Capítulo 37
Loch Shiel
Elke Schultz entreabrió los ojos cuando la azafata, tocando levemente su hombro, le susurró que debía abrocharse el cinturón. Se frotó los ojos y miró adormilada a través de la ventanilla. El avión había descendido y volaba sobre un mar de campos verdes iluminados por el sol de comienzos de verano. Instintivamente palpó el estuche de su violín. Sonrió.
Pocos minutos más tarde el aparato aterrizaba en el aeropuerto de Edimburgo.
Una vez recogido el equipaje, la violinista recorrió la terminal buscando unos aseos apartados. Se encerró en uno de los lavabos y extrajo de su bolso de mano una pequeña polvera y una peluca. Cuando estuvo segura de su aspecto, entreabrió la puerta y fisgó. El lugar estaba desierto. Con parsimonia procedió a retocarse el maquillaje frente al espejo. Tras deslizar un carmín sonrosado por sus labios, ladeó el rostro con expresión satisfecha y salió escudándose tras unas oscuras y gruesas gafas de sol.
Se entretuvo comprando la prensa del día, un par de revistas, un mapa, chocolatinas y caramelos. Después, se plantó frente al mostrador de una agencia de alquiler de coches y retiró las llaves de un vehículo reservado semanas atrás.
Dos horas más tarde conducía por las carreteras secundarias del condado de Perth, en dirección a los highlands de Invernes. Echó un vistazo a su reloj. Bajó la ventanilla y encendió un cigarrillo. Un soplo de aire tibio y reconfortante golpeó su rostro. No pudo evitar comprobar su aspecto en el retrovisor, al tiempo que se cercioraba, una vez más, de que ningún coche la seguía.
A primera hora de la tarde llegó a Glenfinnan, en el extremo septentrional del lago Shiel. Detuvo el coche y consultó el mapa. Tomó la carretera en dirección a Lochaillort hasta dar, tres kilómetros más allá, con una pista forestal que parecía regresar en dirección a las marismas que había dejado a sus espaldas pocos minutos antes.
Apenas unas pocas casas, aisladas, salpicaban el paisaje.
Se detuvo frente a una granja situada al borde del camino. Alertada por la escandalera protagonizada por los perros, no tardó en asomar a la puerta una mujer de rostro orondo. Limpiaba sus manos en un amplio delantal.
La miró con evidente resquemor.
—¿Se ha perdido? —preguntó.
—Me parece que sí. ¿Este camino bordea el lago?
—¿El lago? Tras esa colina… —señaló—. ¿Adónde va?
—Busco la casa de la familia McCuish.
—¿McCuish? ¿De los MacFie, McDubhsith, o bien de los McDuffe?
—No lo sé.
—¡Ah, ya, sí! ¡Esa gente no son de esta parte de Escocia! ¡La abuela McCuish se instaló aquí en 1913, cuando murió mi bisabuelo! —explicó con un mohín de desdén en los labios—. Atienda, cuando encuentre el lago, siga el camino durante un kilómetro y verá una casa, grande, aislada, con granero, junto a una arboleda. Esos son los McCuish.
—Gracias.
Elke no tardó en dar con el lugar. Parecía desierto. Los postigos de las ventanas estaban cerrados, pero unas flores bien cuidadas, que parecían haber sido regadas la noche anterior, le dieron a entender que Simon Darden estaba allí.
El periodista apareció una hora después, caminando tranquilo por la orilla del lago.
—¡Elke! —exclamó con expresión maravillada—, ¡no te esperaba antes de un día o dos! ¡Déjame verte, Dios mío, estás preciosa!
Se fundieron en un largo abrazo.
—Me entran deseos de besarte —murmuró Darden embobado.
Ella se echó a reír. Desordenó los cabellos del periodista y le dio un breve beso en los labios.
—Date por besado —bromeó—. Me he liberado antes de lo que suponía de todos mis compromisos. Dime, ¿cómo estás?
—Muy bien.
—Tienes un aspecto excelente.
—¡Bah! Un poco desalmado, diría yo —afirmó palpando su barba de cuatro días—. Apenas salgo de aquí. Voy a Glenfinnan una o dos veces al mes, compro lo necesario y regreso.
—Ha pasado mucho tiempo, ¿verdad, Simon?
—Medio año.
—Es curioso, tengo la sensación de que todo ocurrió en una vida anterior.
—Me ocurre lo mismo.
—¿Tú crees que…?
—Sí, estoy seguro. Si todo va bien, esta noche.
Se quedaron en silencio. Mirándose fijamente con una sonrisa en los labios.
—Te he traído algo, un pequeño regalo.
—Me encanta recibir regalos.
—Es una tontería, pero te lo dedicaré con todo mi cariño. Espera.
Elke caminó hasta el coche, abrió el maletero y rebuscó en uno de los bolsillos de la maleta. Mostró orgullosa un disco.
—¿Me vas a regalar música?
—¡Mi música! ¡Serás uno de los primeros en escucharla, se pondrá a la venta en septiembre! Lo grabamos en marzo, en Sydney. Es realmente bueno.
Darden examinó la carátula. Elke aparecía recortada, con su Stradivarius, sobre una toma frontal de la Berliner Philarmonie al completo. El repertorio incluía varias piezas de Sibelius, Chaikovski y Prokofiev.
—¡Uf, pesos pesados!
—Para variar.
—Veo que tu violín ha sobrevivido.
—Sí. Un artesano, un lutier italiano, realizó el milagro. Halló la misma madera, la misma veta. Apenas se nota un pequeño círculo en la caja de resonancia. Dime una cosa, ¿crees que puedo quitarme ya esta maldita peluca? ¡Me estoy muriendo de calor!
Darden se carcajeó. Su risa resonó sobre la superficie del lago.
—¡Claro que sí, aquí no hay nadie!
—¿Ni siquiera un monstruo como el de Loch Ness?
—¿Un Nessie? ¡Ojalá! Teníamos uno, pero al pobre lo arponearon hace siglos —aseguró Simon divertido—. Anda, entremos en casa. Te prepararé algo de comer.
—Llevo todo el día comiendo chocolate.
—Pues entonces te serviré un whisky con hielo.
—Ésa es una buena idea. Por cierto, ¿sabes que tu apellido materno suena a marca de whisky?
—Luego te enseñaré el granero de la casa. Hay un viejo alambique oxidado. Mi abuela preparaba el mejor de los whiskys.
Darden invitó a Elke a pasar al interior. Corrió las cortinas y abrió las ventanas de par en par. Una corriente fresca y agradable comenzó a circular.
Elke paseó, entre curiosa y divertida, por la estancia principal. Sobre un par de largas mesas, ubicadas frente a una gran chimenea de piedra, se amontonaban carpetas, documentos, libretas de notas, papeles y fotos.
—¿Aquí está todo? —preguntó ella.
—Sí, aquí. Éstos son los documentos que reunió Eilert —explicó el periodista, rozando con los dedos una docena de gruesos archivadores dispuestos junto a un ordenador portátil—. Una bomba de relojería, de potencia incalculable: listas exhaustivas, identidades y nombres, cuentas bancarias y transacciones, registros y cartas que vinculan a los miembros de Thule con crímenes, injerencia, sabotajes, complots y asuntos turbios en los cinco continentes. He empleado incontables horas de trabajo en trazar un mapa exacto, preciso, de las actividades y forma de proceder de esa gentuza. Mi amigo John me ha ayudado, él ha digitalizado con paciencia todo este material.
—Me limitaré a ordenar un poco tu mesa —ironizó Elke, retirando varias tazas y un cenicero que amenazaba con desbordarse—. Los hombres sois un desastre. Siempre lo habéis sido. Más que esposas necesitáis madres. ¿Dónde está la cocina?
Darden sonrió. La llegada de Elke le hacía sentir una extraña felicidad. Llevaba demasiado tiempo solo, sin hablar con nadie.
Al atardecer, tras un plácido paseo por los alrededores, el periodista revisó la relación de mensajes listos para ser enviados. Más de un millar. Amontonados en la bandeja de salida del programa de correo.
Elke se entretuvo preparando una cena ligera. Después, se acomodó en un destartalado sofá con un viejo volumen de la Historia de Escocia en el regazo.
—Aquí se dice que en el siglo XIII tus antepasados lucharon contra Longshanks —murmuró Elke—. ¿Es cierto?
—¿Contra Eduardo I Piernas Largas? —preguntó divertido Darden—. No lo creo. Mi abuela aseguraba que dos miembros del clan McFie, de la isla de Colonsay, fueron compañeros de armas de William Wallace y Robert de Bruce, pero yo lo pondría en duda. Mi abuela era una mujer belicosa. Como buena escocesa despreciaba a los ingleses.
La luz de los faros de un coche se coló de forma sesgada a través de las cortinas de la estancia. El vehículo se detuvo a pocos metros de la casa. El golpe seco de una puerta al cerrarse y el sonido de unos pasos al hollar la gravilla de la entrada anunciaban la llegada de un visitante.
Alguien golpeó con los nudillos en el centro de la hoja.
Y el pomo comenzó a girar lentamente.