrecht[25]. En ese entonces, Andy era sólo un estudiante de posgrado y, siguiendo la tradición ya instalada en la historia de la ciencia, el excelente libro de Alan Guth, The Inflationary Universe, está adornado con retratos de todos los científicos que intervinieron en el desarrollo de la teoría inflacionaria, excepto el de ese muchacho tan joven, Andy.

En la actualidad, en los modelos inflacionarios el super-enfriamiento ha sido reemplazado por mecanismos más efectivos que postulan un campo especial, el inflatón, capaz de generar un período de inflación cósmica y resolver todos los problemas cosmológicos (con la sola excepción de Lambda) sin tropezar con las dificultades que afectaron al primer modelo de Alan. Lamentablemente, nadie ha visto jamás un inflatón.

Para terminar, debo decir que nadie considera ya que el monopolo, que tanto preocupaba a Alan Guth en sus comienzos, sea un problema cosmológico. Una vez más, fue un paso accesorio en el camino hacia ideas más elevadas, pero lo irónico del caso es que la patología del monopolo se atribuye ahora a los modelos de la física de partículas y no a la cosmología. Francamente, quizás en el futuro veamos los enigmas cosmológicos como meros problemas accesorios. Estimularon la imaginación de los hombres de ciencia, pero las teorías del universo primigenio concebidas para resolverlos fueron mucho más trascendentes que las motivaciones iniciales. No hay duda de que esta afirmación es verdadera en el caso de la teoría inflacionaria, pero ésa es otra historia, que merece un libro aparte.

Terminaré este capítulo diciendo algo que a esta altura debe ser evidente para el lector: Alan no fracasó en su carrera como físico y no terminó calculando derivadas a destajo. Después de cierto escepticismo inicial, los científicos advirtieron pronto el potencial que encerraba su teoría. De hecho, la teoría se hizo célebre de la noche a la mañana, y mucho antes de que el artículo de Alan apareciera publicado, la mayoría de las universidades estadounidenses más prestigiosas se disputaban su persona para que formara parte del cuerpo académico. A esta altura, el lector habrá advertido probablemente que tengo inclinaciones algo anárquicas o que, al menos, me incomoda la camisa de fuerza que imponen las figuras académicas consagradas y que reduce tanto nuestra creatividad. Sin embargo, no soy demasiado quisquilloso al respecto: a veces (por mero accidente), las figuras consagradas hacen lo que debe hacerse, como lo prueba la exitosa carrera de Alan Guth después del alocado curso que siguió la teoría inflacionaria.

A medida que pasaban los años, la aceptación de su teoría entre los físicos continuó aumentando hasta que, por fin, la propia teoría inflacionaria se transformó en lo consagrado, al punto de convertirse paulatinamente en la única manera socialmente admitida de hacer cosmología: los intentos de soslayarla se descartan con frecuencia con el mote de desvaríos estrafalarios.

Pero no sucede así en las tierras de Su Majestad Británica, la reina Isabel II.