Capítulo 19


La Cruz Bajo La Antártida - I

—Fue un 19 de septiembre, hace algo más de seis años —rememoró Lang—. Yo estaba precisamente en Berlín ese día. Quería comprar unos libros de biología y visitar a un compañero de facultad. Llevábamos mucho tiempo sin vernos. No fue un encuentro muy feliz. A él le habían diagnosticado un cáncer de páncreas. Reparé en que perdía el cabello y me lo confesó. Estaba comenzando ese calvario de la quimioterapia.

—Sé lo que es eso. Un hermano de mi madre murió así. Siga.

—Pese a todo estaba de buen ánimo. Dimos un largo paseo hasta el Checkpoint Charlie, en la Friedrichstrasse, ya sabe, el lugar en el que durante la guerra fría americanos y rusos intercambiaban espías.

—Lo conozco.

—A los dos nos encantaban las películas de espías, las novelas de detectives, el cine negro… —aclaró con una sonrisa feliz Eilert—. En los días de universidad pasábamos la mayor parte de las tardes en el cine. No sé cómo logramos terminar la carrera. Pese a toda esa indolencia, él y yo fuimos los primeros de nuestra promoción. Luego, la vida y el trabajo nos separaron. Gracias a mi padre yo había conseguido un puesto en el laboratorio de una importante industria farmacéutica en Dortmund. Incluso tenía algo muy parecido a una novia. En general fue una buena época para mí. Algunos veranos regresaba a Noruega, al pueblo de mi padre, y me dedicaba a lo que más me ha gustado siempre, el trabajo de campo.

—¿Qué pasó ese día?

—Bueno, nada especial, Walther, mi amigo se llamaba Walther, murió hace algún tiempo. Me preguntó si me interesaba formar parte de una expedición científica internacional. Debido a su estado se veía obligado a declinar la oferta que le habían hecho. Una propuesta sumamente tentadora. Suponía mucho dinero, y también prestigio.

—¿Una expedición?

—Sí. La Millenium Research 2000, también conocida, de puertas adentro, como la Antartic Research —explicitó Lang—. Detrás de la iniciativa se encontraba un poderoso trust de industrias farmacéuticas, europeas y estadounidenses, y subvenciones de más de una docena de países, amén del beneplácito y el apoyo de departamentos de medio ambiente de algunas organizaciones y estamentos internacionales.

—Suena todo muy serio —comentó Elke en tono abúlico. Era evidente que el arranque de la historia de Rainer no encajaba con sus expectativas.

—En efecto. Tremendamente serio.

—Está hablando de una misión científica ¿en la Antártida?

—Sí. Exacto.

—¿Qué objetivo perseguía esa expedición?

—¿Le interesa la biología?

—La única biología que me interesa es la que me afecta directamente a mí.

—Entonces es mejor que no me detenga en ese punto, a riesgo de aburrirla —bromeó Eilert con desenfado—. Experimentos, mediciones, pruebas de laboratorio en condiciones extremas, comportamiento de células y microorganismos a bajas temperaturas, estudio de la capa de ozono y del habitat de algunas especies, análisis del hielo profundo… Todas esas cosas.

—¿Hielo profundo? ¿Qué es eso?

—El espesor medio del hielo en la Antártida es de unos dos mil metros sobre la plataforma rocosa, en muchas zonas alcanza los cinco mil —aseguró el biólogo—. El hielo profundo nos habla como un libro abierto. Midiendo los niveles de deuterio, uno de los isótopos del hidrógeno, podemos saber cómo eran las condiciones atmosféricas en este planeta hace miles de años y lo que ocurrió; resulta tan fiable como las pruebas de carbono 14 lo son en datación.

—Fas-ci-nan-te —silabeó Elke.

—No se burle, lo es casi tanto como diseccionar las tripas a una sinfonía de Mahler.

—¿Aceptó?

—Sí. Sin dudarlo. Llevaba muchísimo tiempo encerrado como un ratón, viviendo en laboratorios, de la mañana a la noche. Mi trabajo era reconocido y había recibido algunos premios importantes, pero necesitaba un cambio. Aire limpio. Pedí dos años de excedencia y me los concedieron.

—Y se fue a la Antártida con su microscopio.

—Bueno, tal y como usted lo expresa parece que la cosa consista en salir a la calle y coger un autobús —por primera vez Eilert Lang rió abiertamente—. No. No viajé al Polo Sur de inmediato. Pasé dos meses conociendo a los que iban a ser mis compañeros, en Tokio y en Nueva York. También en Austria, en los laboratorios de la firma Sandoz. El equipo se formó lentamente. Una cosa así no se improvisa de la noche a la mañana. Es necesario establecer un programa de trabajo; conjugar los intereses comerciales de los que ponen el dinero con lo que realmente importa desde un punto de vista meramente científico, aunque esos asuntos puedan no ser siempre rentables a corto plazo; definir qué experimentos se van a realizar; seleccionar minuciosamente el material. Entre instrumental, víveres, equipajes, vehículos y remolques, la Millenium Research 2000 arrastró más de veinte toneladas al ponerse en marcha.

—¿Cuántos chiflados integraban esa expedición?

Eilert volvió a reír. Era más que evidente que Elke Schultz tenía un sentido del humor acusado, una encantadora propensión a la ironía nacida de su carácter descreído, altivo.

—Nueve personas. Muy diferentes entre sí, como suele ocurrir en estos casos. Les recuerdo a todos, como si les estuviera viendo ahora mismo. Con algunos no trabé una excesiva amistad; con otros, curiosamente, me llevé bien desde el primer momento. Especialmente con un francés, de mi edad, aún más alto que yo, un tipo muy sarcástico llamado Stan Barets. Parecía un impresionista bajo los efectos de la absenta —recordó el noruego—. Llevaba siempre una petaca en el bolsillo, no se separaba nunca de ella. Era hombre de pocas palabras, pero cuando abría los labios resultaba demoledor. Imposible no reírse con él. Durante las semanas que pasé en Tokio, poco después, llegué a conocer bastante bien a Hatsuka, un investigador metódico y reservado, discreto hasta lo exasperante, muy protocolario. Ya sabe lo formales que pueden ser los japoneses. Aman el ceremonial por encima de cualquier otra cosa. Cuando nos presentaron se pasó la mayor parte del primer día saludándome. Me miraba como si yo fuera una eminencia, Darwin, o Pasteur…; en realidad él era mucho más brillante que yo y así se lo hice saber cuando al cabo de unos días aceptó compartir una botella de sake conmigo.

—¿Piensa presentarme a todo su equipo? —interrogó Elke echando un vistazo cansino al reloj—. Son las cinco de la madrugada. Y le he dado un plazo de tiempo inapelable.

—Tiene razón. Pero hay algo más que debería saber antes de que cojamos ese autobús a la Antártida.

—¿Qué?

—Tras mi estancia en Viena y en Tokio, cuando ya los preparativos estaban muy adelantados, todo estuvo a punto de suspenderse. Yo había vuelto a Dortmund. Disfrutaba de unas semanas libres. El viaje estaba programado para finales de año, coincidiendo con el inicio del verano antártico. Recibí una llamada de una de las empresas que patrocinaban la Millenium Research 2000. No fueron muy explícitos. Me hicieron saber que habían surgido algunos problemas con los socios estadounidenses, dos compañías farmacéuticas poderosas, y que posiblemente el asunto se postergaría unas semanas, tal vez un mes o más. Me quedé desencantado, pero, estando de vacaciones como estaba, decidí aprovechar el tiempo y pasar unos días en Londres. Tengo allí algunos amigos. Diez días más tarde volvieron a llamarme. Me dijeron que debía volar a Nueva York de inmediato, que todo el equipo había sido citado allí. Me enviaron un billete de primera clase. Durante el vuelo me ocurrió algo sorprendente.

—Estoy en ascuas.

—Se sentó a mi lado una mujer muy atractiva. De unos treinta y tres o treinta y cuatro años, distinguida, muy inglesa. Me saludó, se abrochó el cinturón y se puso a leer El guardián entre el centeno, de Salinger.

—Conozco ese libro.

—Lo supongo. No pude evitar entablar conversación con ella. Le hice notar que tal vez, al llegar a Estados Unidos, podrían requisarlo. En los noventa fue una obra bastante polémica, rechazada por los sectores más conservadores. Incluso pesan algunas leyendas sobre esa novela. Se dice que era el libro de cabecera de Chapman, el asesino de Lennon. Lo comenté con ironía, disculpándome por haber fisgado en su intimidad. Ella se rió de buena gana. Dijo que hasta en su hipocresía los estadounidenses resultan ingenuos. Recuerdo que les tildó de naífs. Pasamos parte del viaje hablando de literatura, cine y mil otras cosas. Se llamaba Angela Brandley. Es curioso, me contó que se había divorciado recientemente, tras cinco años de matrimonio. Incluso me hizo alguna que otra confesión bastante íntima, bueno, al menos así me lo pareció a mí en aquel momento. No estaba flirteando conmigo, sólo era una mujer directa. No dijo ni una sola palabra acerca de su trabajo, ni sobre los motivos que la llevaban a Nueva York. A mí tampoco se me ocurrió preguntarle por esos asuntos.

—¿Tienen alguna importancia en esta historia?

Eilert Lang esbozó una sonrisa forzada, taciturna.

—¿Cree en el destino?

—No demasiado.

—Al aterrizar, tras recoger los equipajes, cuando ya nos despedíamos, escuché a un hombre vocear mi nombre. Le distinguí entre la gente. Levantaba una hoja de papel en la que habían escrito, en trazo grueso, Eilert Lang… ¡Y Angela Brandley!

—No lo entiendo.

—Esa mujer era el noveno miembro de la Millenium Research. Una de las mejores geólogas de Inglaterra. Se había incorporado al proyecto en el último momento, dos días antes, en sustitución de otra persona. Estoy seguro de que el destino nos unió. Nos unió desde el mismo instante en que subimos a ese avión.

—¿Dónde está esa mujer ahora?

—Angela Brandley murió en la Antártida —anunció el biólogo con un hilo de voz atenazada—. Desvelamos un secreto terrible, y los dos lo hemos pagado caro, muy caro.

Elke Schultz advirtió que los ojos de Eilert se humedecían, que las lágrimas estaban a punto de desbordarle. Era evidente que llegado a ese punto de su relato realizaba un titánico esfuerzo de contención, sepultando sus emociones en lo más recóndito.

—¿Sabe? Me llegué a enamorar perdidamente de esa mujer —confesó tras un significativo silencio, en un tono que sonaba a liberación—. En tan sólo unas horas. Lo supe con certeza al saber quién era y qué hacía en Nueva York. Interiormente había aceptado que no volveríamos a vernos, me lo había repetido a lo largo del vuelo. El corazón me dio un vuelco cuando vi su nombre escrito en ese papel y me puse a temblar como un niño. ¿Nunca le ha pasado algo así?

—No lo sé. Tal vez, pero eso no importa ahora. No olvide que es su historia, y no la mía, la que está sobre el tapete.

—¿Por qué tengo la sensación de que es usted una mujer sumamente fría?

—Porque tal vez lo soy, y en esta situación con mayor motivo —zanjó Elke reconduciendo la conversación—. Si no recuerdo mal, estábamos en Nueva York, ¿no?

Eilert Lang asintió.

—Sí, en Nueva York. Allí nos esperaba una sorpresa. Sucedió algo imprevisto. Un cambio de planes. Nos presentaron a un científico del Ejército estadounidense, un coronel llamado Howard Rodby. Un tipo desagradable, prepotente, de ojos saltones. Nos convocó a todos en unas dependencias gubernamentales y nos anunció que el emplazamiento que debía servirnos de base de operaciones en el Polo Sur había cambiado de lugar, por motivos de seguridad. Unos noventa kilómetros al oeste de lo previsto. Recuerdo que la perplejidad fue general. No lográbamos entender el papel de ese militar en medio de nuestra misión. Los objetivos de la Millenium Research se centraban en una zona muy concreta del continente… ¿Tiene usted en mente el contorno de la Antártida?

—Ni siquiera de forma vaga.

—No importa. Recuerda ligeramente la cabeza de un triceratops, un animal prehistórico. El cuerno de la nariz, la península de San Martín, apunta hacia Tierra de Fuego, y el cráneo, la coronilla, hacia el Atlántico Sur y Sudáfrica —explicó Lang dibujando con el índice en el aire—. Es en esa parte donde en principio teníamos previsto establecer nuestro campamento; en una región conocida como Tierra de la Reina Maud, Nueva Suabia, un territorio extenso cuya soberanía reclamó Alemania durante la Segunda Guerra Mundial.

—¿A qué se refería el tal Rodby al aducir motivos de seguridad? —indagó Elke—. ¿Miedo a que pudieran perturbar el apareamiento de los osos polares?

El noruego no pudo evitar echarse a reír ante la observación.

—No hay osos en el Polo Sur, Elke; la bestia más feroz es el pingüino —puntualizó conteniendo la hilaridad—. Rodby alegó, de modo muy convincente, que una serie de movimientos sísmicos profundos habían creado grandes grietas en la zona de Nueva Suabia; fracturas y simas ocultas bajo el hielo. Anunció que nos instalaríamos en una vieja estación estadounidense, la base Wichita, fuera del área de peligro. Las empresas patrocinadoras y los organismos oficiales que respaldaban la misión aceptaron el cambio sin reticencias. No tenía sentido, por tanto, que nosotros nos opusiéramos a la medida.

—Me parece sumamente intrigante —confesó la violinista.

—Lo era. De hecho se trataba de una argucia destinada a alejarnos de esa parte de la Antártida, pero no teníamos modo alguno de saberlo.

—¿Cuándo llegaron usted y sus compañeros a esa base?

—Dos semanas después. Salimos de Buenos Aires, donde se había depositado todo el material, a bordo de un rompehielos. La base Wichita cuenta con un pequeño aeródromo, pero el mal tiempo reinante, pese a estar a comienzos del verano antártico, aconsejó que viajáramos por mar, con todos los contenedores y cargas. Atravesamos la gran barrera de hielo fragmentado que era el mar de Weddell y desembarcamos cerca de Belgrano, una pequeña estación meteorológica argentina. Allí nos esperaban una docena de científicos estadounidenses, dispuestos a cargar en orugas y remolques todo nuestro equipo. Esa operación supuso dos días. Al despuntar el tercero emprendimos viaje hacia Wichita. A unas veinte horas en dirección a ninguna parte.

—¿En dirección a ninguna parte? ¿Qué significa eso?

—La base Wichita está en el interior de esa cabeza de triceratops, a 75° de latitud sur y a unos 11° de longitud oeste, pero no aparece en los mapas. No consta que allí exista puesto alguno. Son muchas las estaciones permanentes en el Polo Sur, casi todas ubicadas en la costa, mantenidas por países que reclaman derechos históricos sobre esos territorios, porciones de pastel de ese continente.

—No acabo de entenderlo.

—Cuando le preguntamos por ese detalle, Rodby nos explicó que ésa era una vieja base, construida a comienzos de los años cincuenta, activa en el pasado, pero mantenida bajo mínimos en la actualidad. Las instalaciones, como pudimos constatar al llegar, eran excelentes, en absoluto la ruina que habíamos imaginado encontrar. Cinco grandes refugios centrales, dispuestos en los vértices de un pentágono imaginario, comunicados entre sí, rodeados por una maraña de pequeñas edificaciones, hangares y almacenes, abrigados por una cadena de montañas y hielo por el noreste.

—Su historia me está destemplando. Empiezo a sentir frío otra vez —anunció bruscamente Elke revolviéndose en la butaca—. Creo que el dueño de esta casa es un alcohólico impúdico. Voy a servirme un whisky, ¿quiere?

—¿Eh? Sí, gracias —aceptó Eilert—. Hace horas que no como nada, me ruge el estómago, pero creo que me reconfortará.

—Si tiene hambre he visto algunas latas en los armarios de la cocina, atún, espárragos y un paquete de tostadas, aunque me temo que rancias. Usted verá.

—Se lo agradezco, pero no. Odio el atún.

—Aquí hay de todo —constató la violinista toqueteando las botellas—. ¿Malta, escocés o bourbon?

—Malta, por favor. Es usted un pozo sin fondo. Me sorprende que sea capaz de distinguir un whisky de otro.

—Y a mí que sea usted tan machista.

—Deberá perdonarme. Soy un torpe. Hace mucho tiempo que no me relaciono con mujeres.

—¿Ve? ¡Siempre hay que darle las gracias al cielo por algo! —murmuró con una inflexión displicente Elke al tiempo que llenaba dos vasos cortos, de boca ancha. Le tendió uno a Lang y, antes de volver a recogerse en el sillón, atizó la lumbre añadiendo leña menuda. Hecho eso se quedó mirando fijamente al narrador, con semblante adusto. Sin palabras le hizo saber que estaba dispuesta a seguir escuchando.

En los ojos de Eilert Lang asomó una fugaz chispa de ironía.

—Creo que hemos cambiado los papeles —murmuró divertido.

—¿A qué se refiere?

—No me pregunte el motivo, pero ha pasado por mi cabeza la imagen de Sherezade entreteniendo al sultán con sus historias, intentando ganar una noche más.

—¿Con eso quiere decir que debería ser al revés?

—No, sólo era una imagen. No tiene importancia. Olvídelo.

—Haga lo que quiera, pero yo, si fuera usted, me centraría en lo que importa —recomendó Elke echando un vistazo sesgado a su reloj—. Son las seis. Clareará antes de dos horas. La base Wichita, ahí estábamos: jodidos de frío.

—Sí. Un frío intenso. A pesar de que durante el verano antártico no existe la noche y el sol, la luz intensa, es un castigo del que no hay forma de escapar —evocó Lang retomando el hilo—. Recuerdo que Hatsuka, el japonés, siempre llevaba su fino bigotito negro poblado de escarcha, lleno de multitud de diminutos carámbanos de hielo. Y que Barets, el francés, desaparecía con frecuencia, para regresar al poco con la petaca rellenada. Nada ocurrió durante los primeros días. Yo me sentía realmente feliz. Siempre encontraba una excusa para ayudar a Angela en sus trabajos. Y creo que ella hacía lo mismo. De forma tácita nos buscábamos el uno al otro. Eso nos granjeó más de una burla, parodias durante las cenas, de esas que provocan sonrojo.

—Amor bajo cero —apuntó Elke con una media sonrisa en los labios.

—Bueno, no exactamente amor. Era una abierta y mutua predilección, que podía terminar en mucho o en nada. ¿Tiene ahí mi libro de notas?

—Sí.

—Mire al final. Hay un amasijo de papeles sueltos. Guardo una Polaroid que nos hizo Stan Barets. Es el único recuerdo que conservo de ella —señaló Eilert—. También hallará un recorte del New York Times. Dimos una rueda de prensa dos días antes de partir hacia Buenos Aires.

Elke extrajo la abultada agenda. No tardó en hallar la imagen. Heinz Rainer, o mejor dicho, Eilert Lang, rubio y sonriente, enfundado en una gruesa pelliza, abrazaba a una mujer menuda, de ojos vivos y agradables facciones, ante un horizonte blanco y desolado, recortado sobre el azul intenso del cielo.

—Es…, era, una mujer muy atractiva —convino Elke. La violinista suspiró profundamente. Esa imagen le resultaba más perturbadora que todo lo explicado por Lang hasta el momento. Y no cabía duda alguna de que la página arrancada del periódico era auténtica.

—Mucho. Un ser encantador, una mezcla explosiva de timidez y descaro.

—¿Qué ocurrió?

—Tal y como le he dicho, no demasiado durante unos días. Los miembros de la Millenium Research nos centrábamos en nuestro trabajo mientras Rodby y los suyos hacían vida aparte. Entendimos desde el primer momento que no estaban dispuestos a mezclarse con nosotros, ni a confraternizar en exceso. En muchas ocasiones coincidíamos en el módulo habilitado como comedor, en la central de comunicaciones o en los hangares en que se guardaban las motos de nieve y el material, pero la mayor parte del tiempo llevábamos vidas separadas. Se mostraban siempre amables aunque sumamente reservados. Fue Stan Barets el primero en detectar ciertas anomalías.

—¿De qué tipo?

—Recuerdo que una mañana se acercó hasta donde yo estaba trabajando. Me ofreció un trago de vodka, bebía vodka con frecuencia, decía que era el aguardiente ideal en esa latitud, y me susurró al oído unas palabras que no he olvidado jamás.

—¿Qué le dijo?

—Me tocó en el hombro y, con su proverbial sarcasmo, me espetó: «Eilert, te juro que no estoy borracho, pero créeme si te digo que aquí hay pingüino encerrado».

Elke Schultz sonrió abiertamente, por primera vez.

—¿Y lo había?

—Sí. Barets me hizo reparar en algunos detalles reveladores. Era un analista de primera, muy observador. Comprendí que tanto Rodby como el resto del equipo estadounidense destacado en Wichita se traían algo entre manos; no eran científicos, eso se nos antojaba claro; nunca les veíamos enfrascados en mediciones, pruebas o experimentos; el laboratorio de la base era un lugar destartalado, desprovisto de materiales básicos, indispensables; pero lo más significativo es que siempre andaban, de la mañana a la noche, armados. Todos, sin excepción, llevaban su pistola al cinto. Disimulada bajo los chaquetones y la ropa. Eran militares, Elke. Y no nos quitaban, pese a su aparente distensión, el ojo de encima.

—¿Lograron averiguar el verdadero motivo de su presencia en ese paraje remoto?

Eilert Lang mantuvo un prolongado y dramático silencio.

—Sí, ese destacamento estaba ahí para custodiar la mayor mentira de la historia… —confesó circunspecto y sin ambages—. No tardé mucho en saberlo. Aunque por desgracia demasiado tarde. Pronto lo entenderá, permítame seguir con los hechos. No quiero que amanezca sin haber terminado. No deseo darle motivos para disparar esa bala que me ha prometido.

Elke bajó la mirada. Sus dedos acariciaron, bajo la manta, la culata del arma.

—Prosiga.

—A pesar de que a partir de ese momento jugar a las conjeturas se convirtió en un entretenimiento, seguimos adelante con el programa previsto. Una tarde encontré a Angela escudriñando el horizonte con unos potentes binoculares. Examinaba la estribación de un macizo montañoso, al noroeste de la base Wichita, que nacía a nuestras espaldas y corría bordeando la costa. Me tendió los prismáticos y señaló un punto alejado de esa cordillera. Al enfocar, distinguí un inmenso glaciar. Una lengua de hielo impresionante, hermosa y milenaria. Parecía arder devorada por el sol.

*****

—Daría cualquier cosa por ver esa maravilla de cerca —afirmó Angela sin mirarme—. No recuerdo haber contemplado en toda mi vida nada semejante. Ni siquiera en el Himalaya. Es absolutamente majestuoso.

—Lo es. Parece el Walhalla, rutilando más allá de la vida.

—¿El Walhalla?

—El santuario de Odín, en Asgard, la morada de las quinientas cuarenta puertas, el palacio de los héroes, donde corre la hidromiel y aúllan los chacales.

—Eso es mitología nórdica, ¿no?

—En efecto. Muy nórdica.

—Estaba pensando, Eilert, que tal vez podríamos acercarnos discretamente a ese glaciar, por nuestra cuenta, en secreto.

Chasqueé los labios en clara señal de reprobación.

—Tal vez no sea una idea muy afortunada, Angela. Recuerda que Rodby ha dejado muy claro que no debemos adentrarnos en esa región, por encima de los 74° de latitud sur, bajo ningún concepto —razoné—. De precipitarnos por una sima podemos perder cualquier esperanza de ser rescatados vivos.

Ella se giró hacia mí, echó atrás la capucha de piel de su grueso tabardo y sonrió con deliciosa y encantadora picardía.

—Me juego lo que quieras, Eilert Lang, a que hay más grietas en el techo de mi casa de Londres que en esa llanura —apostó con un mohín descreído en los labios—. No tenemos forma alguna de conocer las razones de esa prohibición, pero te aseguro que los argumentos no son ciertos. Antes de salir de Nueva York hablé con un buen amigo del instituto sismográfico. Sólo me pudo decir que ellos no tienen constancia de ningún movimiento tectónico en esta parte del mundo en los últimos cuarenta años.

—¿Entonces?

—Entonces es otra mentira más. Y tú y yo vamos a recorrer esa zona, con las motos, pasado mañana.

*****

—¿Lo hicieron? —indagó Elke.

—Sí. Angela era una mujer muy persuasiva. También muy tozuda. No logré sacarle la idea de la cabeza —explicó Lang—. Al día siguiente comunicó a Rodby que tenía un gran interés en descender un par de grados hacia el sur y estudiar una depresión que existe en esa zona. Yo estaba convencido de que ese bastardo se negaría. Para mi sorpresa no puso el menor reparo. Salimos a las siete de la mañana, en dos motos de nieve muy seguras y estables, provistas de un pequeño contenedor en la parte trasera. Cuando estuvimos suficientemente lejos, a unos siete kilómetros de Wichita, rehicimos camino hacia Nueva Suabia, en el norte, dando un amplio rodeo.

—Y comprobaron que la existencia de simas era una patraña —presupuso Elke.

—Sí, correcto. De todos modos le aseguro que yo no las tenía todas conmigo. Estuve tenso durante todo el viaje. Más de dos horas. Cada vez que nos deteníamos, Angela se burlaba de mí. Decía que yo era un apocado, que me faltaba osadía.

—¿Qué encontraron en ese maravilloso glaciar? ¿El Walhalla?

—Hielo. Un billón de toneladas de hielo descendiendo como una lengua de plata entre las vertientes del sistema montañoso. Nada fuera de lo normal. Nos ajustamos los crampones en las botas, ascendimos unos seiscientos metros y tomamos fotografías. Al bajar me di un buen costalazo. Resbalé y caí rodando como una piedra, dando tumbos. Por suerte había desenganchado el mosquetón de la cuerda que me unía a Angela y no la arrastré conmigo. Lo que sucedió entonces lo he rememorado miles de veces, como si se tratara de la escena de una película que se revisa fotograma a fotograma en una moviola.

*****

Angela corrió hasta mí en cuanto logró descender. Llegó asustada, temiendo que me hubiera desnucado. Lo cierto es que yo todavía no era demasiado consciente de qué me dolía y qué no. Estaba realmente aturdido, mareado.

—Eilert, ¿estás bien? ¡Qué susto, por Dios! ¡No te muevas, puedes haberte roto algo! —recomendó alterada.

—No lo sé, creo que no, toda esta ropa ha amortiguado los golpes —mascullé.

—No se te ocurra levantarte, quédate quieto, regresaré en un minuto.

Volvió con una manta isoterma, una almohadilla y un pequeño botiquín.

—¿Crees que podrás utilizar la moto? —indagó mientras me arropaba—. Si no te ves capaz, regresaremos los dos en la mía. Contaremos cualquier excusa. Rodby no sospechará.

—No, todo está bien, tranquilízate. Creo que estoy entero. Sólo noto un dolor intenso en la zona lumbar. ¡Aquí, ay, maldita sea!

—Respira hondo. Te prometo que cuando lleguemos a Wichita te daré un masaje que te dejará como nuevo —aseguró sonriente inclinándose sobre mi rostro.

—¿Un masaje? —murmuré con expresión lasciva—. Si haces eso soy capaz de despeñarme por todos los glaciares que me salgan al paso.

—Vamos, no exageres.

No sé cómo me decidí en aquella situación a besarla. Soy algo tímido, pero supe que aquél era el momento. El único posible. Deslicé mis dedos entre sus cabellos, rodeé su cuello y la atraje lentamente hacia mis labios. Noté que ella no oponía resistencia.

En el último instante sus ojos esquivaron los míos. Advertí que dirigía la mirada algo más allá, hacia un punto indeterminado, a mi izquierda.

—¿Qué te pasa? —pregunté extrañado—. ¿Estás bien?

—Pero, pero ¿qué es eso? —balbuceó—. ¡Virgen Santa, Eilert! ¿Qué es eso? ¡Mira, mira ahí!

Logré recostarme y echar un vistazo sesgado al lugar que ella señalaba. Me pareció distinguir un enjambre de sombras bajo el hielo, difusas, informes.

Miré de frente a Angela esperando una explicación. Se había puesto en pie. Retrocedía con el terror estampado en el rostro. Sus ojos, poseídos por un fulgor irracional, barrían el terreno a nuestro alrededor. Regresó hasta mí, espeluznada, me cogió de las manos y sin contemplaciones tiró de mí hasta incorporarme. Un segundo después, liberó un pavoroso alarido y ocultó su rostro en mi pecho.

En ese momento les vi. A todos ellos. Incontables.

Estaban por todas partes.

La mirada terrible de una legión de espectros parecía reclamarme desde las profundidades. Sus dedos crispados pugnaban por quebrar la gélida losa que sellaba sus tumbas. Me separé de Angela y caminé estremecido sobre la contraída distorsión que eran sus cuerpos; incapaz de pensar; tomando conciencia de que una pesadilla infernal, una broma macabra, había irrumpido en nuestras vidas.

Dispuesta a quedarse…

*****

A lo largo de las dos siguientes horas, Elke Schultz, demudada y sin aliento, escuchó el escalofriante relato del biólogo. Al terminar había realizado el más extraño y perturbador de los viajes posibles, recorriendo la distancia que media entre la incredulidad y la fe. Envuelta en la manta se asomó al páramo helado que se extendía en la parte posterior de la casa, más allá del jardín. Con las primeras luces del día entendió que no podría escapar a una revelación semejante; que nadie podía inventar una historia así, y que de algún modo, por capricho del azar o dictado del destino, su camino y el de ese hombre se habían entrelazado indefectiblemente, al igual que ocurriera seis años atrás, cuando Eilert Lang y Angela Brandley descubrieron el horror que se ocultaba bajo los hielos eternos de Nueva Suabia.